11
Vishous llegó a la clínica y se dirigió directamente a la habitación de cuarentena. Nadie le cuestionó su derecho a abrirse paso. Mientras descendía por el vestíbulo, el personal médico tropezaba con sus propios pies para retirarse de su camino.
Una acción inteligente, pues llevaba armamento pesado y tenía los nervios de punta.
¡Qué fiasco de día! No había encontrado nada en las Crónicas, nada que se aproximara siquiera a lo que le habían hecho a Butch. Nada tampoco en las Historias Orales. Y peor todavía, había comenzado a presentir cosas del futuro, realineaciones parciales en el destino de algunas personas, aunque no podía ver con suficiente claridad lo que su instinto le dictaba que iba a sobrevenir. Era como asistir a una obra de teatro con el telón bajado: en cada momento podía observar cómo se movía el terciopelo morado cuando un cuerpo rozaba el otro lado de la tela o escuchaba voces indistintas o apreciaba luces que se insinuaban por debajo del dobladillo adornado con borlas. Pero nada preciso: sus neuronas seguían vacías.
A zancadas, atravesó el laboratorio de Havers y se metió en el despacho de administración. Al cruzar por la puerta disimulada, encontró vacía la antesala. Los ordenadores y monitores ejecutaban solos sus sigilosas labores de vigilancia.
De repente V se quedó paralizado, casi muerto.
En una de las pantallas, vio a Marissa subida a la cama y tendida encima de Butch. Los brazos del poli la rodeaban, sus desnudas rodillas abiertas generosamente para que el cuerpo de ella se pudiera acomodar sin problemas sobre él. Se restregaban el uno contra el otro en interminables oleadas de pasión. V no podía ver sus rostros, pero comprendió que sus labios tenían que estar fundidos en un beso y que sus lenguas se acariciaban, entreveradas, dentro de las bocas.
V se sobó la mandíbula, débilmente consciente de que bajo sus armas y sus cueros, la piel se le estaba calentando. Dios… maldita sea… la palma de la mano de Butch se deslizaba por el lomo de Marissa, colándose entre su pelo rubio, buscando, manoseando su nuca.
El poli estaba totalmente excitado, pero era muy cariñoso con ella. Muy tierno.
V pensó en el sexo que él había tenido la noche en que Butch había sido capturado. ¡Qué diferencia! Esa vez no había habido nada de gentilezas, nada satisfactorio para las partes involucradas.
Butch cambió de posición y tumbó de espaldas a Marissa para subírsele encima. Al hacerlo su pijama se abrió, los tirantes se aflojaron y quedaron al aire su espalda musculosa y su potente trasero. El tatuaje en la base de la columna vertebral se desfiguraba con cada movimiento. Apretujó sus caderas entre la falda de ella, con una erección dura como una piedra. Las largas y elegantes manos de la hembra serpentearon alrededor de las nalgas de él hasta engarzarse en los glúteos desnudos y redondeados.
Ella lo arañó y Butch ladeó la cabeza, sin duda para exhalar un gemido.
¡Por Dios santo! V podía oír los jadeos… sí… podía oírlos. Y sin saber de dónde surgió, un extraño y anhelante sentimiento lo traspasó. Mierda. ¿Exactamente qué papel desempeñaba él en aquel escenario?
La cabeza de Butch se entretuvo en el cuello de Marissa y sus caderas comenzaron a avanzar y a replegarse en un movimiento sinuoso, avance y retroceso, avance y retroceso. Su espalda se ondulaba y sus hombros se contraían y se relajaban a medida que se amoldaba a un ritmo delicioso, que hizo pestañear ávidamente a V.
Marissa se arqueó, alzó el mentón, abrió la boca. Cristo, qué figura dibujaba ella debajo de su macho, el cabello desparramado sobre las almohadas, algunos mechones pegados a los fibrosos bíceps de Butch. En su pasión, con su vibrante vestido melocotón, ella era una sonrisa, un amanecer, una promesa de eterna calidez. Y Butch, por su parte, estaba gozando al máximo de todo aquello que su suerte le permitía disfrutar.
La puerta de la antesala se abrió de repente. V giró sobre los talones y bloqueó el monitor con su cuerpo.
