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Marissa asintió mientras se cambiaba de oreja el móvil y revisaba la lista que tenía encima de su escritorio.
—Correcto. Necesitamos una cocina industrial, seis quemadores mínimo.
Sintió que había alguien en la puerta y echó un vistazo. La mente se le puso en blanco.
—¿Puedo… eh, puedo llamarte después? —No esperó contestación: simplemente colgó—. Havers. ¿Cómo me has encontrado?
Su hermano inclinó la cabeza. Vestía lo usual: gabardina Burberry, pantalones grises y pajarita. Las gafas de marco metálico eran distintas a las que estaba acostumbrada a verle. El resto, igual.
—Una enfermera me dijo dónde estabas.
Se sentó en su silla y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿A qué has venido? —le preguntó, intrigada.
En vez de contestar, él observó a su alrededor. Ella se imaginó que no estaba impresionado. La oficina no era más que un escritorio, una silla y un ordenador portátil. Bueno… y miles de hojas, con listas y tareas específicas. El estudio de Havers, por su parte, era un cubil de conocimientos y distinción, estilo Mundo Antiguo, los pisos cubiertos de alfombras Aubusson, las paredes repletas de diplomas de la Facultad de Medicina de Harvard así como de paisajes de la Escuela del río Hudson.
—¿Havers?
—Has hecho grandes cosas en esta instalación.
—Apenas acabamos de empezar, y es una casa, no una instalación. ¿A qué has venido?
Él se aclaró la garganta.
—Vengo con una solicitud del Concilio de Princeps. Vamos a votar la moción de sehclusion en la próxima reunión y el leahdyre dice que ha estado tratando de comunicarse contigo durante la última semana. No le has devuelto las llamadas.
—Estoy ocupada, como puedes ver.
—Pero no podemos votar a menos que todos los miembros estén presentes.
—Entonces deberíais expulsarme del Concilio. De hecho, me sorprende que aún no lo hayáis hecho.
—Tú perteneces a uno de los seis linajes fundadores. No podemos expulsarte.
—Ah, bueno, peor para vosotros. Comprenderás, sin embargo, que no estoy disponible esta tarde.
—No te he dado una fecha.
—Como te he dicho, no estoy disponible.
—Marissa, si estás en desacuerdo con la moción puedes manifestarlo claramente durante la fase de testimonios de la reunión. Serás escuchada.
—¿Entonces todos vais a votar a favor?
—Es importante mantener seguras a las hembras.
Marissa hirvió de indignación.
—Tú me echaste de la única casa que yo tenía tan sólo treinta minutos antes del alba. ¿Significa eso que has cambiado tus responsabilidades hacia mi sexo? ¿O acaso no me ves como una hembra?
Él tuvo la ocurrencia de ruborizarse.
—Fue un momento de alta carga emocional, Marissa.
—A mí me pareciste muy calmado.
—Marissa, lo siento…
Ella lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Alto. No quiero oírte. No me interesan tus disculpas.
—Así será. Pero no deberías estorbar la labor del Concilio sólo por estar en mi contra.
Él se tocó la pajarita. Ella alcanzó a vislumbrar la sortija de la familia en su dedo meñique. Dios santo… ¿cómo habían llegado a esa situación? Recordaba perfectamente el día que nació Havers y ella lo vio en brazos de su madre. Un bebé tan dulce. Tan…
Marissa parpadeó para ocultar la emoción que seguramente se había reflejado en su rostro.
—Está bien. Iré a la reunión.
Havers se relajó, y le dijo el lugar y el día en que se celebraría el próximo Concilio.
—Gracias. Te lo agradezco sinceramente.
Ella sonrió con frialdad.
—A la orden.
Se produjo un largo silencio durante el cual Havers reparó en sus pantalones y en el jersey y en los papeles que había encima del escritorio.
—Pareces diferente.
—Lo soy.
