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Washington, DC

14:45

Stephanie le entregó al empleado la entrada y pasó al Museo Nacional del Aire y el Espacio. Green no las había acompañado, ya que la presencia del fiscal general en un lugar público no habría pasado inadvertida. Stephanie había elegido ese sitio por las numerosas paredes transparentes del edificio, su fama de ser el museo más visitado del mundo, la abundancia de personal de seguridad y los detectores de metal. Dudaba que a esas alturas Daley fuera a recurrir a algo oficial que pudiera suscitar preguntas embarazosas, pero podía llevarse a Heather Dixon y a los amigos árabes de ésta.

Se abrieron paso entre la multitud y echaron un vistazo al interior del museo: unas tres manzanas de acero, mármol y cristal. Con más de treinta metros, los techos eran vertiginosos, lo cual creaba un efecto hangar. Allí se exhibía la historia de la aeronáutica, desde el vuelo de los hermanos Wright hasta la nave espacial Apollo 11 pasando por el Spirit of St. Louis, de Lindbergh.

—Hay un montón de gente —comentó Cassiopeia.

Dejaron atrás un cine IMAX ante el cual había una larga cola y entraron en el concurrido Salón del Espacio. Daley se hallaba cerca de un módulo lunar de tamaño real, similar a una araña, que se exponía como había estado en la Luna, con un astronauta en equilibrio sobre la escalerilla de descenso.

Daley parecía tranquilo, considerando las circunstancias. Ni un solo cabello fuera de sitio gracias a su gel fijador.

—Otra vez con ropa —dijo ella al aproximarse.

—Te subestimé, Stephanie. Un error que no volveré a cometer.

—¿Te has dejado en casa a tus escoltas?

Stephanie sabía que Daley rara vez iba a alguna parte sin guardaespaldas.

—A todos menos a uno.

Hizo un gesto y ella y Cassiopeia se volvieron. Heather Dixon apareció por el otro extremo.

—No hay trato, Larry —dijo ella.

—¿Quieres información sobre la Conexión Alejandría? Ella será quien te la proporcione.

Dixon se dirigía hacia ellos esquivando el gentío. Un grupo de ruidosos niños estaban apiñados en torno al módulo lunar, acodados en la barandilla de madera que rodeaba el artefacto. Daley las llevó cerca de un estrecho pasillo en la parte posterior, paralelo a una pared de cristal, al otro lado la bulliciosa cafetería del museo.

—Sigues estando muerta —le espetó Dixon.

—No he venido aquí para que me amenacen.

—Y yo sólo estoy aquí porque mi gobierno me lo ha ordenado.

—Lo primero es lo primero —afirmó Daley.

Dixon sacó un dispositivo electrónico del tamaño de un teléfono móvil y lo encendió. A los pocos segundos movió la cabeza:

—Están limpias.

Stephanie sabía cómo funcionaba el aparato. Los agentes del Billet los utilizaban rutinariamente. Agarró el detector y apuntó con él a Dixon y Daley.

Negativo también.

Se lo devolvió a Dixon.

—Muy bien, ya que estamos solos, habla.

—Eres una zorra —escupió Dixon.

—Estupendo. Y ahora ¿podrías ir al grano?

—Lo bueno si breve… —terció Daley—. Hace treinta años George Haddad leía un ejemplar de una gaceta de Arabia Saudí, publicada en Riad, estudiaba la toponimia del oeste de Arabia y la traducía al hebreo antiguo. Por qué lo hacía es algo que desconozco. Es como entretenerse a ver cómo crece la hierba. Sin embargo empezó a darse cuenta de que algunos de los lugares eran bíblicos.

—El hebreo antiguo es un idioma complicado —intervino Cassiopeia—. No tiene vocales. Es difícil de interpretar y está lleno de ambigüedades. Uno ha de saber lo que se hace.

—¿Eres experta? —inquirió Dixon.

—No.

—Haddad era un experto —aseguró Daley—, y ése es el problema: esos topónimos bíblicos que él observó se concentraban en una franja de unos seiscientos cincuenta kilómetros de largo y ciento sesenta de ancho, en la parte occidental de Arabia Saudí.

—¿Asir? —preguntó Cassiopeia—. ¿Donde está La Meca?

Daley asintió.

—Haddad se pasó años examinando otros lugares, pero no encontró una concentración similar de topónimos bíblicos en hebreo antiguo en ninguna otra parte del mundo, incluida la propia Palestina.

Stephanie sabía que el Antiguo Testamento era el testimonio de los primeros judíos, así que, si los topónimos del actual oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, eran ubicaciones bíblicas. Las implicaciones políticas podían ser enormes.

