55

Malone empuñó la automática y se dispuso a esperar. Se arriesgó a asomar la cabeza por el hueco en el que se ocultaban él y Pam.

La sombra seguía aumentando de tamaño a medida que se acercaba el pistolero.

Él se preguntó si su atacante sabría que por allí no había salida. Supuso que no. De lo contrario, no estaría ahí. Lo más sencillo era aguardar en la galería. Sin embargo había aprendido hacía tiempo que a muchos de quienes se ganaban la vida matando los perdía la impaciencia. Querían hacer el trabajo y largarse. Esperar sólo incrementaba las posibilidades de error.

Pam respiraba con dificultad, cosa que él comprendía perfectamente. Él también estaba jadeando. Se dijo que se calmara. «Piensa, estate preparado».

La sombra ahora se extendía por la pared del refectorio. El arma en ristre.

Su visión inicial fue la de una estancia oscura y vacía desprovista de mobiliario. La oquedad del fondo llamaría su atención de inmediato, seguida del otro hueco de la pared. Pero Malone no esperó: salió de su escondrijo y disparó.

La bala pasó rozando su blanco y rebotó en el muro. El tirador pareció aturdido un instante, pero se recuperó deprisa y apunto con su arma a Malone. En ese mismo instante pareció darse cuenta de que quedaba expuesto.

Iba a ser un duelo.

Malone hizo fuego de nuevo y el proyectil acertó al hombre en el muslo.

El pistolero profirió un grito de dolor, pero no cayó al suelo.

Malone le hundió una tercera bala en el pecho, y el pistolero se tambaleó y se desplomó de espaldas.

—Es usted difícil de matar, Malone —dijo una voz al otro lado de la entrada.

Reconoció la voz: Adán, del apartamento de Haddad. Sí, eran israelíes. Pero ¿cómo habían dado con él?

Oyó pasos que se alejaban.

Titubeó y a continuación corrió hacia la entrada con la intención de terminar lo que había empezado en Londres.

Se detuvo y echó un vistazo.

—Por aquí, Malone —lo invitó Adán.

El aludido observó el claustro. En el otro extremo estaba Adán, bajo uno de los arcos. Su rostro era inconfundible.

—Es un buen tirador, pero no tanto. Ahora sólo estamos usted y yo.

Malone vio que Adán desaparecía por la puerta que bajaba a la iglesia.

—Pam, no te muevas —ordenó—. Si no me haces caso esta vez tendrás que vértelas sola con los pistoleros.

Malone echó a correr por la galería, ¿dónde estaba McCollum? No cabía duda de que dos matones estaban fuera de combate, y antes él sólo había visto a tres. ¿Habría matado Adán a McCollum? «Sólo estamos usted y yo». Eso era lo que había dicho el israelí.

Decidió que seguir a Adán a la iglesia sería una estupidez. Tenía que hacer lo inesperado. De manera que se subió al repecho de la galería y miró hacia abajo. La ornamentación que decoraba el claustro era impresionante y muy sólida. Se metió el arma en el cinturón y se descolgó, asiéndose a la parte superior del borde. Apoyó los pies en una gárgola que sobresalía y que ocultaba un canalón. Manteniendo el equilibrio, se agarró bien a la piedra y, con un impulso, se acomodó en un saliente de uno de los soportes del arco. De allí a la hierba del jardín del claustro había menos de dos metros.

De pronto Adán salió de la iglesia y echó a correr por la galería del fondo.

Malone disparó. La bala erró el blanco, pero puso sobre aviso a su presa.

Adán desapareció de su vista, protegiéndose por el murete del claustro, que le llegaba por la cintura.

El israelí se dejó ver e hizo un disparo.

Malone saltó a la galería inferior. Cayó entre dos pilares. Se quedó sin aliento. Sus cuarenta y ocho años no daban para mucho más, independientemente de lo que hubiera hecho antaño. Se situó tras un banco y examinó con cuidado el claustro.

Adán corría de nuevo.

Malone se puso en pie y se lanzó hacia la izquierda, dio la vuelta a una esquina y fue directo hacia Adán. Su objetivo se esfumó por unas puertas de cristal encajadas entre dos intrincados arcos y flanqueadas por estatuas.

Malone se dirigió a ellas y se detuvo al llegar.

Un letrero identificaba el oscuro espacio como la sala capitular, donde en su día celebraban sus reuniones los monjes.

