Viena
22:30
Thorvaldsen estaba sentado en el gran salón del château, pendiente del desarrollo de la asamblea de invierno de la Orden. Él, al igual que los otros miembros, ocupaba una antigua silla dorada. Se encontraban alineados en filas de ocho, el Círculo de cara a ellos, Alfred Hermann en la silla central, sobre ella una seda azul. Todo el mundo parecía tener muchas ganas de hablar, y la discusión no había tardado en centrarse en Oriente Próximo y lo que el comité político había propuesto la primavera anterior. Entonces los planes sólo eran provisionales, pero ahora las cosas habían cambiado. Y no todo el mundo estaba de acuerdo.
Lo cierto es que había más disconformidad de la que esperaba Alfred Hermann. La Silla Azul ya había intervenido dos veces en el debate, lo cual era poco común. Thorvaldsen sabía que, por regla general, Hermann permanecía en silencio.
—Desplazar a los judíos es imposible y ridículo —apuntó uno de los hombres desde las filas. Thorvaldsen lo conocía, era un noruego con intereses en la pesca en el Atlántico Norte—. El libro de las Crónicas deja claro que Dios escogió Jerusalén y santificó allí el templo. Conozco la Biblia. En Reyes se asegura que Dios le dio a Salomón una tribu para que David lo adorara en Jerusalén, la ciudad que Él mismo había elegido. La restitución del moderno Israel no fue un accidente. Muchos creen que medió la inspiración divina.
Otros miembros se sumaron a la observación con pasajes de la Biblia extraídos de las Crónicas y los Salmos.
—¿Y si lo que citáis es falso?
La pregunta vino de la cabecera del salón. Hermann se puso en pie.
—¿Recordáis cuándo se creó el Estado de Israel?
Nadie respondió.
—El 14 de mayo de 1948, a las cuatro y treinta y dos de la tarde. David Ben Gurión, que se hallaba en el Museo de Tel Aviv, dijo que «en virtud del derecho natural e histórico del pueblo judío» quedaba constituido el Estado de Israel.
—El profeta Isaías escribió que «una nación nace toda de una vez» —observó uno de los miembros—. Dios mantuvo su promesa, el pacto de Abraham, y a los judíos les fue devuelta su tierra.
—Y ¿cómo sabemos de la existencia de este pacto? —inquirió Hermann—. Sólo por una fuente: el Antiguo Testamento. Muchos de vosotros habéis recurrido hoy a ese texto. Ben Gurión habló del «derecho natural e histórico del pueblo judío». También él se refería al Antiguo Testamento, que es la única prueba de ese derecho divino. Sin embargo su autenticidad es bastante dudosa.
Los ojos de Thorvaldsen recorrieron la estancia.
—Si yo tuviese documentos con décadas de antigüedad traducidos de vuestros respectivos idiomas por gente que lleva muerta mucho tiempo y que ni siquiera hablaba vuestra lengua, ¿no cuestionaríais su autenticidad? ¿No querríais más pruebas que una traducción no contrastada ni autentificada? —Hermann hizo una pausa—. Sin embargo, hemos aceptado el Antiguo Testamento como la incuestionable Palabra de Dios. Su texto acabó dando forma al Nuevo Testamento, y sus palabras aún tienen consecuencias geopolíticas.
Los presentes parecían esperar a que Hermann finalizara su argumentación.
—Hace siete años un hombre llamado George Haddad, un palestino estudioso de la Biblia, escribió un artículo que publicó la Universidad de Beirut. En él postulaba que el Antiguo Testamento, tal y como estaba traducido, era erróneo.
—Menuda premisa —espetó otro miembro, una mujer corpulenta, que se levantó—. Yo me tomo la Palabra de Dios más en serio que usted.
Hermann parecía divertido.
—¿De veras? ¿Qué sabe usted de esa Palabra de Dios? ¿Conoce su historia? ¿A su autor? ¿A su traductor? Esas palabras fueron escritas hace miles de años, por escribas desconocidos, en hebreo antiguo, una lengua que lleva más de dos mil años muerta. ¿Qué sabe usted del hebreo antiguo?