—¿Estás diciendo que en Tierra Santa no había judíos?

—Pues claro que no —negó Dixon—. Estábamos allí. Lo único que dice es que Haddad creía que el Antiguo Testamento relataba la vida de los judíos en el oeste de Arabia. Antes de que los judíos se fueran al norte, hasta lo que conocemos como Palestina.

—¿La Biblia se originó en Arabia? —inquirió Stephanie.

—Es una forma de decirlo —respondió Daley—. Las conclusiones de Haddad se confirmaron cuando empezó a cotejar la geografía. Durante más de un siglo los arqueólogos han intentado encontrar sitios en Palestina que encajen con las descripciones bíblicas, pero nada concuerda. Haddad descubrió que sí se comparan sitios del oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, con la geografía bíblica, todos ellos casan.

Stephanie todavía se mostraba escéptica.

—¿Por qué nadie se ha dado cuenta antes? Seguro que Haddad no es el único que sabe hebreo antiguo.

—Otros se la dieron —replicó Dixon—. Tres, entre 1948 y 2002.

Stephanie captó lo tajante del tono de Dixon.

—Pero tu gobierno se ocupó de ellos, ¿no? ¿Por eso había que eliminar a Haddad?

Dixon no respondió.

Cassiopeia intervino.

—Todo esto viene por la argumentación de que Dios hizo un pacto con Abraham y le entregó Tierra Santa, ¿no? El Génesis afirma que el pacto pasó de Isaac, hijo de Abraham, a los judíos.

—Durante siglos se ha supuesto que la tierra que Dios otorgó a Abraham se halla en lo que conocemos como Palestina —dijo Daley—. Pero ¿y si no fuese así? ¿Y si la tierra que Dios identificó estuviese en otra parte? ¿En algún lugar lejos de Palestina? ¿En el oeste de Arabia?

Cassiopeia soltó una risita.

—Estás chiflado. ¿Quieres decir que el Antiguo Testamento tiene allí sus raíces? ¿En el corazón del Islam? ¿La tierra de los judíos, la que Dios les prometió, incluye La Meca? Hace unos años unos islamistas la armaron gorda en el mundo entero por una viñeta de Mahoma. ¿Te imaginas lo que harían con esto?

Daley parecía impasible.

—Por eso saudíes e israelíes querían muerto a Haddad. Según él, las pruebas de su teoría se encontraban en la desaparecida Biblioteca de Alejandría. Y eso se lo dijo alguien que se hacía llamar Guardián.

—Lo mismo que a los otros tres individuos —aclaró Dixon—. A cada uno de ellos lo visitó un emisario, que se hacía llamar Guardián, que les ofreció la forma de dar con la biblioteca.

—¿Qué clase de pruebas se podrían encontrar? —quiso saber Stephanie.

Daley empezaba a impacientarse.

—Hace cinco años Haddad les dijo a las autoridades palestinas que creía que se podían utilizar antiguos documentos para confirmar sus conclusiones. Un solo Antiguo Testamento escrito antes de la llegada de Cristo, en su hebreo original, podría resultar decisivo.

En la actualidad no hay ninguno anterior al siglo X. Haddad sabía por otros escritos que se han conservado que en la Biblioteca de Alejandría existían textos bíblicos. Dar con uno de ellos puede que sea la única manera de demostrar su teoría, ya que los saudíes no permitirán que se realicen investigaciones arqueológicas en Asir.

Stephanie recordó lo que Green le contó la madrugada del martes.

—Por eso arrasaron esas aldeas. Tenían miedo. No querían que se encontrase nada.

—Y por eso te quieren muerta —aclaró Dixon—. Te estás entrometiendo en sus asuntos. Y no quieren correr riesgos.

Stephanie contempló el Salón del Espacio. Los cohetes expuestos apuntaban al techo. Colegiales nerviosos correteaban. Ella lanzó una mirada furiosa a Dixon.

—¿Tu gobierno se cree todo esto?

—Por eso murieron esos tres hombres. Por eso Haddad estuvo en el punto de mira.

Stephanie señaló a Daley.

—Él no es amigo de Israel. Utilizaría cualquier cosa para someter a tu gobierno.

Dixon rompió a reír.

—Stephanie, desvarías.

—No cabe duda de que le mueve eso.

—No tienes ni idea de qué me mueve —le espetó Daley, cada vez más indignado.

—Sé que eres un mentiroso.

Daley la miró con incertidumbre. Casi parecía confuso, lo cual la sorprendió, de manera que preguntó:

—¿Qué está pasando, Larry?

—Más de lo que tú crees.