Y ella sintió, por la recia y dolida expresión de su cara, que él seguía siendo el mismo. La habría preferido en el molde de la glymera: una hembra de gracia presidiendo un hogar distinguido. Bueno, mala suerte. Ahora todo se ceñía a la regla número uno: correctas o equivocadas, en su vida las decisiones las tomaba ella. Nadie más.
Cogió el teléfono.
—Ahora, si me excusas…
—Te ofrezco mis servicios. Los de la clínica, quiero decir. Libres de cargo.
Se subió las gafas hasta lo más alto de su recta nariz.
—Las hembras y jóvenes que se alojan aquí necesitarán asistencia médica.
—Gracias. Gracias…
—También le diré a mi personal de enfermería que esté alerta a cualquier signo de abuso. Os referiremos cualquier caso que descubramos.
—Eso sería de gran ayuda.
Su hermano inclinó la cabeza.
—Nos complacerá servirte.
El teléfono móvil de Marissa sonó. Ella se despidió:
—Hasta luego, Havers.
Su hermano abrió los ojos con asombro y ella comprendió que era la primera vez que lo despedía.
Cambiar era bueno… que se fuera acostumbrando al nuevo orden mundial.
El teléfono volvió a sonar.
—Cierra la puerta al salir, si no te importa.
Después de que Havers saliera, Marissa miró el identificador de llamadas del móvil y suspiró con satisfacción: Butch, gracias a Dios. Necesitaba oír su voz.
—Hola —dijo ella—. ¿A qué no adivinas quién acaba de salir…?
—¿Puedes venir a casa? ¿Ya mismo?
Apretó con fuerza el teléfono.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido…?
—Estoy bien. —Butch hablaba en voz muy baja—. Pero necesito que vengas a casa ahora mismo.
—Salgo en este momento.
Cogió el abrigo, metió su teléfono en el bolsillo y salió en busca de algún miembro de su equipo.
Cuando encontró a la vieja doggen, le dijo:
—Tengo que irme.
—Señora, parece trastornada. ¿Puedo hacer algo por usted?
—No, gracias. Volveré en cuanto pueda.
—Me encargaré de todo en su ausencia.
Le estrechó la mano a la sirviente y corrió afuera. De pie en el césped delantero, en la cruda noche primaveral, trató de calmarse lo suficiente como para poder desmaterializarse. Cuando no lo pudo hacer, pensó que iba a tener que llamar a Fritz para que la recogiera: no sólo estaba preocupada sino que necesitaba alimentarse, por lo cual era muy posible que no fuera capaz de serenarse.
Sin embargo, unos instantes después, se marchó por su cuenta. Tan pronto se materializó delante del Hueco, se abrió paso hacia el vestíbulo. El seguro interior se descorrió, aun antes de que ella plantara su cara enfrente de la cámara. Wrath estaba al otro lado de los pesados paneles de madera y acero.
—¿Dónde está Butch? —preguntó ella.
—Aquí estoy. —Él apareció en su línea de visión pero no salió a su encuentro.
En el escueto silencio que siguió, Marissa anduvo con lentitud. El aire parecía nieve derretida, contra la que tenía que luchar a medida que avanzaba. Atontada, oyó que Wrath cerraba la puerta. Por el rabillo del ojo vio a Vishous que se ponía en pie entre sus ordenadores. V rodeó el escritorio.
Butch le extendió la mano.
—Ven aquí, Marissa.
La guió a los ordenadores y le señaló uno de los monitores. Arriba en la pantalla sólo había… texto. Muy denso. En realidad, eran dos secciones de documentos, la pantalla partida a la mitad.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Butch con amabilidad la sentó en la silla y se paró detrás, con sus manos en los hombros de ella.
—Lee el pasaje en cursiva.
—¿De qué lado?
—Cualquiera. Son idénticos.
Ella frunció el ceño y pasó su mirada por lo que parecía casi un poema:
Vendrá uno que traerá el fin antes del Amo,
un luchador del tiempo moderno hallado en el séptimo del veintiuno,
y será conocido por los números que lleva:
uno más que la brújula percibe,
aunque sólo cuatro puntos por hacer con su derecha,
tres existencias tiene,
dos marcas por delante
y con un ojo amoratado, en un pozo nacerá y morirá.
