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Washington, DC

21:00

Stephanie guió a Cassiopeia por el tranquilo barrio. Se habían pasado las últimas horas escondidas en las afueras. Ella había efectuado una llamada a la central del Billet desde un teléfono de un restaurante llamado Cracker Barrel y se había enterado de que Malone no se había puesto en contacto con ellos. A diferencia de la Casa Blanca: el despacho de Larry Daley había llamado tres veces, Stephanie le había indicado a su personal que dijera que lo llamaría en cuanto pudiese. Exasperante, lo sabía. Pero que Daley se preguntara si la próxima vez que viera su jovial rostro no sería en la CNN, y en directo. Ese temor debería bastar, por ahora, para tener bajo control al viceconsejero de Seguridad Nacional. Heather Dixon y los israelíes eran harina de otro costal.

—¿Adónde vamos? —preguntó Cassiopeia.

—A ocuparnos de un problema.

El vecindario rebosaba una arquitectura beaux arts que, como sabía, había gozado de popularidad entre los industriales del siglo XIX que poblaron por vez primera aquellas avenidas bordeadas de árboles. Casas adosadas de estilo colonial y caminos adoquinados no hacían sino aumentar la sensación de riqueza.

—No soy uno de tus agentes —aclaró Cassiopeia—. Me gusta saber en qué me meto.

—Puedes irte cuando quieras.

—Buen intento. No te librarás de mí tan fácilmente.

—Entonces deja de hacer preguntas. ¿Interrogas así a Thorvaldsen?

—¿Por qué no te cae bien? En Francia siempre lo estabas atacando.

—Mira cómo estoy, Cassiopeia: Cotton anda metido en un lío, los míos me quieren muerta, los israelíes y los saudíes me persiguen. ¿Te parece normal que me caiga bien alguien?

—Eso no responde mi pregunta.

No lo hacía, pero no podía decir la verdad: que debido a la relación que Thorvaldsen mantenía con su difunto marido aquél conocía sus puntos fuertes y débiles, y a su lado se sentía vulnerable.

—Digamos que él y yo nos conocemos demasiado.

—Henrik está preocupado por ti, por eso me pidió que viniera. Presentía que tendrías problemas.

—Y se lo agradezco, pero eso no significa que tenga que caerme bien.

Divisó la casa, una más de las muchas residencias de ladrillo simétricas, con tallas, porche y tejado abuhardillado. Sólo había luz en las ventanas de abajo. Escudriñó la calle.

Seguía tranquila.

—Sígueme.

Alfred Hermann casi nunca dormía. Había programado su mente hacía tiempo para que funcionara con menos de tres horas de descanso.

No era lo bastante mayor para haber luchado en la Segunda Guerra Mundial, pero albergaba vividos recuerdos de los nazis desfilando por las calles de Viena. En las décadas que siguieron combatió activamente a los soviéticos y cuestionó los regímenes títere que dominaron Austria. El dinero de Hermann venía del tiempo de los Habsburgo y había conseguido sobrevivir a dos siglos de política inestable. A lo largo de los últimos cincuenta años la fortuna de la familia se había multiplicado por diez, y gran parte de ese éxito era atribuible a la Orden del Vellocino de Oro. Relacionarse íntimamente con un grupo tan selecto del mundo entero tenía unas ventajas de las que ni su padre ni su abuelo disfrutaron. Sin embargo, estar a su frente proporcionaba unos beneficios aún mayores.

No obstante el ejercicio de su cargo tocaba a su fin.

A su muerte su hija lo heredaría todo. Y la idea no era reconfortante. Cierto, se parecía a él en ciertos aspectos: era audaz y decidida, valoraba el pasado y codiciaba, con un entusiasmo similar al suyo, el bien humano más preciado: el conocimiento. Pero aún estaba sin pulir, a medio hacer. Y él tenía miedo de que no pasara de ahí.

Miró con fijeza a su hija, que, como él, dormía poco. La había llamado Margarete, como su madre. La chica admiraba la maqueta de la Biblioteca de Alejandría.

—¿La encontraremos? —preguntó en voz queda.

Él se acercó.

—Creo que Dominick está cerca.

Ella lo miró con sus entusiastas ojos grises.

—Sabre no es de fiar. Ningún norteamericano lo es.

Ya habían discutido eso antes.

—No me fío de nadie.

—¿Ni siquiera de mí?

Él sonrió. También habían discutido eso antes.