Havers puso la historia médica de Butch en una estantería y buscó un traje hazmat.
—Buenas tardes, señor. Ha venido a hacerle otra cura, ¿verdad?
—Sí… —La voz era casi un gruñido y tuvo que aclararse la garganta—. Pero no creo que sea el mejor momento.
Havers se detuvo, con el traje en las manos.
—¿Está descansando?
No exactamente, pensó V.
—Sí. Así que usted y yo vamos a dejarlo tranquilo.
Las cejas del doctor se levantaron detrás de sus monturas de carey.
—¿Cómo dice?
V cogió el historial médico de Butch, se lo pasó al doctor, agarró el traje y lo colgó en su sitio.
—Más tarde, doctor.
—Yo… yo necesito examinarlo. Me parece que ya casi está listo para marcharse a casa…
—Magnífico. Pero ahora nos vamos.
Havers abrió la boca para argumentar algo, pero V no le dio la oportunidad de hacerlo. Descargó una mano sobre los hombros del doctor y lo miró a los ojos en busca de un acuerdo de buena voluntad.
—Sí… —murmuró Havers—. Más tarde. ¿Ma… mañana?
—Mañana, puede ser.
Después de echar a la fuerza al hermano de Marissa, V pensó en las imágenes que había visto en la pantalla. Qué error, por su parte, haber mirado.
Qué error, haber… querido.
‡ ‡ ‡
Marissa ardía de excitación.
«Butch… Butch». Él estaba encima de ella, cada vez más corpulento, tan corpulento que sus piernas, aunque estaban abiertas debajo de la falda, aún parecían estrechas para acomodárselo. Y la forma en que él se movía… el ritmo de sus caderas la estaba enloqueciendo.
Cuando el beso acabó, el hombre respiraba agitadamente y sus ojos color avellana brillaban de deseo sexual, con una glotonería muy masculina. Marissa pensó que debería sentirse cohibida, pues no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Pero en vez de dejarse abrumar, se sintió irresistible.
El silencio se prolongó unos momentos. Ella, aunque no estaba muy segura de qué iba a decir, exclamó:
—¡Butch!
—Dios mío, nena —suspiró él, y con un ligero roce, bajó su mano desde el cuello hasta la fina clavícula de la hembra. Se detuvo al llegar al vestido, en clara señal de que pedía permiso para quitárselo.
Ella pareció enfriarse. Pensó que sus senos eran vulgares, como tantos otros: eso creía, aunque no tenía punto de comparación, pues jamás había visto los de otras hembras. Sintió que su alma se desmoronaría si llegaba a notar en Butch la misma apatía con que los machos de su especie la miraban. No quería ver eso en el rostro de él, y mucho menos si estaba desnuda. Sólo era capaz de soportar semejante desagrado si estuviera completamente vestida delante de un macho que no le interesara.
—Está bien —dijo Butch y retiró la mano—. No quiero presionarte.
La besó tiernamente, cogió una sábana, se tapó la cadera y se echó sobre la espalda. Luego se cubrió los ojos con el antebrazo. El pecho subía y bajaba como si hubiera corrido diez kilómetros.
Marissa lo miró y tuvo la impresión de que también ella había estado forzando la máquina.
—¿Butch?
Él deslizó el brazo a una orilla y ladeó la cabeza en la almohada. Su rostro todavía estaba inflamado en algunas partes y uno de sus ojos seguía amoratado. Y tenía rota la nariz, aunque no era una lesión reciente. Y, aun así, a la hembra le pareció hermoso.
—¿Qué, nena?
—¿Tienes… tienes muchas amantes?
El se puso rígido. Tomó aire. Ella pensó que no quería responderle.
—Sí. Sí tengo —dijo por fin.
Los pulmones de Marissa se volvieron de hormigón armado al imaginárselo besando a otras hembras, desvistiéndolas, apareándose con ellas. Apostaría lo que fuera a que la mayoría no eran vírgenes despistadas.
Dios santo. Iba a vomitar.
—Otra buena razón para que interrumpamos lo que estamos haciendo —dijo él.
—¿Por qué?
—No estoy diciendo que hayamos llegado demasiado lejos, sino que yo necesito un condón.
