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Lisboa

19:40

Malone despertó sentado contra una áspera pared de piedra.

—Son más de las siete y media —le dijo al oído Pam.

—¿Cuánto tiempo he estado grogui?

—Una hora.

Él no le veía la cara. Los envolvía una oscuridad absoluta. Recordó su situación.

—¿Va todo bien por ahí? —preguntó en voz baja a McCollum.

—Estupendamente.

Habían salido de la iglesia justo antes de las cinco y subido deprisa al coro alto, donde otro acceso daba al claustro. Los visitantes habían tardado en salir, aprovechando el sol de media tarde para hacer unas últimas fotos de la opulenta ornamentación de estilo árabe. La galería superior no ofrecía ningún refugio seguro, pero al recorrer el muro norte de la iglesia en la parte de abajo encontraron once puertas de madera. Un letrero explicaba que aquellos compactos espacios en su día fueron confesionarios.

Aunque las puertas estaban cerradas, McCollum se las ingenió para abrir una gracias a un orificio que había bajo el cerrojo. McCollum utilizó una impresionante navaja que se sacó del bolsillo para abrir el cerrojo, que volvió a correr cuando hubieron entrado. Malone no sabía que McCollum fuese armado. Era imposible que hubiese subido el arma al avión, pero había facturado una pequeña bolsa en el aeropuerto de Londres, que ahora se hallaba en una taquilla del aeropuerto lisboeta. También Malone había dejado la cartera de Haddad en una taquilla de Lisboa. El hecho de que McCollum no mencionara la navaja no hizo más que aumentar las sospechas de Malone.

Tras la puerta, una grada de hierro daba a otro oscuro cubículo. Una puerta en el segundo espacio comunicaba con la iglesia, lo que permitía la entrada al penitente.

Malone había crecido siendo católico y recordaba algo similar, aunque de factura más sencilla, en su iglesia. Nunca había entendido por qué no podía ver al sacerdote que lo absolvía de sus pecados. Cuando lo preguntó, las monjas que le daban clase se limitaron a contestar que era preciso que siempre existiera una separación. Malone acabó aprendiendo que a la Iglesia católica le encantaba decir lo que había que hacer, pero no le gustaba demasiado dar explicaciones, lo cual explicaba en parte por qué él ya no era practicante.

Consultó la esfera luminosa del TAG de Pam. Casi las ocho. Era pronto, pero el lugar ya llevaba cerrado tres horas.

—¿Se oye algo fuera? —le preguntó en voz queda a McCollum.

—Ni un ruido.

—Vamos —susurró él en la oscuridad—. No tiene sentido que sigamos más aquí.

Oyó que la navaja de McCollum volvía a introducirse y después un chirrido de metal contra metal.

La puerta del confesionario crujió al abrirse.

Malone se puso en pie, aunque tuvo que agacharse debido a la escasa altura del techo. Todos salieron a la galería inferior. El fresco aire nocturno fue muy agradable después de pasar tres horas en lo que no dejaba de ser un armario. Al otro lado del claustro, en las galerías superior e inferior, unas luces emitían una luz tenue, la intrincada tracería que había entre los arcos apenas se veía. Malone se asomó por el arco más cercano y alzó la vista al cielo. La penumbra del umbroso claustro parecía acentuada por la noche sin estrellas.

Fue directo a la escalera que llevaba al coro alto, con la esperanza de que la puerta que daba a la iglesia —la que había usado antes para encontrar el coro desde la nave— continuara abierta.

Le satisfizo descubrir que así era.

La quietud de la nave era sepulcral. Los focos de fuera, que bañaban de luz la fachada externa, dejaban las vidrieras a contraluz. Un puñado de débiles bombillas rompía la densa oscuridad únicamente en el coro bajo.

—Este sitio es distinto de noche —comentó Pam.

Malone asintió. Estaba en guardia. Se dirigió al presbiterio y saltó los cordones de terciopelo. Ya en el altar mayor, subió cinco peldaños y se plantó ante el sagrario.

Se volvió y miró de nuevo el extremo más alejado del coro alto. El iris del rosetón le devolvió la mirada, esta vez privado de la vida que le insuflaba el sol.

McCollum pareció prever lo que él necesitaría y apareció a su lado con una vela y cerillas.

—El candelero, cerca de la pila bautismal. Lo vi antes.

