Jueves, 6 de octubre
Londres
3:15
Sabre llevaba las últimas tres horas examinando lo que había copiado en su portátil del computador de George Haddad.
Y estaba pasmado.
Sin duda la información era la misma que le habría sacado al palestino, y sin el fastidio de tener que obligarlo a hablar. Al parecer Haddad había estado años investigando la Biblioteca de Alejandría, además de los míticos Guardianes, reuniendo una impresionante colección de datos.
Toda una serie de archivos tenía que ver con un conde inglés llamado Thomas Bainbridge, de quien había oído hablar a Alfred Hermann. Según Haddad, a finales del siglo xviii Bainbridge visitó la Biblioteca de Alejandría y después escribió una novela sobre su experiencia que, de acuerdo con las notas, encerraba pistas sobre la ubicación de dicha biblioteca.
¿Había encontrado un ejemplar Haddad?
¿Era eso lo que se había llevado Malone?
Luego estaba la ancestral propiedad de Bainbridge, al norte de Londres. Al parecer Haddad había ido varias veces y creía que allí había más pistas, en particular en un cenador de mármol y algo llamado La epifanía de san Jerónimo. Sin embargo no había detalles que explicaran la importancia de ninguna de las dos cosas.
Después estaba la «búsqueda del héroe».
Una hora antes había dado con un relato de lo que había sucedido hacía cinco años en la Orilla Occidental, en el hogar de Haddad. Leyó las notas con interés y ahora repasaba mentalmente los sucesos con nerviosismo.
—¿Estás diciendo que la biblioteca aún existe? —le preguntó Haddad al Guardián.
—La hemos protegido durante siglos, hemos salvado lo que se habría perdido debido a la ignorancia y la codicia.
Haddad hizo un gesto con el sobre que su invitado le había dado.
—¿La búsqueda del héroe muestra el camino?
El hombre asintió.
—Para quienes comprenden, el sendero será evidente.
—¿Y si yo no entiendo?
—En tal caso no volveremos a vernos.
Él sopesó las posibilidades y repuso:
—Temo que lo que quiero saber sería mejor que continuara escondido.
—¿Por qué dice eso? No hay que temer al conocimiento. Estoy familiarizado con su trabajo. Yo también estudio el Antiguo Testamento, por eso me escogieron como Guardián. —El rostro del más joven se iluminó—. Poseemos fuentes que ni siquiera imagina: textos originales, correspondencia, análisis. De hombres que vivieron hace tiempo que sabían mucho más que usted y que yo. Mi dominio del hebreo antiguo no está a su altura. Verá, para un Guardián existen niveles de maestría, y el único modo de ascender es mediante los logros. Al igual que usted, me fascina la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, la forma en que ha sido manipulado. Quiero saber más, y usted, señor, puede enseñarme.
—¿Y aprender le ayudará a ascender?
—Siempre que su teoría suponga un gran logro para ambos.
De manera que abrió el sobre.
Sabre bajó hasta donde se desvelaba lo que contenía el sobre. Por lo visto Haddad había escaneado el documento y lo había volcado al computador. Las palabras estaban escritas con una letra masculina muy inclinada, en latín. Por suerte, el árabe había traducido el mensaje. Sabre leyó la búsqueda del héroe, el supuesto camino que conducía a la Biblioteca de Alejandría.
Cuán extraños son los manuscritos, gran viajero de lo desconocido. Aparecen por separado, pero parecen uno a quienes saben que los colores del arco iris se tornan una única luz blanca. ¿Cómo encontrar ese único rayo? Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón. Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz, donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar. Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración. Reorganiza las catorce piedras y después sírvete de la escuadra y el compás para dar con el camino. A mediodía siente la presencia de la luz roja, ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente. Pero cuidado con las letras. El peligro amenaza a quien llega a gran velocidad. Si tu rumbo es certero, la ruta será segura.
Sabre meneó la cabeza. Acertijos. No eran su fuerte. Y no tenía tiempo para pelearse con ellos. Había examinado cada uno de los archivos del computador, pero Haddad no había descifrado el mensaje.
Y eso era un problema.
Él ni era historiador ni lingüista ni un estudioso de la Biblia. Alfred Hermann era el supuesto experto, pero Sabre se preguntó cuánto sabría en realidad el austríaco. Los dos eran unos oportunistas que intentaban sacar el máximo partido de una situación única.
Sólo que por diferentes motivos.
Hermann trataba de forjar un legado, imprimir su sello en la Orden del Vellocino de Oro. Tal vez incluso facilitar la ascensión al poder de Margarete. Dios sabía que la chica necesitaba ayuda. Él sabía que la hija lo eliminaría cuando Hermann no estuviera. Pero si era capaz de adelantarse a ella, ir un paso por delante, permanecer fuera de su alcance, tal vez saliera airoso. Quería un pase, con todos los gastos pagados, a lo más alto: un asiento en la mesa, poder de negociación para ser un miembro de la Orden del Vellocino de Oro con todas las de la ley. Si la desaparecida Biblioteca de Alejandría albergaba lo que Alfred Hermann le había dicho que podía albergar, poseerla valía más que cualquier fortuna familiar.
Su móvil sonó.