La mujer no dijo nada, y Hermann asintió.
—Su falta de conocimiento es comprensible. Se trataba de un idioma en el que la importancia de las palabras se transmitía más por el contexto que por la grafía. La misma palabra podía tener, y de hecho tenía, distintos significados, dependiendo de cómo se utilizara. Los eruditos judíos no tradujeron esas palabras al hebreo de su época hasta siglos después de que se escribiera por primera vez el Antiguo Testamento, y no obstante esos eruditos ni siquiera hablaban hebreo antiguo. Simplemente interpretaron el significado o, peor aún, cambiaron el significado. Después pasaron siglos, y más estudiosos, esta vez cristianos, tradujeron las palabras de nuevo. Tampoco ellos hablaban hebreo antiguo, de manera que también interpretaron. Con el debido respeto a sus creencias, de la Palabra de Dios no sabemos nada.
—Usted no tiene fe —aseveró la mujer.
—En esto, no, ya que nada tiene que ver con Dios. Es la obra del hombre.
—¿Qué opinaba Haddad? —preguntó un hombre, el tono evidenciaba su interés.
—Postulaba, y no se equivocaba, que la primera vez que se contaron las historias del pacto que Dios hizo con Abraham, los judíos ya habitaban la Tierra Prometida, la actual Palestina. Naturalmente esto sucedió muchos, muchos siglos después de que se efectuara la supuesta promesa. Según el relato bíblico, la Tierra Prometida se extendía desde el río de Egipto hasta el Éufrates. Se dan muchos nombres, pero cuando Haddad cotejó los topónimos bíblicos, traducidos al hebreo antiguo, con ubicaciones actuales, descubrió algo extraordinario. —Hermann se detuvo, satisfecho consigo mismo—. Tanto la Tierra Prometida de Moisés como la tierra de Abraham se hallaban en el oeste de Arabia Saudí, en la región de Asir.
—¿Donde está La Meca? —preguntó alguien.
Hermann asintió, y Thorvaldsen vio que muchos de los miembros captaban de inmediato lo que aquello significaba.
—Eso es imposible —afirmó uno.
—Lo cierto es que os lo puedo demostrar —contestó Hermann.
A una señal suya, una pantalla bajó de un soporte instalado en el techo y apareció un proyector. Instantes después vieron un mapa del oeste de Arabia Saudí, el mar Rojo serpenteando a lo largo de una costa dentada. Una escala métrica mostraba que la zona medía aproximadamente cuatrocientos kilómetros de largo y trescientos de ancho. Hacia el este, a un centenar de kilómetros de la costa, se extendían regiones montañosas que se allanaban en los bordes del desierto Arábigo, en la zona central.
—Sabía que entre vosotros habría escépticos. —Hermann sonrió mientras una risita nerviosa se extendía por la asamblea—. Esto es Asir en la actualidad. —Hizo un nuevo gesto y la pantalla cambió.
»Si se proyectan en el mapa los límites de la Tierra Prometida bíblica, sirviéndonos de los lugares que George Haddad identificó, la línea discontinua perfila la tierra de Abraham, y la continua la tierra de Moisés. Las ubicaciones bíblicas en hebreo antiguo casan perfectamente con ríos, poblaciones y montañas de esta región. Muchas incluso conservan el nombre en hebreo antiguo, adaptado al árabe, como es natural. Preguntaos, ¿por qué nunca se han encontrado en Palestina pruebas paleográficas ni arqueológicas que confirmen los lugares bíblicos? La respuesta es sencilla: porque esos lugares no están allí. Se hallan a cientos de kilómetros al sur, en Arabia Saudí.
—¿Y por qué nadie se ha dado cuenta antes?
Thorvaldsen agradeció la pregunta, ya que él había estado pensando en lo mismo.
—Sólo queda viva una media docena de estudiosos que de verdad entienden el hebreo antiguo. Por lo visto ninguno de ellos, aparte de Haddad, era lo bastante curioso para investigar. Sin embargo, con el objeto de asegurarme, hace tres años contraté a uno de esos expertos para que corroborara los descubrimientos de Haddad. Y así lo hizo, hasta el último detalle.