—Ni siquiera de ti.

—Sabre tiene demasiada libertad.

—¿Por qué lo envidias? Le damos tareas difíciles. No se puede hacer eso y esperar que trabaje como nosotros queramos.

—Es un problema, con su ingenuidad norteamericana y demás, sólo que tú no lo sabes.

—Es un hombre decidido. Necesita un objetivo, y nosotros se lo proporcionamos. A cambio trabaja en pro de nuestros objetivos.

—Últimamente me da en la nariz que se esfuerza mucho por disimular su ambición, pero está ahí. Sólo hay que prestar atención.

Al anciano se le ocurrió mofarse de ella. —¿No te sentirás atraída por él? Ella se burló de la pregunta.

—Eso nunca ocurrirá. A decir verdad lo despediré en cuanto tú faltes.

Le sorprendió que su hija diera por sentado que heredaría todo lo que él poseía.

—No hay garantía alguna de que vayas a ser la Silla Azul. Esa elección la realizan las Sillas.

—Entraré a formar parte del Círculo, te lo aseguro. De ahí a donde tú estás no hay más que un paso.

Sin embargo él no estaba tan seguro. Sabía de los contactos de Margarete con las otras cuatro Sillas. Lo cierto es que él los había alentado a modo de prueba. Su riqueza superaba con mucho la del resto en edad, cantidad y alcance. Entidades financieras controladas por él poseían fuertes vínculos con numerosos miembros, incluidas tres de las Sillas. Ninguna de ellas querría que las demás conocieran esa vulnerabilidad, y el precio de su silencio siempre había sido la lealtad de los miembros. Él había manejado sus debilidades durante décadas, pero los intentos de su hija no habían sido convincentes. De manera que procedía hacer una advertencia:

—Cuando yo falte, es verdad, Dominick tendrá que ocuparse de ti, al igual que tú de él. Pero no tengas tanta prisa: hombres como él, con escasos sentimientos, ningún sentido ético y un corazón osado, es posible que te sean valiosos.

Esperó que ella estuviese escuchando, pero se temió, como siempre, que sus oídos continuaran taponados. Su madre había muerto cuando ella tenía ocho años y en su juventud parecía su viva imagen —«de su misma costilla», como gustaba de decir ella—, pero los años no habían hecho germinar tan tierna promesa. Su educación había empezado en Francia, continuado en Inglaterra y finalizado en Austria, y su experiencia empresarial se había pulido en las salas de juntas de las numerosas empresas de su padre.

Sin embargo los informes de éstas no habían sido alentadores.

—¿Qué harías si encontrases la biblioteca? —quiso saber ella.

Él ocultó su regocijo. Por lo visto su hija no quería seguir hablando ni de Sabre ni de ella.

—Resulta inimaginable pensar en las grandes ideas que encerrará.

—Te oí hablar de ellas ayer. Cuéntame más.

—Ah, el mapa de Piri Reis, de 1513, que se encontró en Estambul. Hablaba de eso. No sabía que escucharas.

—Siempre lo hago.

Él sonrió. Los dos sabían que no era así.

—Le contaba al canciller que el mapa lo dibujó en una piel de gacela un almirante turco que en su día fue pirata. Está lleno de increíbles detalles. Se ve el litoral suramericano, aunque los navegantes europeos aún no habían trazado el mapa de esa región. También aparece el continente antártico, mucho antes de que se cubriera de hielo. Sólo recientemente, mediante un geo-radar, hemos podido definir el contorno de esa costa. Sin embargo la representación de 1513 es tan buena como la nuestra. En el mapa, el cartógrafo hizo constar que utilizaba cartas de la época de Alejandro Magno, el de los dos cuernos, como decían en Asia. ¿Te lo imaginas? Tal vez navegantes de la Antigüedad visitaran la Antártida hace miles de años, antes de que el hielo se acumulara, y dejaron constancia de lo que vieron.

El cerebro de Hermann se planteaba qué otras cosas se habrían perdido en los ámbitos de la matemática, la astronomía, la geometría, la meteorología y la medicina.

—El conocimiento del que no queda constancia o se olvida o se embrolla hasta quedar irreconocible. ¿Has oído hablar de Demócrito? Suya es la noción de que todas las cosas estaban compuestas de un número finito de partículas discretas. En la actualidad las llamamos átomos, pero él fue el primero en mencionar su existencia y formular la teoría atómica. Escribió setenta libros (lo sabemos por otras referencias), pero no ha sobrevivido uno solo. Y pasaron siglos antes de que a otros hombres, en otras épocas, se les ocurriera lo mismo.

