12
—Se parece a su abuelo.
Joyce O’Neal Rafferty se inclinó sobre la cuna y arregló la manta alrededor de su bebé de tres meses. El crío intentó apartarla pero ella se la reacomodó con suavidad: un debate que venía desde el nacimiento y que ya comenzaba a agotarla. El hijo claramente había heredado esa costumbre de su padre.
—No, más bien se parece a ti.
Al sentir los brazos de su esposo alrededor de la cintura, Joyce luchó contra el impulso de quitárselo de encima. A él le tenía sin cuidado el peso del niño: a ella, en cambio, eso la ponía nerviosa.
Buscando que se distrajera con cualquier cosa, Joyce dijo:
—El próximo domingo tendrás que elegir. O te encargas tú de Sean o traes a mamá. ¿Qué te gustaría más?
Se apoyó en ella.
—¿Por qué no puede tu padre ir a buscar a tu madre a la residencia?
—Ya conoces a mi padre. No se entiende muy bien con ella, especialmente cuando van en coche. Mamá se pondrá nerviosa y él se enfadará. Y no quiero que nos fastidien el bautizo de nuestro hijo.
Mike suspiró con resignación.
—Creo que será mejor que tú te encargues de tu madre. Sean y yo estaremos bien. ¿Podría venir alguna de tus hermanas?
—Sí, Colleen, tal vez.
Se quedaron en silencio un rato mientras veían respirar a Sean. Luego Mike dijo:
—¿Vas a invitarlo a él?
Joyce quería, desde luego. En la familia O’Neal había un solo «él». Brian. Butch. «Él». De los seis hijos que Eddie y Odell O’Neal habían tenido, dos se habían perdido. Janie había sido asesinada y Butch había desaparecido después de secundaria. Lo último había sido una bendición; lo primero, una maldición.
—No vendrá.
—Debes invitarlo de todos modos.
—Si aparece, a mi madre le dará un ataque.
La progresiva demencia senil de Odell hacía que a veces pensara que Butch estaba muerto y que por eso no estaba a su lado. Otras veces se inventaba locas historias para explicar la pérdida del hijo. Como, por ejemplo, que se había presentado como candidato a la alcaldía de Nueva York. O que asistía a la facultad de Medicina. O que no era hijo de su padre, razón por la cual Eddie no lo aguantaba. Todo lo cual no eran más que simples chifladuras. Las dos primeras por obvias razones y la tercera porque, aunque era cierto que a Eddie nunca le había gustado Butch, eso no se debía a que fuera un hijo bastardo. A Eddie le disgustaban todos sus hijos, sin excepciones.
—Deberías invitarlo de todas maneras, Joyce. Ésta es su familia…
—En realidad no.
La última vez que había hablado con su hermano había sido… Dios santo, ¿cuando se casó, hacía ya cinco años? Y desde entonces nadie lo había vuelto a ver ni a oír. Se rumoreaba en la familia que su padre había recibido un mensaje de Butch en… ¿agosto? Sí, al final del verano. Le había dado un número en el que lo podrían encontrar, y eso había sido todo.
Sean hizo un pucherito.
—¿Joyce?
—Oh, vamos, no vendrá aunque se lo pida.
—Bueno, pero nunca podrá decir que nadie lo avisó. O tal vez te sorprenda.
—Mike, no lo voy a llamar. ¿Para qué queremos más dramas en esta familia?
Con su madre volviéndose cada vez más loca y con la enfermedad de Alzheimer, ¿no era suficiente?
Fingió que consultaba su reloj.
—Oye, ¿no es la hora de CSI?
Con determinación, sacó a su esposo de la habitación de los niños, apartándolo de asuntos que no eran de su incumbencia.
‡ ‡ ‡
Marissa no estaba segura de cuánto hacía que se había despertado, pero sí sabía que había dormido mucho rato. Cuando abrió los ojos, sonrió. Butch estaba apretado contra su espalda, con un muslo entre sus piernas, una mano alrededor de uno de los senos, la cabeza en su cuello.
