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Viena

9:28

Hermann entró en su biblioteca y cerró la puerta. Había dormido mal, pero no podía hacer gran cosa hasta que Thorvaldsen cometiera un error. Cuando eso sucediera él estaría preparado. Quizá Sabre no estuviese allí, pero Hermann aún tenía a un puñado de hombres que harían exactamente lo que él quisiera. Su jefe de seguridad, un italiano, había dejado claro en más de una ocasión que le gustaría ocupar el puesto de Sabre. Él nunca se había tomado en serio la solicitud, pero con Las Garras del Águila lejos necesitaba ayuda, de manera que le dijo al hombre que estuviese listo.

Primero probaría con la diplomacia, siempre era preferible. Quizá pudiese razonar con Thorvaldsen cuando el danés comprendiera que demostrarle al mundo que el Antiguo Testamento había sido manipulado podía ser una eficaz arma política… si se manejaba adecuadamente. En numerosas ocasiones a lo largo de la historia el caos y la confusión habían reportado beneficios. Cualquier cosa que zarandeaba a Oriente Próximo repercutía en los precios del crudo. Saber lo que se avecinaba sería impagable; controlar su alcance, inimaginable. Los miembros de la Orden estaban allí para cosechar enormes ganancias.

Y su nuevo aliado en la Casa Blanca también se beneficiaría.

Pero para conseguir todo ello necesitaba a Sabre.

¿Qué estaba haciendo en el Sinaí?

Y con Cotton Malone.

Ambas cosas le parecían buena señal. El plan de Sabre era engatusar a Malone para que fuera en busca de la Conexión Alejandría. Después el éxito dependía de Malone. O bien averiguarían lo que pudieran y luego eliminarían a Malone o bien unirían fuerzas para ver adónde les llevaba el exagente. Por lo visto Sabre había escogido esto último.

Hermann llevaba varios años pensando qué ocurriría cuando él faltara, pues sabía que Margarete sería la ruina de la familia. Lo peor de todo es que no se daba cuenta de su ineptitud. Él había intentado aleccionarla, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. La verdad era que le agradaba que Thorvaldsen se la hubiese llevado. Tal vez así se librara del problema. Aunque lo dudaba. El danés no era un asesino, por mucho que quisiera dárselas de bravucón.

Lo cierto es que Sabre había terminado cayéndole bien. Ese hombre prometía; sabía escuchar y actuaba con rapidez, pero nunca de cualquier manera. A menudo pensaba que Sabre podría ser un excelente sucesor. Ya no quedaban más Hermann, y él había de asegurarse de que su fortuna perdurara.

Pero ¿por qué no había llamado Sabre?

¿Estaría pasando algo más?

Apartó sus dudas y se concentró en su preocupación más inmediata. La asamblea volvería a reunirse más tarde. El día anterior había tentado a los miembros con el plan, y ese día les haría entender su argumento.

Se acercó hasta un infolio embutido en la parte inferior de una estantería. En su interior guardaba el mapa que había encargado tres años antes. El mismo estudioso al que contratara para confirmar la teoría de Haddad sobre el Antiguo Testamento también había plasmado en un mapa las conclusiones del palestino. Según le había dicho, sitio tras sitio encajaba a la perfección con la geografía de Asir.

Pero él quería verlo por sí mismo.

Comparando puntos de referencia bíblicos con topónimos hebreos, tanto en el Antiguo Testamento como sobre el terreno, su experto había localizado lugares bíblicos como Gilgal, Sidón, al Lith, Dan, Hebrón, Berseba y la ciudad de David.

Sacó el mapa.

Ya lo tenía cargado en el computador del salón de reuniones. Los miembros de la Orden pronto verían lo que él llevaba tiempo admirando.

Incluso se había resuelto la cuestión de las veintiséis puertas de Jerusalén, de las que se habla en Crónicas, Reyes, Zacarías y Nehemías. Una ciudad amurallada no tendría más de cuatro puertas, una en cada dirección, de modo que veintiséis resultaba discutible desde el principio. Sin embargo la palabra hebrea que se utilizaba en el Antiguo Testamento para «puerta» era shaar, un término que, como tantos otros, poseía un doble sentido, uno de los cuales era «pasaje» o «paso de montaña». Curiosamente había veintiséis aberturas identificadas en la cadena de montañas de la zona de Asir, en Arabia. Hermann recordaba su propio asombro cuando le explicaron esa realidad. Las puertas del Rey, la Prisión, la Fuente, el Valle y todas las demás cuyos descriptivos nombres menciona el Antiguo Testamento se podían relacionar con una precisión casi absoluta —por su proximidad a aldeas que todavía existían— con pasos de la zona de Asir.

En Palestina no existía nada ni remotamente parecido: la prueba parecía incontrovertible.

Los sucesos del Antiguo Testamento no habían ocurrido en Palestina, sino a cientos de kilómetros al sur. Y san Jerónimo y san Agustín lo sabían, y sin embargo habían permitido deliberadamente que los errores de la Septuaginta no sólo se perpetuaran, sino que además florecieran, modificando más aún el Antiguo Testamento para que los pasajes pareciesen la profecía irrefutable del Nuevo Testamento. Los judíos no disfrutarían del monopolio de la Palabra de Dios. Si querían que su nueva religión prosperase, los cristianos necesitaban un nexo.

Así que lo crearon.

Una Biblia en hebreo de antes de Cristo podía resultar decisiva, pero un ejemplar de la Historia de Estrabón también respondería numerosas preguntas. Si la Biblioteca de Alejandría todavía existía, él esperaba que una o ambas cosas se conservaran.

Fue hacia la vitrina que le había enseñado al vicepresidente la noche anterior. Al norteamericano no le había parecido para tanto, pero ¿a quién le importaba? El nuevo presidente de Estados Unidos vería los estragos que causarían. Con todo, esperaba que los papeles afectaran más a Thorvaldsen. Metió la mano debajo y pulsó el botón de apertura. Abrió la vitrina y, por un instante, no creyó lo que vieron sus ojos: nada.

Las cartas y las traducciones habían desaparecido. ¿Cómo? El vicepresidente no había sido. El propio Hermann lo había visto salir de su propiedad en un desfile de vehículos. Nadie más conocía la existencia del escondite.

Sólo había una explicación posible: Thorvaldsen.

La ira lo mandó directo a su escritorio. Cogió el teléfono y llamó al jefe de seguridad. A continuación abrió un cajón y agarró su arma.

Al diablo con Margarete.