Capítulo IV

Parpadeando un tanto. Hércules Poirot volvió su cabeza de uno a otro lado de sus interlocutores, y con gran delicadeza disimuló un bostezo. Eran más de las dos y media de la madrugada. Le habían sacado de la cama precipitadamente e introducido en la penumbra de un enorme Rolls-Royce, y ahora acababa de oír lo que los dos hombres tenían que decirle.

—Estos son los hechos, monsieur Poirot —dijo lord Mayfield.

Y reclinándose en su butaca, se llevó lentamente el monóculo a uno de sus ojos, de un azul pálido, y estuvo contemplando a Poirot con suma atención. Su mirada era definitivamente escéptica. Poirot miró de soslayo a sir George Carrington. Este caballero se hallaba inclinado hacia delante con expresión esperanzada… casi infantil. Poirot dijo despacio:

—Conozco los hechos, sí… La doncella grita, el secretario sale, el incógnito entra, los planos están encima del escritorio, se apodera de ellos y huye. Los hechos… son muy convenientes.

El tono con que pronunció esta frase atrajo la atención de lord Mayfield, que se enderezó un tanto, dejando caer el monóculo.

—¿Cómo dice usted, monsieur Poirot?

—Dije, lord Mayfield, que los hechos fueron muy convenientes… para el ladrón. A propósito, ¿está usted seguro de haber visto a un hombre?

Lord Mayfield meneó la cabeza.

—No podía asegurarlo. Fue sólo una sombra. La verdad es que casi dudaba de que lo hubiese visto.

Poirot dirigió su mirada al mariscal del Aire.

—¿Y usted, sir George? ¿Podría decirme si se trataba de un hombre o de una mujer?

—Yo no vi a nadie.

Poirot asintió pensativo. De pronto, poniéndose en pie, se acercó a la mesa escritorio.

—Puedo asegurarle que los planos no están ahí —dijo lord Mayfield—. Los tres hemos revisado todos esos papeles media docena de veces.

—¿Los tres? ¿Se refiere también a su secretario?

—Sí, a Carlile.

—Dígame, lord Mayfield, ¿qué papel estaba encima de todo cuando usted se inclinó sobre la mesa?

Lord Mayfield frunció el ceño en su esfuerzo por recordar.

—Déjeme pensar… sí, era un memorándum acerca de algunas de nuestras posiciones de defensa aérea. Poirot cogió una hoja de papel y se la tendió.

—¿Es este, lord Mayfield?

Lord Mayfield repuso después de mirarla:

—Sí, sin duda alguna. Poirot mostró el papel a Carrington.

—¿Se fijó si estaba encima de todo?

Sir George lo sostuvo a cierta distancia, y luego se puso los lentes.

—Sí, es cierto. Yo también los miré con Carlile y Mayfield, y este estaba encima de todo.

Poirot asintió pensativo, volviendo a dejar el papel sobre la mesa. Mayfield le miraba ligeramente interesado.

—Si hay algún otro problema… —comenzó a decir.

—Pues claro que lo hay: Carlile. ¡Carlile es el problema!

Lord Mayfield enrojeció ligeramente.

—¡Monsieur Poirot, Carlile está por encima de toda sospecha! Ha sido mi secretario confidencial durante nueve años. Tiene acceso a todos mis papeles privados, y puedo asegurarle que podría haber sacado copia de los planos y especificaciones con gran facilidad y sin que nadie se enterara.

—Aprecio su punto de vista —dijo Poirot—. De ser culpable, no hubiese tenido necesidad de organizar tanto aparato.

—De todas formas —insistió lord Mayfield—, estoy seguro de Carlile, y respondo de él.

—Carlile —dijo Carrington con voz ronca— es una persona como es debido.

Poirot extendió las manos con gesto de desaliento.

—¿Y esa mistress Vanderlyn… es todo lo contrario?

—Desde luego —replicó sir George. Lord Mayfield habló en tono más mesurado.

—Creo, monsieur Poirot, que no puede existir la menor duda acerca de… bueno… las actividades de mistress Vanderlyn. En el Ministerio de Asuntos Exteriores podrán darle datos más precisos.

—¿Y ustedes dan por hecho que la doncella estaba en combinación con su señora?

—No me cabe la menor duda —exclamó sir George.

—A mí me parece una suposición muy razonable —dijo lord Mayfield en tono más prudente.