Se volvió lentamente hasta quedar frente a él. Desvió los ojos hacia abajo. La sábana se había deslizado y, bajo el pijama, una cosa gruesa le abultaba la ingle. Buen Dios… una erección. Butch seguía excitado.
—¿Qué estás mirando, preciosa?
La voz de bajo de Butch sonó más grave que nunca. Ella se sobresaltó.
—No sabía que estabas despierto.
—No he llegado a dormirme. Llevo horas mirándote. —Tiró de la sábana hasta volverla a poner en su sitio y sonrió—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Quieres que pidamos algo para desay…?
—Butch… —¿Cómo iba a decir lo que necesitaba preguntarle?—. Los machos hacen lo que tú me hiciste, ¿verdad? Quiero decir, lo de anoche, cuando me tocaste.
Él se ruborizó.
—Sí, claro. Pero no tienes que preocuparte por eso.
—¿Por qué?
—Simplemente no necesitas preocuparte.
—¿Me dejarías mirarte? —Le señaló el bulto en la ingle—. ¿Ahí abajo?
Él tosió un poco.
—¿Quieres mirarme?
—Sí. Dios, sí… quiero tocarte ahí abajo.
Butch refunfuñó.
—A lo mejor te llevas una sorpresa.
—Anoche me sorprendí bastante con tu mano entre mis muslos. ¿Será una sorpresa igual de buena o mejor?
—Creo que será similar, sí… o puede que mejor.
—Te quiero desnudo. —Se incorporó y le cogió el pijama—. Y quiero desnudarte yo misma.
Él le aferró las manos con fuerza.
—Yo… Marissa, ¿sabes lo que pasa cuando un hombre se corre? Porque, con toda seguridad, eso es lo que va a ocurrir si sigues así. Y no tardará mucho en pasar.
—Quiero descubrirlo. Contigo.
Butch cerró los ojos y respiró profundamente.
—Oh, por Dios…
Enderezó la parte superior del cuerpo y se inclinó hacia delante para que ella pudiera sacarle el pijama por hombros y brazos. Después se echó de espaldas sobre el colchón y su cuerpo quedó destapado: el recio cuello anclado en sus anchos hombros… los fornidos pectorales que se movían al ritmo de su respiración… la elástica contextura de su vientre… y…
Marissa tiró de la sábana. Buen Dios, su sexo era…
—Es… enorme.
Butch soltó una carcajada.
—Qué cosas tan bonitas me dices, nena.
—Lo vi cuando estaba… no sabía que se ponía…
No podía apartar los ojos de la erección. El duro miembro tenía el mismo color de los labios de él y era insultantemente hermoso, la cabeza rematada con una graciosa cresta, el tallo perfectamente redondeado y potente en la raíz. Y las dos bolsas gemelas debajo eran pesadas, descaradas, viriles. Las de los humanos, ¿serían más grandes que las de los vampiros?
—¿Cómo te gusta que te toquen?
—Si eres tú, como quieras.
—No, enséñame.
Butch entornó los ojos un momento. Cuando alzó los párpados, sus labios estaban entreabiertos. Lentamente tocó sus pectorales y su vientre con la mano. Echó una de las piernas hacia un lado, aprisionó el miembro entre los dedos y empuñó su carne rosada con placer. Con movimientos pausados y suaves, avivó su excitación, desde la base hasta la punta.
—Así —dijo roncamente, sin dejar de acariciarse—. Por favor, eres maravillosa… podría correrme ahora mismo.
—No. —Marissa le retiró la mano y el soberbio miembro erecto rebotó gallardamente en su estómago—. Quiero hacerlo yo misma.
Cuando se lo cogió, él gimió, todo el cuerpo en lujuriosa convulsión. Su sexo era caliente. Duro y suave a la vez, tan grueso que ella no podía abarcarlo con la palma de su mano. Dudó un poco al principio, pero luego siguió su ejemplo, recorriendo la satinada piel del miembro de arriba abajo.
Butch rechinó los dientes y Marissa se detuvo.
—¿Va todo bien?
—Sí… maldita… sigue… —Alzó el mentón, las venas en su cuello a punto de reventar—. Más.
