Península del Sinaí
George Haddad llevó a su verdugo a la Biblioteca de Alejandría. La subterránea sala, vivamente iluminada, podía deslumbrar a primera vista. Los muros estaban ornamentados con mosaicos que recogían el espíritu de la vida cotidiana: un barbero afeitando, un pedicuro, un pintor, hombres confeccionando lienzos. Él todavía recordaba su primera visita, pero su agresor no parecía impresionado.
—¿De dónde obtienen la energía?
—¿Tiene usted nombre? —preguntó Haddad.
El anciano frunció las pobladas cejas.
—Soy viejo, difícilmente constituyo una amenaza para usted. Sólo siento curiosidad.
—Me llamo Dominick Sabre.
—¿Ha venido por usted mismo o por otros?
—Por mí mismo. He decidido hacerme bibliotecario.
Haddad sonrió.
—Comprobará que el trabajo supone todo un desafío.
Sabre pareció relajarse y echó un vistazo a su alrededor. La sala se parecía a una catedral, incluso tenía un techo de bóveda de cañón. El rojo granito brillaba como una gema. Del suelo al techo se alzaban columnas talladas en la misma piedra, cada una ornada con letras, rostros, plantas y animales. Todas aquellas cavidades y los corredores en su día habían sido las minas de los faraones, abandonadas durante siglos y remodeladas a lo largo de las centurias que siguieron por hombres obsesionados con el conocimiento. Por aquel entonces la luz la proporcionaban teas y lámparas de aceite. Sólo en los últimos cien años la tecnología había permitido eliminar el hollín y recuperar la belleza original.
Sabre señaló un emblema en mosaico que destacaba en la pared del fondo.
—¿Qué es?
—Una almádena egipcia vista de frente, decorada con la cabeza de un chacal, con una piedra encima. El jeroglífico que expresa maravilla. Cada una de las salas de la biblioteca tiene un símbolo que da nombre a la estancia. Ésta es la Sala de la Maravilla.
—Aún no me ha dicho de dónde sale la energía.
—Es solar. La electricidad es de bajo voltaje, pero basta para alimentar luces, los computadores y un equipo de comunicaciones. ¿Sabía que el concepto de energía solar nació hace más de dos mil años? Sin embargo la idea cayó en el olvido hasta hace unos cinco decenios.
Sabre movió el arma.
—¿Adónde lleva esa puerta?
—A las otras cuatro salas: las de la Competencia, de la Eternidad y la Vida, y la de Lectura. En todas ellas hay rollos, como puede ver. En esta sala aproximadamente diez mil.
Haddad se dirigió al centro con naturalidad. Estanterías de piedra con huecos en forma de rombo y el borde torneado, formando largas hileras, albergaban rollos apilados.
—Muchos ya no se pueden leer: el tiempo ha hecho estragos en ellos. Sin embargo aquí se guardan conocimientos de todo tipo: obras de Euclides, el matemático; tratados de medicina escritos por Herófilo; la Historia de Maneto, sobre los primeros faraones; Calímaco, el poeta y gramático…
—Habla usted mucho.
—Sólo pensé que, dado que pretende ser el bibliotecario, debería empezar a aprender su oficio.
—¿Cómo se han conservado todos estos libros?
—Los primeros Guardianes escogieron bien el lugar: la montaña es seca. La humedad no es frecuente en el Sinaí, y el agua es el mayor enemigo de la palabra escrita, además de, naturalmente, el fuego. —Señaló los extintores, repartidos a intervalos regulares por la estancia.
—Veamos las otras salas.
—Claro. Debería verlo todo.
Guió a Sabre hasta la entrada, satisfecho.
Por lo visto su atacante no sabía quién era.
De ese modo la cosa quedaba igualada.
Hermann abrió los ojos y vio tres mariposas posadas en su manga, tenía el brazo extendido en el suelo pardusco de la Schmetterlinghaus. La cabeza le dolía, y recordó el golpe que le había propinado Thorvaldsen. No sabía que el danés pudiese ser tan violento.
Se levantó a duras penas y vio a su jefe de seguridad tendido boca abajo, a seis metros de él.
Su arma había desaparecido.
Se acercó hasta su empleado dando tumbos, agradecido de que no hubiese nadie. Consultó su reloj: había estado veinte minutos fuera de combate. Sentía un dolor punzante en la sien izquierda. Se la palpó y descubrió que tenía un chichón.
Thorvaldsen pagaría por esa agresión.
El mundo seguía siendo borroso, pero se dominó y se sacudió el polvo de la ropa. Después se agachó y zarandeó al jefe de seguridad hasta despertarlo.
—Tenemos que irnos —dijo.
El otro se frotó la frente y se puso en pie.
Hermann recobró la firmeza y ordenó:
—Ni una palabra de esto a nadie.
Su empleado asintió.
El austríaco se acercó al teléfono y levantó el auricular.
—Por favor, localice a Henrik Thorvaldsen.
Se sorprendió cuando la voz al otro lado le informó en el acto del paradero del danés:
—Está fuera, se dispone a marcharse.