Poirot suspiró y distraídamente ordenó algunos objetos que estaban sobre una mesita, a su derecha. Al fin dijo:

—Supongo que esos papeles representaban dinero. Es decir, que el robarlos significaría una buena suma en metálico.

—De ser entregados en cierto sitio, sí.

—¿Como por ejemplo…?

Sir George mencionó dos potencias europeas.

—Y ese hecho era conocido de cualquiera…, ¿verdad? —preguntó Poirot.

Mistress Vanderlyn seguramente lo sabría.

—He dicho cualquiera.

—Sí, supongo que sí.

—¿Cualquiera con un mínimo de inteligencia podría apreciar el valor de esos planos?

—Sí; pero, monsieur Poirot… —lord Mayfield parecía algo violento.

Poirot alzó una mano.

—Yo hago lo que se llama explorar todos los caminos.

Volvió a ponerse en pie para dirigirse a la puertaventana, y con una linterna examinó la hierba del extremo de la terraza. Los dos hombres le observaron.

—Dígame, lord Mayfield. A este malhechor, a ese fugitivo que se deslizó en la oscuridad, ¿no le persiguieron?

Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Desde el fondo del jardín pudo salir a la carretera general.

Y si había algún coche esperándole, no habría tardado en ponerse fuera de nuestro alcance.

—Pero está la policía… los guardias forestales…

Sir George le interrumpió:

—Olvida usted, monsieur Poirot, que no podemos dar publicidad a este caso. Si trascendiera que esos planos habían sido robados, el resultado sería extremadamente desfavorable para el partido.

—¡Ah, sí! —repuso Poirot—. No hay que olvidar la politique. Hay que observar la mayor discreción, y por ello me enviaron a buscar. ¡Ah, bien! Tal vez sea más sencillo.

—¿Espera tener éxito, monsieur Poirot? —lord Mayfield parecía un tanto incrédulo.

El hombrecillo se alzó de hombros.

—¿Por qué no? Sólo hay que razonar… reflexionar. —Hizo una pausa y al cabo de un momento agregó—: Me gustaría hablar con mister Carlile.

—Desde luego. —Lord Mayfield se puso en pie—. Le pedí que no se acostase, y por lo tanto no andará lejos. Voy a avisarle. Poirot se dirigió a sir George.

Eh bien. ¿Qué me dice de ese hombre que salió a la terraza?

—Yo no lo vi.

—Ya me lo ha dicho antes. —Poirot se inclinó hacia delante—. Pero hay algo más, ¿no es cierto?

—¿A qué se refiere?

—¿Cómo diría yo? Su incredulidad es más profunda. Sir George iba a decir algo pero se contuvo.

—Pues, sí —continuó Poirot para animarle—. Cuéntemelo. Los dos estaban en el extremo de la terraza. Lord Mayfield ve una sombra que sale por la puertaventana y atraviesa el césped. ¿Por qué no la ve usted?

Carrington le miró asombrado.

—Ha dado usted en el clavo, monsieur Poirot. Desde entonces me he estado preguntando lo mismo. Comprenda, yo juraría que nadie salió por esta puertaventana. Pensé que lord Mayfield lo había imaginado… al ver moverse una rama… o algo por el estilo. Y luego, cuando entramos y descubrimos que se había cometido un robo, tuve la impresión de que Mayfield debió estar en lo cierto y que yo era el equivocado. Y sin embargo…

—Sin embargo, en el fondo usted sigue creyendo en la evidencia, en este caso negativa, de sus propios ojos…

—Tiene usted razón, monsieur Poirot, así es.

El detective sonrió.

—¿No había huellas sobre la hierba? —preguntó sir George.

—Exacto. Lord Mayfield imagina ver una sombra. Luego tiene efecto el robo, y está seguro… ¡segurísimo! No es una fantasía… él ha visto a un hombre. Pero no fue así. Yo no estoy tan familiarizado con huellas y cosas por el estilo, pero tenemos una evidencia. No había huellas en la hierba. Y esta noche ha estado lloviendo copiosamente. Si un hombre hubiese atravesado la terraza en dirección al césped, es indudable que habría dejado huellas. Sir George dijo extrañado: —Pero entonces… entonces…

—Volvamos a la casa. Hemos de ceñirnos a las personas que se encontraban en ella.

Se interrumpió al ver entrar a lord Mayfield acompañado de mister Carlile. Aunque pálido y preocupado, el secretario había logrado rehacerse un tanto, y ajustándose los lentes tomó asiento sin dejar de mirar a Poirot.

