35

Washington, DC

Stephanie clavó la vista en Brent Green y su imperturbable expresión dio paso a una mirada de asombro.

—¿Que Thorvaldsen te dijo que me retiraras la seguridad? ¿Cómo es que lo conoces?

—Conozco a mucha gente. —Señaló sus ataduras—. Aunque en este momento estoy a tu merced.

—Retirarle la protección fue una estupidez —terció Cassiopeia—. ¿Y si no hubiese estado yo allí?

—Henrik dijo que estaba usted y que podía ocuparse de la situación.

Stephanie hizo un esfuerzo por controlar su ira.

—Se trataba de mi culo.

—Ése que arriesgaste tan tontamente.

—No tenía idea de que Dixon fuera a atacarme.

—Ahí quería llegar yo: no estás usando la cabeza. —Green apuntó de nuevo a las ataduras—. Éste es otro ejemplo de estupidez. En contra de lo que puedas pensar, el personal de seguridad se presentará aquí dentro de nada. Siempre lo hace. Puede que ansíe tener privacidad, pero, a diferencia de ti, no soy insensato.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió ella—. ¿Por qué te has metido en esto? ¿Trabajas con Daley? Eso de antes entre tú y él qué fue, ¿una farsa en mi honor?

—No tengo ni tiempo ni paciencia para farsas.

Stephanie no se dejó impresionar.

—Estoy harta de mentiras. Al hijo de Malone se lo llevaron por mí culpa. En este momento Cotton está en Londres con unos ejecutores israelíes y no puedo dar con él, con lo que no puedo prevenirlo. Tal vez esté en juego la vida de George Haddad. Y luego me entero de que mi jefe me deja con el culo al aire sabiendo que los saudíes quieren matarme. ¿Qué se supone que he de pensar?

—Que tu amigo Henrik Thorvaldsen pensó por todos y te envió ayuda. Que tu otro amigo, yo, decidió que la ayuda tenía que arreglárselas sola. ¿Qué te parece? ¿Tiene sentido?

Ella sopesó sus palabras.

—Ah, una cosa más —añadió Green.

Stephanie lo fulminó con la mirada.

—A este amigo le preocupa mucho lo que te ocurra.

Malone estaba enojado. Había ido hasta Bainbridge Hall con la esperanza de obtener respuestas. Las notas de Haddad los habían llevado directamente allí. Y sin embargo no tenía nada.

—Puede que haya otro saloncito —sugirió Pam.

Pero él comprobó el folleto y concluyó que ése era el único espacio llamado así. ¿Qué se le estaba escapando? Entonces reparó en algo. Contiguo a una de las hornacinas, al lado de la ventana, donde una intrincada vidriera aguardaba el sol matutino, había un tramo de pared desnuda. Los retratos inundaban todo el espacio libre restante. Salvo aquel trozo. Y el tenue contorno de un rectángulo se distinguía con claridad en la pintura de la pared.

Malone corrió hasta él.

—Falta uno.

—Cotton, no pretendo causar problemas, pero esto podría ser una pérdida de tiempo.

Él negó con la cabeza.

—George quería que viniéramos aquí.

Caminó dando vueltas, cavilando, y se dio cuenta de que no podían entretenerse. Un empleado podría sorprenderlos. Aunque llevaba las armas de Haddad y el larguirucho no quería usarlas.

Pam examinaba las mesas que había tras los dos sofás. En ellas libros y revistas se amontonaban decorativamente entre esculturas y macetas. Contemplaba uno de los pequeños bronces: un anciano de tez marchita y cuerpo musculoso vestido con un taparrabos. La figura estaba encaramada a una roca, el barbado rostro absorto en un libro.

—Tienes que ver esto —dijo.

Él se aproximó y vio lo que había grabado en la base de la estatua:

SAN JERÓNIMO

DOCTOR DE LA IGLESIA

Había estado tan ocupado intentando buscar piezas complicadas que había pasado por alto lo evidente. Pam señaló un libro que había justo debajo:

La epifanía de san Jerónimo —leyó.

Él miró el lomo.

—Tienes buen ojo.

Pam sonrió.

—Puedo ser útil.

Malone agarró el pesado bronce y lo levantó.

—Pues sélo y coge el libro.

Stephanie no sabía cómo tomarse el comentario de Brent Green.

—¿Qué quieres decir con eso de «le preocupa mucho»?

—Resulta algo difícil hablar de eso en este momento.

Y ella vio algo curioso en los ojos de Green: inquietud. Durante cinco años había sido el ariete de la Administración en más de una batalla con el Congreso, la prensa y grupos de presión. Era un profesional consumado, un abogado que llevaba los casos de la Administración a escala nacional. Pero también era profundamente religioso y, que ella supiera, su nombre nunca se había asociado a ningún escándalo.

—Digamos que no habría querido que los saudíes te mataran —añadió a media voz.

—No es que sea un gran consuelo en este momento.

