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Viena, Austria

10:50

Tras despedirse del comité político, Alfred Hermann se excusó y salió del comedor. Le habían dicho que por fin había llegado el invitado especial.

Recorrió los pasillos de la planta baja y entró en el amplio recibidor del château justo cuando Henrik Thorvaldsen hacía su aparición. Dibujó una sonrisa en su rostro y dijo en inglés:

—Henrik. Cuánto me alegro de verte.

Thorvaldsen también sonrió al ver a su anfitrión.

—Alfred. No iba a venir, pero decidí que me apetecía charlar con vosotros.

Hermann se aproximó, y los dos se dieron la mano. Conocía a Thorvaldsen desde hacía cuarenta años, y el danés no había cambiado mucho. La espalda tiesa, encorvada seguía allí, formando un grotesco ángulo como un trozo de hojalata remachada. Hermann siempre había admirado las disciplinadas emociones de Thorvaldsen, siempre estudiadas, moldeadas, como si repasase un programa memorizado. Y eso requería talento. Sin embargo Thorvaldsen era judío. Ni devoto ni manifiesto, pero así y todo hebreo. Peor aún, era amigo íntimo de Cotton Malone, y Hermann estaba convencido de que Thorvaldsen no había acudido a la asamblea para ver a los amigos.

—Me alegro de que hayas venido —afirmó Hermann—. Tengo muchas cosas que contarte.

Solían pasar tiempo juntos en la asamblea. Thorvaldsen era uno de los pocos miembros cuya fortuna podía rivalizar con la suya, y mantenía estrechos lazos con la mayor parte de los gobiernos europeos. Sus miles de millones de euros hablaban por sí mismos.

Los ojos del danés brillaron.

—Estoy deseando oírlas.

—Y ¿quién es éste? —preguntó Hermann al tiempo que señalaba al muchacho que se encontraba junto a Thorvaldsen.

—Gary Malone. Está pasando unas semanas conmigo mientras su padre anda fuera y decidí traerlo.

Fascinante. Thorvaldsen lo ponía a prueba.

—Estupendo. Hay un puñado de jóvenes que ha venido con los miembros. Me encargaré de que no les falte la diversión.

—Sabía que lo harías.

Entraron mayordomos con el equipaje y, a una señal de Hermann, llevaron las maletas a la segunda planta. Ya había designado qué habitación ocuparía Thorvaldsen.

—Ven, Henrik. Vayamos a mi despacho mientras se ocupan de vuestras maletas. Margarete tiene muchas ganas de verte.

—¿Y Gary?

—Que venga, no pasa nada.

Malone desayunaba e intentaba formarse un juicio sobre Jimmy McCollum, aunque albergaba serias dudas de que ése fuera su verdadero nombre.

—¿Va a decirme qué interés tiene en todo esto? —preguntó McCollum—. La Biblioteca de Alejandría no es precisamente el Santo Grial. Otros la han buscado, pero eran fanáticos o chiflados. Usted no parece lo uno ni lo otro.

—Usted tampoco —terció Pam—. ¿Qué interés tiene usted?

—¿Qué le ha pasado en el hombro?

—¿Quién ha dicho que me haya pasado algo?

McCollum se metió en la boca una porción de huevo.

—Lo sostenía como si lo tuviera roto.

—Tal vez sea así.

—De acuerdo, no va a decírmelo. —McCollum miró a Malone—. Veo aquí mucha desconfianza hacia alguien que les ha salvado el culo a los dos.

—Ella le ha hecho una buena pregunta: ¿qué interés tiene en la biblioteca?

—Digamos que, si encontrase algo, hay personas que recompensarían mis esfuerzos de muchas maneras. Personalmente creo que es una pérdida de tiempo, pero no puedo por menos de preguntarme el porqué de tantos asesinatos. Alguien sabe algo.

Malone decidió arrojarle algo de carnaza.

—Esa búsqueda del héroe que mencionó usted. La conozco. Son pistas que indican el camino a la biblioteca. —Hizo una pausa—. Supuestamente.

—Oh, es cierto, créame. Otros han ido. No he conocido a ninguno ni tampoco he hablado con ninguno, pero he oído hablar de la experiencia. La búsqueda del héroe es real, igual que los Guardianes.