La pantalla de cristal líquido le indicó que era su agente. Ya era hora. Lo cogió.
—Malone se ha puesto en marcha —informó—. Y tempranito. ¿Qué quieres que haga?
—¿Adónde ha ido?
—Ha cogido el metro en la estación Victoria y luego un tren al norte.
—¿Llega a Oxfordshire?
—Pasa por allí.
Por lo visto a Malone también le picaba la curiosidad.
—¿Has organizado la ayuda extra, como te pedí?
—Están aquí.
—Espera en la estación. Voy para allá.
Colgó.
Era hora de empezar con la fase siguiente.
Stephanie le arrojó a Brent Green un vaso de agua a la cara. Habían arrastrado su laxo cuerpo hasta la cocina y lo habían atado a una silla con cinta de embalar que Cassiopeia encontró en un cajón. El fiscal general salió de la inconsciencia y se sacudió el líquido de los ojos.
—¿Has dormido bien? —le preguntó Stephanie.
Green no había vuelto en sí del todo, de manera que ella lo ayudó con otra rociada.
—Ya basta —protestó Green, los ojos bien abiertos, el rostro y el albornoz empapados—. Supongo que tendrás un buen motivo para haber infringido tantas leyes federales.
Las palabras le salieron con lentitud, con el tono del director de una funeraria, ambas cosas normales tratándose de Green. Ella nunca lo había oído hablar ni rápido ni alto.
—Dímelo tú, Brent. ¿Para quién trabajas?
Green se miró las ataduras de las muñecas y los tobillos.
—Y yo que pensaba que nuestra relación estaba avanzando.
—Lo estaba hasta que me traicionaste.
—Stephanie, llevan años diciéndome que eres una bomba de relojería, pero siempre he admirado tu personalidad. Sin embargo empiezo a entender la queja.
Ella se acercó.
—No me fiaba de ti, pero te encaraste con Daley y pensé que quizá, sólo quizá, me hubiese equivocado.
—¿Tienes idea de lo que pasaría si el personal de seguridad se pasara a ver cómo estoy? Lo cual, dicho sea de paso, hace cada noche.
—Buen intento. Los despediste hace meses. Dijiste que no era necesario a menos que el nivel de amenaza aumentara, y no es el caso en este momento.
—Y ¿cómo sabes que no pulsé el botón de emergencia antes de que me derribarais en la terraza?
Ella se sacó del bolsillo el transmisor que llevaba.
—Yo pulsé el mío en los jardines, Brent, y ¿sabes lo que pasó? Nada.
—Tal vez ahora sea distinto.
Sabía que Green, al igual que todo el personal superior de la Administración, contaba con un dispositivo de emergencia que transmitía una señal en el acto a un equipo de seguridad cercano o al centro de mando del servicio secreto. También podía actuar de dispositivo de seguimiento.
—Observé tus manos —afirmó ella—. Vacías las dos. Estabas demasiado ocupado intentando averiguar qué te había picado.
El rostro de Green se endureció, y clavó la vista en Cassiopeia.
—¿Usted me disparó?
Ella hizo una graciosa reverencia.
—A su servicio.
—¿Qué sustancia química contiene?
—Un agente de efecto rápido que conseguí en Marruecos. Rápido, indoloro, efímero.
—Doy fe. —Green se volvió hacia Stephanie—. Ésta debe de ser Cassiopeia Vitt. Conoció a tu marido, Lars, antes de que se suicidara.
—¿Cómo demonios sabes eso? —Ella no había mencionado lo sucedido a nadie en ese lado del océano Atlántico. Sólo Cassiopeia, Henrik Thorvaldsen y Malone lo sabían.
—Pregúntame lo que has venido a preguntar —dijo Green con tranquila determinación.
—¿Por qué me retiraste la seguridad? Me dejaste con el culo al aire ante los israelíes. Dime que lo hiciste.
—Lo hice.
La confesión la sorprendió. Estaba demasiado acostumbrada a oír mentiras.
—¿A sabiendas de que los saudíes intentarían matarme?
—Eso también lo sabía.
La ira se agolpó en su interior, y Stephanie reprimió el impulso de arremeter contra él y se limitó a decir:
—Estoy esperando.
—Señorita Vitt —dijo Green—, ¿está usted disponible para cuidar de esta mujer hasta que esto termine?
—¿Qué demonios te importa? —espetó Stephanie—. Tú no eres mi niñera.
—Alguien tiene que serlo. Llamar a Heather Dixon no fue muy inteligente. No estás usando la cabeza.
—Como si me hiciera falta que me lo dijeras tú.
—Mírate. Aquí estás, agrediendo a la máxima autoridad policial de Estados Unidos con escasa o nula información. Tus enemigos, por otra parte, tienen acceso a gran cantidad de información, que están utilizando en su provecho.
—¿De qué demonios estás hablando? Y no has respondido mi pregunta.
—Es verdad, no lo he hecho. Querías saber por qué te retiré la seguridad. La respuesta es sencilla: me pidieron que lo hiciera y yo lo hice.
—¿Quién te lo pidió?
Los ojos de Green la examinaron con la mirada serena de un buda.
—Henrik Thorvaldsen.