32

Marissa salió del Mercedes y enseguida volvió a subir.

—¿Me esperas Fritz, por favor? Quiero ir a la casa de alquiler después.

—Desde luego, Ama.

Miró la entrada posterior de la clínica de Havers, preguntándose si su hermano la dejaría entrar.

—Marissa.

Se volvió al oír que la llamaban:

—Oh, Dios… Butch. —Corrió hacia el Escalade—. Me alegra que me hayas llamado. ¿Estás bien? ¿Y ellas?

—Sí. Las están reconociendo.

—¿Y tú?

—Bien. Muy bien. Me imagino que esperaré fuera, creo…

Sí, Havers no se pondría muy contento si lo veía. Tampoco iba a salir corriendo a recibirla a ella, supuso.

Marissa miró hacia la entrada trasera de la clínica.

—La madre y la niña… no pueden regresar a su casa después de esto, ¿verdad?

—De ninguna manera. Los restrictores conocen el sitio, no es seguro.

—¿Y qué fue del hellren de la madre?

—Me… encargué de él.

Dios santo, no podía sentir alivio por la muerte de alguien pero lo sentía. Hasta que pensó en Butch en pleno campo de batalla.

—Yo te amo —se le escapó—. Por eso no quiero que entres en lucha. Si te pierdo por alguna razón, mi vida estará acabada.

Los ojos de Butch se ensancharon, y ella notó que no habían hablado de amor nunca. Regla número uno. Odiaba pasar las horas del día lejos de él, odiaba la distancia entre ellos y no iba a permitirle que se marchara de su lado. Nunca.

Butch se le acercó, con las manos extendidas hacia su cara.

—Marissa… no sabes lo que significa para mí oírte decir eso. Necesito saberlo. Necesito sentirlo.

La besó suavemente, murmurando palabras de amor sobre su boca. Marissa tembló y él la sostuvo con cuidado. Aún había cosas que fluían con dificultad entre ellos, pero ninguna importaba en este momento.

Cuando Butch la empujó un poco hacia atrás, ella dijo:

—Voy a entrar. ¿Me esperarás? Me gustaría enseñarte mi nueva casa.

La acarició ligeramente en la mejilla. Aunque sus ojos se veían tristes, él dijo:

—Sí, te esperaré. Estoy deseando conocer tu nueva casa.

—Enseguida vuelvo.

Marissa lo besó otra vez y luego se dirigió a la entrada de la clínica. Se sentía como una intrusa, pero a nadie pareció sorprenderle su presencia allí, lo que en cierto modo la tranquilizó, aunque sabía que eso no significaba que las cosas fueran a funcionar normalmente. Mientras bajaba en el ascensor, jugueteó con su pelo. Estaba nerviosa. ¿Le montaría su hermano una escena?

Cuando llegó a su planta, se acercó a recepción y una enfermera la condujo a la habitación de la niña. Llamó a la puerta y se puso rígida.

Havers la miró mientras hablaba con la niña. Estaba pálido. Se subió las gafas y luego aclaró su garganta con un carraspeo.

—¡Has venido! —exclamó la joven al ver a Marissa.

—Hola —dijo ella, moviendo la mano.

—Si me disculpa —le dijo Havers a la madre— tengo que poner sus papeles en orden. Como le dije, no hay prisa de que usted se marche.

Marissa miró fijamente a su hermano, preguntándose si aceptaría su presencia. Lo hizo en su manera de hablar. Su mirada revoloteó sobre los pantalones que ella llevaba e hizo una mueca.

—Marissa.

—Havers.

—Te ves… bien.

Bonitas palabras. En realidad, lo que significaban era que la veía diferente y que él no aprobaba el cambio.

—Estoy bien.

—Si me excusas.

Cuando Havers salió sin aguardar respuesta, la rabia se le acumuló en la garganta. Sin embargo, no dejó salir los insultos que tenía en la punta de la lengua. En lugar de eso, fue hasta un lado de la cama y se sentó. Cogió la mano de la pequeña y trató de adivinar qué le diría. La voz monótona de la joven se le adelantó.

—Mi padre está muerto —informó la niña—. Mi mahmen está aterrorizada. Y no tenemos adónde ir cuando salgamos de aquí.

Marissa entrecerró los ojos brevemente, agradeciéndole a la querida Virgen Escribana que por lo menos ella tuviera una solución para uno de esos problemas.

Miró a la madre.

—Yo tengo un sitio para ustedes. Y voy a llevarlas pronto.

La madre empezó a menear la cabeza.

—No tenemos dinero…

—Pero yo puedo pagar el alquiler —dijo la niña, levantando su tigre de felpa. Soltó el pespunte en la espalda del animalito, metió la mano y sacó el plato de los deseos.

—Esto es oro puro, ¿cierto? Entonces es dinero… ¿cierto?

Marissa suspiró profundamente y se dijo a sí misma que no iba a llorar.

