Hermann se cansó de analizar al hombre que tenía enfrente. Cierto, era el vicepresidente de Estados Unidos, pero no era distinto de los otros miles de políticos del mundo entero que había comprado y vendido, hombres y mujeres ávidos de poder y carentes de conciencia. A los norteamericanos les gustaba describirse como si estuvieran por encima de ese reproche, pero la ambición le resultaba irresistible a cualquiera que hubiese saboreado sus frutos. Aquel hombre que estaba en su biblioteca, aquella noche de la asamblea de invierno, no constituía ninguna excepción. Hablaba de elevados objetivos políticas y cambios en la política exterior, pero se había mostrado dispuesto desde el principio a traicionar a su país, a su presidente y a él mismo.
Gracias a Dios.
La Orden del Vellocino de Oro medraba con las debilidades morales de la gente.
—Alfred —decía el vicepresidente—, ¿de verdad es posible que existan pruebas de que Israel no tiene ningún derecho bíblico a Tierra Santa?
—Naturalmente. El Antiguo Testamento era un importante objeto de estudio en la Biblioteca de Alejandría. El Nuevo Testamento, que apareció cuando se acercaba el final de la biblioteca, también fue estudiado en detalle. Lo sabemos por manuscritos que se han conservado. Es razonable suponer que todavía existen textos y análisis de la Biblia en su lengua original, el hebreo antiguo.
Recordó lo que Sabre le había comunicado desde Rothenburg: Israel había matado a otros tres invitados por los Guardianes, cada uno de los cuales se hallaba inmerso en el estudio del Antiguo Testamento. El propio Haddad había recibido una invitación. Y por eso se había movilizado Israel para matar al palestino.
Debía existir una relación.
—Hace poco estuve en Inglaterra —comentó el vicepresidente—, y me enseñaron la Biblia del Sinaí. Me dijeron que databa del siglo IV, que era uno de los primeros Antiguos Testamentos que se conservan. Está escrita en griego.
—Ahí tienes un ejemplo perfecto —contestó el austríaco—. ¿Conoces la historia?
—Algo.
Hermann le habló a su invitado de un estudioso alemán, Tischendorf, que en 1844 recorría Oriente en busca de antiguos manuscritos. Visitó el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, y reparó en un cesto que contenía cuarenta y tres viejas páginas escritas en griego antiguo. Los monjes le dijeron que iban a alimentar el fuego con ellas, como habían hecho antes con otras. Tischendorf determinó que las páginas eran de la Biblia, y los monjes le permitieron quedárselas. Quince años más tarde volvió a Santa Catalina en nombre del zar. Le mostraron las páginas que quedaban de la Biblia, y él se las ingenió para volver a Rusia con ellas. Después de la revolución, los comunistas vendieron el manuscrito a los británicos, que lo conservan hasta el día de hoy.
—El Codex Sinaiticus, o la Biblia del Sinaí, es uno de los primeros manuscritos de la Biblia que se conservan —contó Hermann—. Hay quien ha especulado con que el propio Constantino la encargó. Pero no olvides que está escrita en griego, de manera que fue traducida del hebreo por alguien que nos es completamente desconocido, a partir de un manuscrito original igualmente desconocido. Así que ¿qué nos dice todo esto en realidad?
—Que los monjes de Santa Catalina siguen mosqueados, más de cien años después, porque nunca les devolvieron la Biblia. Llevan décadas pidiendo a Estados Unidos que interceda ante los británicos. Por eso fui a verla. Quería saber a qué venía tanto jaleo.
—Aplaudo a Tischendorf por llevársela. Esos monjes la habrían quemado o echado a perder. Por desgracia gran parte de nuestro conocimiento ha corrido una suerte similar. Sólo cabe esperar que los Guardianes hayan sido más cuidadosos.
—¿De verdad te crees todo eso?