Decidió abrir una de las puertas y mantuvo el cuerpo tras la otra, que lo protegería si había tiros.

No hubo ningún disparo.

Un inmenso sepulcro ocupaba el centro del imponente espacio.

Lo barrió con la mirada. Nada. Sus ojos se fijaron en las ventanas: la de la derecha estaba rota, en el suelo se veían cristales, y en las alturas se perdía una cuerda de la que alguien tiraba desde el exterior.

Adán se había largado.

Unos pasos aporrearon la piedra, y vio que Pam y McCollum se dirigían hacia él. Salió a la galería y le preguntó a McCollum:

—¿Qué le ha pasado?

—Me golpearon en la cabeza. Dos tipos, arriba, en el coro. Me cargué a uno en la iglesia y luego me noquearon.

—¿Por qué sigue con vida?

—No lo sé, Malone. ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?

Malone hizo cálculos: tres fuera más los dos que, por lo visto, habían abordado a McCollum. ¿Cinco? Sin embargo él sólo había visto a tres.

Apuntó con el arma a McCollum.

—Esos tipos irrumpen aquí, vienen por nosotros, intentan matarnos a mí y a Pam, pero a usted le dan en la cabeza y se largan. Curioso, ¿no le parece?

—¿Qué quiere decir, Malone?

Éste sacó el receptor del bolsillo.

—Trabajan para usted y han venido a quitarnos de en medio para que no tuviera que hacerlo usted.

—Le aseguro que si lo quisiera muerto ya lo estaría.

—Fueron directos a la tienda de regalos, la rodearon como si fueran buitres. Conocían el lugar. —Sostuvo en alto el receptor—. Y nos estaban siguiendo. Maté a uno arriba y estuve a punto de liquidar al tercero, pero se largó. Es el escuadrón de ejecutores más raro que he visto en mi vida.

Encendió el dispositivo y apuntó con él a McCollum. Subió el volumen y un suave silbido metálico indicó que el receptor había encontrado su objetivo.

—Lo seguían a usted, y esto nos lo confirmará.

—Adelante, Malone. Haga lo que tenga que hacer.

Pam había permanecido a un lado, callada, y Malone le espetó:

—¿No te dije que te quedaras arriba?

—Lo hice, hasta que vino él. Y, Cotton, tiene un buen chichón en la cabeza.

Él no se dejó impresionar.

—Es lo bastante duro para hacer la pantomima y dejarse golpear por los matones que ha contratado.

Dirigió el receptor a McCollum, pero el rítmico pitido permaneció constante.

—¿Satisfecho? —preguntó éste.

Malone movió el dispositivo a izquierda y derecha, pero el pitido no se alteró. McCollum no era la fuente. Pam se adelantó para escrutar el interior de la sala capitular.

Y el pitido cambió.

McCollum también se dio cuenta.

Malone seguía apuntando con la pistola a McCollum, conminándolo a que no se moviera. Dirigió el aparato hacia Pam y la intensidad del ritmo aumentó.

Ella también lo oyó, y se volvió.

Malone bajó el arma y dio dos pasos al frente, moviendo el aparato. El ritmo se debilitó, y después se tornó firme cuando Malone apuntó directamente a Pam.

Ella puso cara de asombro y preguntó:

—¿Qué es esto?

—Te seguían a ti, así es como encontraron a George. Por ti. —La ira lo invadió. Bajó el receptor, se metió la pistola en el bolsillo y se puso a cachear a Pam.

—¿Qué demonios estás haciendo? —chilló ella.

Era evidente que estaba nerviosa, pero él no se anduvo con chiquitas.

—Pam, si me obligas a desnudarte y rebuscar encontraré lo que llevas, así que dime dónde está.

Ella parecía no comprender.

—Donde está ¿qué?

—Lo que quiera que siga el receptor.

—El reloj —dijo McCollum.

Malone se giró: McCollum señalaba la muñeca de Pam.

—Por fuerza. Tiene una fuente de energía y es lo bastante grande para alojar un emisor.

Él agarró la muñeca de Pam y sin miramientos le quitó el reloj y lo arrojó al suelo de la galería. Después alzó el receptor y apuntó con él al reloj: un firme pitido le dijo que, en efecto, el reloj era el emisor de la señal. A continuación volvió el dispositivo hacia Pam y el pitido cesó

—Oh, Dios mío —musitó ésta—. Por mi culpa mataron a ese anciano.