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Washington, DC

Lunes, 10 de octubre

8:30

Stephanie se sentó en el Despacho oval. Había estado allí muchas veces, la mayoría sintiéndose incómoda. No así ese día. Ella y Cassiopeia habían ido a reunirse con el presidente Daniels.

A Brent Green lo habían enterrado el día anterior en Vermont, con honores. La prensa había elogiado su carácter y sus logros. Demócratas y republicanos dijeron que se le echaría en falta. El propio Daniels hizo un panegírico, un emotivo homenaje. A Larry Daley también lo enterraron, en Florida, sin fanfarria. Sólo asistieron familiares y algunos amigos. Stephanie y Cassiopeia también acudieron.

Era curioso cómo Stephanie había malinterpretado a ambos hombres. Daley no era ningún santo, pero tampoco un asesino o un traidor. Había intentado detener lo que estaba sucediendo. Por desgracia lo que estaba sucediendo lo detuvo a él.

—Te quiero de vuelta en el Magellan Billet —le dijo Daniels a Stephanie.

—Puede que le resulte difícil de explicar.

—Yo no he de dar explicaciones. Nunca quise que te fueras, pero en su momento no tenía elección.

Ella quería recuperar su empleo, le gustaba lo que hacía. Sin embargo había otra cuestión pendiente:

—¿Qué hay de los sobornos al Congreso?

—Ya te lo dije, Stephanie, no sabía nada. Pero el tema se acaba aquí y ahora. Sin embargo, al igual que con Green, el país no sacará nada bueno de un escándalo así. Pongámosle fin y pasemos página.

Ella no estaba muy segura de que Daniels no fuera cómplice en lo de los sobornos, pero convino en que era lo mejor.

—¿Nadie sabrá nunca nada de lo que ha pasado? —preguntó Cassiopeia.

Daniels se hallaba sentado a su mesa, los pies apoyados en el borde, su corpachón recostado en la silla.

—Ni una palabra.

El vicepresidente había dimitido el sábado, aduciendo diferencias políticas con el presidente. La prensa pedía a voces su comparecencia ante las cámaras, pero hasta el momento había sido en vano.

—Imagino que mi exvicepresidente intentará labrarse una reputación por sí mismo —comentó Daniels—. Habrá algunas discusiones públicas entre nosotros por cuestiones políticas, cosas así. Puede que incluso pruebe suerte en las próximas elecciones. Pero no temo esa batalla. Y, hablando de batallas, necesito que vigiles a la Orden del Vellocino de Oro. Esos tipos son problemáticos. Les hemos asestado un buen golpe, pero volverán a levantarse.

—¿E Israel? —inquirió Cassiopeia—. ¿Qué hay de ellos?

—Tienen mi promesa de que nada saldrá nunca de la biblioteca. Sólo Cotton y su exmujer saben dónde está, pero ni siquiera mencionaré eso en parte alguna. Dejemos que esa maldita cosa permanezca oculta. —Daniels miró a Stephanie—. ¿Tú y Heather habéis hecho las paces?

—Ayer, en el funeral. Daley le gustaba de veras. Me contó algunas cosas de él que yo desconocía.

—Lo ves, no deberías ser tan crítica. Green ordenó la muerte de Daley después de estudiar esas memorias USB, que demostraban que había fugas en el sistema, y él actuó para atajarlas. Heather es una buena agente, hace su trabajo. Green y el vicepresidente habrían aniquilado Israel. No les importaba nada un carajo, salvo ellos mismos. Y tú pensabas que yo era un problema.

Stephanie sonrió.

—También me equivoqué en eso, señor presidente.

Daniels apuntó a Cassiopeia.

—¿Volverá a su castillo en Francia?

—Llevo ausente algún tiempo. Mis empleados probablemente se pregunten dónde me meto.

—Si son como los míos, mientras sigan llegando los cheques estarán contentos. —Daniels se levantó—. Gracias a las dos por lo que hicisteis.

Stephanie siguió sentada. Presentía algo.

—¿Qué es lo que no está diciendo?

Los ojos de Daniels brillaban.

—Probablemente un montón de cosas.

—Se trata de la biblioteca. Hace un momento se ha mostrado muy displicente con ella. No va a dejar que siga oculta, ¿no?

—Yo no soy quién para decidirlo. Es otro el que está a cargo, y todos sabemos de quién se trata.

Malone oyó que las campanas de Copenhague daban ruidosamente las tres de la tarde. En la plaza Højbro reinaba el habitual bullicio de esa hora. Él, Pam y Gary se encontraban sentados a una mesa en una terraza, acababan de terminar de comer. Él y Pam habían regresado de Egipto el día anterior, en avión, tras pasar el sábado con los Guardianes, rindiendo homenaje a George Haddad.

Malone pidió la cuenta.

A unos cincuenta metros estaba Thorvaldsen, supervisando las reformas de la librería y la casa de Malone, que se habían iniciado la semana anterior, mientras ellos se hallaban fuera. Los andamios recorrían los cuatro pisos de la fachada, y un aluvión de obreros entraba y salía sin parar.

—Voy a despedirme de Henrik —dijo Gary. Se levantó de la mesa y se abrió paso entre la multitud.

—El sábado fue un día triste por lo de George —observó Pam.

Él sabía que la mente de ella aún rumiaba multitud de cosas. No habían hablado mucho de lo sucedido en la biblioteca.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Maté a un hombre. Era un mierda, pero así y todo lo maté.

Él no dijo nada.

—Te levantaste —prosiguió ella—. Te enfrentaste a él sabiendo que yo estaba allí detrás. Sabías que dispararía.