Hermann sopesó si decir más. Las cosas avanzaban deprisa, y aquel hombre, que pronto sería presidente, tenía que comprender la situación. Se puso en pie.
—Deja que te enseñe algo.
A Thorvaldsen lo invadió la preocupación en el mismo instante en que Alfred Hermann se levantó de la silla y dejó en la mesa su copa. Se arriesgó a mirar de nuevo abajo y vio que el austríaco echaba a andar por el piso de madera noble hacia la escalera de caracol, el vicepresidente tras él. Inspeccionó deprisa la pasarela superior y descubrió que no había otra forma de bajar que la escalerilla. Más huecos de ventana interrumpían las estanterías de las tres paredes restantes, pero era imposible que él y Gary pudiesen refugiarse en ellos.
Los descubrirían en el acto.
Sin embargo Hermann y el vicepresidente rodearon la escalera y se detuvieron ante una vitrina de cristal.
Hermann señaló la iluminada vitrina. Dentro había un antiguo códice, la tapa de madera picada como si la hubiesen atacado los insectos.
—Se trata de un manuscrito también del siglo IV, un tratado sobre primeras enseñanzas religiosas escrito por san Agustín. Mi padre lo adquirió hace décadas. Carece de relevancia histórica (existen copias), pero es impresionante.
Apretó un botón camuflado como uno de los tornillos de acero inoxidable. Por un eje situado en una esquina separó del resto el tercio superior del expositor. En los dos tercios inferiores descansaban nueve hojas de quebradizo papiro.
—Éstas, en cambio, son muy valiosas. También las compró mi padre, hace decenios, a la misma persona que le vendió el códice. Algunas las escribió Eusebius Hieronymus Sophronius, que vivió en los siglos IV y V. Un gran padre de la Iglesia. Tradujo la Biblia del hebreo al latín vulgar, que recibió el nombre de la Vulgata, la cual terminó siendo la versión definitiva. La historia lo llama por otro nombre: san Jerónimo.
—Eres un hombre extraño, Alfred. Te estimulan las cosas más raras. ¿Qué importancia podrían tener hoy esas páginas viejas y arrugadas?
—Te aseguro que poseen gran relevancia. La suficiente para cambiar nuestra forma de pensar, tal vez. Algunas también las escribió san Agustín. Éstas son cartas entre san Jerónimo y san Agustín.
Vio que aquello seguía sin impresionar al norteamericano.
—¿Tenían correo por aquel entonces?
—Una forma primitiva: los viajeros llevaban y traían mensajes. Algunos de los mejores testimonios de esa época se encuentran en la correspondencia.
—Vaya, qué interesante.
Hermann fue al grano.
—¿Alguna vez te has preguntado cómo nació la Biblia?
—La verdad es que no.
—¿Y si todo fuese una mentira?
—Es cuestión de fe, Alfred. ¿Qué importancia tiene?
—Mucha. ¿Y si los padres de la Iglesia, hombres como san Jerónimo y san Agustín, que forjaron el pensamiento religioso, decidieron cambiar las cosas? No olvides la época: cuatrocientos años después de Cristo, mucho después de que Constantino hiciera oficial la religión cristiana, en un tiempo en que la iglesia surgía y eliminaba filosofías contrarias a sus enseñanzas. Justo entonces iniciaba su andadura el Nuevo Testamento, varios evangelios reunidos que conformaban un mensaje unificado: principalmente que Dios era bueno y compasivo, y que Cristo había llegado. Pero estaba el Antiguo Testamento, el que utilizaban los judíos. Los cristianos querían que también formara parte de su religión. Por suerte para esos primeros padres de la iglesia, los textos del Antiguo Testamento eran escasos, y todos ellos estaban escritos en hebreo antiguo.
—Pero has dicho que ese san Jerónimo tradujo la Biblia al latín.