Le puso la otra mano encima, las palmas juntas, subiendo y bajando por su tallo con regularidad. Él abrió la boca del todo, los ojos se le quedaron en blanco, el sudor le brotaba y le brillaba por todo el cuerpo.
—¿Cómo te sientes, Butch?
—Estoy a punto. —Apretó las mandíbulas y respiró a través de los dientes, sólidamente comprimidos. De repente cogió las manos de Marissa, aquietándolas—. ¡Espera! Todavía no…
Su miembro latía entre los dedos de ella. Una gota de cristal asomó en la punta. Él respiró con desgarrado aliento.
—Espérame. Mientras más me calientes, mejor será el final.
Guiándose por sus exclamaciones y por sus espasmos, ella aprendió a reconocer los picos y los valles de la respuesta erótica de Butch, adivinando cuándo estaba muy cerca y conteniéndose al borde mismo del precipicio sexual.
Dios, había tanto poder en el sexo, y ahora Marissa lo controlaba. Él estaba indefenso, expuesto… tal y como ella había estado la noche anterior. Le encantaba eso.
—Por favor… nena… —balbuceó Butch. A Marissa le encantaba su respiración ronca, la tirantez de su cuello, el dominio que ejercía sobre él. Deslizó su mano bajo los testículos y la ahuecó para cogerlos con delicadeza. Con una maldición, él apretó las sábanas hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
Ella siguió adelante. Butch se agitaba y se retorcía, cubierto de sudor. Marissa le acercó la boca. Él se la engulló. La agarró por el cuello y la apretó contra sus labios, mascullando palabras tiernas, besándola, empujándola con su lengua.
—¿Ya? —preguntó ella en medio del beso.
—¡Ya!
Marissa movió sus manos cada vez más rápido hasta que el rostro de Butch se contrajo en una hermosa máscara de agonía y su cuerpo se endureció como un cable de acero.
—Marissa… —Marissa sintió que Butch se estremecía súbitamente y que algo caliente y denso salía de su miembro con impulso y caía en su mano. Instintivamente supo que debía mantener el ritmo hasta que él acabara.
Finalmente, Butch abrió sus ojos: todo se veía borroso. Se sentía saciado, lleno de adorable calor.
—No quiero separarme de ti —exclamó ella.
—Pues no lo hagas. Nunca —dijo y comenzó a relajarse, después de la maravillosa labor que había llevado a cabo. Marissa lo beso y luego sacó la mano de entre las piernas de Butch y se la miró con curiosidad para ver qué había salido de él.
—No sabía que era negro —murmuró con una pequeña sonrisa.
El horror se reflejó en el rostro de Butch.
—¡Por Dios!
‡ ‡ ‡
Havers atravesó el corredor de la habitación en cuarentena.
Por el camino, examinó a la pequeña hembra que había operado hacía unos días. Mejoraba de forma evidente. Pero él estaba preocupado, y no se decidía a enviarlas a ella y a su madre de vuelta al mundo exterior. Ese hellren era violento y podría maltratarlas de nuevo y mandarlas a la clínica otra vez. ¿Qué podía hacer? No podía dejar que se quedaran indefinidamente allí. Necesitaba la cama.
Avanzó en su recorrido. Pasó por el laboratorio y reconvino a una enfermera que procesaba varias muestras. Al llegar a la puerta de administración, dudó unos instantes.
No soportaba que Marissa estuviera encerrada con ese humano.
Sin embargo, lo importante era que ella no se había contaminado. Le habían hecho todas las pruebas y estaba perfectamente, de manera que el tremendo error que había cometido, al menos, no iba a costarle la vida.
Y en cuanto al humano, ya podía marcharse a casa. Su último examen de sangre había salido casi normal. Sanaba a un ritmo asombroso: hora de mandarlo al infierno, lejos de Marissa. Havers ya había llamado a la Hermandad para pedirles que lo recogieran.
Butch O’Neal era peligroso, y no sólo por el asunto de la contaminación. Ese humano quería a Marissa, se le veía en los ojos. Y eso era inaceptable desde cualquier punto de vista.