Bueno, por lo menos ella sabía qué era eso.
—Pero ¿por qué? Yo no soy fértil.
La larga pausa no le inspiraba confianza. Y mucho menos cuando él maldijo entrecortadamente.
—No siempre me he cuidado.
—¿De qué?
—Del sexo. He tenido… mucho sexo con personas que a lo mejor no estaban limpias, sanas. Y lo hice sin protección. —Se sonrojó como si se avergonzara de sí mismo: el rubor trepó violentamente desde el cuello hasta la cara—. O sea que sí, necesito usar un preservativo contigo. No tengo ni idea de lo que llevo por dentro.
—¿Por qué no fuiste más cuidadoso contigo mismo?
—Simplemente me importaba un c…, sí… —La buscó para besarla con delicadeza. Habló entre dientes—: En este momento, quisiera ser virgen, maldita sea.
—A mí no me afectan los virus humanos.
—No he estado sólo con humanas, Marissa.
Ella se enfrió por completo. Si hubiera tenido sexo con hembras de su propia especie, con mujeres, la impresión habría sido distinta. ¿Pero con otra vampiresa?
—¿Quién es? —preguntó con seriedad.
—Alguien que no creo que tú conozcas. —Expulsó todo el aire que había contenido y volvió a cubrirse los ojos con los brazos—. Dios, quisiera volver atrás en el tiempo y deshacer eso. Deshacer una gran cantidad de cosas.
—Entonces, ha sido hace poco tiempo…
—Sí.
—¿Tú la… amas?
El frunció el ceño y se volvió para mirarla.
—No, por Dios. Ni siquiera la conocía… oh, mierda, eso ha sonado aún peor, ¿verdad?
—¿La llevaste a tu cama? ¿Dormiste con ella después de hacerle el amor? —¿Por qué diablos estaba haciendo esas preguntas? Era como incitarlo a cortarse con un cuchillo de cocina.
—No, fue en un club. —El impacto oscureció el semblante de ella. Butch volvió a renegar—. Marissa, mi vida no es como te la imaginas. La forma en que me conociste, con la Hermandad, vestido con ropas caras… ése no soy yo. Ni lo era antes ni lo soy ahora.
—Entonces, ¿quién eres tú?
—No me parezco a nadie que hayas conocido. Aunque si yo fuera un vampiro, nuestros caminos no se habrían cruzado. Soy como un jornalero. —Al ver su confusión, él se explicó—: Un tipo de clase baja.
El tono fue objetivo, como si recitara un número telefónico.
—No creo que seas de clase baja, Butch.
—Como ya te he dicho, no sabes realmente quién soy.
—Al acostarme aquí contigo, al respirar tu esencia, tu aroma, al oír tu voz, lo sé todo acerca de ti. —Lo miró de arriba abajo—. Tú eres el macho con el que quiero aparearme. Ése eres tú.
Una fragancia oscura y picante colmó el ambiente: si Butch fuera un vampiro, ella habría dicho que eso era su aroma. Marissa lo aspiró y se sintió incendiada, poderosa. Con dedos temblorosos, apoyó la mano en el primero de los pequeños botones de su blusa.
Con una de sus manos, él abarcó las dos de ella.
—No te fuerces a ti misma, nena. Hay muchas cosas que quiero de ti… sin pedir nada a cambio.
—Pero yo quiero estar contigo. —Marissa se libró de las manos de él y comenzó a desabrocharse los botones, pero no adelantó mucho, porque temblaba demasiado—. Creo que vas a tener que hacerlo tú mismo.
La respiración de Butch brotó como un silbido erótico.
—¿Estás segura?
—Sí. —Él dudó un instante, pero ella asintió y se miró el pecho—. Por favor. Quítame esto.
Con mucha calma, él comenzó a desabotonar cada una de las perlas. Sus magullados dedos lo hacían con seguridad. El vestido se abrió poco a poco y, sin sostén, el busto desnudo de Marissa surgió paulatinamente. Cuando soltó el último botón, todo el cuerpo de ella palpitaba con agitación.
—Marissa, no sé si seguir… estás muy nerviosa.
—Es que… ningún macho me había visto así antes.