—Ahí quería llegar. —Metió la mano en la vitrina y sacó una de las curtidas páginas—. Éstas están en latín vulgar, la lengua más conocida en tiempos de san Jerónimo. —Bajo los pergaminos había unas hojas mecanografiadas. Las extrajo—. Mandé traducir las cartas. A tres expertos distintos, para asegurarme. Quiero leerte algo. Creo que así entenderás a qué me refiero.
Soy consciente del talento que es necesario para persuadir al orgulloso de cuán grande es la virtud de la humildad, la cual nos eleva, no mediante la arrogancia humana, sino mediante la gracia divina. Nuestro cometido consiste en garantizar que el espíritu humano se enaltezca y el mensaje se transmita con claridad a través de las palabras de Cristo. Tu sabiduría, que me fue ofrecida cuando comencé con este cometido, ha resultado acertada. Esta obra en la que trabajo será la primera interpretación de las antiguas Escrituras en una lengua al alcance de casi todos. Parece lógico que exista una relación entre el antiguo texto y el nuevo, y se me antoja contraproducente que las Escrituras entren en conflicto; ello sólo colocaría la filosofía judía en una posición superior, ya que su existencia es muy anterior a nuestra fe. Desde la última vez que hablamos he hecho más progresos en el antiguo texto. Avanzar es muy complicado con tantos dobles sentidos. Una vez más solicito tu consejo sobre un punto crítico: en el antiguo texto Jerusalén es la ciudad sagrada. La palabra yeruwshalaim se utiliza a menudo para identificar su ubicación, sin embargo he reparado en que en ninguna parte del texto antiguo se usa ìyir yeruwshalayim, que claramente significa «ciudad de Jerusalén». Permíteme que ejemplifique el problema. En hebreo, en Reyes, Yahvé dice a Salomón: «Jerusalén, la ciudad/capital que yo he elegido en él». Más adelante Yahvé afirma: «Para que la ciudad en Jerusalén, que guarda la memoria de David ante mí, la ciudad que yo he elegido para poner allí mi nombre, sea preservada». Hermano, ¿ves el dilema? El antiguo texto habla de Jerusalén no como una ciudad, sino como un territorio. Siempre se trata de «la ciudad en Jerusalén», no Jerusalén en sí. A decir verdad, Samuel habla de ella como si fuese una región cuando en hebreo dice: «El rey se dirigió con su gente a Jerusalén, contra los jebuseos que habitaban la tierra». Le he estado dando vueltas a la traducción con la esperanza de descubrir algún error, pero en hebreo guarda la coherencia en todo momento. La palabra yeruwshalaim, Jerusalén, siempre hace referencia a un lugar que comprende distintas ciudades, no a una sola ciudad llamada así.
Hermann dejó de leer y miró al vicepresidente.
—San Jerónimo le escribió esto a san Agustín cuando traducía el Antiguo Testamento del hebreo al latín. Deja que te lea lo que san Agustín le escribió a san Jerónimo en un momento determinado.
Dio con otra de las traducciones.
—Docto hermano, tu labor parece a un tiempo ardua y gloriosa. Cuán extraordinario ha de ser revelar lo que hace tanto tiempo recogieron los escribas, y todo con la divina guía de nuestro glorioso Señor. Sin duda eres consciente de las dificultades que todos soportamos en estos tiempos tan peligrosos. Los dioses paganos se van apagando, y el mensaje de Cristo florece. Sus palabras de paz, misericordia y amor suenan a verdad. Muchos están descubriendo nuestro nuevo mensaje sencillamente porque se encuentra disponible, lo cual hace que tu esfuerzo por dotar de vida a las antiguas palabras resulte tanto más importante. Tus cartas explicaban claramente el problema al que te enfrentas. Sin embargo, el futuro de esta Iglesia, de nuestro Dios, recae en nosotros. Adaptar el mensaje del antiguo texto al del nuevo no es ningún pecado. Como decías, las palabras poseen tantos dobles sentidos que, ¿quién puede decir cuál es el correcto? Ciertamente ni tú ni yo. Me pides consejo, de modo que te lo daré: haz que las viejas palabras sean fieles a las nuevas, ya que si las viejas son distintas de las nuevas nos arriesgaremos a confundir a los fieles y avivar el fuego de las discordias, el mismo que nuestros numerosos enemigos no dejan de alimentar. El tuyo es un gran cometido. Que todos puedan leer las antiguas palabras significará mucho. Eruditos y rabinos dejarán de tener el control de tan importante texto. Así que, hermano, trabaja con ahínco y siéntete bien sabiendo que tienes en tus manos la obra del Señor.