Otra palabra clave. El tipo estaba bien informado. Malone centró su atención en un bollito que cortó y untó de mermelada de ciruela.

—¿Qué podemos hacer el uno por el otro?

—¿Y si me cuenta por qué fue a Bainbridge Hall?

La epifanía de san Jerónimo.

—Vaya, eso es nuevo. ¿Le importaría explicarse?

—¿De dónde es usted? —soltó de pronto Malone.

McCollum soltó una risita.

—¿Todavía está intentando calarme? Muy bien, colaboraré. Nací en el gran estado de Kentucky, en Louisville. Y antes de que me lo pregunté le diré que no fui a la universidad, sino al ejército. Fuerzas especiales.

—Entonces si hago algunas comprobaciones daré con un recluta llamado Jimmy McCollum, ¿no? Es hora de que sea realista.

—Lamento tener que decirle que tengo un pasaporte y una partida de nacimiento en los que pone ese nombre. Estuve allí una temporada. Licenciado con honores. Pero ¿eso qué importa? A mi entender lo único que cuenta es el aquí y el ahora.

—¿Qué es lo que persigue? —quiso saber Malone.

—Espero que haya muchas cosas cuando se encuentre la biblioteca, pero yo sigo sin saber qué interés tiene usted.

—Esta búsqueda podría resultar ser un reto.

—Bueno, es lo primero con sentido que dice.

—Me refiero a que tal vez haya otros buscando.

—Cuénteme algo que no sepa.

—¿Qué le parecen los israelíes?

Malone captó una pizca de perplejidad en los vivaces ojos de McCollum, luego volvió la claridad, acompañada de una sonrisa.

—Adoro los retos.

Era hora de recoger el sedal.

—Tenemos La epifanía de san Jerónimo.

—De mucho le va a servir si desconoce su importancia.

Malone coincidió con él.

—Yo tengo la búsqueda del héroe —aseguró McCollum.

La revelación captó la atención de Malone, en particular dado que George Haddad no le había desvelado los detalles de ese viaje.

—Lo que quiero saber —añadió McCollum— es si tiene usted la novela de Thomas Bainbridge.

Pam seguía comiendo, en ese momento daba buena cuenta de un bol de fruta con yogur. Sin duda conocía la primera regla de la abogacía —nunca reveles lo que sabes—, pero Malone decidió que si quería recibir tendría que dar.

—La tengo. —Y, para tentar al otro añadió—: Y más.

McCollum hizo una mueca de admiración.

—Sabía que había elegido bien cuando decidí salvarle el pellejo.

Hermann vio salir de su despacho a Thorvaldsen y su joven protegido. Margarete estaba a su lado. Habían disfrutado de una agradable visita de media hora.

—¿En qué piensas? —le preguntó Alfred a su hija.

—Henrik ha estado como siempre: tomando bastante más de lo que da.

—Él es así, igual que yo. —Y tú también deberías serlo, pensó—. ¿Has notado algo?

Ella meneó la cabeza.

—¿Nada en el muchacho?

—Parecía tener buenos modales.

Su padre decidió contarle parte de lo que ella no sabía.

—Henrik tiene algo que ver con una iniciativa en la que está inmerso el Círculo. Es de vital importancia con respecto a lo que hablamos en el desayuno.

—¿La Biblioteca de Alejandría?

Él asintió.

—Un conocido suyo, un hombre llamado Cotton Malone, forma parte de lo que está ocurriendo.

—¿Dirige Sabre la operación?

—Y muy bien. Todo está saliendo según lo previsto.

—El chico se apellida Malone. ¿También está metido en esto?

—Es el hijo de Cotton Malone.

El rostro de Margarete reflejó sorpresa.

—¿Por qué está aquí?

—Lo cierto es que traerlo ha sido muy inteligente por parte de Henrik. Con los miembros presentes, todos nos comportaremos mejor que nunca. Éste podría ser el lugar más seguro para ambos. Claro está que a veces sobrevienen accidentes.

—¿Le harías daño al chico?

Él la miró con dureza.

—Haré lo que sea preciso para salvaguardar nuestros intereses, y tú deberías estar dispuesta a hacer lo mismo.