Butch se quedó helado.
—Tú todavía eres…
—Intocada —dijo ella, usando una palabra que odiaba con toda su alma.
Ahora él también temblaba y el oscuro y picante aroma se percibía con más intensidad.
—No me habría importado que no fueras virgen. Es importante que sepas eso.
Ella sonrió un poco y se le ofreció.
—Cuando quieras… —Butch estiró las manos para tocarla y ella le susurró con tibieza—: Simplemente sé amable conmigo, ¿de acuerdo?
Butch la miró con ternura.
—Me vas a encantar, no lo dudes, porque eres tú. —Como ella no encontró sus ojos, él se desplazó hacia delante—. Marissa, para mí tú eres la más hermosa.
Impaciente, ella desnudó sus senos. Cerró los ojos: no podía respirar.
—Marissa. ¡Qué hermosa!
Ella abrió los párpados, animándose a sí misma. Butch había desviado la mirada.
—Pero aún no me has mirado.
—No necesito hacerlo.
Tiernas lágrimas brotaron de sus ojos.
—Por favor… mírame.
Él bajó sus ojos mientras tomaba aire entre sus dientes, con un silbido que cortó el aire de la habitación. Marissa estaba temblando, sentía que lo que hacía no era totalmente correcto…
—Jesucristo. Eres perfecta. —Butch se relamió el labio inferior—. ¿Puedo tocarte?
Turbada, asintió con un súbito movimiento del mentón. Él deslizó la mano bajo la blusa, recorrió suavemente su torso y le acarició un seno, infinitamente suave y cálido. Marissa se electrizó y después pareció apaciguarse, por lo menos hasta que Butch le rozó el pezón con el dedo pulgar. Se retorció involuntariamente.
—Eres… perfecta —dijo él con voz ronca—. Tu belleza me maravilla.
Bajó la cabeza y sus labios le acariciaron la piel sobre el esternón. Un instante más tarde, la besó entre los senos. Sus pezones se endurecieron con ansias de su… sí, de su boca. Oh… Dios, sí… su boca.
Los ojos de Butch se elevaron hacia los de ella mientras le chupaba la parte superior del seno, cogiéndolo suavemente con los labios. Entre las piernas, Marissa sintió como un fulgor.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—No sé… no sabía que existieran estas sensaciones.
—¿No? —Él volvió a rozarle los pezones con los labios—. Seguramente alguna vez te habrás tocado los senos. ¿No lo has hecho? ¿Jamás?
—Las hembras de mi clase… pensamos que no se deben… hacer ciertas cosas. A menos que estemos con nuestro compañero e incluso entonces… —Dios, ¿de qué estaba hablando?
—Ya… bueno, pues aquí estoy, ¿verdad? —exclamó Butch. Su lengua volvió a lamerle el pezón—. Sí, aquí estoy. Dame tu mano, amor. —Cuando Marissa lo hizo, se la besó en la palma—. Déjame mostrarte lo bien que puedes llegar a sentirte.
Le cogió el dedo índice, se lo metió a la boca y lo chupó. Después se lo llevó hasta el pezón. Dibujó círculos alrededor de su cumbre, acariciándola también con su propia mano.
Ella echó la cabeza hacia atrás, con los ojos fijos en él.
—Es tan…
—Blando y duro al mismo tiempo, ¿verdad? —Butch se inclinó y le lamió el pezón y el dedo, con cálidos y suaves lengüetazos que le erizaron la piel—. ¿Te gusta?
—Sí… dulce Virgen en el Ocaso, sí.
Butch llevó su mano hasta el otro seno y rodeó el pezón, y lo acarició hasta que se hinchó entre sus dedos. Estaba casi dentro de ella. El pijama se le había plegado alrededor de los hombros, con los sólidos brazos alargados al máximo para sustentar su cuerpo sobre el de ella. Al cambiar de seno y empezar a sobarle el otro pezón, su oscuro cabello cayó sobre la pálida, blanda y sedosa piel de Marissa.
Asfixiada por su propio ardor, sacudida por una creciente turbación y enardecida de placer, no se dio cuenta de que la falda se había enrollado… hasta quedar enredada alrededor de sus muslos.