—¿Qué hay de lo de su seguridad? —planteó Cassiopeia—. Me da la sensación de que no es un farol.

—Ve a la parte de delante y vigila la calle —ordenó Stephanie, dejando claro con la mirada que quería quedarse un instante a solas con Green.

Cassiopeia salió de la cocina.

—Muy bien, Brent. ¿Qué tienes que decir que no pudieras decir delante de ella?

—¿Cuántos años tienes, Stephanie, sesenta y uno?

—No hablo de mi edad.

—Tu marido lleva doce años muerto. Debe de ser duro. Yo no me he casado, así que no sé qué se siente al perder a tu cónyuge.

—No es fácil. ¿Qué tiene esto que ver con nada?

—Sé que tú y Lars estabais separados cuando él murió. Es hora de que empieces a confiar en alguien.

—A ver, se me ocurre una idea: concertaré entrevistas y todo el mundo, incluidos los que intentaron matarme, tendrá la oportunidad de convencerme de su honradez.

—Henrik no intenta matarte, ni Cassiopeia tampoco, ni Cotton Malone. —Hizo una pausa—. Ni yo.

—Retiraste mi seguridad sabiendo que tenía problemas.

—Y ¿qué habría ocurrido si no hubiera actuado así? Tus dos agentes habrían irrumpido en la escena, se habría producido un tiroteo y ¿qué habríamos resuelto?

—Habría detenido a Heather Dixon.

—Y la habrían soltado por la mañana, después de que intervinieran, sin duda, el secretario de Estado y probablemente el propio presidente. Después te habrían despedido, y los saudíes te liquidaban cuando les viniera en gana. Y ¿sabes por qué? Porque a nadie le habría importado.

Lo que decía el condenado tenía sentido.

—Te moviste demasiado deprisa y no pensaste con detenimiento. —La mirada de Green se había suavizado, y ella vio algo más que no había visto antes: preocupación—. Antes te ofrecí mi ayuda, y la rechazaste. Ahora te diré lo que no sabes, lo que no te dije entonces.

Ella aguardó.

—Fui yo quien permitió que quedara expuesto el archivo sobre la Conexión Alejandría,

Malone abrió el libro de san Jerónimo, un fino volumen de tan sólo setenta y tres páginas amarillentas impreso en 1845. Lo hojeó y asimiló un puñado de detalles.

San Jerónimo vivió entre el 342 y el 420 de nuestra era. Hablaba latín y griego con soltura, y de joven no se esforzó mucho por controlar sus instintos hedonistas. Bautizado por el papa en el 360, dedicó su vida a Dios. Durante los sesenta años siguientes viajó, escribió tratados, defendió su fe y llegó a ser un conocido padre de la Iglesia. Primero tradujo el Nuevo Testamento y después, en el ocaso de su vida, tradujo el Antiguo al latín directamente del hebreo, dando lugar a la Vulgata, proclamada texto canónico de la Iglesia católica por el Concilio de Trento mil cien años más tarde.

Tres palabras llamaron la atención de Malone: «Eusebius Hieronymus Sophronius».

El nombre completo de san Jerónimo.

A Malone le vino a la mente la novela que había en la cartera: El viaje del héroe, de Eusebius Hieronymus Sophronius.

Al parecer Thomas Bainbridge había escogido su pseudónimo con sumo cuidado.

—¿Hay algo? —preguntó Pam.

—Mucho. —Sin embargo su entusiasmo decayó, reemplazado por un agorero escalofrío—. Tenemos que salir de aquí.

Corrió hacia la puerta, apagó las luces y abrió. La sala de mármol parecía en calma. La radio aún sonaba en alguna habitación lejana, ahora retransmitiendo un acontecimiento deportivo, el gentío y el comentarista de lo más ruidosos. La enceradora había enmudecido.

Condujo a Pam hasta el arranque de la escalera.

En el salón de abajo irrumpieron tres hombres con sendas armas. Uno alzó la suya y disparó.

Malone tiró a Pam al suelo.

La bala arrancó un sonido metálico a la piedra, y ambos rodaron hasta situarse tras una de las columnas. Vio que Pam hacía una mueca de dolor.

—El hombro —se lamentó.

Otras tres balas intentaron alcanzarles. Malone empuñó la automática de Haddad y se preparó. Hasta el momento ninguno de los disparos había ido acompañado de una réplica sonora, tan sólo de un sordo taponazo, como un ahuecar de almohadas. Silenciadores. Al menos él estaba en terreno elevado. Desde su ventajosa atalaya vio que dos pistoleros avanzaban hacia el lateral derecho del piso inferior mientras el otro permanecía a la izquierda. No podía permitir que esos dos tomaran esa posición —sus disparos podrían darles—, de modo que hizo fuego.

