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Península del Sinaí

Malone consultó el reloj: 11:58. Ya había echado un vistazo por las dos aberturas y no había visto nada. Pam y McCollum estaban debajo, mientras él guardaba el equilibrio en la cúspide de las catorce piedras.

Llegó el mediodía, y a lo lejos se oyó un carillón.

—Resulta inquietante —afirmó Pam—. Aquí, en mitad de ninguna parte.

Él coincidió con su exmujer.

—Suena lejos.

Como si viniera del cielo, pensó. El sol brillaba implacable en lo alto, y él tenía el cuerpo y el uniforme empapados en sudor.

Volvió a mirar a través de las aberturas.

Lo que tal vez fuesen cuevas de ermitaños salpicaban la montaña cual ojos negros. Entonces reparó en algo: en uno de los montículos se perfilaba una senda pedregosa. ¿Un camino de camellos? Se había informado en Lisboa antes de salir y había averiguado que las montañas de esa región ocultaban fértiles hondonadas que los beduinos del lugar llamaban farsh. Por regla general allí había una fuente de agua que atraía a los escasos habitantes del lugar y a los viajeros. El monasterio de Santa Catalina, situado en el sur, cerca del monte de Moisés, ocupaba un farsh. Malone supuso que habría más a su alrededor.

Vio cómo desaparecían las sombras y el color de las graníticas montañas cambiaba del gris al granate. El sinuoso sendero adoptó la forma de una serpiente. Las dos aberturas enmarcaban la imagen como si de un cuadro se tratara.

«Ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente».

—¿Ves algo? —inquirió Pam.

—Mucho.

Stephanie fulminó con la mirada a Larry Daley.

—¿Me estás diciendo que el vicepresidente planea matar al presidente?

—Eso es exactamente lo que creo que va a pasar.

—Y ¿cómo es que eres la única persona de este mundo que se ha dado cuenta?

—No lo sé, Stephanie. Puede que sólo sea un tipo listo, pero sé que va a pasar algo.

Ella necesitaba más información. Por eso la había enviado Daniels.

—Larry, sólo intentas salvar el culo.

—Stephanie, eres como el tipo que busca un cuarto de dólar que ha perdido bajo una farola. Alguien pasa y le pregunta qué hace, y él responde: «Busco una moneda que he perdido». El otro le dice: «¿Dónde la perdió?». Y el tipo señala a lo lejos y contenta: «Por allí». Perplejo, el otro pregunta: «¿Por qué está buscando aquí?». Y nuestro hombre replica: «Porque aquí es donde está la luz». Ésa eres tú, Stephanie. Deja de buscar donde está la luz y busca donde debes.

—Pues dame algo concreto.

—Ojalá pudiera. Se trata de la suma de pequeños detalles: reuniones que el vicepresidente ha evitado y que un candidato no se saltaría, cabrear a gente que va a necesitar, despreocuparse del partido. Nada definitivo, pequeñeces que un adicto a la política como yo notaría. Sólo hay un puñado de personas en la cúpula que estarían al tanto de esas cosas. Y esos tipos son reservados.

—¿Es Brent Green uno de esos tipos?

—No lo sé. Brent es un hombre extraño, muy suyo. Ayer intenté presionarlo, lo amenacé, pero no perdió la calma. Quería ver cómo reaccionaba. Luego, cuando apareciste en mi casa, supe que tenías que ser mi aliada.

—Puede que hayas escogido mal, Larry. No creo una palabra de lo que dices. Matar a un presidente no es fácil.

—Todos los asesinos de presidentes, ya sea que lo intentaran o sólo aspiraran a hacerlo, estaban desquiciados o chiflados o tuvieron suerte. Imagina lo que podrían hacer unos profesionales.

Eso era verdad.

—¿Dónde están las memorias USB? —quiso saber.

—Los tengo yo.

—Eso espero, porque si no es así estamos en apuros. Sabrán que les sigo la pista, y resultaría imposible explicar por qué grabé esas conversaciones con el jefe de gabinete del vicepresidente. Necesito esas memorias, Stephanie.

—Ni lo sueñes. Tengo una idea, Larry: ¿por qué no te entregas, confiesas haber sobornado a muchos congresistas y solicitas protección federal? Así podrás soltarle todas estas sandeces a todo el que quiera escucharlas.

Él se retrepó en su silla.

—Sabes, creí que por una vez tú yo podríamos sostener una conversación civilizada, pero no, prefieres dártelas de listilla. Hice lo que debía, Stephanie, porque es lo que quería el presidente.

Ahora estaba interesada.

—¿Sabía él lo de tus sobornos?

—¿Cómo crees que mi prestigio aumentó tan deprisa en la Casa Blanca? Él quería que se aprobaran cosas y yo me aseguraba de que así fuera. Este presidente ha caído en gracia en el Congreso, lo que también explica la facilidad con que consiguió un segundo mandato.

—¿Tienes pruebas de su participación?

—¿Que si grabé a Daniels? No. Alguien debe hacer que las cosas pasen. Así es la vida. Soy el hombre de Daniels. Yo lo sé y él lo sabe.