—No estaba seguro de lo que harías, pero sabía que intentarías algo, y eso era lo único que necesitaba.

—Nunca antes había disparado un arma. Cuando Haddad me dio la suya me dijo que apuntara y disparara, sin más. Él también sabía que lo haría.

—Pam, no le des más vueltas. Hiciste lo que debías.

—Como tú todos esos años. —Ella se detuvo—. Hay algo que quiero decir, y no es fácil.

Él esperó.

—Lo siento. De veras, por todo. Nunca supe por lo que pasabas en esos mundos de Dios. Creía que tenía que ver con tu ego, con hacerte el machito. Sencillamente no lo entendía. Pero ahora lo entiendo. Estaba equivocada. En muchas cosas.

—Pues ya somos dos. Yo también lo siento. Siento todo lo que salió mal todos esos años.

Ella alzó las manos.

—Vale, creo que ya hemos tenido suficientes emociones.

Malone extendió la mano.

—¿Hacemos las paces?

Ella aceptó el gesto.

—Claro.

Pero entonces Pam se inclinó hacia delante y le dio un suave beso en los labios. Malone no se lo esperaba, y la sensación le produjo un escalofrío.

—Y esto ¿por qué?

—No te hagas ilusiones. Creo que ambos estamos mejor divorciados, pero eso no significa que no recuerde ciertas cosas.

—¿Qué te parece si ninguno de los dos olvidamos?

—Me parece bien —contestó ella. Y, tras una pausa, añadió—: ¿Y Gary? ¿Qué hacemos? Necesita saber la verdad.

Él ya se había planteado ese dilema.

—La sabrá, pero démosle algo de tiempo. Después mantendremos los tres una charla. No estoy seguro de que cambie mucho las cosas entre nosotros dos pero es cierto: tiene derecho a la verdad.

Malone pagó la cuenta y los dos fueron a reunirse con Thorvaldsen y Gary.

—Voy a echar de menos a este muchacho —admitió Henrik—. Formamos un buen equipo.

Malone y Pam sabían todo cuanto había ocurrido en Austria.

—Creo que ya ha tenido suficientes intrigas —apuntó Pam.

Malone estuvo de acuerdo.

—Has de volver al instituto. Lo que has vivido ya es bastante malo. —Vio que Thorvaldsen entendía a qué se refería. Lo habían hablado el día anterior. Y aunque le inquietaba la idea de Gary enfrentándose a un hombre que sostenía una pistola, en el fondo se sentía orgulloso. Por las venas del chico no corría la sangre de Malone, pero éste le había transmitido lo bastante a su hijo para que fuera suyo en todo cuanto era importante—. Es hora de que os vayáis.

Los tres se dirigieron hacia un extremo de la plaza, donde Jesper aguardaba con el coche de Thorvaldsen.

—Tú también has tenido suficientes intrigas, ¿eh? —le preguntó Malone a Jesper.

El hombre se limitó a sonreír y asentir. Thorvaldsen le había contado el día anterior que dos días con Margarete Hermann habían sido más que suficientes para Jesper. La soltaron el sábado, cuando el danés y Gary volaron de vuelta a Dinamarca. Como Thorvaldsen había dicho, la relación entre el padre y la hija no era precisamente envidiable. Cierto, la sangre los unía, pero no mucho más.

Malone le dio un abrazo a su hijo y le dijo:

—Te quiero. Cuida de tu madre.

—Para eso no me necesita.

—No estés tan seguro.

Acto seguido miró a Pam.

—Si alguna vez me necesitas ya sabes dónde encontrarme.

—Lo mismo digo. Aunque sólo sea eso, podemos cuidarnos uno al otro.

No le habían contado a Gary lo que había pasado en el Sinaí, y no lo harían. Thorvaldsen había decidido tomar a los Guardianes bajo su tutela y proporcionarles fondos para mantener el monasterio y la biblioteca. Ya había en marcha planes para catalogar electrónicamente los manuscritos. Además captarían a más gente para engrosar las filas de los Guardianes. Al danés le entusiasmó la perspectiva de echar una mano y estaba deseando visitar el lugar.

Sin embargo todo seguiría permaneciendo en secreto.

Thorvaldsen le había asegurado a Israel que nada trascendería, y dado que también contaban con las garantías de Estados Unidos, los judíos parecían satisfechos.

Pam y Gary subieron al coche. Malone se despidió de ellos mientras el vehículo desaparecía entre el tráfico, en dirección al aeropuerto. Después se abrió paso entre la gente y volvió con Thorvaldsen, que observaba cómo los trabajadores retiraban escombros de su edificio.

—¿Ha acabado todo? —preguntó Henrik.

Él sabía a qué se refería su amigo.

—Ese mal bicho ya no está.

—El pasado puede devorarte el alma.

Malone opinaba lo mismo.

—O ser tu mejor amigo.

Él supo por dónde iba Thorvaldsen.

—Será asombroso ver lo que hay en esa biblioteca.

—A saber qué tesoros nos esperan.

Contempló a los hombres de los andamios, que limpiaban con vapor el hollín de la fachada del siglo XVI.

—Quedará igual de bien que antes —aseguró Thorvaldsen—. Restablecer las existencias es cosa tuya. Tendrías que comprar un montón de libros.

Él lo estaba deseando. A eso se dedicaba: era librero. Sin embargo había aprendido una lección en los últimos días. Sopesó de nuevo cómo se habían visto amenazados los suyos y lo que de verdad importaba. Señaló el edificio.

—Eso son bagatelas.

El danés le dedicó una sonrisa comprensiva.

—Sólo son cosas, Henrik. Nada más. Cosas.