—¿Cuánto tiempo llevaba en esta habitación cuando oyó el grito, monsieur?

Carlile reflexionó.

—Entre unos cinco y diez minutos.

—¡Y antes de eso, no observó nada anormal!

—No.

—Tengo entendido que la reunión tuvo lugar en una sola habitación durante la mayor parte de la noche.

—Sí, en el salón. Poirot consultó su librito de notas.

Sir George Carrington y su esposa. Mistress Macatta, mistress Vanderlyn, mister Reggie Carrington, lord Mayfield y usted. ¿Es así?

—Yo no estaba en el salón. Estuve trabajando aquí durante gran parte de la velada.

Poirot se volvió a lord Mayfield.

—¿Quién subió primero a acostarse?

—Creo que lady Julia Carrington. A decir verdad, las tres señoras salieron juntas.

—¿Y luego?

—Entró mister Carlile y le ordené que preparase los documentos, puesto que sir George y yo iríamos al poco rato.

—¿Fue entonces cuando decidió dar un paseo por la terraza?

—Sí.

—¿Se dijo en presencia de mistress Vanderlyn que iban a trabajar en el despacho?

—Sí, se mencionó.

—¿Estaba en el salón cuando usted dio instrucciones a mister Carlile para que sacara los papeles?

—No.

—Perdone, lord Mayfield —intervino Carlile—. Precisamente después de que usted me dijera eso, tropecé con ella en la puerta. Había vuelto para buscar un libro.

—¿De modo que pudo haberlo oído?

—Quizá.

—Volvió a buscar un libro —repitió Poirot—. ¿Lo encontró, lord Mayfield?

—Sí, Reggie se lo dio.

—¡Ah, sí! Es lo que ustedes llaman el viejo ardid… volver en busca de un libro. ¡Resulta tan útil a veces!

—¿Usted cree que fue un acto premeditado?

Poirot se encogió de hombros.

—Y después de esto, ustedes dos salieron a la terraza. ¿Y mistress Vanderlyn?

—Se marchó con su libro.

—¿Y el Joven Reggie también subió a acostarse?

—Sí.

—Y mister Carlile se vino aquí y a los cinco o diez minutos oyó el grito. Continúe, mister Carlile. Oyó un grito y salió al vestíbulo. Ah, quizá fuese mejor reproducir exactamente sus acciones.

Míster Carlile se puso en pie, algo confundido.

—Yo gritaré —dijo Poirot para ayudarles. Y abriendo la boca emitió un alarido espeluznante. Lord Mayfield se volvió para ocultar una sonrisa y Carlile pareció muy violento.

Allez! ¡Adelante! ¡Marchen! —exclamó Poirot—. Acabo de darles la salida.

Míster Carlile se dirigió muy tieso hacia la puerta y tras abrirla salió al recibidor, seguido de Poirot. Los otros dos fueron detrás.

—¿Cerró la puerta al salir o la dejó abierta?

—La verdad es que no me acuerdo. Creo que debí dejarla abierta.

—No importa. Continúe.

Muy envarado, Carlile anduvo hasta el pie de la escalera, donde se detuvo mirando hacia arriba. Poirot preguntó:

—Dijo usted que la doncella estaba en la escalera. ¿En qué sitio?

—Más o menos, por la mitad.

—¿Y parecía inquieta?

—Desde luego.

Eh bien, yo soy la doncella. —Poirot corrió a situarse en la escalera—. ¿Estaba aquí?

—Un peldaño o dos más arriba.

—¿Así? Poirot ensayó una postura.

—Pues… no… no precisamente así.

—¿Cómo entonces?

—Pues… tenía las manos en la cabeza.

—Ah, las manos en la cabeza. Eso es muy interesante. ¿Así? —Poirot alzó los brazos y sus manos descansaron encima de sus orejas.

—Sí, eso es.

—¡Ajá! Dígame, mister Carlile, ¿era joven y bonita…?

—La verdad es que no me fijé.

—¡Ajá! ¿No se fijó? Pero es usted joven. ¿Es que los jóvenes ya no se fijan si una chica es guapa?

—La verdad, monsieur Poirot, sólo puedo repetir que yo no me fijé.

Carlile dirigió una mirada agónica a su jefe. Sir George Carrington se echó a reír.

Monsieur Poirot parece determinado a presentarle a usted como mujeriego, Carlile —observó.

El secretario le dirigió una mirada aplastante.