Confundida, leyó más. Frases horribles saltaron a sus ojos: «Sociedad Restrictiva», «Inducción», «Amo». Se estremeció al leer el título en la parte alta de la página.
—Pero… es sobre… restrictores.
‡ ‡ ‡
Cuando Butch sintió el pánico glacial en la voz de Marissa, se hincó de rodillas ante ella.
—Marissa…
—¿De qué diablos se trata todo esto?
¿Cómo explicárselo? Cubrió la delicada pantalla y luego se miró su meñique deformado… el único que no podía estirar… el único con el que no podía señalar o apuntar.
Marissa se apartó de él cautelosamente.
—¿Qué es?
Gracias a Dios, V se le adelantó.
—Lo que estás viendo son dos diferentes transcripciones de Los Pergaminos de la Sociedad Restrictiva. Uno lo teníamos nosotros. El otro es de un portátil que les arrebaté a los verdugos hace unos diez días. Los Pergaminos son el manual de la Sociedad y la sección que estás viendo es lo que llamamos la Profecía del Destructor. Hace mucho tiempo que la conocemos, desde cuando la primera copia de Los Pergaminos cayó en nuestro poder, hace varias generaciones.
Marissa se llevó la mano a la garganta. Empezó a captar la idea general. Movió la cabeza.
—Pero es una adivinanza. Seguramente…
—Butch tiene todas las marcas. —Vishous encendió un cigarro y exhaló—. Puede sentir restrictores, así que percibe uno más que norte, sur, oriente u occidente. Su meñique se atrofió desde la transición, por lo que ahora solamente dispone de cuatro dedos para señalar o apuntar. Ha tenido tres vidas, infancia, madurez y, la última, como vampiro, y, si quieres, puedes indicar que nació aquí en Caldwell, al superar el cambio. No obstante, lo más revelador es esa cicatriz en el ombligo. Parece un ojo amoratado y es una de dos marcas por delante, presumiendo que el ombligo sea la primera.
Marissa miró a Wrath.
—Entonces, ¿esto qué significa?
El Rey respiró hondo.
—Significa que Butch es nuestro mejor armamento en esta guerra.
—¿Cómo…? —La voz de ella se quebró.
—Él puede atajar el retorno de los restrictores al Omega. Mira, durante el proceso de inducción, el Omega comparte una parte suya con cada verdugo. Esa porción vuelve a él cuando el restrictor muere. Como el Omega es un ser finito, la conservación de este retorno es crítico. Necesita recuperar lo que puso dentro de ellos si quiere multiplicar a sus combatientes. —Wrath señaló a Butch—. El poli rompe esa parte del ciclo. Así, cuantos más restrictores consuma Butch, la debilidad del Omega se incrementará hasta que, literalmente, no quedará nada de él. Es como una gota de agua que erosiona poco a poco la roca.
Los ojos de Marissa se deslizaron hasta Butch.
—¿Consumirlos, cómo?
Vaya, no le iba a gustar esta parte.
—Yo simplemente… los inhalo. Los tomo dentro de mí.
El terror le oscureció la mirada.
—Pero con el tiempo, ¿no te irás a convertir en uno de ellos? ¿Qué te impedirá excederte?
—No lo sé. Vishous me ayuda. Me sana con su mano.
—¿Cuántas veces has hecho… esto… lo que sea… a los restrictores?
—Tres. Incluyendo al de esta noche.
—¿Y cuándo lo hiciste por primera vez?
—Hace unas dos semanas.
—Entonces nadie conoce los efectos a largo plazo, ¿no es así?
—Pero yo estoy bien…
Marissa saltó de sopetón y rodeó el escritorio, la mirada en el suelo, los brazos cruzados. Se plantó frente a Wrath y lo miró.
—¿Y tú quieres utilizarlo?
—Esto tiene que ver con la supervivencia de la raza.