Havers meneó la cabeza y recordó que había tratado de separarlos el otoño pasado. Al principio, había calculado que Marissa lo iba a abandonar paulatinamente y que todo se resolvería bien. Pero cuando fue obvio, durante su enfermedad, que ella estaba sufriendo por él, Havers supo que tenía que intervenir.
Esperaba que su hermana encontrara un verdadero compañero, el que fuera, pero no precisamente un inferior, un matón humano. Necesitaba a alguien digno, aunque era improbable que eso sucediera pronto, dada la pésima reputación que tenía ante la glymera.
Pero tal vez… bueno, era consciente de la forma en que Rehvenge la miraba. A lo mejor eso podría funcionar. Rehv era de buena familia, con buen pedigrí por ambas líneas. Un poco… rudo, quizá, pero adecuado ante los ojos de la comunidad.
¿Sería factible estimular ese apareamiento? Después de todo, Marissa aún estaba intocada, casta y pura como el día de su nacimiento. Y Rehvenge tenía dinero, muchísimo, aunque nadie sabía cómo ni por qué. Y lo más importante, era impermeable a las opiniones de la glymera.
Sí, pensó. Sería un buen apareamiento. El mejor que se podría esperar, dadas las circunstancias.
Empujó la puerta secreta para abrirla, sintiéndose un poco mejor. Ese humano estaba a punto de salir de la clínica y nadie se enteraría de que ellos dos habían estado encerrados juntos por unos días. Su equipo era religiosamente discreto.
Dios, podía imaginarse lo que la glymera haría si se enteraba de que ella había estado en estrecho contacto con un macho humano. Su maltrecha reputación no resistiría más controversias y, francamente, Havers sería incapaz de enfrentarse a eso.
Quería mucho a su hermana, pero todo en este mundo tiene un límite.
‡ ‡ ‡
Marissa no entendía por qué Butch la arrastraba al baño en una carrera mortal.
—¡Butch! ¿Qué estás haciendo?
La llevó hasta el lavabo, metió sus manos bajo el agua y cogió una barra de jabón. Al lavarla, el pánico le hizo entornar los ojos. Estaba pálido como un muerto.
—¿Qué diablos pasa aquí?
Marissa y Butch se volvieron hacia el umbral de la puerta. Havers estaba en pie allí, sin un hazmat de protección, más furioso de lo que ella jamás lo había visto.
—Havers…
Su hermano no la dejó concluir. Con un tirón la sacó fuera del baño.
—Espera… ¡ay! Havers, eso duele.
Lo que sucedió a continuación fue demasiado rápido.
Repentinamente Havers había… desaparecido. Un segundo antes él tiraba de Marissa y ambos luchaban, y al instante siguiente Butch había aplastado el rostro de Havers contra la pared.
La voz de Butch sonó muy cansada.
—No me importa que seas su hermano. No la vuelvas a tratar así. Jamás. —Empujó su antebrazo contra la nuca de Havers para dejarlo bien claro.
—Butch, déjalo…
—¿Te ha quedado claro? —Cuando el hermano de Marissa jadeó y asintió, lo liberó, regresó a la cama y con calma se envolvió una sábana alrededor de la cadera. Como si no acabara de vérselas con un vampiro.
Mientras tanto, Havers tropezó con el borde de la cama, los ojos enloquecidos de furor. Se arregló las gafas y la miró con fiereza.
—Quiero que te largues de esta habitación. Ya.
—No.
Havers no podía creerlo. ¡Su hermana se estaba enfrentando a él!
—¿Qué has dicho?
—Me quedo con Butch.
—¡Por supuesto que no!
En Lenguaje Antiguo ella dijo:
—Si me ha tenido, debo permanecer a su lado como su shellan.
Havers la miró como si hubiera recibido una bofetada: impresionado y muy disgustado.
—Y yo te lo prohíbo. ¿Acaso no tienes nobleza?
Butch, aunque no les entendía, se anticipó a cualquier respuesta.
