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McCollum disfrutó de su salto. El aire de la mañana y el moderno paracaídas contribuían a que el descenso fuese lento. Malone le había hablado de los casquetes, muy distintos de los que él recordaba de la época en que uno caía como una piedra y rezaba para no romperse una pierna.

Él y Malone habían saltado después de Pam, que no había tardado en desaparecer por el este. Que llegaran al suelo sin sufrir ningún percance no era asunto de la tripulación. Su trabajo estaba hecho.

Miró el implacable terreno de abajo: una vasta llanura de arena y piedras se desplegaba en todas direcciones. Había oído a Alfred Hermann hablar del sur del Sinaí, supuestamente el desierto más sagrado del planeta, heraldo de la civilización, el nexo entre África y Asia. Pero marcado por las batallas. El territorio más asediado del mundo: sirios, hititas, asirios, persas, griegos, romanos, cruzados, turcos, franceses, ingleses, egipcios e israelíes lo habían invadido. Había oído muchas veces hablar a Alfred Hermann de la importancia de la región, y ahora estaba a punto de verla por sí mismo.

Estaría a unos trescientos metros del suelo. Pam Malone planeaba más abajo; Malone más arriba. La quietud resonaba en sus oídos, un fuerte contraste con el ruido incesante del avión. Recordaba el silencio de otras veces que había saltado. El rugido de los motores se desvanecía en una nada profunda. Sólo el viento rompía la tranquilidad, pero ese día no soplaba.

A unos cuatrocientos metros al este, el yermo paisaje era sustituido por desolados montículos graníticos sin carácter alguno, tan sólo un revoltijo de picos y riscos. ¿Estaría ahí la biblioteca? Todo apuntaba a que así sería.

Continuó bajando.

Cerca de la base de una de las dentadas elevaciones, divisó una construcción achaparrada. Con las cuerdas de dirección, guió su trayectoria hacia donde estaba a punto de aterrizar Pam Malone, un claro sin pedruscos. Bien.

Miró hacia arriba y vio que Malone lo seguía.

Podía resultar más duro de matar de lo que pensaba en un principio. Pero al menos iba armado. Había conservado el arma del monasterio, igual que Malone, además de algunos cargadores. Cuando despertó en la iglesia, después de que lo dejaran inconsciente, su arma seguía allí, lo cual se le antojó curioso.

¿Por qué lo habían golpeado?

¿Y qué importancia tenía eso?

En cualquier caso, él estaba preparado.

Malone encaminó su descenso. El jefe de salto de la base área de Lisboa le había dicho que los nuevos paracaídas eran distintos, y tenía razón. La bajada era lenta, suave. No les había hecho mucha gracia lo de Pam —una novata que ni siquiera sabría que iba a saltar hasta que fuera demasiado tarde—, pero como la orden de colaborar había llegado directamente del Pentágono nadie dijo nada.

—Cotton, eres un capullo —oyó gritar a Pam—. Un capullo de mierda.

Él miró hacia abajo: su exmujer se encontraba a unos ciento cincuenta metros del suelo.

—Tú dobla las rodillas cuando toques tierra —le aconsejó—. Lo estás haciendo muy bien, el paracaídas se encargará de todo.

—¡Que te follen! —le respondió ella.

—Solíamos hacerlo y no funcionó. Prepárate.

La vio caer y resbalar por el suelo, el paracaídas tras ella. Observó que McCollum soltaba la mochila y que caía de pie en el suelo.

Malone tensó las cuerdas y frenó hasta casi detener su descenso. Soltó su mochila y notó que sus botas rozaban la arena. También quedó de pie.

Hacía tiempo que no saltaba, pero le satisfizo comprobar que todavía podía hacerlo. Liberó el arnés y se desembarazó de las correas mientras McCollum hacía lo propio.

Pam aún estaba en el suelo. Malone fue hacia ella, a sabiendas de lo que se le venía encima.

Su exmujer se levantó de un salto.

—Maldito hijo de perra. Me has tirado de ese puto avión. —Intentó abalanzarse hacia él, pero no había soltado el arnés, y, al inflarse, el paracaídas actuó de ancla, limitando sus movimientos.

Malone se hallaba fuera de su alcance.

—¿Es que te has vuelto loco? —le chilló—. No me dijiste que iba a saltar de un puto avión.

—¿Cómo creías que íbamos a llegar hasta aquí? —le preguntó él con tranquilidad.

—¿Conoces la palabra «aterrizar»?

—Esto es territorio egipcio. Ya es bastante malo que hayamos tenido que saltar de día, pero hasta yo me di cuenta de que hacerlo de noche sería cruel.

La rabia inundaba los azules ojos de ella, con una intensidad que él nunca había visto antes.

—Teníamos que llegar sin que se enterasen los israelíes. Aterrizar habría resultado imposible. Espero que todavía anden siguiendo ese reloj tuyo que los llevará a ninguna parte.

—Eres un imbécil, Cotton, un puñetero imbécil. Me tiraste de ese avión.

—Sí, ¿y?

Ella se puso a toquetear el arnés, tratando de separarse del paracaídas, que la retenía.

—Pam, ¿quieres calmarte?

Ella continuó buscando la forma de desasirse y finalmente se dio por vencida.

—Teníamos que venir aquí —insistió él—. El transporte era perfecto; sólo teníamos que saltar. No se ha enterado nadie. Este territorio es bastante árido, hay menos de tres personas por kilómetros cuadrado. Dudo que nos hayan visto. Como ya te dije, querías saber lo que yo hacía. Pues bien, es esto.

—Debiste dejarme en Portugal.

—No era buena idea. Los israelíes podrían considerarte un cabo suelto. Te convenía venir con nosotros.

—No. No te fías de mí, así que me conviene estar donde puedas vigilarme.

—Eso también se me pasó por la cabeza.

Ella guardó silencio un instante, como si empezara a comprender.

—De acuerdo, Cotton —respondió en un tono sorprendentemente tranquilo—. Me has convencido. Estamos aquí de una pieza. Y ahora ¿te importaría quitarme esta cosa?

Él se aproximó y le soltó el arnés.

Ella levantó los brazos y dejó que la mochila del paracaídas cayera al suelo. Acto seguido hundió la rodilla derecha en la entrepierna de Malone.

Un dolor electrizante le subió por la columna hasta el cerebro. Sus piernas temblaron, y él se desplomó.

Se quedó sin aliento.

Hacía mucho que no sentía ésa agonía.

Se colocó en posición fetal y aguardó a que pasara el dolor.

—Espero que esto te haya sentado bien —espetó Pam mientras se alejaba.