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Maryland

7:30

Stephanie conducía la ranchera que les había proporcionado el presidente. Daniels también les había dado dos pistolas del servicio secreto con cargadores extra. Ella no estaba muy segura de dónde iban a meterse, pero por lo visto el presidente quería que estuviesen preparadas.

—Eres consciente de que es probable que el coche esté controlado electrónicamente, ¿no? —comentó Cassiopeia.

—Esperemos.

—Y te das cuenta de que toda esta historia es una locura, ¿no? No sabemos de quién fiarnos, incluido el presidente de Estados Unidos.

—Sin duda. Somos peones en un tablero de ajedrez. Pero un peón puede comerse al rey si se coloca adecuadamente.

—Stephanie, somos el cebo.

Ella estaba de acuerdo, pero no dijo nada.

Entraron en una población pequeña que se encontraba a unos cincuenta kilómetros al norte de Washington, una de las incontables ciudades dormitorio que rodeaban la capital. Siguiendo las indicaciones que le habían dado, reconoció el nombre del restaurante, que se hallaba bajo un manto de frondosos árboles y exhibía una cristalera por fachada: Aunt B’s.

Uno de los sitios preferidos de Larry Daley.

Aparcó y entraron. Las recibió un acre olor a patatas fritas con beicon y manzana. Entusiastas comensales atacaban un humeante bufé. Pasaron ante el cajero y vieron a Daley, sentado, solo.

—Comed algo —sugirió—. Invito yo.

Ante sí tenía un plato de huevos, sémola y una chuleta de cerdo.

Tal y como habían convenido, Cassiopeia ocupó otra mesa desde donde podía vigilar la sala, y Stephanie se sentó con Daley.

—No, gracias. —Reparó en un letrero cerca del bufé con dos enormes cerdos rodeados del eslogan: «Recupera la grasa en Aunt B’s». Ella lo señaló—. ¿Por eso comes aquí? ¿Para recuperar la grasa?

—Me gusta el sitio. Me recuerda a la comida de mi madre. Sé que te cuesta creerlo, pero soy una persona.

—¿Por qué no estás dirigiendo el Billet? Ahora estás al mando.

—Estoy en ello. Tenemos un problema más acuciante.

—Como salvar el culo.

Él cortó un trozo de la chuleta.

—Esto está buenísimo. Deberías comer algo, necesitas recuperar algo de grasa, Stephanie.

—Es muy amable por tu parte que te hayas fijado en mi esbelta figura. ¿Dónde está tu novia?

—Ni idea. Supongo que se acostaba conmigo para ver qué podía sacarme. Que fue nada. Yo hacía lo mismo. En contra de lo que puedas pensar, no soy tan idiota.

A instancias de Daniels había llamado a Daley dos horas antes y le había propuesto que se vieran. Él había accedido encantado. Lo que no entendía era por qué Daniels había interrumpido el encuentro en el museo si de verdad quería que ella hablara con Daley. Sin embargo, se limitó a añadir esa pregunta a la cada vez más larga lista que tenía.

—No terminamos nuestra conversación.

—Es hora de que te enfrentes a la realidad, Stephanie. Te puedes quedar con mis memorias USB. Utilízalas, me da igual. Si yo caigo, el presidente caerá conmigo. Lo cierto es que quería que las encontrases.

A ella le costaba creerlo.

—Sabía lo de tu investigación. En cuanto a la puta que me enviaste, no soy tan idiota. ¿Acaso crees que es la primera vez que una mujer intenta sonsacarme? Sabía que andabas fisgando, así que te facilité que encontrases lo que buscabas. Pero te tomaste tu tiempo.

—Buen intento, Larry, pero no cuela.

Él cogió con el tenedor un trozo de huevo con sémola y dio cuenta de él.

—Sé que no te vas a creer nada de esto, pero, para variar ¿podrías olvidar que me odias y escuchar?

A eso había ido.

—He estado escarbando y me he encontrado un montón de mierda, cosas raras. No formo parte del sanctasanctórum, pero estoy lo bastante cerca para saber lo que se cuece. Cuando me enteré de que me estabas investigando supuse que, llegado el momento, harías algo. Y cuando lo hicieras podríamos negociar.

—¿Por qué no me pediste ayuda sin más?

