36

Marissa se despertó con los sonidos de las persianas subiendo al llegar la noche. Sintió unas manos que la acariciaban en el vientre, en los senos, en el cuello. Estaba de lado, con Butch fuertemente apretado contra ella por detrás… y las recias fibras de sus músculos se mecían con un ritmo muy erótico.

Su miembro estaba caliente y la buscaba, probando la raja de sus nalgas, esperándola. Marissa lo agarró, hundió los dedos en su piel y le indicó el camino. Sin palabras, él se montó encima de la espalda de ella, empujándole la cara sobre las almohadas. Ella trató de sacárselo de encima para poder respirar mientras Butch le abrió las piernas con sus rodillas.

Marissa gimió y Butch… despertó.

Él se echó para atrás como si le hubieran pegado un puñetazo.

—Marissa… yo… eh, yo no quería…

Pero ella subió las rodillas y trató de mantener su contacto.

—No pares.

Hubo una pausa.

—Debes de estar dolorida.

—Para nada. Sigue. Por favor.

La voz de Butch sonó grave y ronca.

—Jesús… esperaba que quisieras hacerlo otra vez. Será fácil, te lo juro.

Le acarició la columna y su boca rozó lo alto de su cadera, después el final de su espalda y acto seguido más abajo, sus nalgas.

—Estás tan hermosa así. Quiero poseerte de esta manera.

La mirada de Marissa flameó.

—¿Puedes hacerlo?

—Oh, sí. Iré hasta lo más profundo. ¿Quieres que lo intente?

—Sí.

Él le apartó las caderas un poco más e hizo que se apoyara en sus cuatro miembros. La cama crujió mientras los cuerpos se ubicaban. Cuando Butch estuvo detrás, ella lo miró por entre las piernas. Vio sus fuertes muslos y la pesada y colgante bolsa de sus testículos así como el excitado falo. Su cavidad estaba completamente mojada, al presentir lo que se avecinaba.

El pecho de él dormitó sobre su espalda y una de sus manos se plantó en el colchón, delante de la cara de ella. Su antebrazo se flexionó y las venas se le cuajaron al inclinarse para cogerse la punta del miembro y dirigirla a la delicada piel entre sus piernas. Con breves y bruscos roces, Butch se trabajó a sí mismo, adelante y atrás, junto a los alrededores de su entrada, que contemplaba con lujuria, sin parar de acariciarse su propio sexo.

Por la manera cómo se lo sacudía, estaba claro que le gustaba lo que estaba viendo.

—Marissa… yo quisiera… —Se interrumpió con una maldición, que ella no entendió.

—¿Qué? —Marissa se giró un poco para poder verlo por encima del hombro.

Su mirada tenía ese brillo intenso y duro que parecía adueñarse de él cuando estaba seriamente concentrado en el sexo: una resplandeciente necesidad que no tenía nada que ver con lo corporal ni con lo físico. En vez de explicarle lo que había dicho, plantó la otra mano en la cama, se apretó contra su espalda y le empujó las caderas fuertemente sin penetrarla. Con un gemido, Marissa dejó caer la cabeza y vio cómo Butch se abría paso entre sus nalgas. Le encantó comprobar su excitación.

—¿Qué ibas a decir? —gruñó ella.

—Nena… —Su aliento rebotó caliente en la nuca de Marissa y la voz sonó dura y demandante en el oído—. Ah, mierda, no puedo pedirte eso.

La mordió en los hombros. Ella gritó y los codos se le relajaron. Él la cogió antes de que cayera sobre el colchón, sosteniéndola con un brazo pegado a sus senos.

—Pídeme lo que sea… —jadeó Marissa.

—Si pudiera parar… pero oh, Dios…

Butch se echó para atrás y luego la penetró, hundiéndoselo tan profundo como había prometido que lo haría: un poderoso oleaje hizo que Marissa se arqueara y que gritara el nombre de él. Se meneó con un ritmo salvaje, aunque todavía amable, con menos poder del que tenía. Le encantaban sus sentimientos, la plenitud de su penetración, la espalda ancha y resbaladiza. De pronto, se acordó de que iban a hacerle la transición dentro de una hora, o menos.

¿Y si ésa fuera su última hora?

Las lágrimas humedecieron sus pestañas y la enceguecieron. Cuando Butch le volvió la cara para poder besarla, le susurró, casi dentro de la boca:

—No pienses en eso. Quédate aquí conmigo. Recuerda este momento. Recuérdanos aquí…

Le dio la vuelta. Se unieron cara a cara, rozándose las mejillas y besándose sin parar. Alcanzaron juntos el clímax, un placer enorme e imborrable. La cabeza de él pareció desprendérsele del cuello, como si ya no tuviera fuerzas para sostenerla.

Después, Butch rodó a un lado y la apretó contra su pecho. Al escuchar los latidos de su corazón, Marissa rezó para que fuera tan fuerte como sonaba.

—¿Qué ibas a decir? —murmuró en la penumbra.

—¿Quieres ser mi esposa?

Ella alzó la cabeza. Los ojos color avellana de Butch estaban tremendamente serios y tuvo la impresión de que ambos pensaban lo mismo: ¿por qué no se habían apareado antes?