—¿Estás diciendo que cambiaron a propósito el Antiguo Testamento? —inquirió el vicepresidente.
—Así fue. Sólo esta referencia a Jerusalén constituye un buen ejemplo. La traducción de san Jerónimo, que sigue aceptándose como correcta hoy en día, habla de Jerusalén como una ciudad. En la versión del libro de los Reyes de san Jerónimo pone: «Jerusalén, la ciudad que yo he elegido», justo lo contrario a lo que el propio san Jerónimo escribió en esa carta: «Jerusalén, la ciudad/capital que yo he elegido en ella». Existe una gran diferencia, ¿no crees? Y esta descripción de Jerusalén se utiliza en toda la traducción de san Jerónimo. El Jerusalén del Antiguo Testamento se convirtió en la ciudad palestina porque así lo quiso san Jerónimo.
—Esto es una locura, Alfred. Nadie va a tragárselo.
—No es necesario que se lo trague nadie. Cuando encontremos la prueba no habrá forma de negarlo.
—¿Qué clase de prueba?
—Un manuscrito del Antiguo Testamento escrito antes de Cristo debería ser definitivo. Así podremos leer las palabras sin el filtro cristiano.
—Que tengas suerte.
—Te propongo algo: yo dejo en tus manos el gobierno de Norteamérica y tú dejas esto en las mías.
Thorvaldsen vio que Hermann devolvía las hojas a la vitrina y cerraba el compartimento. Los dos hombres aún permanecieron unos minutos en la biblioteca antes de marcharse. Era tarde, pero él no tenía sueño.
—Van a matar al presidente —dijo Gary con nerviosismo.
—Lo sé. Vamos, tenemos que irnos.
Bajaron la escalera de caracol.
En la biblioteca todavía había luz. El danés recordó cuánto le gustaba a Hermann jactarse de que allí había unos veinticinco mil libros, muchos de ellos primeras ediciones, con cientos de años de antigüedad.
Condujo a Gary hasta la vitrina. El muchacho no había visto lo que él. Metió la mano debajo y buscó el interruptor, pero no encontró nada. Agacharse resultaría complicado, una de las desventajas de tener la espalda deforme.
—¿Qué buscas? —le preguntó el chico.
—Hay una forma de abrir esta vitrina. Mira a ver si hay un botón debajo.
Gary se puso de rodillas y empezó a buscar.
—No creo que sea evidente. —Thorvaldsen tenía la atención dividida entre la vitrina y la puerta. Confiaba en que no entrase nadie—. ¿Ves algo?
Acto seguido se oyó un clic, y la vitrina se separó un tanto, como a un cuarto de su altura.
Gary se levantó.
—Era uno de los tornillos. Muy bien disimulado, ni se nota.
—Buen trabajo.
Abrió el compartimento secreto y vio las rígidas hojas de papiro. Las contó: nueve. Echó una ojeada a las estanterías y vio unos atlas de gran tamaño. Los señaló y pidió:
—Tráeme uno de esos libros grandes.
Gary sacó un volumen, y él introdujo con sumo cuidado los papiros y las traducciones entre las páginas, tanto para esconderlos como para protegerlos.
Cerró de nuevo la vitrina.
—¿Qué son? —preguntó Gary.
—Lo que vinimos a buscar, espero.