Viena
8:00
Hermann apartó el desayuno. Odiaba comer, sobre todo con gente, pero le encantaba el comedor del château. Él personalmente había escogido su diseño y su ornamentación neogótica, los marcos de las ventanas y el artesonado del techo exhibían los escudos de armas de ilustres cruzados y las paredes estaban llenas de lienzos que describían la toma cristiana de Jerusalén.
El desayuno fue espectacular, como de costumbre, y un ejército de camareros con chaqueta blanca sirvieron a los invitados. Su hija se hallaba sentada en el extremo opuesto de la larga mesa, los otros doce asientos ocupados por un selecto grupo de miembros de la Orden —el comité político— que había llegado el día anterior para asistir a la asamblea del fin de semana.
—Espero que todo el mundo esté disfrutando —dijo Margarete a los presentes. Públicamente se movía como pez en el agua.
Hermann reparó en que fruncía el ceño al ver su plato intacto, pero no dijo nada al respecto. La reprimenda vendría en privado: como si el apetito, en y por sí mismo, garantizase una vida larga y una buena salud. Ojalá fuera tan sencillo.
Varios miembros del comité parloteaban sobre el castillo y el exquisito mobiliario, advirtiendo algunos de los cambios que él había efectuado desde la primavera anterior. Aunque aquéllos eran hombres y mujeres adinerados, juntos no reunían ni una cuarta parte de la fortuna de Hermann. No obstante cada uno de ellos era valioso de un modo u otro, así que les dio las gracias por darse cuenta y esperó. Al cabo dijo:
—Me interesaría saber qué va a decir el comité político a la asamblea en lo tocante al concepto 1223.
Esa iniciativa, adoptada tres años antes en la asamblea de primavera, tenía que ver con un complejo plan para desestabilizar Israel y Arabia Saudí. Él se había adherido a la idea, razón por la cual había trabado relaciones con los gobiernos israelí y norteamericano, unas relaciones que, inesperadamente, lo habían conducido hasta George Haddad.
—Antes de eso —intervino el presidente del comité—, ¿podrías decirnos si tus esfuerzos están dando fruto? Nuestros planes habrán de sufrir modificaciones si no sales airoso.
Él asintió.
—Los acontecimientos se están sucediendo. Y deprisa. Pero si salgo airoso, ¿contamos con un mercado para la información?
Otro miembro afirmó con la cabeza.
—Hemos hablado con Jordania, Siria, Egipto y Yemen. Todos están interesados, al menos en mantener conversaciones.
Hermann estaba satisfecho. Había aprendido que el entusiasmo de un país árabe —ya fuera en materia de bienes, servicios o terror— aumentaba de forma directamente proporcional al desinterés de su vecino.
—Resulta arriesgado pasar por alto a los saudíes —opinó otro—. Mantienen vínculos con muchos de nuestros miembros. Las represalias podrían salirnos caras.
—Vuestros negociadores tendrán que asegurarse de que conservan la calma hasta que nos convenga tratar con ellos —respondió él.
—¿No es hora de que nos cuentes exactamente qué hay en juego? —inquirió otro miembro del comité.
—No —negó él—. Todavía no.
—Nos estás metiendo hasta el fondo en algo que, honestamente, Alfred, me plantea dudas.
—¿Qué dudas?
—¿Qué podría ser tan tentador para Jordania, Siria, Egipto y Yemen que excluya a Arabia Saudí?
—Eliminar a Israel.
El silencio se extendió por la habitación.
—Es cierto que ése es un objetivo común a todas esas naciones, pero también imposible. Ese Estado no va a desaparecer.
—Eso mismo se dijo de la Unión Soviética, y sin embargo cuando su razón de ser se puso seriamente en entredicho y luego fue desenmascarada como el fraude que era, mirad lo que ocurrió: se desintegró en cuestión de días.
—Y ¿tú puedes hacer que eso ocurra? —quiso saber otro.
—No malgastaría nuestro tiempo si lo creyera imposible. —Uno de los miembros, viejo amigo suyo, parecía frustrado con sus evasivas, de modo que decidió mostrarse un tanto conciliador—: Os diré algo: ¿y si se cuestionara la validez del Antiguo Testamento?
Algunos invitados se encogieron de hombros.
—¿Qué ocurriría?
—Ello podría cambiar radicalmente el debate de Oriente Próximo —replicó Hermann—. Los judíos están resueltos a sostener la corrección de su Torá, la Palabra de Dios y demás. Nadie los ha puesto nunca en tela de juicio. Se ha hablado, especulado, pero si se demostrara que la Torá está equivocada, imaginad qué pasaría con la credibilidad judía. Pensad en cómo podría incitar eso a otros Estados de Oriente Próximo.
Lo decía en serio: ningún opresor había sido capaz de derrotar a los judíos. Muchos lo habían intentado: asirios, babilonios, romanos, turcos, la Inquisición. Incluso Martín Lutero los detestaba. Sin embargo los llamados Hijos de Dios se habían negado tercamente a rendirse. Posiblemente Hitler fuera el peor. Y sin embargo, tras él, el mundo se limitó a concederles su bíblica patria.
