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Henrik Thorvaldsen detestaba volar, razón por la cual ninguna de sus empresas tenía aviones. Para encarar su desasosiego siempre iba en primera clase y salía temprano por la mañana. Los asientos más amplios, el servicio y la hora del día aliviaban su fobia. Gary Malone, por otra parte, parecía encantado con la experiencia. El chico se había comido todo el desayuno que le sirvió la azafata y la mayor parte del de Henrik.
—Pronto aterrizaremos —informó al muchacho.
—Esto es estupendo. Tendría que estar en casa, en el instituto, y ahora me encuentro en Austria.
Él y Gary se habían hecho amigos a lo largo de los últimos dos años. Cuando el chaval iba a ver a Malone en las vacaciones de verano se quedaba más de una noche en Christiangade. A padre e hijo les gustaba hacerse a la mar con el queche de doce metros que había amarrado en el muelle de la propiedad. Lo habían comprado hacía tiempo para cruzar el Sund e ir a Noruega y Suecia, pero ahora rara vez se utilizaba. Al hijo de Thorvaldsen, Cai, le encantaba navegar. Cuánto lo echaba de menos. Llevaba muerto casi dos años, abatido a tiros en Ciudad de México por no sabía qué motivo. Malone se hallaba allí en una misión e hizo lo que pudo, por eso habían acabado conociéndose ellos dos. Sin embargo él no había olvidado lo sucedido: tarde o temprano averiguaría la verdad sobre la muerte de su hijo. Esa clase de deudas había que saldarlas siempre. Con todo, pasar tiempo con Gary le daba una idea de la dicha que la vida le había negado cruelmente.
—Me alegro de que hayas podido venir —aseguró Thorvaldsen—. No quería dejarte en casa.
—Nunca he estado en Austria.
—Es un bonito lugar lleno de densos bosques, montañas nevadas y lagos alpinos. El paisaje es espectacular.
El día anterior había estado observando con atención, y al parecer Gary lo llevaba bien, sobre todo teniendo en cuenta que había visto morir a dos hombres. Cuando Malone y Pam salieron para Inglaterra, Gary comprendió por qué debían ir: su madre tenía que volver al trabajo, y su padre tenía que descubrir por qué peligraba la vida de Gary. Christiangade era un sitio conocido, y Gary se había quedado de buena gana. Sin embargo el día anterior, después de hablar con Stephanie, Thorvaldsen supo lo que había que hacer.
—Esta reunión a la que tienes que asistir ¿es importante? —preguntó el chico.
—Podría serlo. Tendré que acudir a varias sesiones, pero te encontraremos algo que hacer mientras yo esté allí.
—¿Qué hay de mi padre? ¿Sabe que estamos haciendo esto? No se lo dije a mi madre.
Pam Malone había telefoneado unas horas antes y charlado brevemente con su hijo, pero había colgado antes de que Thorvaldsen pudiera hablar con ella.
—Estoy seguro que uno de ellos llamará de nuevo, y Jesper les hará saber dónde nos encontramos.
Corría un riesgo llevando al muchacho con él, pero había decidido que era lo mejor. Si Alfred Hermann se hallaba detrás del primer secuestro, y Thorvaldsen creía firmemente que era así, tener a Gary en la asamblea, rodeado de hombres y mujeres influyentes del mundo entero, cada uno con sus propios empleados y personal de seguridad, parecía lo más seguro. Le daba vueltas a lo del secuestro. Por lo poco que le habían contado de Dominick Sabre, el norteamericano era un profesional y no tendía a contratar a tan pobre ayuda como los tres holandeses que habían fastidiado el rapto. Algo no casaba. Malone era bueno, concedido, pero las cosas se habían desarrollado con una precisión asombrosa. ¿Habrían montado todo aquello sólo por Malone? ¿Para animarlo a continuar? De ser así, ello significaba que Gary ya no estaba en peligro.
—¿Recuerdas lo que hablamos? —le dijo a Gary—. Lo de tener cuidado con lo que dices y escuchar.
—Sí.
Thorvaldsen sonrió.
—Estupendo.
Ahora sólo esperaba no haberse equivocado con Alfred Hermann.