—Yo siempre me he fijado en las chicas bonitas —anunció Poirot bajando la escalera.

El silencio con que Carlile acogió aquel comentario fue un tanto violento.

Poirot continuó:

—¿Y fue entonces cuando le contó ese cuento del fantasma?

—Sí.

—¿Creyó esa historia?

—¡Pues claro que no, monsieur Poirot!

—No me refiero a si usted cree en fantasmas, sino a si le pareció que la chica pensaba realmente haber visto algo.

—¡Oh!, en cuanto a eso, no sabría decirle. Lo cierto es que su respiración era agitada y parecía sobresaltada.

—¿No oyó usted ni vio a su señora?

—Sí, a decir verdad salió de su habitación, en el pasillo de arriba y llamó: «Leonie».

—¿Y luego?

—La muchacha subió corriendo y yo volví al despacho.

—Mientras estuvo usted al pie de la escalera, ¿pudo alguien entrar en el despacho por la puerta que dejó abierta?

Carlile meneó la cabeza.

—No sin que pasara ante mí. La puerta del despacho está al final del pasillo, como puede usted ver.

Poirot asintió pensativo, mientras Carlile continuaba con su voz cuidadosa y precisa:

—Debo confesar que me alegra que lord Mayfield viera al ladrón saliendo por la puertaventana. De otro modo yo me encontraría en una posición muy desagradable.

—¡Oh, no, no, mi querido Carlile! —intervino lord Mayfield impaciente—. Usted está libre de toda sospecha.

—Es usted muy amable al decir eso, lord Mayfield, pero los hechos son los hechos y me doy cuenta de que las apariencias me colocan en una posición difícil. De todas maneras, espero que me registren, así como mis pertenencias.

—¡Oh, no, no amigo mío! —insistió Mayfield.

Poirot murmuró:

—¿Lo desea seriamente?

—Lo prefiero.

Poirot le miró pensativo y musitó:

—¡Ya! —luego agregó—: ¿Dónde está situada la habitación de mistress Vanderlyn con respecto al despacho?

—Está precisamente encima.

—¿Con una ventana que da a la terraza?

—Sí.

De nuevo Poirot asintió. Luego dijo:

—Vayamos al salón.

Una vez allí estuvo deambulando por la habitación, examinó los cierres de las ventanas, los tanteos de la mesa de bridge y al fin se dirigió a lord Mayfield.

—Este asunto es más complicado de lo que parece —dijo—. Pero una cosa hay cierta. Los planos robados no han salido de esta casa. Lord Mayfield le miró sorprendido.

—Pero, mi querido monsieur Poirot, el hombre que yo vi saliendo del despacho…

—No hubo tal hombre.

—Pero yo lo vi…

—Con mis mayores respetos, lord Mayfield, usted imaginó verlo. Las sombras producidas por las ramas de los árboles le engañaron y el hecho de que se cometiera el robo es natural que le pareciera una prueba de que era cierto lo que había imaginado.

—La verdad, monsieur Poirot, la evidencia de mis propios ojos…

—Mi vista contra la suya, amigo mío —intervino sir George.

—Tiene que permitirme, lord Mayfield, que me muestre firme en este punto. Nadie cruzó la terraza en dirección al césped.

Mister Carlile dijo muy pálido y envarado:

—En este caso, si monsieur Poirot está en lo cierto, todas las sospechas recaen en mí automáticamente. Soy la única persona que pudo cometer el robo.

—¡Pamplinas! —exclamó lord Mayfield—. Aunque monsieur Poirot piense lo que quiera, yo no estoy de acuerdo con él. Estoy convencido de su inocencia, Carlile.

El secretario repuso:

—No, pero ha puesto de relieve que nadie más tuvo oportunidad de cometer el robo.

Du tout! Du tout!

—Pero yo le he dicho que nadie pasó ante mí por el vestíbulo para dirigirse a la puerta de entrada al despacho.

—Estoy de acuerdo. Pero alguien pudo haber entrado por la puertaventana del despacho.

—Pero eso es precisamente lo que usted dice que no ocurrió.

—Yo digo que nadie pudo entrar del exterior sin dejar huella en la hierba. Pero pudo hacerlo alguien que estaba ya en la casa. Alguien pudo salir de esta habitación por una puertaventana, deslizarse por la terraza, entrar en el despacho también por una de las puertaventanas y volver aquí.

Carlile objetó:

—Pero lord Mayfield y sir George Carrington estaban en la terraza.