Butch dejó momentáneamente sus senos para preguntarle:
—¿Me dejas ir un poco más rápido? Si te juro que me detendré cuando digas, ¿me dejarás ir más rápido?
—Claro —aceptó ella.
Le deslizó la mano hasta su desnuda rodilla. Marissa se sobresaltó, pero cuando Butch siguió chupándole los senos, se olvidó del miedo. En suaves y perezosas espirales él fue avanzando hasta llegar a su entrepierna…
Inesperadamente, ella sintió como si algo se le derramara entre los muslos. Con pánico, cerró las piernas y empujó a Butch.
—¿Qué pasa, nena?
Ruborizándose intensamente, ella farfulló:
—Siento algo… raro.
—¿Dónde? ¿Aquí abajo? —acarició la parte interior de sus muslos.
Cuando Marissa asintió, Butch esbozó una sonrisa muy masculina, muy sexy.
—¿Oh, de verdad? —La besó, incansable. Sus bocas se apretaban con pasión.
—¿Quieres explicarme qué ha sido eso? —dijo ella, más ruborizada todavía.
Él paró de acariciarla.
—¿Hasta qué punto es raro lo que sientes?
—Yo… —Marissa no supo qué contestar.
La boca de Butch cambió de posición y se acercó a su oído.
—¿Estás mojada? —Ella asintió. Él gimió profundamente—. Estar mojada es buena señal… quiero que estés muy húmeda.
—¿Sí? ¿Por qué?
Con un movimiento veloz y cariñoso, Butch le tocó los pantis entre los muslos. Ambos saltaron al tiempo.
—Oh… por Dios —gimió él otra vez, la cabeza hundida entre los hombros—. Estás así por mí. Tú estás así para mí.
La erección de Butch aumentaba a medida que frotaba la mano sobre el cálido y húmedo satén que cubría el sexo de ella. Sabía que si echaba los pantis hacia un lado, encontraría un pozo de dicha y de miel, pero no quería estropear el momento. Así que curvó los dedos y restregó la base de la palma de su mano contra el sexo de Marissa, en el punto en que calculó que sentiría más la caricia. Respiraron entrecortadamente. Butch se movió, la atrapó contra el colchón y empezó a mecerse progresivamente sobre su vientre, para que percibiera su total excitación. Con naturalidad y destreza de experto la hizo subir al séptimo cielo.
—Butch, necesito… algo… yo…
—Cariño, ¿nunca te has…? —Por todos los infiernos, era increíble que ella jamás se hubiera masturbado. Claro que, si se había desconcertado por lo que sintió en los pezones, no era para sorprenderse.
—¿Qué?
—No, nada, no importa. —Dejó de oprimirle el sexo y amorosamente paseó sus dedos por encima de los pantis—. Yo me encargo, será maravilloso. Confía en mí, Marissa.
Besó su boca, le chupó los labios, dejándola loca de deseo. Luego metió la mano debajo del panti de satén y llegó hasta su sexo…
—Oh… joder —exclamó, confiando en que estuviera tan aturdida como para no oír su maldición.
Ella vaciló.
—Pero ¿cuál es mi problema?
—Tranquila, tranquila. —La sujetó dulcemente, y respiró hondo, intentando dominarse. Le preocupaba la posibilidad de tener un orgasmo antes de tiempo. No podía permitirse un gatillazo en el momento más importante de su vida—. Nena, no sucede nada malo. Sólo que estás… oh… estás afeitada. —Sus dedos se deslizaron entre los pliegues de la entrepierna… santo cielo, ella era tan suave, tan tierna, tan caliente.
—¿Y eso es malo?
El rió.
—Por el contrario, nena, es delicioso. Me excita.
¿Excitante? Más bien era un descubrimiento explosivo. Quiso gatear entre su falda y lamerla y comérsela… Devorar su intimidad entera.
La idea de que él era el primero en poner la mano en su sexo le pareció infernalmente erótica. Jamás soñó con un placer semejante.
—¿Cómo te sientes? —le dijo, acariciándola con suavidad.
—Dios… Butch. —Se arqueó salvajemente, la cabeza hacia atrás, de modo que el cuello se elevó en una amorosa curva.
