Washington, DC
13:30
—¿No crees que le apretaste demasiado las clavijas a Daley? —le preguntó Green a Stephanie.
Ella y Cassiopeia iban en la limusina de Green, la parte posterior estaba insonorizada y aislada de la delantera mediante una mampara de plexiglás. Green las había recogido en el centro, después de que se marcharan de la casa de Daley.
—No habría venido por nosotras. Heather habría podido ponerse la ropa de él, pero no los zapatos. Dudo que nos hubiese perseguido descalza y desarmada.
Él no parecía convencido.
—Supongo que habrá una razón para que le hicieras saber a Daley que estabais allí, ¿no?
—A mí también me gustaría saberlo —apuntó Cassiopeia—. Pudimos salir sin que se diera cuenta.
—Y yo seguiría en el punto de mira. De esta manera ha de tener cuidado. Tengo algo que quiere, y si algo es Daley es un negociante.
Green señaló el ejemplar de Hardball
—¿Tan vital es?
Stephanie cogió el portátil que le había pedido a Green que llevara, introdujo una de las memorias en un puerto y tecleó «aunt b’s» en el espacio destinado a la contraseña.
—¿Tu chica también se enteró de eso? —inquirió Cassiopeia.
La aludida asintió.
—Es un restaurante de Maryland. Daley va mucho los fines de semana. Sirven comida casera. Es uno de sus preferidos. A mí me chocó. Creía que Daley era aficionado a los restaurantes de postín.
La pantalla mostró una lista de archivos, cada uno de ellos identificado con una palabra.
—Miembros del Congreso —explicó ella. Hizo clic en uno—. Averigüé que Daley maneja como nadie fechas y horas. Cuando presiona a un miembro para sacarle un voto posee información precisa sobre cada contribución en metálico que ha recibido dicho miembro. Curioso, ya que él nunca envía dinero directamente. Prefiere que el trabajo sucio lo hagan quienes les atrae la idea de medrar en la Casa Blanca. Eso me hizo pensar que guardaba archivos. Nadie tiene tan buena memoria. —Señaló la pantalla—. Ahí tenéis un ejemplo. —Contó—: Catorce pagos a este tipo por un total de ciento ochenta y siete mil dólares a lo largo de un período de seis años. Ahí están la fecha, el lugar y la hora de cada pago. —Sacudió la cabeza—. Nada asusta más a un político que los detalles.
—¿Estamos hablando de sobornos? —quiso saber Green.
Ella asintió.
—Pagos en efectivo, para gastos personales. No lo bastante para llamar la atención, pero sí para mantener abiertas las líneas de comunicación. Sencillo y eficaz, pero es la clase de capital político que Daley reúne, el que utiliza esta Casa Blanca. Han conseguido aprobar algunas leyes bastante majas.
Green clavó la vista en la pantalla.
—Debe de haber un centenar o más de miembros.
—Daley es eficaz, para qué negarlo. La pasta se reparte entre ambos bandos políticos.
Stephanie abrió otro archivo y apareció un listado de senadores. Unos treinta.
—También cuenta con un grupo de jueces federales. Se ven en apuros económicos, como todo el mundo, y él les envía a la gente adecuada para echarles una mano. Encontré a uno en Michigan que habló. Estaba al borde de la ruina hasta que apareció uno de sus amigos con dinero. Finalmente su conciencia pudo más, sobre todo después de que Daley quisiera que dictaminara de determinada manera. Por lo visto, un abogado que trabajaba en un caso era un importante contribuyente del partido y necesitaba ciertas garantías de que saldría victorioso.
—Los tribunales federales son un semillero de corrupción —musitó Green—. Llevo años diciéndolo. Dale a alguien un cargo vitalicio y te buscarás problemas. Demasiado poder y poca supervisión.
Stephanie agarró otra memoria USB.
—Una de estas basta para acusar a varios de esos pájaros.
—Una descripción elocuente.
—Es por las togas negras: son como buitres, encaramados a una rama a la espera de apurar los huesos.
—Qué poco respeto por nuestra judicatura —observó él, risueño.
—El respeto hay que ganarlo.
—¿Puedo decir algo? —terció Cassiopeia—. ¿Por qué no lo hacemos público? Despertaría mucho interés. No es como suelo hacer las cosas, pero creo que en este caso funcionaría.
Green meneó la cabeza.
—Como dijo usted antes, yo no sé mucho de los israelíes. Pero usted no entiende la maquinaria de relaciones públicas de esta administración: es experta en urdir tramas. Complicarían el asunto hasta desvirtuarlo, y nosotros perderíamos a Daley y al traidor.
—Tiene razón —convino Stephanie—. No funcionaría. Tenemos que encargarnos nosotros.
El tráfico detuvo el coche, y el móvil de Green sonó suavemente. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el aparato y miró la pantalla.
—Esto podría ser interesante. —Pulsó dos teclas y le habló al altavoz—: Esperaba tu llamada.
—Apuesto a que sí —repuso Daley.
—Puede que después de todo no acabe en esa caja en Vermont.
—Eso es lo bueno del ajedrez, Brent, cada movimiento es una aventura. Muy bien, reconozco que el tuyo ha sido bueno.
—Agradéceselo a Stephanie.
—Estoy seguro de que está ahí, así que bien hecho, Stephanie.
—Muchas gracias, Larry.
—Eso no cambia gran cosa —dejó claro Daley—. Los elementos que mencioné siguen nerviosos.
—Pues tendrás que tranquilizarlos —sugirió Stephanie.
—¿Quieres hablar? —preguntó Daley.
Stephanie iba a responder, pero Green levantó la mano.
—¿Para qué?
—Podría estar muy bien. Hay mucho en juego.
Ella no pudo resistir la tentación.
—¿Más que tu culo?
—Mucho más.
—Mentiste cuando dijiste que no sabías nada de la Conexión Alejandría, ¿no? —quiso saber Green.
—«Mentir» es una palabra muy dura. Lo que hice fue ocultar datos por el bien de la seguridad nacional. ¿Es ése el precio que voy a tener que pagar?
—Creo que es razonable, teniendo en cuenta las circunstancias.
Stephanie sabía que Daley comprendería que ellos podían divulgar sus secretos. Tanto ella como Green tenían contactos en los medios de comunicación, y a esos contactos les encantaría manchar a ese gobierno.
—De acuerdo. —El tono de Daley traslució resignación—. ¿Cómo queréis hacer esto?
Stephanie sabía la respuesta:
—En un lugar público, con montones de gente.
—No es buena idea.
—Sólo lo haremos así.
El teléfono enmudeció un instante antes de que Daley dijera:
—Decidme dónde y cuándo.