—No, eso es un regalo mío. Y no hay que pagar alquiler. Tengo una casa vacía y necesito gente para ocuparla. —Miró otra vez a la madre—. Me encantaría que se quedaran conmigo tan pronto como mi casa nueva esté lista.

‡ ‡ ‡

Cuando John volvió al vestuario, ya no había nadie allí. En el resonante silencio, tomó la ducha más larga de su vida, parado bajo el chorro caliente, dejando que el agua le corriera por el cuerpo. Se sintió dolorido. Enfermo.

No podía creerlo. ¿De verdad había golpeado al Rey? ¿Y a un compañero de clase?

Se recostó contra los azulejos. A pesar del potente chorro y del jabón, nada lo limpiaba. Curiosamente se sentía… sucio.

Maldiciendo, se miró los escasos músculos del pecho y el hundido hueco del estómago y los huesos salientes de las caderas, y también se miró desde el inexpresivo sexo hasta los pies. Luego ojeó los azulejos y el desagüe por donde la sangre de Lash había drenado.

Se dio cuenta de que podía haberlo matado. Había perdido el control.

—¿John?

Zsadist estaba parado a la entrada de la ducha, el rostro completamente impasible.

—Cuando acabes, sube a la mansión principal. Estaremos en el estudio de Wrath.

John asintió y cerró el agua. Había muchas probabilidades de que le dieran una patada y lo echaran del programa de entrenamiento. Tal vez hasta lo echaran de la casa. Y no podría culparlos. Por Dios santo, ¿adónde iría?

Después de que Z saliera, John se secó con una toalla, se vistió y atravesó el vestíbulo hacia la oficina de Tohr. Mantuvo los ojos bajos mientras pasaba por el túnel. Sería incapaz de soportar cualquier recuerdo de Tohrment en este momento. Cualquiera.

Un par de minutos más tarde, estaba en el vestíbulo de la mansión, mirando hacia las imponentes escaleras. Subió muy despacio, sintiéndose muy cansado. La extenuación empeoró al llegar arriba: la doble puerta del estudio de Wrath estaba abierta y se oían las voces de los que allí estaban, las del Rey y las de los otros. Cómo les había fallado a todos, pensó.

Lo primero que vio cuando entró al cuarto fue la silla de Tohr. El feo monstruo verde había sido movido y ahora estaba detrás y a la izquierda del trono. Extraño.

John avanzó.

Wrath estaba agachado sobre un suntuoso escritorio repleto de papeles, con un magnífico vaso en la mano, aparentemente leyendo. Z y Phury flanqueaban al Rey, uno a cada lado, ambos inclinados sobre el mapa que Wrath examinaba.

—Aquí es donde encontramos el primer campo de tortura —dijo Phury y señaló una gran mancha verde—. Aquí estaba Butch. Y aquí fue donde me cogieron a mí.

—Hay una gran distancia entre esos puntos —murmuró Wrath—. Un montón de kilómetros.

—Lo que necesitamos es un avión —dijo Z—. Un reconocimiento aéreo sería mucho más eficiente.

—Eso es verdad. —Wrath meneó la cabeza—. Tenemos que planearlo bien. Si cometemos algún fallo podríamos estropearlo todo.

John avanzó un palmo hacia el escritorio. Estiró el cuello.

Con un ligero movimiento, Wrath empujó la gran hoja de papel hacia delante y concluyó la revisión. O a lo mejor… estaba alentando a John a echar una ojeada. Sólo que en vez de espiar el mapa topográfico, John miró al antebrazo del Rey. La marca del mordisco en la muñeca lo mortificó. Dio un paso atrás.

En ese momento, Beth entró con una caja de cuero y pergaminos atados con cintas rojas.

—Wrath, creo que deberíamos revisar estos documentos. Les he dado prioridad porque me parecen importantes.

El Rey se echó hacia atrás cuando Beth depositó la caja sobre el escritorio. Cogió la cara de la Reina, la besó en los labios y a ambos lados de la garganta.

—Gracias, leelan. Ahora es perfecto, aunque V y Butch ya vienen con Marissa. Oh, mierda, ¿te conté que el Concilio de Princeps tuvo una gran idea? Sehclusion obligatoria para todas las mujeres no emparejadas.

—¿Estás bromeando?

—Ojalá. Esa idiotez no ha sido aprobada todavía, pero según Rehvenge la votación será pronto. —El Rey miró a Z y a Phury—. Estudiad lo del avión. ¿Tenemos a alguien que sepa pilotar?

Phury se encogió de hombros.

—Yo lo hacía antes. Y podemos poner a V…

—¿Ponerme en qué? —dijo V mientras entraba al estudio.

Wrath miró a los mellizos.

—¿Puedes decir Cessna, mi hermano?

—Perfecto. ¿Vamos a aerotransportarnos?

Butch y Marissa entraron detrás de V, cogidos de la mano.

