Capítulo IV

Hércules Poirot encontrábase sentado en la playa con Pamela Lyall. Ella le decía con cierta complacencia:

—¡El triángulo se robustece! Ayer noche estaban sentados uno a cada lado de ella… lanzándose miradas incendiarias. Chantry había bebido demasiado y estuvo insultando a Douglas Gold. Gold se portó muy bien. Conservó la calma. Valentina disfrutaba, desde luego. Runruneaba como lo que es… una tigresa devoradora de hombres. ¿Qué cree usted que ocurrirá?

Poirot movió la cabeza.

—Tengo miedo. Tengo mucho miedo…

—¡Oh, como todos nosotros! —replicó miss Lyall hipócritamente y agregó—: Este asunto pertenece a su especialidad. O puede que llegue a pertenecer. ¿No puede hacer nada?

—He hecho lo que he podido.

La señorita Lyall inclinóse hacia delante presa de curiosidad.

—¿Qué ha hecho usted?

—Aconsejar a la señora Gold que abandonara la isla antes de que fuera demasiado tarde.

—¡Oh…! ¿De modo que usted cree…? —se detuvo.

—¿Diga mademoiselle?

—¡De modo que eso es lo que usted cree que va a ocurrir! —repuso Pamela despacio—. Pero él no podría… nunca haría una cosa así… En realidad es tan agradable… Toda la culpa la tiene esa Valentina Chantry. Él no cometería… él no cometería —hizo una pausa, agregando en voz baja—: ¿Un asesinato? ¿No es esa la palabra que tiene usted en el pensamiento?

—Lo está en otro pensamiento, mademoiselle. Se lo aseguro.

Pamela estremecióse.

—No lo creo —declaró.