—¿Podemos hablar con su experto? —preguntó un miembro.
—Por desgracia era anciano y falleció el año pasado.
Lo más probable es que lo ayudaran a irse a la tumba, pensó Thorvaldsen. A Hermann sólo le faltaba que un segundo erudito enredara más las cosas.
—Pero tengo un informe detallado por escrito que se puede examinar. Resulta bastante convincente.
En la pantalla surgió otra imagen, un segundo mapa de la región de Asir.
—Éste es un ejemplo que demuestra la teoría de Haddad. En Jueces, 18, la tribu israelita de Dan se establece en la aldea de Lais, en la región del mismo nombre. La Biblia dice que esa aldea estaba próxima a otra llamada Sidón. Cerca de Sidón se encontraba la ciudad fortificada de Sora. Historiadores cristianos del siglo IV de nuestra era identificaron Dan con una aldea situada en la cabecera del río Jordán. En 1838 un equipo inspeccionó y encontró un montículo del que declararon era lo que quedaba de la bíblica Dan. En la actualidad ese sitio es la ubicación aceptada de Dan. Incluso existe un asentamiento israelí moderno, llamado Dan, que se alza en ese mismo sitio hoy en día.
Thorvaldsen se percató de que Hermann parecía disfrutar, como si llevase mucho tiempo preparándose para ese instante. Pero se preguntó si su imprevista jugada con Margarete no habría acelerado los planes de su anfitrión.
—Los arqueólogos se han pasado los últimos cuarenta años investigando el montículo y no han encontrado una sola prueba que confirme que ése es el bíblico Dan. —Hermann hizo un gesto y la pantalla cambió otra vez. En el mapa aparecieron unos nombres—. Esto es lo que Haddad descubrió: la bíblica Dan se puede identificar fácilmente con una aldea del oeste de Arabia llamada al-Danadina, que se encuentra en una región costera llamada al-Lith, cuya población principal también se llama al-Lith. Traducido, ese nombre es idéntico a la palabra bíblica Lais. Y, además, en la actualidad, cerca de ella hay un pueblo llamado Sidón. Más cerca incluso de al-Danadina se halla al-Sur, que, traducido, es Sora.
Thorvaldsen tenía que admitir que las coincidencias geográficas eran intrigantes. Se quitó sus gafas de montura al aire y se llevó la mano al caballete de la nariz, pensando mientras se lo frotaba.
—Y existen más correlaciones topográficas. En el segundo libro de Samuel, 24, 6, la aldea de Dan se encontraba cerca de una tierra llamada Tahtim. En Palestina no hay ningún lugar con ese nombre, pero en el oeste de Arabia la aldea de al-Danadina se halla próxima a una cordillera costera llamada Yabal Tahyatayn, que es la forma árabe de Tahtim. No puede ser accidental. Haddad escribió que si los arqueólogos excavaran en esta zona encontrarían pruebas para sustentar la presencia de un antiguo asentamiento judío. Pero eso nunca ha ocurrido, ya que los saudíes prohíben tajantemente cavar. A decir verdad, hace cinco años, cuando se enfrentaban a una posible amenaza procedente de las eruditas conclusiones de Haddad, los saudíes arrasaron algunas aldeas de esa zona, haciendo que resulte casi imposible encontrar pruebas arqueológicas definitivas.
Thorvaldsen notó que, a medida que la asamblea prestaba más atención, Hermann cobraba más confianza en sí mismo.
—Y hay más: en todo el Antiguo Testamento, Jordán equivale al hebreo yarden, pero ese nombre no se describe en ningún momento como un río. Lo cierto es que esa palabra significa «descender», un desnivel en el terreno. Sin embargo traducción tras traducción describe el Jordán como un río, y su paso como un suceso trascendental. El palestino río Jordán no es ninguna gran vía fluvial; los habitantes de ambas riberas llevan siglos cruzándolo sin esfuerzo. Pero aquí —señaló en el mapa— se encuentran las grandes montañas del oeste de Arabia, imposibles de cruzar salvo por unos pocos pasos, y así y todo es difícil. En cada ejemplo del Antiguo Testamento en que se habla del Jordán, la geografía y la historia casan con esta zona de Arabia.