—Sí, estaban paseando en la terraza. Sir George tal vez posea una vista magnífica… —Poirot se inclinó ligeramente—. ¡Pero no puede ver por la espalda! La puertaventana está en el centro izquierdo de la terraza, luego vienen las cristaleras de esta habitación, y la terraza continúa hacia la derecha cubriendo el espacio de… ¿una, dos, tres o tal vez cuatro habitaciones más?

—El comedor, la sala de billar, el saloncito de estar y la biblioteca —especificó lord Mayfield.

—¿Y ustedes pasearon de un lado a otro de la terraza, cuántas veces?

—Cinco o seis, por lo menos.

—¿Comprenden? Es bastante sencillo; el ladrón sólo tuvo que esperar el momento oportuno.

—¿Quiere usted decir que mientras yo estaba en el recibidor hablando con la doncella francesa, el ladrón esperaba en el salón? —preguntó Carlile.

—Esa es mi suposición. Claro que eso es sólo… una suposición.

—No me parece muy probable —dijo lord Mayfield—. Demasiado arriesgado.

—No estoy de acuerdo contigo. Charles —intervino el mariscal del Aire—. Me pregunto cómo no se me ha ocurrido pensarlo.

—¿De modo que comprenden ahora por qué creo que los planos están aún en la casa? —preguntó Poirot—. ¡El problema es encontrarlos!

Sir George lanzó un gruñido.

—Eso es bien sencillo. Registre a todo el mundo.

Lord Mayfield hizo un movimiento de contrariedad, pero Poirot tomó la palabra antes de que él pudiera hacerlo.

—No, no, no es tan sencillo. La persona que haya cogido esos planos habrá previsto que se efectuará un registro y se habrá asegurado para que no los encuentren entre sus cosas. Deben estar escondidos, de seguro, en terreno neutral.

—¿Insinúa usted que tendremos que jugar al escondite por toda la casa?

Poirot sonrió.

—No, no es necesario tanto realismo. Podemos llegar a descubrir el escondite, o la identidad de la persona culpable, reflexionando. Eso simplificaría las cosas. Por la mañana quisiera entrevistarme con todos los moradores de la casa. Creo que sería imprudente verlos ahora. Lord Mayfield asintió.

—Se harían demasiados comentarios —confirmó— si les sacáramos de la cama a las tres de la madrugada. De todas maneras tendrá que proceder con gran tacto, Monsieur Poirot. Este asunto debe permanecer oculto.

Poirot alzó la mano en un ademán.

—Déjelo al cuidado de Hércules Poirot. Las mentiras que yo invento siempre son de lo más delicado y convincente. Entonces, mañana continuaré mis investigaciones. Pero esta noche me gustaría comenzar a interrogar a sir George y a usted, lord Mayfield. Se inclinó ante cada uno de los aludidos.

—¿Quiere decir… a solas?

—Eso es lo que he querido decir.

Lord Mayfield, alzando ligeramente las cejas, dijo:

—Como guste. Le dejaré con sir George. Cuando termine me encontrará en mi despacho. Vamos, Carlile.

Salió acompañado de su secretario, que cerró la puerta tras de si.

Sir George se sentó y automáticamente cogió un cigarrillo antes de volver su rostro perplejo hacia Poirot.

—No acabo de comprender esto —dijo.

—Pues es muy sencillo —replicó Poirot con una sonrisa—. Se explica en dos palabras: ¡Mistress Vanderlyn!

—¡Oh! —exclamó Carrington—. Empiezo a comprender. ¿Mistress Vanderlyn?

—Precisamente. Comprenda. No hubiera sido muy delicado formularle a lord Mayfield la pregunta que voy a hacerle a usted. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Esa señora es conocida como sospechosa. Entonces, ¿por qué estaba aquí? Yo me dije: hay tres explicaciones. La primera, que lord Mayfield sintiera cierta penchant por esa dama y por eso quería hablar con usted a solas. No quisiera violentarle. Segunda: que tal vez mistress Vanderlyn fuese amiga íntima de alguna otra persona de la casa.

—¡A mi puede ya descartarme! —protestó sir George con una mueca.

—Entonces, si no se trata de ninguno de estos casos, la pregunta adquiere redoblada fuerza. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Y me parece vislumbrar la respuesta. Existía una razón. Su presencia en estos precisos momentos fue deseada por lord Mayfield por un motivo especial. ¿Estoy en lo cierto?

