Viernes, 7 de octubre
9:15
Malone se apoyó en el mamparo del oscuro Hércules. Brent Green se había movido deprisa: los había metido en un vuelo de aprovisionamiento de las fuerzas aéreas que salía de Inglaterra rumbo a Afganistán. Una escala en Lisboa, en la base de Montijo, supuestamente para efectuar una reparación sin importancia, les había permitido subir a bordo discretamente. Dentro tenían ropa para cambiarse, y Malone, Pam y McCollum lucían uniformes de campaña en distintos tonos de beis, verde y marrón, con las correspondientes botas y paracaídas. A Pam le inquietaba el paracaídas, pero aceptó la explicación de Malone de que formaba parte del equipo habitual.
La duración del vuelo de Lisboa al Sinaí era de ocho horas, y Malone consiguió dormir un poco. Se acordaba, sin nostalgia, de otros vuelos, y el olor del aceitoso combustible que flotaba en el aire le traía recuerdos de cuando era más joven: estar más tiempo fuera que en casa, cometer errores que todavía le dolían…
A Pam no le gustaron las tres primeras horas del vuelo. Comprensible, dado que la comodidad era la menor de las preocupaciones del Ejército. Sin embargo al final se calmó y se quedó dormida.
McCollum era otro cantar.
Parecía a sus anchas, y se puso el paracaídas con la precisión de un experto. Quizá sí hubiera estado en las fuerzas especiales. Malone no había tenido noticias de Green en lo tocante al historial de McCollum, no obstante dentro de poco lo que averiguara no tendría mucha importancia. Estaban a punto de perder el contacto, dé hallarse en mitad de ninguna parte.
Miró por la ventanilla: un terreno árido, polvoriento, que se extendía en todas direcciones, una meseta irregular que poco a poco se iba elevando a medida que la península del Sinaí se estrechaba y dibujaba rocosas montañas graníticas marrones, grises y rojizas. La zarza ardiente y la teofanía de Jehová supuestamente sé dieron allí abajo. El desierto grande y terrible del Éxodo. Monjes y eremitas lo habían elegido como refugio durante siglos, como si estar a solas los acercara más al Cielo. Tal vez fuera así. Curiosamente aquello le recordó la frase de Sartre.
«El infierno son los demás».
Se apartó de la ventanilla y vio que McCollum dejaba de hablar con el jefe de carga y se dirigía hacia él. Pam se hallaba a tres metros, en el otro lado, aún durmiendo. Malone tomaba una de las comidas preparadas de las raciones militares —filete de ternera con champiñones— y bebía agua embotellada.
—¿Ha comido? —le preguntó a McCollum.
—Mientras ustedes dormían: fajitas de pollo. No están mal. Cómo olvidar las raciones de campaña.
—Parece que está como en casa.
—No es la primera vez que estoy en un sitio así.
Ambos se habían quitado los tapones de los oídos, que no aislaban gran cosa del constante zumbido de los motores. El aparato estaba lleno de cajas con piezas de repuesto destinadas a Afganistán. Malone supuso que cada semana habría numerosos vuelos similares. Antaño las rutas de abastecimiento dependían de caballos, carros y camiones, ahora el cielo y el mar constituían las vías más rápidas y seguras.
—También usted da la impresión de conocer esto —observa McCollum.
—Me trae recuerdos.
Malone tenía cuidado con lo que decía. Daba igual que McCollum los hubiese ayudado a salir de Belém de una pieza: seguía siendo un extraño, y había matado con profesionalidad y sin remordimientos. ¿Por qué no se libraba de él? Porque tenía el texto de la búsqueda del héroe.
—Tiene buenos contactos —alabó McCollum—. ¿El propio fiscal general ha organizado esto?
—Tengo amigos, sí.
—Seguro que es de la CIA, inteligencia militar o algo por el estilo.
—Nada de eso. A decir verdad estoy retirado.
McCollum soltó una risita.
—Todavía sigue con eso. Me gusta, retirado. Muy bien. Está metido hasta arriba en algo.
Malone terminó de comer y vio que el jefe de carga lo miraba. Recordó lo susceptibles que podían ser en lo tocante a cómo deshacerse de las raciones. El militar hizo una señal y Malone comprendió: debía tirarla en el recipiente que había al otro extremo.
Después, el jefe de carga abrió y cerró cuatro veces la mano: faltaban veinte minutos.
Él asintió.