Lisboa
20:45
Malone entró de nuevo en la tienda, pero con la atención fija en los tres hombres armados que avanzaban por la galería inferior con movimientos disciplinados. Profesionales. Estupendo.
Utilizó momentáneamente como escudo una de las vitrinas de cristal contiguas a la puerta, Pam a su lado, y volvió a asomarse al claustro. McCollum se hallaba agachado tras el mostrador central.
—Ellos están abajo y nosotros arriba. Eso debería darnos unos minutos. La iglesia y las galerías son grandes, les llevará su tiempo registrarlas. ¿Están cerradas ésas? —le preguntó a McCollum mientras señalaba las otras puertas de cristal.
—Me temo que sí. Por ellas se baja y se sale, así que deben de cerrarlas por precaución.
A Malone no le gustó la posición en que se encontraban.
—Tenemos que salir de aquí.
—Cotton —dijo Pam, y él se fijó de nuevo en la galería superior. Uno de los tipos había aparecido por la escalera y empezaba a dirigirse hacia la tienda de regalos.
McCollum se situó tras él y susurró:
—Llévela a la registradora y métanse detrás del mostrador.
Alguien capaz de dispararles en la cabeza a dos hombres y disfrutar después del desayuno se merecía cierto respeto, así que decidió no discutir. Cogió a Pam del brazo y se la llevó hacia el mostrador.
Vio que McCollum empuñaba la navaja.
Los tres expositores se sucedían dejando un hueco en medio lo bastante ancho para que cupiera McCollum. La oscuridad lo protegería, al menos hasta que fuera demasiado tarde para que su víctima pudiera reaccionar.
El tipo armado se acercó más.
Stephanie estaba perdiendo la paciencia con Larry Daley.
—¿Qué es eso de más-de-lo-que-yo-me-creo?
—En la Administración hay quien quiere demostrar la teoría de Haddad —contestó él.
Ella recordó lo que Daley le había dicho a Brent Green cuando creía que estaban a solas.
—Incluido tú.
—Eso no es verdad.
No coló.
—Baja de las nubes, Larry. Sólo estás aquí porque tengo esa información que te compromete.
Daley se quedó como si nada.
—Es hora de que te enfrentes a la realidad, Stephanie. Nuestros chicos de la prensa conseguirán que lo que hagas parezca una patraña urdida por una empleada fuera de control que intentaba salvar su cargo. Claro que no nos libraremos de cierto bochorno, preguntas, pero no tienes bastante para hundirme, ni a mí ni a nadie. Yo no le di un solo centavo a nadie. Todo el mundo jurará y perjurará que no recibió ni un centavo. Es una batalla que perderás.
—Tal vez. Pero tú estarás quemado. Tu carrera habrá terminado.
Daley se encogió de hombros.
—Gajes del oficio.
Cassiopeia escudriñaba el salón, y Stephanie percibió su nerviosismo, de manera que le dijo a Daley:
—Ve al grano.
—El grano es que queremos que todo esto termine —respondió Dixon—. Pero alguien de tu gobierno no lo quiere.
—Es cierto, él. —Y Stephanie señaló a Daley.
Cassiopeia se acercó al módulo lunar y al aluvión de chavales que se aglomeraba alrededor.
—Stephanie —dijo Daley—, me echaste la culpa de la filtración sobre la Conexión Alejandría, pero no distingues a tus amigos de tus enemigos. Odias a esta administración, crees que el presidente es un idiota. Sin embargo hay otros mucho peores. Gente peligrosa.
—No —puntualizó ella—. Son todos unos fanáticos. Gente leal al partido que lleva años hablando más de la cuenta. Ahora están en situación de hacer algo.
—Y por el momento Israel encabeza su lista.
—Déjate de acertijos, Larry. Dime lo que quieres que sepa.
—El vicepresidente está detrás de esto.
¿Había oído bien?
—Anda ya.
—Posee contactos con los saudíes; llevan mucho tiempo financiándolo. Tiene mucho mundo: unos mandatos en el Congreso, tres años de secretario del Tesoro, ahora la vicepresidencia. Quiere llegar a lo más alto, no lo oculta, y los leales al partido le han prometido el nombramiento. Cuenta con amigos que necesitan cultivar buenas relaciones con los saudíes, y esos amigos serán los que le proporcionen dinero. Él y el presidente discrepan en lo tocante a Oriente Próximo. Mantiene estrechos vínculos con la familia real saudí, pero lo guarda en secreto. Públicamente les ha dado por el culo unas cuantas veces, pero se aseguró de que los saudíes supieran de la Conexión Alejandría, en señal de agradecimiento por su buena voluntad.
Lo que Stephanie estaba oyendo no casaba con lo que había dicho Brent Green, ya que el propio fiscal general había asumido la culpa de la filtración.
Cassiopeia volvió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Stephanie.
—Acaba con esto.
—¿Algún problema?
—Un mal presentimiento.
—Demasiadas intrigas en tu vida —le dijo Dixon a Cassiopeia.
—Demasiadas mentiras en la tuya.
Stephanie se encaró con Daley.
—Pensaba que hace unos minutos habías dicho que en la Administración hay quien quiere demostrar la teoría de Haddad, y ahora aseguras que el vicepresidente entregó la información a los saudíes. Ellos querrían que esa información desapareciera. ¿Con qué me quedo?
—Stephanie, lo que te llevaste de mi casa me hundiría. Trabajo en la sombra, siempre ha sido así. Pero alguien ha de hacerlo. ¿Me quieres a mí o a quien de verdad está detrás de todo esto?