Sir George asintió.

—Sí, ha acertado usted. Mayfield es zorro viejo para caer en sus redes. Él deseaba que estuviera aquí por otra razón muy distinta. Y es la siguiente:

Le refirió la conversación que había tenido efecto en el comedor. Poirot le escuchó atentamente.

—¡Ah! —dijo—. Ahora lo comprendo. ¡Sin embargo, parece que esa dama les ha devuelto la pelota con bastante limpieza!

Sir George lanzó un juramento.

El detective le miró divertido y dijo:

—Usted no duda que este robo es obra suya… quiero decir que es responsable aunque no hubiera tomado parte activa…

Sir George se sobresaltó.

—¡Desde luego que lo creo así! No cabe la menor duda. ¿Quién sino podría tener interés en robar esos planos?

—¡Ah! —replicó Hércules Poirot mirando al techo—. Y, no obstante, sir George, hace un cuarto de hora convinimos en que esos papeles representaban una buena suma de dinero. No tal vez en forma tan evidente como los billetes de banco, oro o joyas, pero sin embargo, eran dinero en potencia. Si alguien se encontraba en un aprieto…

El otro le interrumpió:

—¿Y quién no lo está hoy en día? Supongo que puedo decirlo sin perjudicarme.

Le dedicó una sonrisa a la que Poirot correspondió murmurando:

Mais oui, puede decir lo que guste, porque usted, sir George, tiene la única coartada intachable en este asunto.

—¡Pues estoy en una situación muy apurada!

Poirot meneó la cabeza pesaroso.

—Sí, desde luego, los hombres de su posición tienen muchos gastos. Además tiene usted un hijo en una edad muy cara…

Sir George lanzó un gruñido.

—Como si la educación no fuera poco, encima las deudas. Pero el chico no es malo.

Poirot le escuchaba con simpatía y tuvo que oír gran parte de las cuitas del mariscal del Aire. La falta de entereza y valor de la joven generación; la forma en que las madres estropeaban a sus hijos poniéndose siempre de su parte; la maldición que representaba el afán de jugar que de vez en cuando se apodera de su mujer… y la locura de perder más de lo que se puede. Habló de todo ello en términos generales sin referirse directamente a su esposa o a su hijo pero su natural transparencia hizo que fuese fácil comprenderlo.

De pronto se interrumpió.

—Lo siento, no debiera entretenerle con cosas que nada tienen que ver con este asunto, especialmente a estas horas de la noche… o mejor dicho, de la mañana. Contuvo un bostezo.

Sir George, le aconsejo que se acueste. Ha sido usted muy amable y una gran ayuda.

—Sí, creo que seguiré su consejo. ¿De verdad cree usted que es posible recuperar los planos?

Poirot se alzó de hombros.

—Voy a intentarlo. No veo por qué no.

—Bueno, me voy. Buenas noches.

Poirot permaneció en su butaca contemplando el techo; luego sacó un librito de notas y abriéndolo por una página en blanco escribió:

¿Mistress Vanderlyn?

¿Lady Julia Carrington?

¿Mistress Macatta?

¿Reggie Carrington?

¿Míster Carlile?

Y debajo agregó:

¿Mistress Vanderlyn y Reggie Carrington?

¿Mistress Vanderlyn y lady Julia?

¿Mistress Vanderlyn y Carlile?

Meneando la cabeza contrariado, murmuró:

C’est plus simple que ça.

Acto seguido añadió unas cuantas frases breves.

¿Vio lord Mayfield una «sombra»? De no ser así, ¿por qué dijo que la había visto?

¿Vio algo sir George? Aseguró no haber visto nada después de que yo examiné la hierba.

Nota: Lord Mayfield es corto de vista, puede leer sin lentes, pero utiliza un monóculo para mirar al otro lado de la habitación. Sir George es présbita. Por lo tanto, desde el extremo de la terraza su vista es más de fiar que la de lord Mayfield. No obstante, lord Mayfield asegura haber visto algo y la negativa de su amigo le deja impertérrito.

¿Puede alguien estar libre de sospechas como aparentemente lo está mister Carlile? Lord Mayfield insiste en su inocencia con demasiada energía. ¿Por qué? ¿Acaso sospecha de él secretamente y se avergüenza de ello? ¿O porque sospecha de otra persona? ¿Es decir, de otra persona que no sea mistress Vanderlyn?

Volvió a guardar su librito. Y poniéndose en pie se dirigió al despacho.