John se hizo a un lado y los miró a todos: Wrath charlaba con Beth mientras V y Butch y Marissa conversaban entre ellos y Phury y Z salían.

Caos. Gestión. Propósitos. Eso era la monarquía, la Hermandad en acción. Y John se sintió un privilegiado por estar en aquella habitación… aunque fuera sólo por un breve tiempo antes de que le patearan su angustiado culo y lo mandaran al infierno.

Confiando en que se hubieran olvidado de él, buscó un sitio donde sentarse y vio la silla de Tohr. Se movió, casi desvanecido, hasta llegar al cuero roto. Desde ahí podía observarlo todo: lo que había encima del escritorio de Wrath, la puerta por donde la gente entraba y salía, cada rincón del estudio del Rey.

John se sentó y se inclinó hacia delante. Oyó a Beth y a Wrath que hablaban del Concilio de Princeps. ¡Ah! Trabajaban en equipo. Ella le daba excelentes consejos y el Rey los escuchaba con atención y sinceridad.

Wrath asintió a algo que ella había dicho. Su larga cabellera negra se deslizó sobre el hombro y cayó hasta el escritorio. Se la recogió y la echó para atrás, se apoyó en un pie, abrió un cajón y sacó un cuaderno y una pluma. Sin mirar, los mantuvo detrás de él, justo enfrente de John.

John tomó el obsequio con manos temblorosas.

—Bien, leelan, eso es lo que se consigue cuando se negocia con la glymera. Un montón de porquería. —Wrath meneó la cabeza y luego miró a V, Butch y Marissa—. ¿Y vosotros tres qué planes tenéis?

John oyó el intercambio de palabras, demasiado humillado para concentrarse. Dios santo, tal vez los hermanos no lo iban a echar… tal vez.

Se concentró para oír lo que Marissa decía:

—No tienen ninguna parte adónde ir, así que se quedarán en la casa que acabo de alquilar. Pero, Wrath, necesitan asistencia a largo plazo y me temo que hay más casos como el de ellas, hembras sin nadie que las ayude, bien porque sus machos han sido capturados por los restrictores o han muerto por causas naturales o bien, Dios no lo quiera, porque sus machos son maltratadores. Ojalá hubiera algún tipo de programa…

—Sí, definitivamente necesitamos uno. Así como otras ocho mil cosas. —Wrath se frotó los ojos bajo las gafas de sol y después miró a Marissa—. Voy a encargarte este asunto. Averigua lo que los humanos hacen por sus niños. Piensa en lo que necesitamos para la raza y calcula cuánto dinero se necesita, personal, instalaciones… Ve y hazlo.

Marissa se quedó boquiabierta.

—¿Mi lord?

Beth asintió.

—Es una idea fabulosa. Y como sabes Mary trabajaba con servicios sociales cuando fue voluntaria en la línea telefónica de prevención de suicidios. Podrías empezar con ella. Pienso que está familiarizada con el Departamento de Servicios Sociales del gobierno federal.

—Yo… sí… lo haré. —Marissa miró a Butch y, en respuesta, él le sonrió, una lenta y muy masculina expresión de respeto—. Sí, yo… yo lo haré. Yo… —La hembra cruzó la habitación, aturdida, y se detuvo en la puerta—. Espera, mi lord. Nunca he hecho nada como esto antes. Quiero decir, he trabajado en una clínica pero…

—Vas a llevar esto muy bien, Marissa. Y, como un amigo mío me dijo alguna vez, en caso de necesidad buscarás ayuda. ¿Cierto?

—Uh… sí, gracias.

—Tienes un montón de trabajo por delante.

—Sí… —Hizo una reverencia, aunque al instante se dio cuenta de que llevaba pantalones.

Wrath sonrió y luego miró a Butch, que iba detrás de su hembra.

—Oye, poli, tú, V y yo nos vemos esta noche. Vuelve dentro de una hora.

Butch palideció. Luego asintió y salió con Vishous.

Cuando Wrath se concentró en su shellan, John garabateó velozmente algo en el cuaderno y se lo mostró a Beth. Después de que ella lo leyera en voz alta para el Rey, Wrath inclinó la cabeza.

—Vas a salir adelante, hijo. Y sí, sé que te avergüenza lo que pasó. Disculpas aceptadas. Pero de ahora en adelante dormirás aquí. No importa si es en esa silla o en una cama abajo en el vestíbulo, dormirás aquí. —John asintió y el Rey añadió—: Y una cosa más. Cada madrugada, a las cuatro en punto, saldrás a correr con Zsadist.

John soltó un silbido ascendente.

—¿Por qué? Porque yo lo digo. Cada madrugada. De lo contrario, saldrás del programa de entrenamiento y también saldrás de aquí. ¿Está claro? Silba dos veces si me has entendido y estás de acuerdo.

John hizo lo que el Rey le pidió.

Después, torpemente, escribió gracias. Y salió.