—Realmente deberías marcharte, Marissa.
Havers y ella se volvieron hacia él.
—¿Butch? —dijo Marissa.
El áspero rostro que ella amaba se suavizó por un momento, pero enseguida se tornó severo.
—Si él te deja salir, deberías marcharte.
Y la expresión de su semblante quería decir: «Y no regreses».
Marissa le echó un vistazo a su hermano. El corazón le empezó a latir aceleradamente.
—Déjanos. —Havers negó con la cabeza. Ella gritó, iracunda—: ¡Fuera de aquí!
Hay momentos en que la histeria femenina consigue atraer la atención de todos, y ése fue uno de ellos. Butch y Havers permanecieron callados y perplejos.
Los ojos de Havers buscaron a Butch.
—La Hermandad viene a buscarle, humano. Yo los llamé y les conté que usted ya podía marcharse. —Le tiró la historia médica encima de la cama, como desentendiéndose de toda la situación—. No se le ocurra regresar. Nunca.
Al salir su hermano, Marissa miró fijamente a Butch, pero antes de que pudiera modular palabra, él dijo:
—Nena, por favor, tienes que entenderlo. No estoy bien. Todavía tengo algo por dentro.
—No me asusta.
—Soy yo el que tiene miedo.
Ella le puso los brazos en el estómago.
—¿Qué va a pasar si te dejo ahora? ¿Entre tú y yo?
«Pésima pregunta», pensó en el silencio que hubo a continuación.
—Butch…
—Necesito descubrir qué me hicieron. —Miró hacia abajo y señaló con el dedo la herida negra y arrugada, cerca de su ombligo—. Necesito saber qué hay dentro de mí. Quiero estar contigo, pero no así. No en esta situación.
—He estado junto a ti durante cuatro días y nada me ha pasado. Estoy bien. Entonces, ¿por qué desistir…?
—Vete, Marissa. —Su voz sonó preocupada y triste. La pena brillaba en sus ojos—. Tan pronto como pueda, te iré a buscar.
«Sí, claro», pensó ella.
Virgen en el Ocaso… Se sintió como cuando lo de Wrath. Ella esperando, siempre esperando, mientras algún macho con mejores cosas que hacer se largaba a recorrer el mundo.
Tuvo el infundado presentimiento de que eso iba a durar trescientos años.
—No voy a hacerlo —murmuró. Y con más fuerza, agregó—: No voy a esperar más. Ni siquiera por ti. Ha pasado casi la mitad de mi vida y la he desperdiciado sentada en casa, aguardando a que un macho viniera a por mí. No voy a hacerlo nunca más… no importa cuánto me preocupe por ti.
—También yo me preocupo por ti. Por eso te pido que te marches. Estoy protegiéndote.
—Tú estás… protegiéndome a mí… —Marissa lo miró de arriba abajo, sabiendo, maldita sea, que él había podido golpear a Havers porque lo había sorprendido y porque su hermano era un civil. Si hubiera sido un guerrero, Butch habría quedado tendido en el suelo, fulminado—. ¿Tú me estás protegiendo a mí? Por el amor de Dios. Podría tirarte por encima de mi cabeza con una sola mano, Butch. No hay nada físico que puedas hacer que yo no sea capaz de hacer mejor. Así que, por favor, no me protejas, ¿vale?
Fue lo peor que pudo haber dicho.
Él desvió la mirada y cruzó los brazos sobre el pecho, con los labios apretados firmemente.
—Butch, no he querido decir que seas débil…
—Gracias por recordármelo, de verdad, te lo agradezco.
—¿Qué te he recordado?
Butch sonrió con cansancio.
—Que estoy por debajo de ti en dos aspectos. Social y evolutivamente. —Señaló la puerta—. Así que… por favor, lárgate, ya. Y tienes toda la razón. No me esperes.
Ella comenzó a aproximarse a la cama, pero los ojos fríos y vacíos de él la hicieron vacilar. ¡Maldición! Lo había estropeado todo.