—¿El Jordán es una cadena montañosa?
—Ninguna otra traducción del hebreo antiguo tiene sentido.
El anciano estudió los rostros que lo miraban y añadió:
—Los topónimos se transmiten como si de una tradición sagrada se tratase. En la memoria del pueblo sobreviven nombres antiguos, Haddad descubrió que eso era especialmente cierto en Asir.
—¿No ha habido descubrimientos que relacionan Palestina con la Biblia?
—Los ha habido, pero ninguno de los hallazgos desenterrados hasta la fecha demuestra nada. La estela moabita, encontrada en 1868, habla de guerras libradas entre Moab e Israel, como se menciona en Reyes. Otro hallazgo que se encontró en el valle del Jordán en 1993 cuenta lo mismo. Sin embargo, ninguno dice que Israel se ubicara en Palestina. Documentos asirios y babilonios refieren conquistas en Israel, pero ninguno indica dónde se hallaba ese Israel. En Reyes se asevera que ejércitos de Israel, Judá y Edom marcharon siete días por un árido desierto, pero el valle tectónico de Palestina, al que se suele considerar ese desierto, se atraviesa en no más de un día y tiene abundante agua.
Ahora las palabras de Hermann fluían con profusión, como si hubiese contenido esas verdades demasiado tiempo.
—No queda un solo resto del templo de Salomón, nunca se ha encontrado nada, aunque en Reyes se asegura que el rey empleó «grandes piedras escogidas para los cimientos de la casa, piedras labradas». ¿Cómo es que no se ha encontrado ninguna? Lo que ha ocurrido es que los estudiosos han permitido que sus ideas preconcebidas influyeran en sus interpretaciones. Querían que Palestina fuese la tierra de los judíos del Antiguo Testamento, así que pusieron los medios. La realidad es muy diferente. La arqueología sí ha demostrado una cosa: que la Palestina del Antiguo Testamento la componían gentes que vivían en aldeas, en su mayoría agricultores primitivos, con escasas muestras de una cultura desarrollada. Era una sociedad rústica, no los extremadamente astutos israelitas de la era postsalomónica. Ése es un hecho científico.
—Pero en Salmos se dice: «La verdad brotará de la tierra.» —argumentó un miembro.
—¿Qué quiere decir? —quiso saber alguien.
Hermann agradeció la pregunta.
—Independientemente de que los saudíes se negaran a permitir cualquier investigación arqueológica, Haddad pensaba que aún existen pruebas de su teoría. Ahora mismo estamos intentando localizar esas pruebas. Si su teoría se puede corroborar (al menos lo bastante para poner en tela de juicio la validez de las promesas del Antiguo Testamento), pensad en las consecuencias. No sólo Israel, sino también Arabia Saudí, se desestabilizarían. Y todos nos hemos visto perjudicados por la corrupción de ese gobierno. Imaginad lo que harían los musulmanes radicales si su lugar más sagrado es la bíblica patria judía. Sería similar a la Explanada del Templo, en Jerusalén, reclamada por las tres religiones principales. Ese sitio lleva miles de años engendrando discordias. Esta revelación sobre Arabia provocaría el caos.
Thorvaldsen ya había permanecido bastante tiempo callado. Se puso en pie.
—No creerás que esas revelaciones, aun cuando se probaran, tendrían un efecto tan trascendental, ¿no? ¿Qué más hay que tanto interesa al comité político?
Hermann lo miró con un desdén que sólo ellos dos comprendieron. Se habían cebado con Cotton Malone, llevándose a su hijo, y ahora él se cebaba en Hermann. Claro está que la Silla Azul nunca revelaría esa debilidad. Thorvaldsen había jugado sabiamente su mejor carta, allí, en la asamblea, donde Hermann había de ser cauteloso. Sin embargo, algo le dijo que el austriaco todavía se guardaba un as en la manga. Y la sonrisa que afloró a los finos labios del anciano hizo que Thorvaldsen vacilara.
—Cierto, Henrik, hay algo más, algo que también involucrará en la lucha a los cristianos.