La única palabra posible brotó de los labios de Marissa en un suspiro:

—Sí.

La beso tiernamente.

—Quiero hacerlo de dos maneras. La tuya y en un templo católico. ¿Te parece bien?

Ella tocó su cruz dorada.

—Absolutamente.

—Me encantaría que tuviéramos más tiempo para…

La alarma del reloj empezó a sonar. Con pereza, él la apagó.

—Supongo que tendremos que levantarnos —dijo Marissa, y se apartó un poco.

No fue muy lejos. Butch la atrajo de vuelta a la cama, la sujetó con su cuerpo y le deslizó la mano entre las piernas.

—Butch…

La besó a fondo y después le susurró, pegado a su boca:

—Otra vez para ti. Una vez más, Marissa.

Sus escurridizos dedos se mezclaron con los líquidos, la piel y los huesos de Marissa mientras le besaba los magníficos senos y le chupaba sus pezones irresistibles. Rápidamente la hizo perder el control: ella se calentó, jadeó y se acoplaron embelesados.

Una presión urgente y eléctrica los envolvió y entonces chisporrotearon libres en una llamarada de pasión. Con amorosa atención, él la ayudó a conseguir el orgasmo: fue como un canto rodado sobre el agua, rebotando en la superficie del placer y saltando de nuevo para aterrizar y rebotar una vez más.

Todo el tiempo que estuvo dentro de ella, la miró con sus ojos avellana, una mirada que la cautivaría por el resto de sus días.

Butch iba a morir esa noche. Ella lo sabía con total certeza.

‡ ‡ ‡

John se sentó en el rincón más retirado de la parte de atrás del aula vacía, a buena distancia de su sitio regular y en su triste y solitaria mesa. Por lo general el entrenamiento comenzaba a las cuatro, pero Zsadist había enviado un correo electrónico advirtiendo que las clases empezarían esa noche tres horas más tarde de lo normal. Lo cual estuvo bien, pues así John había tenido más tiempo de apreciar a Wrath en plena acción.

Al acercarse el reloj a las siete, los otros practicantes fueron entrando. Blaylock fue el último. Aún andaba lentamente pero hablaba más con los muchachos, mucho más de lo que acostumbraba. Se sentó delante, en primera fila, y estiró sus largas piernas para estar más cómodo.

De repente, John notó que faltaba alguien. ¿Dónde estaba Lash? Oh, Dios… ¿habría muerto? Imposible… nadie dejaría pasar semejante noticia.

Blaylock se rió con un compañero y después se agachó para poner su mochila en el suelo. Al levantarse, sus ojos se cruzaron con los de John a través del salón.

John se ruborizó y desvió la mirada.

—Oye, John —le dijo Blaylock—, ¿quieres venir y sentarte a mi lado?

Toda la clase se quedó en silencio. John miró al techo.

—La vista es mejor desde aquí. —Blaylock señaló la pizarra.

El silencio se prolongó.

Sin saber por qué lo hacía, John cogió sus libros, caminó por el pasillo y se deslizó en el asiento vacío. Cuando se acomodó, las conversaciones se reanudaron. Libros y cuadernos cayeron sobre las mesas.

El reloj sonó y las manecillas señalaron las siete en punto. Como Zsadist no apareció, el volumen de las charlas se elevó y los muchachos se pusieron a alborotar en serio.

John trazaba círculos con su bolígrafo sobre una página en blanco, sintiéndose torpe y preguntándose qué diablos estaba haciendo sentado en primera fila. ¿Sería una broma? Mierda, debería haberse quedado…

—Gracias —dijo Blaylock quedamente—. Por sacar la cara por mí ayer.

Quién sabe… a lo mejor no era una broma.

Subrepticiamente, John deslizó su cuaderno de notas hasta donde Blaylock lo pudiera ver. Luego escribió:

—No quería ir tan lejos.

—Lo sé. Y no tendrás que hacerlo de nuevo. Quiero decir, yo puedo encargarme.

John ojeó a su compañero.

—Sin duda.

De alguna parte a su izquierda, uno de los muchachos empezó a tararear el tema de La guerra de las galaxias, sólo Dios sabrá por qué razón. Otros se pusieron a tocarlo con las manos sobre las mesas. Alguno se lució con una imitación de William Shatner en el papel del Capitán Kirk: «No sé… por qué tengo que… hablar así, Spock…».

En medio del caos, el retumbar de unas pesadas botas bajando por el corredor llegó hasta el salón. Dios, era como si hubiera un ejército en el pasillo. Frunciendo el ceño, John subió la cabeza para ver a Wrath pasar por la puerta del salón. Detrás iban Butch y Marissa, cogidos de la mano. Por último, Vishous.

¿Por qué tendrían todos esas caras tan tristes?, se preguntó John.

Blaylock se aclaró la garganta.

—John, ¿quieres venir conmigo y Qhuinn esta noche? Vamos a ir a relajarnos a mi casa. Tomar algunas cervezas. Nada especial.