—Venga ya. No soportas estar en la misma habitación que yo. ¿Ibas a ayudarme? Intuí que, cuando te asomaras a la ventana y vieses lo que estaba pasando, te mostrarías mucho más receptiva. Como lo estás ahora.

—¿Todavía sobornas a miembros del Congreso?

—Sí. Yo y otros mil. Joder, debería ser deporte olímpico.

Stephanie miró a Cassiopeia y vio que no había nada de qué preocuparse. Familias y parejas de ancianos ocupaban las numerosas mesas.

—Olvida todo eso, es la menor de nuestras preocupaciones —aseguró Daley.

—No sabía que fuesen nuestras preocupaciones.

—Están pasando muchas más cosas. —Bebió unos sorbos de zumo de naranja—. Mierda, le echan un montón de azúcar. Pero está bueno.

—Si siempre comes así ¿cómo es que estás tan delgado?

—El estrés: la mejor dieta del mundo. —Dejó el vaso en la mesa—. Hay una conspiración en marcha, Stephanie.

—Para hacer ¿qué?

—Cambiar de presidente.

Eso era nuevo.

—Es lo único que tiene sentido. —Daley apartó el plato—. El vicepresidente está en Europa asistiendo a una cumbre económica, pero me han dicho que la otra noche salió del hotel a una hora avanzada y fue a reunirse con un hombre llamado Alfred Hermann. Supuestamente una visita de cortesía. Pero el vicepresidente no es un tipo cortés, no hace las cosas porque sí. Ya se ha reunido antes con Hermann, lo he comprobado.

—Y has descubierto que Hermann dirige una organización llamada la Orden del Vellocino de Oro.

Daley la miró con cara de asombro.

—Sabía que serías de utilidad. Así que ya lo sabes…

—Lo que quiero saber es por qué todo eso es tan importante.

—Ese grupo tiene influencias políticas y contactos en todo el mundo. Hermann y el vicepresidente son amigos desde hace algún tiempo. He oído hablar de él y la Orden, pero el vicepresidente suele reservarse la opinión. Sé que quiere ser presidente. Se prepara para presentar su candidatura, pero creo que es posible que esté buscando un atajo.

Daniels no había dicho nada al respecto.

—¿Aún tienes esas memorias USB que te llevaste de mi casa?

Ella asintió.

—En una hay unas grabaciones digitales de conversaciones telefónicas. Sólo unas cuantas, pero muy jugosas. Con el jefe de gabinete del presidente, un capullo de campeonato. Fue él quien le pasó la Conexión Alejandría directamente a Alfred Hermann.

—Y ¿cómo has conseguido enterarte de eso?

—Estaba allí.

Stephanie puso cara de póquer.

—Con él. Así que registré todo el encuentro. Conocimos a Hermann en Nueva York, hace cinco meses. Se lo di todo. Ahí fue cuando metí a Dixon.

Eso también era nuevo.

—Ajá. Fui a verla y le conté lo que estaba pasando con la conexión. Y lo de la reunión con Hermann.

—No fue muy buena idea.

—En el momento me lo pareció. Los israelíes fueron los únicos aliados que pude hacer. Pero pensaron que el asunto de Hermann era un truco para causarles problemas, así que lo único que saqué fue a Dixon de niñera. —Tomó más zumo—. Lo cual no estuvo nada mal.

—Me estoy poniendo enferma.

Daley meneó la cabeza.

—Alrededor de un mes después nos vimos a solas el jefe de gabinete del vicepresidente y yo. Como es un huevón, le gusta fanfarronear. Eso es lo que suele meter a los tipos así en líos. Tomamos unas copas y él hizo algunos comentarios. A esas alturas yo ya sospechaba algo, así que me llevé una grabadora de bolsillo. Esa noche me hice con un buen material.

Cassiopeia se levantó de la mesa y se dirigió a la cristalera. Fuera, los coches entraban y salían del umbroso aparcamiento.

—Habló de la vigésimo quinta enmienda. La había estado estudiando, fijándose en detalles. Me preguntó qué sabía yo de ella, que no era gran cosa. Fingí que no me interesaba y que estaba bebido.

Stephanie sabía que esa enmienda a la Constitución rezaba así: «En caso de que el presidente sea depuesto de su cargo, o en caso de su muerte o renuncia, el vicepresidente será nombrado presidente».