Malone cogió la vela y McCollum encendió la mecha. La acercó al sagrario y escudriñó la imagen de la puerta: la Virgen María estaba sentada con el niño en el regazo, san José tras ella, los tres coronados por halos. Tres barbados, uno arrodillado ante el niño, rendían homenaje. Otros tres hombres, uno —cosa rara— luciendo lo que parecía un yelmo, miraban. Sobre la escena, con las nubes apartadas, brillaba una estrella de cinco puntas.

—Es la Natividad —oyó decir a Pam desde detrás.

Él asintió.

—Eso parece. Los tres reyes magos siguiendo la estrella para adorar al recién nacido rey.

Recordó lo que debían buscar allí, donde la plata se convertía en oro: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar».

El acertijo suponía un reto.

—Tenemos que salir de aquí, pero también necesitamos sacarle una foto a esto. Dado que ninguno de nosotros tiene una cámara, ¿alguna sugerencia?

—Después de comprar las entradas fui arriba —dijo McCollum—. Hay una tienda de regalos llena de libros y postales. Seguro que allí encontramos una foto.

—Bien pensado —alabó Malone—. Usted primero.

McCollum subió las escaleras que conducían a la galería superior, satisfecho de haber elegido bien. Cuando Alfred Hermann le encomendó encontrar la biblioteca, su mente no tardó en perfilar el plan definitivo, y la supresión del equipo de vigilancia israelí en Alemania consolidó su proceder.

Hermann jamás habría autorizado que se provocara deliberadamente a los judíos, y habría sido imposible explicar por qué habían sido necesarios esos asesinatos: ni más ni menos que para desequilibrar a la otra parte durante los escasos días que él necesitaba para alcanzar su meta.

Si era posible.

Y podía serlo.

Él nunca habría descifrado la búsqueda del héroe solo, e implicando a otro que no fuera Malone sólo habría conseguido aumentar el riesgo de ser descubierto. Había decidido que convertir a Malone en su supuesto aliado era la única solución viable.

Arriesgado, pero el movimiento había resultado ser muy provechoso. Media búsqueda parecía resuelta.

Llegó a la parte de arriba y entró en la galería, giró a la izquierda y fue directo hacia unas puertas de cristal que estaban fuera de lugar en aquel entorno medieval. Su móvil, que guardaba en el bolsillo del pantalón, había registrado calladamente cuatro llamadas de Alfred Hermann. Se planteó ponerse en contacto con él y calmar el nerviosismo del viejo, pero al cabo determinó que sería una tontería: demasiadas preguntas a las que él podía dar pocas respuestas. Había estudiado la Orden largo y tendido, en particular a Alfred Hermann, y creía conocer sus puntos fuertes y débiles.

Por encima de todo los miembros eran hombres de negocios.

Y antes de exprimir a los israelíes o los saudíes o los americanos, la Orden del Vellocino de Oro tendría que negociar con él.

Y no les saldría barato.

Malone siguió a Pam y McCollum por la galería superior, con su bóveda nervada, admirando el trabajo. Por los retazos que les había oído antes a los guías, la Orden de san Jerónimo, que tomó posesión del monasterio en 1500, era una congregación dedicada a la oración, la contemplación y el pensamiento reformista. Carecían de misión evangélica o pastoral, preferían centrarse en vivir una vida cristiana ejemplar, como su santo patrón, el propio Jerónimo, sobre el cual Malone había leído algo en el libro de Bainbridge Hall.

Se detuvieron ante las puertas de cristal, adaptadas a uno de los elaborados arcos. Al otro lado se encontraba la tienda.

—Seguro que no tiene alarma —aventuró McCollum—. ¿Qué se podría robar? ¿Recuerdos?

Las puertas eran de grueso cristal, con bisagras de metal negras y tiradores cromados.

—Se abren hacia fuera —dijo Malone—. No podemos romperlas de una patada, ese cristal mide más de un centímetro de grosor.

—¿Por qué no miras a ver si están abiertas? —propuso Pam.

Él asió uno de los pomos y tiró. La puerta se abrió.

—Entiendo por qué tus clientes valoran tu opinión.

—¿Por qué iban a cerrarlas? —respondió ella—. Este sitio es una fortaleza. Y él tiene razón ¿qué hay que se pueda robar? Las puertas en sí valen más que los artículos.

Malone sonrió al escuchar su lógica. Parte de la hosquedad de su ex había vuelto, pero él se alegraba. Lo mantenía alerta.

Entraron. El oscuro lugar, que olía a cerrado, le recordó al peculiar confesionario de antes, así que abrió la puerta noventa grados y la afianzó, como estaba cuando los visitantes entraban y salían.