—¿Qué tienes contra Israel? —quiso saber otro de los miembros del comité—. He cuestionado desde el principio por qué estamos perdiendo el tiempo con esto.
En efecto, la mujer se había mostrado disconforme, junto con otros dos. Se encontraban en clara minoría y eran relativamente inofensivos, así que Hermann había permitido su discurso sólo para dar un barniz de democracia al proceso.
—Esto va mucho más allá de Israel. —Vio que atraía la atención de todos, incluida la de su hija—. Si actuamos bien, es posible que desestabilicemos tanto a Israel como a Arabia Saudí. En esto las dos naciones van unidas. Si somos capaces de generar el caos adecuado en ambos Estados, controlarlo y después elegir el momento apropiado para desatarlo, quizá podamos derrocar de manera irrevocable ambos gobiernos. —Miró al presidente del comité político—: ¿Habéis discutido cómo pueden aprovecharse del proceso nuestros miembros una vez que lo pongamos en marcha?
El aludido, mayor que él, asintió. Era amigo suyo desde hacía décadas y su nombre sonaba con fuerza para conseguir un asiento en el Círculo.
—El escenario previsto se basa en que palestinos, jordanos, sirios y egipcios quieran todo cuanto les proporcionemos…
—Eso no va a pasar —cortó otro, uno de los disidentes.
—Y ¿quién habría pensado que el mundo desplazaría a casi un millón de árabes y concedería a los judíos una patria? —apuntó Hermann—. En Oriente Próximo muchos dijeron que eso tampoco ocurriría. —Sus palabras sonaron bruscas, de manera que tiñó lo que iba a decir con un tono de transigencia—: Como mínimo, podemos derribar ese estúpido muro que han levantado los israelíes para salvaguardar sus fronteras y hacer tambalear sus manidas reivindicaciones. La arrogancia sionista sufriría lo bastante para mover a los Estados árabes circundantes a que actúen conjuntamente. Y no he mencionado a Irán, al que nada le gustaría más que borrar del mapa a Israel. Esto será una bendición para ellos.
—¿Qué podría causar todo eso?
—El conocimiento.
—¿Es una broma? ¿Todo esto se basa en que nosotros sepamos algo?
No esperaba que la discusión fuera a ser tan franca, pero ése era su momento. Según los estatutos de la Orden, el comité que se había reunido alrededor de su mesa de comedor estaba encargado de formular el programa político del colectivo, que a su vez se hallaba íntimamente ligado a iniciativas del comité económico, ya que, para la Orden, política y ganancias eran sinónimos. El comité económico se había propuesto aumentar los ingresos de aquellos miembros que desearan efectuar fuertes inversiones en Oriente Próximo en al menos un treinta por ciento. Habían acometido un estudio, determinado una inversión inicial en euros, calculado posibles beneficios teniendo en cuenta las circunstancias económicas y políticas del momento y previsto varios escenarios. Al final se consideró que un treinta por ciento era factible. Sin embargo los mercados de Oriente Próximo estaban limitados en el mejor de los casos. La región entera podía explotar con el más insignificante de los incidentes. Cada día ofrecía una nueva posibilidad para el desastre. De manera que lo que el comité político buscaba era solidez. Los métodos tradicionales —sobornos y amenazas— no eran eficaces con gente acostumbrada a pegarse explosivos en el pecho; los hombres que controlaban las decisiones en lugares tales como Jordania, Siria, Kuwait, Egipto y Arabia Saudí eran demasiado ricos y fanáticos e iban demasiado protegidos. Así que la Orden comprendió que había que dar con una nueva moneda, una que Hermann creía poder tener en breve.
—El conocimiento es mucho más poderoso que cualquier arma —afirmó en un susurro.
—Todo se basa en el conocimiento —aseguró uno de los miembros.
Él se mostró conforme.
—El éxito dependerá de que seamos capaces de difundir lo que sepamos entre los compradores adecuados al precio adecuado en el momento adecuado.
—Te conozco, Alfred —dijo uno de los más ancianos—. Has planeado esto a conciencia.
Él sonrió.
—Las cosas por fin avanzan. Ahora los norteamericanos están interesados, y eso abre todo un abanico de posibilidades.
—¿Qué hay de los norteamericanos? —preguntó Margarete, en la voz un dejo de impaciencia.
Su pregunta lo irritó. Su hija debía aprender a no revelar lo que desconocía.
—Al parecer, en la cúpula del poder de Estados Unidos hay algunos que también quieren humillar a Israel. Consideran que será beneficioso para la política exterior norteamericana.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó alguien—. Árabes y árabes, además de árabes y judíos, llevan miles de años batallando. ¿Qué es eso tan aterrador?
Hermann se había fijado un noble objetivo tanto para él como para la Orden, pero una voz en su interior le decía que su diligencia estaba a punto de ser recompensada. Así que miró fijamente a los hombres y mujeres que tenía delante y repuso:
—Debería conocer la respuesta a esa pregunta antes de que termine el fin de semana.