No, se dijo Marissa, en realidad no había nada que estropear. Nada en absoluto, si lo que Butch quería era sacarla a patadas de su vida masculina. Nada si iba a tomarla y a dejarla para volver a sus brazos en algún momento indefinido del tiempo, a lo mejor nunca.
Ella se encaminó a la puerta. Lo miró una vez más. La imagen de él con la sábana envuelta alrededor de la cadera, el pecho desnudo, las contusiones… ¡qué visión! Una imagen que, sin duda, iba a querer olvidar en el futuro.
Salió y la pena la acompañaba, y también quedaba tras ella.
‡ ‡ ‡
«¿Qué me está pasando?», pensó Butch mientras su cuerpo caía al suelo. Así que eso era sentirse vivo.
Se sentó y miró al vacío. A duras penas supo dónde estaba. Estaba solo. Solo con sus demonios.
—Butch, hombre.
Levantó la cabeza. Vishous estaba de pie, dentro de la habitación, vestido como para la guerra con su pesada chaqueta de cuero, una auténtica máquina para apuñalar. La bolsa de viaje Valentino colgaba de su mano enguantada y parecía fuera de lugar, tan inapropiado como un mayordomo armado con un AK-47.
—Joder. Havers tiene que estar en las nubes para dejarte marchar. Pareces una ruina.
—He tenido un mal día, eso es todo.
Y vendrían mucho más: tenía que acostumbrarse.
—¿Dónde está Marissa?
—Se marchó.
—¿Se fue?
—No me hagas repetirlo.
—Diablos. —Vishous respiró profundamente y arrojó la bolsa sobre la cama—. Bueno, búscate algunos trapos nuevos y otro teléfono móvil…
—Todavía tengo algo dentro de mí, V. Puedo sentirlo. Puedo… saborearlo.
Los ojos diamantinos de V lo revisaron velozmente de arriba abajo. Después buscaron su propia mano.
—Fuera de eso, estás evolucionando bien. Curándote rápido.
Butch cogió la palma de la mano de su compañero y lo atrajo hacia la cama.
—Tal vez si salgo de aquí podamos averiguar juntos qué me hicieron esos bastardos. A menos que ya hayas descubierto…
—Nada todavía. Pero aún conservo la esperanza.
—Somos dos.
Butch abrió la bolsa, metió la sábana y algunas prendas. Luego se embutió las piernas dentro de unos pantalones negros y acomodó los brazos dentro de una camiseta de seda.
Vestir ropa de calle le hizo sentirse un fraude, pues en realidad era un enfermo, un monstruo, una pesadilla. ¿Qué era esa porquería que había eyaculado? Y Marissa… por lo menos la había lavado enseguida.
—Tus signos vitales están bien —dijo V, mientras leía la historia clínica que Havers había arrojado sobre la cama—. Parece que todo vuelve a la normalidad.
—Hace unos diez minutos eyaculé y el semen era negro. Así que no todo es normal.
Un silencio agorero saludó ese feliz anuncio. Si hubieran tirado a V a la lona y lo hubieran noqueado no habría reaccionado peor.
—Es terrible —rezongó Butch. Deslizó los pies dentro de sus mocasines Gucci y cogió su abrigo de cachemir negro—. Vámonos.
Al llegar a la puerta, lanzó una ojeada a la cama. Las sábanas estaban aún revueltas por lo que Marissa y él habían estado haciendo allí.
Soltó una palabrota y caminó a través de la sala de monitoreo. Después V lo condujo por el pequeño trastero atestado con elementos de limpieza. Una vez fuera, rebasaron el laboratorio y entraron a la clínica propiamente dicha, cruzando por las habitaciones de los pacientes. A medida que avanzaban, Butch miraba dentro de cada uno de los cuartos. De pronto, se detuvo.
A través del umbral vio a Marissa, sentada al borde de una cama, con su vestido color melocotón. Tenía de la mano a una niña y le hablaba suavemente, mientras una hembra mayor, probablemente la madre de la pequeña, las observaba desde un rincón.
La madre fue la primera en notar su presencia. Cuando Marissa los vio, se contrajo sobre sí misma, se abrigó con un suéter y dirigió su mirada hacia el suelo.