La bala no dio en el blanco, pero su cercanía hizo vacilar a los atacantes, lo cual bastó para que Malone afinara la puntería y acertara al que iba primero, que gritó y a continuación cayó al suelo. El otro pegó un saltó en busca de protección, pero Malone consiguió hacer un disparo más que obligó al perseguidor a salir disparado hacia la entrada del salón. La sangre que manaba del caído formó un charco de un rojo vivo en el blanco mármol.

Llegaron más disparos. La violencia crepitaba en el aire.

En el arma de Haddad quedaban cinco balas, pero Malone también llevaba la que le había quitado al larguirucho. Otros cinco proyectiles, tal vez. Percibió miedo en los ojos de Pam, si bien permanecía tranquila, teniendo en cuenta las circunstancias.

Malone se planteó entrar de nuevo en el saloncito. La puerta, si se la reforzaba con muebles, quizá les concediera unos minutos para escapar por una de las ventanas. Pero se encontraban en la segunda planta, y ello sin duda plantearía obstáculos adicionales. A pesar de todo, ésa quizá fuese su única escapatoria, a no ser que los de abajo quisieran exponerse y ofrecerle un blanco claro.

Cosa poco probable.

Uno de los hombres llegó hasta el arranque de la escalera mientras el otro lo cubría con cuatro disparos que se estrellaron contra la pared que quedaba tras ellos. Malone tenía que ahorrar munición y no podía disparar a menos que sirviera realmente de algo.

Entonces cayó en la cuenta de lo que estaban haciendo: para que él hiciera fuego contra uno tendría que asomarse por la columna, con lo cual quedaba expuesto al otro. De manera que optó por lo inesperado: se asomó por la derecha y lanzó un proyectil a la alfombra roja, por delante del asaltante que iba de avanzadilla.

El tipo abandonó la escalera y se puso a cubierto.

Pam se llevó la mano al hombro y él vio sangre. La herida se le había vuelto a abrir. Demasiado ajetreo. Sus azules ojos le devolvieron la mirada, aterrados.

Dos disparos resonaron en el salón.

Sin silenciador, de calibre grueso.

Acto seguido reinó el silencio.

—¡Hola! —gritó una voz de hombre.

Malone se asomó por la columna: abajo había un individuo alto, de cabello pelirrojo, entrecano. Tenía la frente ancha, la nariz pequeña y el mentón redondeado. Estaba cuadrado y llevaba unos vaqueros y una camisa de loneta bajo una cazadora de cuero.

—Me dio la impresión de que necesitaba ayuda —aseguró, el arma en el costado derecho.

Los dos atacantes yacían en el suelo, la sangre acumulándose en el mármol. Por lo visto también era un buen tirador.

Malone volvió a situarse tras la columna.

—¿Quién es usted?

—Un amigo.

—Disculpe mi escepticismo.

—Lo comprendo. Quédese ahí, la policía no tardará en llegar. Así podrá explicarle lo de estos tres muertos.

Malone oyó unos pasos que se alejaban.

—Ah, por cierto, bienvenido.

A él se le pasó algo por la cabeza.

—¿Y los de la limpieza? ¿Por qué no han venido corriendo?

Los pasos cesaron.

—Están inconscientes, arriba.

—¿Es cosa suya?

—No.

—¿Qué quiere?

—Lo mismo que muchos otros que han acudido aquí en mitad de la noche: busco la Biblioteca de Alejandría.

Malone no dijo nada.

—Tengo una idea: estoy en el Savoy, habitación 453. Poseo cierta información que dudo que usted posea, y es posible que usted cuente con algo que yo desconozca. Si quiere hablar, venga a verme. En caso contrario es probable que volvamos a vernos. Usted decide, pero juntos quizá podamos acelerar el proceso. Usted dirá.

Su firme taconeo se perdió por los pasillos de la casa.

—¿Qué demonios ha sido eso? —quiso saber Pam.

—Su forma de presentarse.

—Ha matado a dos hombres.

—Y le estoy agradecido.

—Cotton, tenemos que salir de aquí.

—A mí me lo vas a decir. Pero primero es preciso averiguar quiénes son esos tipos.

Salió de detrás de la columna y bajó a la carrera las escaleras de mármol. Pam fue tras él. Malone cacheó a los tres cadáveres, pero no encontró nada.

—Coge las armas —ordenó al tiempo que se metía en el bolsillo seis cargadores más que les requisó a los muertos—. Estos tíos venían preparados para pelear.

—La verdad es que me estoy acostumbrando a ver sangre —admitió ella.

—Ya te dije que cada vez sería más fácil.

Acto seguido volvió a centrarse en el hombre: el Savoy; habitación 453; su forma de decir: «en mí puede confiar». Pam aún tenía el libro de san Jerónimo, y él llevaba la cartera de cuero que había cogido del apartamento de Haddad.

Pam dio media vuelta para marcharse.

—¿Adónde vas? —le preguntó él.

—Tengo hambre. Espero que el desayuno del Savoy sea bueno.

Él sonrió: su ex aprendía deprisa.