Una ojeada le dijo que la tienda medía unos cuarenta metros cuadrados, con tres altos expositores contiguos en una pared, estantes de libros en las otras dos y un mostrador con una caja registradora en la cuarta. El centro lo ocupaba un soporte independiente atestado de libros.

—Necesitamos luz —dijo Malone.

McCollum se aproximó a otras dos puertas de cristal que daban a una escalera a oscuras. Tres interruptores sobresalían de la pared.

—Estamos en el monasterio —razonó Malone—. La luz no se verá desde fuera. De todas formas encienda y apague deprisa, y veamos lo que pasa.

McCollum le dio a uno de los interruptores, y cuatro minúsculos halógenos que iluminaban las vitrinas de cristal cobraron vida. Unos apretados haces de luz enfocaban hacia abajo, lo cual era más que suficiente.

—Eso bastará —dijo él—. Ahora busquemos las fotos.

En lo alto del mostrador central había una pila de volúmenes en tapa dura, en portugués e inglés, titulados Los Jerónimos. La abadía de Santa María. Hojas satinadas, abundante texto, fotos. Tras ellos, dos libros más finos tenían más imágenes que palabras. Malone hojeó el primer montón mientras Pam hacía lo propio con el otro. McCollum se encargó de los otros estantes. Cuando llevaba miradas unas tres cuartas partes de uno de los libros, Malone encontró un capítulo que trataba del presbiterio y una fotografía en color de la puerta de plata del sagrario.

Llevó el libro a la luz. La imagen era un primer plano detallado.

—Lo tengo.

Leyó algo más acerca del sagrario, procurando discernir si la información sería útil, y se enteró de que era de madera revestida de plata. Para colocarlo en el presbiterio fue preciso retirar el cuadro central, que posteriormente desapareció. La imagen de ese lienzo desaparecido había sido grabada en la puerta del sagrario, completando así el ciclo iconográfico de las tablas, todas las cuales se centraban en la Epifanía. La puerta mostraba a Gaspar, uno de los reyes magos, adorando al recién nacido. El libro mencionaba que la Epifanía se consideraba la sumisión de lo secular a lo divino, y los tres reyes magos simbolizaban el mundo como se conocía entonces: Europa, Asia y África.

Entonces dio con un pasaje interesante:

Al parecer un extraño fenómeno ocurre en ciertos momentos del año, cuando los rayos del sol inciden de manera extraordinaria en la iglesia. Durante veinte días antes del equinoccio de primavera y treinta días después del equinoccio de otoño, desde la hora de vísperas hasta el ocaso, los dorados rayos solares, que entran por el oeste y salvan una distancia de 450 pasos, atraviesan en línea recta el coro y la iglesia, y llegan hasta el sagrario, convirtiendo la plata en oro. Uno de los párrocos de Belém, gran estudioso de la historia, observó hace tiempo que «el sol parece pedirle a su Creador permiso para ausentarse de tan ilustre cometido unas cuantas horas de la noche, prometiendo volver de nuevo y brillar al amanecer».

Malone les leyó el párrafo y dijo:

—Por lo visto los Guardianes están bien informados.

—Y calculan bien —apuntó Pam—: Han pasado dos semanas desde el equinoccio de otoño.

Malone arrancó la foto del libro y pensó en el resto de la pista:

—«Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar». Es lo siguiente. Y más complicado.

—Cotton, seguro que ya has visto la relación.

Así era, y le satisfizo ver que el cerebro de Pam también estaba en funcionamiento.

—«Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar». —Ella señaló la imagen del libro—. La puerta del sagrario, Belém, la Natividad. Recuerda lo que leímos esta tarde en Londres. Y ¿qué escribió Haddad? «Los grandes viajes a menudo comienzan con una epifanía».

—Creo que vas a llegar al final —observó Malone.

Entonces se oyó ruido de cristales rotos, a lo lejos.

—Viene del claustro —aseguró McCollum.

Malone fue directo al interruptor y apagó los halógenos. La oscuridad volvió a engullirlos, y sus ojos necesitaron un instante para adaptarse.

Más estrépito.

Malone se deslizó hasta la puerta abierta y determinó la procedencia del sonido: el extremo más alejado del claustro, en diagonal, abajo.

Vio movimiento en la penumbra y divisó a tres hombres que salían de otras puertas de cristal.

Cada uno de ellos con un arma.

Se desplegaron en abanico por la galería inferior.