Butch tragó saliva y siguió adelante.
En el vestíbulo, se sentaron en un banco a esperar a que llegara el ascensor.
—Oye, V.
—¿Sí?
—Aunque no sea nada concreto, tú tienes alguna idea de lo que me hicieron, ¿verdad? —No miró a su compañero y V tampoco lo miró a él.
—Tal vez. Pero no hablemos aquí… no estamos solos… las paredes oyen.
Sonó un timbrazo y las puertas del ascensor se abrieron. Subieron en silencio.
Al llegar a la mansión, en medio de la noche, Butch dijo:
—Mi sangre no era normal, era un líquido negro, ya lo sabes.
—En tu historial clínico pone que la sangre ha vuelto a ser roja. Los análisis sanguíneos son normales.
Enganchó el brazo de V.
—En cierta forma ahora soy un restrictor. Al menos parcialmente, ¿no?
La mente se le iluminó. Se vio tirado sobre una mesa. Ésa era su peor pesadilla, la razón por la cual había huido de Marissa; su vida iba a convertirse en un infierno.
V lo miró fijamente a los ojos.
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Me niego a aceptar esa conclusión.
Butch se desahogó:
—Es peligroso que pongas la mano en el fuego por mí, vampiro. Yo podría ser tu enemigo.
—Pura mierda.
—Vishous, yo podría…
V le agarró por las solapas. Temblaba de los pies a la cabeza y sus ojos refulgían como cristales en la noche.
—Tú no eres mi enemigo.
Por fortuna, casi de inmediato se le disipó la rabia. Butch cogió los poderosos hombros de V, arrugándole la chaqueta de cuero con los puños.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Vishous descubrió sus colmillos y silbó con ira, las cejas negras encrespadas de cólera. Butch agradeció la agresión, anhelando, rezando, preparado para lo que fuera. Estaba ansioso de golpear y ser golpeado. Quería sangre derramada, de ambos.
Estuvieron así durante un rato que pareció interminable, enganchados con sus fieras miradas, los músculos tensos, el sudor brotando por todos sus poros, al borde del abismo.
Entonces la voz de Vishous sacudió a Butch en el rostro.
—Tú eres mi único amigo. Jamás serás mi enemigo.
No se supo quién abrazó primero a quién. Sólo querían olvidar todas las cosas desagradables que se habían dicho. Se estrecharon con fuerza y permanecieron así por mucho tiempo, pese al viento frío de la noche. Cuando se separaron, se sintieron torpes y avergonzados.
Después de mutuos carraspeos, V sacó un habano y lo encendió. Mientras lo inhalaba, dijo:
—No eres un restrictor, poli. Te habrían removido el corazón; es lo que hacen. Y el tuyo todavía está latiendo con brío.
—¿No será que no pudieron terminar el trabajo?
—No te puedo responder a eso. Escudriñé en los archivos de la raza, buscando algo… Como no encontré nada, volví a leerme todas las Crónicas. ¡Qué locura! También he estado indagando en el mundo de los humanos, rebuscando en toda esa mierda que tienen en Internet. —Vishous exhaló otra nube de humo turco—. Lo descubriré. De alguna manera, por algún camino, lo encontraré.
—¿Has tratado de ver qué se avecina?
—¿Quieres decir… el futuro?
—Sí.
—Por supuesto que lo he hecho. —V tiró el habano, lo aplastó con su zapatón, se agachó y recogió la colilla. Se la metió al bolsillo trasero del pantalón y dijo—: Pero todavía no tengo nada. Mierda… necesito un trago.
—Yo también. ¿ZeroSum?
—¿Seguro que ya estás preparado para eso?
—Ni lo más mínimo.
—Muy bien, entonces que sea el ZeroSum.
Fueron hacia el Escalade y se subieron a él. Después de ajustarse el cinturón de seguridad, Butch se llevó la mano al estómago. El abdomen le dolía muchísimo, tal vez porque había estado caminando. El dolor no le importó. De hecho, nada parecía importarle.