—¿Y la supervivencia de él?
Butch se puso en pie.
—Yo quiero hacerlo, Marissa.
Lo contempló con severidad.
—¿Puedo recordarte que casi mueres por culpa de la contaminación del Omega?
—Esto es distinto.
—¿Qué tiene de distinto? Si estás hablando de meterle más y más mal a tu sistema, ¿cuál es la diferencia?
—Ya te lo he dicho, V me ayuda a procesarlo. No se queda dentro de mí. —No hubo respuesta. Ella se quedó estática en medio de la sala, sin saber cómo reaccionar ni qué decir—. Marissa… hablamos de la tarea de mi vida. En todo hay un propósito, quizá éste sea el propósito de mi vida…
—Qué bien. Esta mañana me dijiste en la cama que yo era tu vida.
—Y lo eres. Esto es diferente.
—Ay, sí, claro. Todo es diferente cuando te conviene que lo sea. —Meneó la cabeza—. No pudiste salvar a tu hermana, y ahora… tienes la inspiración de salvar a miles de vampiros. Tu complejo de héroe debe estar satisfecho.
Butch apretó los dientes para contenerse.
—Eso ha sido un golpe bajo.
—Pero es verdad. —Bruscamente, ella se volvió fatigada—. ¿Sabes?, estoy enferma y cansada de tanta violencia. Y de tanta lucha. Y de que la gente resulte herida. Y, además, me dijiste que no ibas a involucrarte en esta guerra…
—En ese momento yo era humano…
—Oh, por favor…
—Marissa, tú has visto lo que los restrictores pueden hacer. Lo has visto en la clínica de tu hermano cuando llegan los cuerpos. Dime, ¿cómo puedo quedarme de brazos cruzados? ¡Tengo que pelear!
—No se trata sólo de combates mano a mano. Ahora estás en otro nivel. Consumes verdugos, ¡por Dios! ¿Cómo sabes que no te vas a convertir en uno de ellos?
De pronto, el miedo se adueñó de Butch. Y como los ojos de ella se achicaron, supo que no había ocultado la ansiedad con suficiente prontitud.
Marissa meneó la cabeza.
—A ti también te preocupa eso, ¿cierto? No tienes la certeza de que no te volverás uno de ellos.
—Eso es falso. No me perderé. Lo sé.
—¿En serio? Entonces, ¿por qué llevas una cruz de oro, Butch?
Él agachó la cabeza y miró al suelo. Mierda, sin darse cuenta su mano sujetaba el crucifijo tan fuerte que los nudillos estaban blancos y la camisa toda desarreglada. Bajó el brazo.
La voz de Wrath los interrumpió.
—Lo necesitamos, Marissa. La raza lo necesita por seguridad.
—¿Y qué hay con su seguridad? —dejó escapar un sollozo, que sofocó rápidamente—. Lo siento, pero… no puedo sonreír ni deciros «Vamos por ellos». Pasé días y noches en cuarentena cuidándolo… —miró a Butch—. Cuidándote al borde de la muerte. Eso casi me mata. Yo también tengo algo que opinar en este asunto… sí, Butch, tengo derecho.
Butch bajó la cabeza. Ya no podía cambiar. Era lo que era, y tenía que creer en su fuerza interior para no derrumbarse en la oscuridad.
—No quiero ser una mascota, Marissa. Quiero un propósito…
—Ya tienes un prop…
—… y ese propósito no es quedarme sentado en casa esperando a que regreses. Soy un hombre, no un mueble. No quiero cruzarme de brazos cuando sé que debo ayudar a la raza… mi raza. —Se le acercó—. Marissa…
—No puedo… no puedo hacer esto. —Retrocedió hasta ponerse fuera del alcance de los brazos de Butch—. Te he visto casi muerto muchas veces. No podré… yo no puedo hacer esto, Butch. No puedo vivir así. Lo siento. No cuentes conmigo: no me sentaré a ver cómo te destruyes…
Les dio la espalda y salió del Hueco.