Su hija no contestó, y él le concedió un instante. Al cabo ella dijo:

—¿Hace falta que sobrevenga un accidente?

A Alfred le alegró ver que Margarete empezaba a comprender la gravedad de la situación.

—Eso depende de lo que nuestro querido amigo Henrik tenga en mente.

—¿De dónde le viene ese nombre? ¿Cotton? —preguntó McCollum.

—A decir verdad es bastante… —comenzó Pam. Malone la cortó.

—Es una larga historia. Podemos hablar de ello en otro momento. Ahora lo que me interesa es la búsqueda del héroe.

—¿Siempre es tan susceptible con su nombre?

—Soy susceptible con la pérdida de tiempo.

McCollum estaba terminando un plato de fruta. Malone se fijó en que el tipo comía de forma sana: copos de avena, fresas, zumo, un bollito de pan.

—Muy bien, Malone. Tengo la búsqueda. La conseguí de un invitado que murió antes de ir.

—¿Fue cosa suya?

—Esta vez no. Causas naturales. Lo encontré y robé la búsqueda. No me pregunte quién era porque no se lo voy a decir. Pero tengo las pistas.

—Y ¿sabe si son auténticas?

McCollum soltó una risita.

—En lo mío eso nunca se sabe hasta que se llega allí. Pero correré el riesgo.

—¿Qué necesita? —inquirió Pam. Había estado bastante callada durante el desayuno—. Es evidente que sabe más que nosotros. ¿Por qué malgastar el tiempo?

—Para ser sincero, tengo un problema. Llevo las últimas semanas peleándome con la búsqueda: es un acertijo. Y no soy capaz de resolverlo. Creí que tal vez ustedes dos pudieran ayudarme. A cambio, estoy dispuesto a compartir lo que sé.

—Y está dispuesto a pegarle un tiro a dos hombres en la cabeza —espetó Malone.

—Le habrían hecho eso mismo a usted. Lo cual, dicho sea de paso, debería darle qué pensar. ¿Quién querría hacerlo?

«Excelente pregunta», pensó Malone. Nadie los había seguido desde Londres, de eso estaba seguro. No tenía sentido que los asesinos los estuvieran esperando en Bainbridge Hall, pues él había decidido acudir allí con escasas horas de antelación.

—Esta búsqueda —prosiguió McCollum— tiene mucha más enjundia de lo que yo pensaba en un principio. Y ahora usted me dice que los judíos también están en el ajo.

—A un amigo mío lo mataron ayer, lo cual debería poner fin al interés de Israel.

—Ese amigo ¿sabía algo de la biblioteca?

—Por eso lo liquidaron.

—No es el primero.

Malone necesitaba saber algo.

—Supongo que querrá vender los manuscritos que encuentre, ¿no?

McCollum se encogió de hombros.

—Quiero sacar partido de las molestias que me he tomado. ¿Le importa?

—Si los manuscritos se conservan tendrían que ser protegidos y estudiados.

—No soy codicioso, Malone. Estoy seguro de que en algún lugar del emplazamiento habría algunas migajas que podría vender en pago de esas molestias. —McCollum hizo una pausa—. Además de que se me reconociera el mérito por el hallazgo, claro está. Eso ya valdría algo por sí mismo.

—Fama y fortuna —apuntó Pam.

—La inmortalidad como recompensa —dijo McCollum—. Ambas cosas tienen sus aspectos satisfactorios.

Malone ya había oído bastante.

—Díganos las pistas.

McCollum estaba sentado frente a ellos, distante como una deidad, malicioso como un demonio. Al tipo había que vigilarlo; mataba con demasiada facilidad. Pero si poseía la búsqueda del héroe tal vez supusiera su única forma de avanzar.

McCollum se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel.

—Así es como empieza.

Malone cogió el pequeño papel y leyó:

Cuán extraños son los manuscritos, gran viajero de lo desconocido. Aparecen por separado, pero parecen uno a quienes saben que los colores del arco iris se tornan una única luz blanca. ¿Cómo encontrar ese único rayo? Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón.

—¿Dónde está el resto? —quiso saber.

McCollum se rió.

—Descifre esta parte y ya veremos. Vayamos paso a paso.

Malone se puso en pie.

—¿Adónde va?

—A ganarme el resto.