La mirada de él se clavó en su cuello. Sintió de nuevo la insólita tentación de morderla. Abrió la boca como si lo fuera a hacer.
Maldiciendo, evitó este extraño impulso.
—Butch… me duele —dijo Marissa.
—Sí, cariño, lo sé. Yo me encargo de eso. —Pegó los labios a sus senos y se concentró en acariciarle el sexo, sin prisa, pero sin pausa, con los dedos siempre por fuera, sin internarse en la vagina, pues no quería desconcertarla demasiado.
Sin embargo, estuvo a punto de perder el dominio de su propia excitación, que crecía como una bola de nieve, estimulada por la constante fricción de los cuerpos y por el aroma de Marissa, que lo enardecía aún más. Se meneaba adelante y atrás, apretándole la cadera contra el colchón al tiempo que no paraba de sobarle el sexo con la mano. Se desmadejó entre sus senos. De repente, sintió que debía suspender el masaje que se estaba dando a sí mismo para prestarle atención a ella.
La miró. Tenía los ojos abiertos y como paralizados, al borde del clímax.
—Todo va bien, nena, todo va muy bien —dijo, e intensificó las caricias entre sus piernas.
—¿Qué tengo? —susurró ella—. ¿Qué me pasa?
Le arrimó la boca al oído.
—Estás a punto de tener un orgasmo. Sólo déjate llevar. Estoy contigo, aquí estoy. Aférrate a mí.
Marissa se aferró a los brazos de Butch y sus uñas lo arañaron hasta hacerle sangre. Perfecto, pensó él, y sonrió satisfecho. Ella alzó las caderas impulsivamente.
—Butch…
—Eso es. Ven a mí.
—No puedo… no puedo —dijo ella y meneó la cabeza, atrapada entre lo que su cuerpo deseaba con fogosidad y lo que su mente se negaba a asimilar. Si seguía así iba a perder la excitación. A menos que él procediera con rapidez y sensibilidad.
Sin pensarlo dos veces, Butch hincó su rostro en la garganta de Marissa y la mordió, justo encima de la yugular. Eso hizo: la mordió con pasión. Ella gritó su nombre y comenzó a estremecerse, las caderas arriba y abajo, una y otra vez, todo el cuerpo sacudido por tenaces espasmos. Con profunda alegría, él guió sus impulsos y la ayudó a alcanzar el orgasmo, hablándole apasionadamente todo el tiempo, aunque sólo Dios sabe qué le dijo.
Mientras Marissa se movía con el placer del orgasmo, Butch se apartó de su cuello y la miró a la cara. Los colmillos le sobresalían entre los labios. Lo acometió un impulso incontrolable: le metió la lengua en la boca y le lamió las puntiagudas puntas de los dientes, sintiendo que se le desgarraba la carne. Quiso sentir ese mismo placer en toda su piel… quiso que ella lo chupara, que se atiborrara de él, que se alimentara de él.
Se obligó a detenerse. Sintió un vacío insondable. Añoraba necesidades desconocidas, no sexuales. Precisaba… más cosas de Marissa, cosas que no comprendía.
Ella abrió los ojos.
—Yo no sabía… que sería así.
—¿Te ha gustado?
Su sonrisa fue suficiente para hacerle olvidar a Butch dudas, angustias y fatalidades, hasta su propio nombre.
—Claro, Dios… mucho.
La besó tiernamente, le estiró la falda y abotonó las perlas del corpiño, como si embalara en un lindo envoltorio el regalo que era su cuerpo. Marissa recostó la cabeza en la parte interior del codo de él, somnolienta. Se sintió condenadamente dichoso de tenerla a su lado. Era lo que quería hacer: permanecer despierto mientras ella reposaba, vigilarla y defenderla.
Por alguna razón ignorada, deseó tener un arma.
—No puedo mantener los ojos abiertos —dijo ella.
—Ni lo intentes.
Butch acarició su pelo y pensó que, salvo por el hecho de que dentro de diez minutos tendría el mayor dolor de testículos conocido en la historia de la humanidad, todo iba muy bien en su mundo.
«Butch O’Neal», pensó, «has encontrado a la mujer de tu vida».