Ésa no era una respuesta a su pregunta.
—Os quiero a todos vosotros.
—Imposible. ¿Quieres escuchar para variar? Puedes pasarte el día entero golpeando un tronco con un hacha, y es posible que al final lo cortes, pero introduce una cuña en el centro y siempre se partirá.
—Sólo estás intentando salvar el pellejo.
—Díselo —le instó Daley a Dixon.
—Tu gobierno está dividido. Aún eres amiga nuestra, pero hay quienes quieren que eso cambie.
Stephanie no se dejó impresionar.
—Siempre es así. Todo tiene dos caras.
—Esto es diferente —puntualizó Dixon—. Están pasando más cosas. Y Malone se encuentra en Portugal.
Eso atrajo su atención.
—El Mosad tiene intención de encargarse de él allí.
Daley se pasó una mano por el cabello.
—Stephanie, hay dos facciones en el ajo: una árabe y una judía. Las dos quieren lo mismo y, por una vez, lo quieren por la misma razón. El vicepresidente está unido a los árabes…
Una alarma resonó en el museo y a continuación una voz apagada anunció por megafonía que había que desalojar el edificio en el acto.
Stephanie agarró a Daley.
—No es cosa mía —se apresuró a decir él.
McCollum estaba completamente inmóvil. Necesitaba que el del arma entrase en la tienda.
Lo haría.
Tenía que hacerlo.
McCollum se preguntó dónde andarían los otros dos. Un movimiento al otro lado de las puertas de cristal cerradas le dio la respuesta.
Interesante; era evidente que aquellos tres conocían el lugar y también que la tienda de regalos era su destino.
¿Habrían visto las luces?
A su izquierda, los dos pistoleros comprobaron las puertas y, al descubrir que estaban cerradas, retrocedieron y dispararon al cristal.
Sólo fue un golpeteo, como un martillo aporreando un clavo. El metal chocó contra el cristal y le arrancó un ruido sordo, pero no lo rompió: era a prueba de balas.
El tercer tipo entró por la puerta, el arma por delante. McCollum esperó el instante preciso de indecisión, ese en que su objetivo tenía que evaluar la situación, y se lanzó hacia delante, le dio una patada al arma y, acto seguido, le rodeó el cuello con la navaja y se lo rajó. El tipo no tuvo ni tiempo de comprender lo que pasaba.
Unas boqueadas, y el hombre se desplomó.
Más disparos contra las puertas de cristal cerradas, además de unas cuantas patadas. Pero no consiguieron nada. Después oyó pasos: los dos atacantes bajaban la escalera.
Cogió el arma del muerto.
La alarma seguía atronando, y cientos de personas corrían hacia las entradas del museo. A Daley aún lo retenía Stephanie.
—El vicepresidente tiene aliados —le informó él—. No puede hacer esto solo.
Ella era toda oídos.
—Stephanie, Brent Green trabaja con él. No es tu amigo.
Ella clavó la mirada en Heather Dixon, que corroboró:
—Te está diciendo la verdad. ¿Quién más sabía que venías aquí? Si te quisiéramos muerta, no habríamos quedado aquí.
Stephanie había creído tener el control, pero ya no estaba tan segura. En efecto, sólo Green sabía que se hallaban allí… si Dixon y Daley decían la verdad.
Soltó a Daley, que añadió:
—Green está conchabado con el vicepresidente, desde hace algún tiempo. Le han prometido la vicepresidencia. Es su única manera de ascender.
Un nuevo aviso ordenaba desocupar el edificio, y un guarda de seguridad salió de la cafetería y los conminó a salir.
—¿Qué está pasando? —le preguntó Daley.
—Sólo es una medida de precaución. Tenemos que desalojar el edificio.
A través de las paredes de cristal más apartadas Stephanie vio que la gente se dispersaba por la calzada y los árboles que separaban el museo del paseo.
Una medida de precaución.
Se dirigieron hacia las entradas principales. La gente seguía saliendo por las puertas, parloteando y con cara de preocupación. La mayor parte eran adolescentes y familias, y hablaban de lo que podría estar pasando.
—Vayamos por otra parte —propuso Cassiopeia—. Seamos al menos un poco impredecibles.
Stephanie se mostró conforme. Se alejaron. Daley y Dixon permanecieron tiesos, como si trataran de convencerlas de que decían la verdad.
—¡Stephanie! —llamó Daley.
Ella se volvió.
—Soy el único amigo que tienes. Ven a verme cuando te des cuenta.
Stephanie no le hizo caso, aunque detestaba la sensación de incertidumbre que la invadía.
—Hemos de irnos —advirtió Cassiopeia.
Avanzaron por más galerías rebosantes de relucientes aviones, dejaron atrás una tienda de regalos ya sin apenas clientes. Cassiopeia parecía resuelta a utilizar una de las salidas de emergencia. Una buena jugada, ya que las alarmas ya se habían activado.
Delante, tras una vitrina atestada de aviones en miniatura, apareció un hombre. Alto, vestido con un sobrio traje oscuro. Levantó la mano derecha. Stephanie divisó un fino cable que le salía del oído izquierdo.
Ella y Cassiopeia se detuvieron y se giraron. Tras ellas había otros dos hombres, ataviados y equipados de manera similar. Stephanie se fijó en su aspecto y sus ademanes: servicio secreto.
El primero le habló al micro de la solapa, y la alarma del edificio cesó.
—¿Podemos hacer esto de manera sencilla, señora Nelle?
—¿Por qué?
El tipo se acercó.
—Porque el presidente de Estados Unidos quiere hablar con usted.