Capítulo V

El desarrollo de los acontecimientos de la noche del veintiocho de octubre fue clarísimo. Para empezar, hubo una escena entre los dos hombres… Gold y Chantry. Chantry fue elevando la voz y sus últimas palabras fueron oídos por cuatro personas… el cajero, el gerente, el general Barnes y Pamela Lyall.

—¡Maldito cerdo! Si usted y mi mujer piensan que van a burlarse de mí, están equivocados. Mientras viva, Valentina seguirá siendo mi esposa.

Y dicho esto salió del hotel con el rostro lívido de coraje.

Eso fue antes de cenar. Después de la cena, nadie supo cómo, tuvo lugar la reconciliación. Valentina le pidió a Marjorie Gold que la acompañara a dar un paseo bajo la luz de la luna. Pamela y Sara fueron con ellas, mientras Gold y Chantry jugaban al billar. Cuando terminaron la partida se reunieron en el vestíbulo con Hércules Poirot y el general Barnes.

Y por primera vez Chantry estaba sonriente y de buen humor.

—¿Qué tal la partida? —preguntó el general.

—¡Ese muchacho es demasiado bueno para mí! —replicó el comandante—. Ha empezado haciendo cuarenta y seis carambolas seguidas.

Douglas Gold repuso con modestia:

—Pura casualidad. Le aseguro que fue así. ¿Qué quiere tomar? Iré a buscar un camarero.

—Ginebra rosa, gracias.

—Bien. ¿Y usted, general?

—Gracias. Tomaré un whisky con seltz.

—Yo también. ¿Y usted, señor Poirot?

—Es usted muy amable. Yo quisiera un sirop de cassis.

—¿Un sirop… qué?

Sirop de cassis. Es jarabe de grosellas negras.

—¡Oh, un licor! Ya. Supongo que lo tendrán; pero nunca lo había oído nombrar.

—Sí, lo tienen, pero no es un licor.

Douglas Gold dijo riendo:

—Me parece un gusto bastante raro… pero cada hombre con su veneno. Iré a encargarlo.

El comandante Chantry tomó asiento. A pesar de que su natural no era hablador ni sociable, era evidente que hacía cuanto le era posible por mostrarse cordial.

—Es curioso ver cómo uno se acostumbra a vivir sin noticias —comentó.

El general lanzó un gruñido.

—No puedo decir que el Continental Daily Mail, que llega con cuatro días de retraso, me sirva de mucho. Claro que me envían el Times y el Punch cada semana, pero tardan demasiado en llegar.

—Me pregunto si no tendremos elecciones generales por la cuestión de Palestina…

—Ha sido llevada pésimamente —declaró el general cuando Douglas Gold reaparecía seguido del camarero y las bebidas.

El general acababa de comenzar una anécdota de su carrera militar en la India durante el año mil novecientos cinco, y los dos ingleses le escuchaban cortésmente, aunque sin gran interés, en tanto que Hércules Poirot sorbía su sirop de cassis.

Al llegar al fin de la narración hubo un coro de risas más o menos sinceras.

En aquel momento apareció el grupo de señoras. Las cuatro venían del mejor humor, charlando y riendo.

—Tony querido, ha sido divino —exclamó Valentina dejándose caer en una silla junto a él—. La señora Gold ha tenido una idea maravillosa. ¡Debían haber venido todos ustedes!

Su esposo dijo:

—¿Quieren beber algo?

Y miró interrogadoramente a las señoras.

—Para mí, ginebra rosa, querido —dijo Valentina.

—Ginebra y cerveza de jengibre —pidió Pamela.

—Un sidecar —fue la elección de Sara.

—Bien. —Chantry se puso en pie y entregó su ginebra rosa aún intacta a su esposa—. Toma esta. Ya pediré otra para mí. ¿Y usted, señora Gold?

La señora Gold se estaba quitando el abrigo ayudada por su esposo y se volvió sonriente.

—¿Puedo tomar una naranjada, por favor?

—Lo que guste. Una naranjada.

Fue hacia la puerta y la señora Gold sonrió a su esposo.

—Ha sido delicioso, Douglas. Ojalá hubieras venido con nosotros.

—A mí también me hubiera gustado. Iremos otra noche, ¿verdad?

Se sonrieron.

Valentina Chantry alzó la copa de ginebra rosa y la vació de un trago.

—¡Oh! Lo necesitaba —suspiró.

Douglas Gold colocó el abrigo de Marjorie sobre una silla y al volver junto al grupo preguntó:

—Hola, ¿qué es lo que ocurre?

Valentina Chantry estaba reclinada en su silla con los labios amoratados y la mano puesta sobre el corazón.

—Me encuentro… muy rara… —musitó luchando por respirar.

Chantry volvía en aquel momento y apresuró el paso.

—Pero, Val, ¿qué te ocurre?

—No… no lo sé… La ginebra… tenía un sabor extraño.

¿La ginebra rosa?

Chantry giró en redondo con el rostro alterado y cogió a Douglas por un hombro.

—Era mi copa… Gold, ¿qué diablos había puesto en ella?

Douglas Gold contemplaba el rostro convulso de la esposa de Chantry, que ahora estaba palidísimo.

—Yo… yo… nunca…

Valentina Chantry se desplomó en su butaca.

El general Barnes exclamó:

—Traigan un médico… pronto.

Cinco minutos después Valentina Chantry había dejado de existir.