Stephanie miró a Cassiopeia y recordó lo que ésta le había dicho cuando iban hacia allí. Ciertamente no sabían de quién fiarse, incluido el presidente.

Daley se levantó de la mesa y dejó unos dólares de propina.

—El otro día tú y Green pensabais que todo esto tenía que ver con el legado de Daniels. Te dije lo que querías oír para engañarte. —Daley meneó la cabeza—. Esto tiene que ver con que Daniels siga respirando. Me haces perder el tiempo, me ocuparé de esto de otra manera.

Malone subía por la abrupta montaña a la cabeza. Águilas y otras pequeñas rapaces surcaban el cielo. La dorada luz le atravesaba el cerebro y bañaba su sudoroso cuerpo. Una fina capa de piedras revestía el sendero; la reseca superficie era una capa de arena y sedimentos.

Siguió el serpenteante camino hasta lo alto, donde tres enormes rocas habían caído tiempo atrás, creando un túnel en la cima. A pesar del sol, el pasadizo era fresco. Malone agradeció la sombra. El otro extremo se veía a unos diez metros.

De pronto divisó un destello rojizo.

—¿Has visto eso? —preguntó Malone.

—Sí —contestó Pam.

Se detuvieron y lo vieron de nuevo.

Entonces él cayó en la cuenta de lo que estaba pasando: el sol de mediodía penetraba entre los huecos de las rocas y teñía el túnel de carmesí.

Un fenómeno curioso.

«Ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente».

—Parece que por aquí hay un montón de serpientes rojas airadas —comentó.

Sin embargo a medio camino vio unas palabras grabadas en el granito. Paró. Estaban en latín. Las tradujo en voz alta:

—«No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa». —Conocía el pasaje—. Del Éxodo. Lo que Dios le dijo a Moisés en la zarza ardiente.

—¿Aquí es donde fue? —preguntó Pam.

—Nadie lo sabe. El lugar aceptado por las tres religiones es el monte que hay a unos treinta kilómetros al sur de aquí, Jebel Musa. Pero ¿quién sabe? —respondió Malone.

Al final del túnel lo recibió una repentina bofetada de aire caliente, y sus ojos se clavaron en un recodo, un farsh moteado de cipreses. Unas mullidas nubes blancas se perseguían, cual matojos rodantes, por el límpido cielo. Los ojos de Malone se entrecerraron como los de una lagartija con la cegadora luz.

Pegadas a la pared del montículo más alejado, entre riscos, se alzaban unas construcciones que se solapaban como si formaran parte de la roca. Sus colores —amarillo, marrón y blanco— se fundían con el paisaje. Las atalayas parecían flotar. Los esbeltos conos verdes de los cipreses contrastaban con las tejas naranja oscuro de los tejados. Tamaño y forma no seguían ninguna lógica. El conjunto le recordó a Malone al anárquico encanto de una aldea de pescadores italiana encaramada a la falda de una colina.

—¿Es un monasterio? —le preguntó Pam.

—El mapa indicaba que en esta región hay tres. Ninguno es un gran secreto.

Un sendero de peldaños de piedra conducía hasta el monasterio. El descenso era pronunciado, los peldaños iban de tres en tres, entre inclinados tramos de roca lisa. Abajo, un camino atravesaba el farsh, pasaba ante un pequeño lago entre cipreses y zigzagueaba hasta la entrada del monasterio.

—Ése es el sitio.

Stephanie siguió con la mirada a Daley, que abandonó el restaurante. Cassiopeia se acercó, se sentó a su mesa y le preguntó:

—¿Te has enterado de algo útil?

—Asegura que Daniels estaba al tanto de todo lo que él hacía.

—¿Qué iba a decir?

—Daley no mencionó que la otra noche estuvimos en Camp David.

—Salvo los agentes y Daniels, nadie nos vio.

Cierto. Habían dormido en la cabaña con dos agentes fuera. No había nadie más, aparte del presidente. Cuando despertaron tenían ya la comida preparada. El propio Daniels llamó y les dijo que quedaran con Daley, así que éste o no lo sabía o no había querido comentarlo.

—¿Por qué querría el presidente que nos reuniéramos con Daley a sabiendas de que Daley podía desmentir lo que él nos había contado? —preguntó, más a sí misma que a Cassiopeia.

—Añade esa pregunta a la lista.

Stephanie vio por los cristales que Daley avanzaba con dificultad por la gravilla del aparcamiento hacia su Land Rover. El tipo nunca le había caído bien, y cuando por fin confirmó que jugaba sucio nada la satisfizo más.

Ya no estaba tan segura.

Daley llegó hasta su coche, al fondo del aparcamiento, y entró. Ellas también tenían que irse. Era hora de dar con Brent Green y ver lo que había averiguado. Daniels no les había mencionado que hablasen con Green, pero ella creía que era lo mejor.

Sobre todo en ese momento.

Una explosión sacudió el edificio.

Su conmoción inicial se vio sustituida por la certeza de que el restaurante estaba intacto. Los gritos se apagaron cuando todo el mundo empezó a darse cuenta de que el edificio seguía en su sitio.

Todo estaba en orden.

Excepto fuera.

Stephanie miró por el cristal y vio que las llamas consumían el Land Rover de Larry Daley.