John giró la cabeza y trató de disimular su sorpresa. Era la primera vez que alguien quería quedar con él después de clase.

—Fantástico —escribió John, en el momento en que Zsadist entró y cerró la puerta.

‡ ‡ ‡

En la comisaría de policía de Caldwell, en pleno centro de la ciudad, Van Dean sonrió al oficial que tenía frente a él, cerciorándose de que su rostro reflejara claramente que su asunto no era gran cosa.

—Soy un viejo amigo de Brian O’Neal, ese soy yo.

El detective de homicidios José de la Cruz lo calibró con sus inteligentes ojos color café.

—¿Cómo dice que se llama?

—Bob. Bobby O’Connor. Crecí en Southie con Brian. Él se mudó. Yo también. Volví al este hace poco y alguien me dijo que él trabajaba como poli en Caldwell así que me imaginé que lo podría localizar. Pero cuando logré contactar con la línea principal del Departamento de Policía de Caldwell, me dijeron que no había ningún Brian O’Neal. Y lo único que pude saber es que ya no trabaja por aquí.

—¿Y qué le hace pensar que esa respuesta cambiará por haber venido en persona a preguntar por él?

—Esperaba que alguien pudiera decirme qué pasó con él. Llamé a sus padres en Southie. El padre me dijo que no habla con Brian desde hace mucho tiempo y que lo último que supo fue que todavía trabajaba como poli. Mire, hombre, no tengo otro motivo para estar aquí. Simplemente quiero alguna respuesta.

De la Cruz bebió un largo trago de su café negro.

—O’Neal fue relegado a trabajos administrativos en julio pasado y desde entonces no retornó a la fuerza.

—¿Eso es todo?

—¿Por qué no me da un número de teléfono? Si me acuerdo de algo más, lo llamaré.

—Claro. —Van dictó algunos números al azar, que De la Cruz anotó—. Gracias y le agradecería que me llamara. Oiga, ¿era usted su compañero?

El otro hombre meneó la cabeza.

—No.

—Ah, eso fue lo que me dijeron cuando llamé la primera vez.

De la Cruz cogió una carpeta de su escritorio repleto de papeles y la abrió.

—Así somos aquí, decimos cualquier cosa.

Van sonrió un poco.

—Gracias de nuevo, detective.

Estaba a punto de salir cuando De la Cruz dijo:

—A propósito, me parece que estás repleto de mierda, compañerito.

—¿Perdón?

—Si fueras su amigo, habrías preguntado por Butch, no por Brian. Saca tu maloliente culo de mi oficina y agradece que estoy muy ocupado para seguirte.

Mierda.

—A veces los nombres cambian, detective.

—No el de Butch. Adiós, Bobby O’Connor. O como quiera que te llames.

Van salió de la oficina, sabiendo que tenía suerte. A nadie lo arrestan por preguntar; pero estaba seguro de que De la Cruz lo habría esposado si hubiera podido.

Tonterías, esos dos habían sido compañeros. Van había leído sobre ellos en un artículo de The Caldwell Courier Journal. Era obvio que si De la Cruz sabía qué había pasado con Brian… Butch… lo que fuera O’Neal, el detective era una vía muerta en su búsqueda de información. Y entonces algunos datos…

Al salir de la comisaría, bajo la llovizna del asqueroso mes de marzo, trotó derecho hasta su camioneta. Gracias al trabajo de campo, se había formado una buena idea sobre lo que le había sucedido a O’Neal en los últimos nueve meses. La última dirección conocida del tío era en un edificio de apartamentos de alquiler, un par de manzanas más adelante. El administrador dijo que cuando el montón del correo había crecido y el alquiler no había vuelto a ser pagado, entró al apartamento. En el lugar había muebles y cosas, pero estaba claro que nadie había vivido allí durante mucho tiempo. La poca comida que había estaba podrida y la televisión por cable y el teléfono habían sido desconectados por falta de pago. Era como si O’Neal hubiera salido una mañana a sus asuntos cotidianos… y no hubiera vuelto jamás.

Había caído en el mundo de los vampiros.

Debería ser algo parecido a unirse a la Sociedad Restrictiva, pensó mientras ponía en marcha la Town & Country. Una vez que estás dentro, cortas todos los otros lazos. Y nunca regresas.

Sólo que el tipo aún estaba en Caldwell.

Y eso significaba que, tarde o temprano, O’Neal iba a ser descubierto, y Van quería ser el que lo hiciera, y el que lo pinchara, además. Ya era hora de un asesinato inaugural y ese poli tenía todas las papeletas.

Tenía que ser como el Señor X había dicho. Encontrar al sujeto y eliminarlo.

Al llegar a un semáforo, arrugó la frente y pensó que esa tendencia al asesinato debería mortificarlo. Desde que había sido inducido en la Sociedad Restrictiva, le parecía que había perdido un poco de su… humanidad. Y cada vez más. Ya ni siquiera echaba de menos a su hermano.

¿Debería preocuparse por eso? ¿Para qué?

Sentía que una especie de nuevo poder estaba creciendo dentro de él, ocupando el espacio que había dejado su alma. Cada día se volvía más y más y más… poderoso.