»Casi nada de lo que escribió Pitágoras ha perdurado. Maneto contó la historia de Egipto: ha desaparecido. ¿Y Galeno, el gran médico romano? Escribió quinientos tratados de medicina, de los cuales sólo conservamos fragmentos. Aristarco de Samos creía que el sol no la tierra, era el centro del universo. Pero Copérnico, que vivió diecisiete siglos más tarde, es el hombre al que la historia atribuye dicha revelación.

Le vinieron a la cabeza más nombres: Eratóstenes y Estrabón, geógrafos; Arquímedes, físico y matemático; Zenódoto y su gramática; el poeta Calimaco; Tales, el primer filósofo.

Todas sus ideas se habían esfumado.

—Siempre ha sido lo mismo —añadió—. El conocimiento es lo primero que se erradica cuando se llega al poder. La historia lo ha demostrado una y otra vez.

—Entonces ¿qué es lo que teme Israel? —preguntó ella.

Su padre sabía que al final Margarete intentaría que él abordara ese tema.

—Tal vez sea más miedo que realidad —apuntó su hija—. Cambiar el mundo resulta difícil.

—Pero puede hacerse. Hombres —se detuvo brevemente— y mujeres llevan siglos haciéndolo. Y la violencia no siempre ha ocasionado los cambios más colosales. Con frecuencia las responsables han sido simples palabras. La Biblia básicamente cambió al género humano, igual que el Corán. O la Constitución norteamericana. Miles de millones de personas rigen su vida por esas palabras, La sociedad se ha visto modificada por ellas. No son tanto las guerras, sino los tratados que siguen los que en verdad modifican el curso de la historia. El Plan Marshall cambió el mundo mucho más que la Segunda Guerra Mundial. Las palabras son las verdaderas armas de destrucción masiva.

—Has eludido mi pregunta —observó ella en broma, con un tono que le recordó a su esposa, fallecida hacía tiempo.

—¿Qué es lo que teme Israel? —repitió él.

—¿Por qué no me lo quieres decir?

—Quizá no lo sepa.

—Lo dudo.

Su padre se planteó contárselo todo, pero no había sobrevivido siendo tonto. La indiscreción había propiciado la caída de más de un triunfador.

—Digamos simplemente que siempre cuesta aceptar la verdad. A las gentes, a las civilizaciones e incluso a las naciones.

Stephanie entró en el jardín trasero y le sorprendió su cuidado aspecto. Abundaban las flores: vistosas áster, kirengeshoma, varas de oro, pensamientos y crisantemos. Una terraza mostraba muebles de hierro forjado, con más flores brotando de decorativas macetas.

Llevó a Cassiopeia hasta el grueso tronco de un alto arce, uno de los tres majestuosos árboles que daban sombra al jardín.

Consultó el reloj: 21:43.

Había llegado hasta allí movida por una mezcla de ira y curiosidad, pero el siguiente paso suponía cruzar la línea.

—Prepara esa pistola de aire —susurró.

Su compañera introdujo un dardo en la recámara.

—Espero que tomes nota de mi ciega obediencia a esta estupidez.

Ella sopesó el próximo movimiento.

Irrumpir en la casa sin duda era una opción; Cassiopeia poseía la habilidad necesaria. Pero llamar a la puerta sin más también funcionaría. A decir verdad le gustaba esa idea. Sin embargo, sus siguientes pasos quedaron marcados cuando la puerta de atrás se abrió y un bulto se dio un paseo entre las esbeltas columnas que sostenían una delgada arquería. La alta figura llevaba un albornoz anudado a la cintura, los pies enfundados en unas zapatillas que raspaban la terraza.

Stephanie señaló el arma y luego al hombre, y Cassiopeia apuntó y disparó.

Un ruido seco, y un silbido acompañó la trayectoria del dardo. El proyectil acertó al hombre, que pegó un grito mientras se llevaba la mano al hombro. Pareció toquetear el dardo y a continuación abrió la boca y cayó al suelo.

Stephanie corrió hacia él.

—Vaya, sí que es rápido esto.

—De eso se trata. ¿Quién es?

Ambas miraron fijamente al hombre.

—Felicidades. Acabas de dispararle al fiscal general de Estados Unidos. Ahora ayúdame a meterlo en la casa.