De pronto, Vishous dijo:
—A propósito, recibiste una llamada telefónica por la línea general. Anoche, muy tarde. Un sujeto llamado Mikey Rafferty.
Butch frunció el ceño. ¿Por qué lo llamaba uno de sus cuñados, en particular ése? De todos sus hermanos y hermanas, Joyce era la que menos le disgustaba, lo cual era decir mucho teniendo en cuenta lo que sentía por los demás. ¿Por fin su padre habría tenido el infarto que llevaba años anunciando?
—¿Qué dijo?
—Algo sobre el bautizo de un niño. Quería saber si podrías asistir. Es este domingo.
Butch miró por la ventanilla. Otro bebé. Bueno, el primero de Joyce. ¿Cuántos nietos eran? ¿Siete? No… ocho.
A medida que circulaban en silencio hacia el centro de la ciudad, los faros de los coches que se cruzaban con ellos los iluminaban brevemente y después se difuminaban, con la misma velocidad con que habían aparecido. Atrás quedaron decenas de casas, tiendas y garajes. Después pasaron junto a edificios de oficinas de finales de siglo. Pensó en toda la gente que vivía y respiraba en Caldwell.
—¿Nunca has pensado en tener hijos, V?
—No. No estoy interesado.
—Yo me acostumbré a ellos.
—¿Sólo eso? Acostumbrarse…
—Tranquilo, este mundo ya está repleto de O’Neals. Repleto.
Quince minutos más tarde llegaron al centro y aparcaron detrás del ZeroSum. Le costó bajarse del Escalade. Todo a su alrededor lo desestabilizaba… el coche, su compañero de cuarto, el agujero en el vientre. Aunque creyera que era el mismo, había cambiado.
Algo frustrado, se dispuso a salir del coche con cautela. De la guantera sacó una gorra de los Red Sox. Se la puso, abrió la puerta y se dijo que estaba siendo demasiado melodramático: ésa era la vida normal.
Al pisar el suelo, se quedó como petrificado.
—¿Butch? ¿Qué pasa, hermano?
Bueno, no era propiamente la pregunta del millón de dólares. Su cuerpo pareció convertirse en una especie de conexión eléctrica. La energía vibraba a través de él… revolviéndose en su interior…
Giró y comenzó a caminar rápidamente por la calle. Simplemente tenía que descubrir qué era aquello, ese imán, esa señal.
—¿Butch? ¿Adónde vas, poli?
V lo agarró del brazo. Butch se deshizo de él y se puso a correr, como si tuviera una soga al cuello y alguien estuviera tirando de ella.
Tuvo la débil conciencia de que Vishous corría a su lado y hablaba por el móvil.
—¿Rhage? Esta es mi ubicación. Calle Décima. No, es Butch.
Butch comenzó a correr, el cuello del abrigo de cachemir flotando a sus espaldas. Cuando el fornido cuerpo de Rhage se materializó delante de él, surgiendo de ninguna parte, lo esquivó con facilidad.
Rhage corrió detrás de él.
—Butch, ¿adónde vas?
El hermano lo agarró. Butch lo empujó tan fuerte que Rhage fue a parar contra una pared de ladrillos.
—¡No me toques!
Al cabo de doscientos metros, descubrió lo que lo atraía con tanto ímpetu: tres restrictores salieron de un callejón.
Se detuvo en seco. Los verdugos también. Hubo un espantoso momento de comunión entre ellos, un instante que hizo saltar lágrimas de sus ojos, que le hizo reconocer lo que había dentro de sí.
—¿Eres el nuevo recluta? —preguntó uno de ellos.
—Por supuesto que lo es —dijo otro—. Olvidaste registrarte esta noche, novato.
«No… no… por Dios, no…».
En un movimiento sincronizado, los tres verdugos miraron por encima de sus hombros y vieron asomar por la esquina a V y a Rhage. Los restrictores se prepararon para la lucha, adoptando posturas de combate, alzando los puños.
Butch dio un paso hacia el trío. Y luego otro.
—Butch… —Era la dolorida voz de Vishous—. Dios… no.