Londres
19:30
Malone observaba a Pam mientras dormía. Se había repantigado en una silla junto a la ventana, la cartera de George Haddad en el regazo. No se había equivocado con lo del antiséptico: Pam mordió con fuerza la toalla mientras él le curaba la herida. Las lágrimas se agolparon en los ojos, pero fue fuerte. Ni un solo sonido reveló su dolor. Como se sentía culpable, le compró una blusa en la boutique del vestíbulo.
Él también estaba cansado, pero sus «nervios marca Billet», como él los llamaba, proveían a sus músculos de energía ilimitada. Recordaba ocasiones en que había pasado días sin comer, su cuerpo cargado de adrenalina, su atención centrada en seguir vivo y hacer el trabajo. Creía que aquello era cosa del pasado, algo que no volvería a vivir.
Y allí estaba.
Justo en el ojo del huracán.
Las últimas horas podrían haber sido una horrible pesadilla a no ser porque, con suma crudeza, su mente recreaba los sucesos con claridad. A su amigo George Haddad lo habían matado delante de él. Los peces gordos perseguían algo, y en cualquier otro momento nada de ello habría sido de su incumbencia. Pero esa gente había secuestrado a su hijo y volado su librería. No, esto era algo personal.
Tenía una deuda con ellos.
Y, al igual que Haddad, tenía intención de saldar sus deudas.
Pero necesitaba saber más.
Haddad se había mostrado enigmático tanto antes como después de que aparecieran los israelíes. Peor aún, no había acabado de explicar lo que había comprendido hacía años: qué exactamente había movido a Israel a matarlo. Con la esperanza de que la cartera de cuero que sostenía en el regazo ofreciera respuestas, abrió los cierres y sacó un libro, tres libretas y cuatro mapas.
El libro era un volumen del siglo XVIII, la cubierta de cuero repujado y quebradizo como piel secada por el sol. Ninguno de los caracteres resultaba legible, así que abrió la tapa con cuidado y leyó la portada: El viaje del héroe, de Eusebius Hieronymus Sophronius.
Hojeó las páginas.
Una novela escrita hacía más de doscientos años con un estilo poco imaginativo y pedante. Se preguntó qué importancia tendría y esperó que lo explicaran las libretas.
Hojeó cada una de ellas.
La apretada letra era de Haddad, en inglés. Leyó con atención:
… las pistas que me dio el Guardián han resultado ser perturbadoras. La búsqueda del héroe es complicada. Me temo que he sido un tonto, aunque no el primero. Thomas Bainbridge también lo fue. Hacia finales del siglo XVIII, al parecer, fue invitado a entrar en la biblioteca y concluyó la búsqueda del héroe. Sin duda una condición de dicha invitación debía de ser que no hablara de la visita. Los Guardianes no se habían pasado dos milenios protegiendo su alijo para que un invitado lo desvelara. Pero Bainbridge abusó de esa confianza y escribió acerca de su experiencia. En un intento por paliar su traición disfrazó su relato de ficción y lo tituló, significativamente, El viaje del héroe. La tirada fue limitada, y el libro apenas llamó la atención. En tiempos de Bainbridge el mundo estaba saturado de relatos fantásticos (que no merecían gran respeto), de manera que el viaje del protagonista a una mítica biblioteca se recibió con escaso entusiasmo. Hace tres años encontré un ejemplar, que robé de una propiedad galesa. Su lectura no aporta gran cosa. Sin embargo, Bainbridge no pudo evitar abusar una última vez de la confianza que los Guardianes depositaran en él: años antes de morir erigió un cenador en el jardín de su mansión de Oxfordshire. En el mármol grabó la imagen de un cuadro y unas letras en redonda. El nombre original del cuadro, de Nicolas Poussin, era La felicidad sometida a la muerte, pero en la actualidad es más conocido como los pastores de Arcadia II.
Malone no sabía mucho de Poussin, aunque le sonaba el nombre. Por suerte, en una de las libretas Haddad ofrecía algunos detalles.
Poussin era un hombre atormentado, igual que Bainbridge. Nació en Normandía en 1594, y en los primeros treinta años de su vida no le faltaron las tribulaciones. Padeció de falta de mecenas y sufrió a algunas cortesanas desagradecidas, así como una salud enfermiza y deudas. Ni siquiera trabajar en el techo de la gran galería del Louvre le proporcionó inspiración. Nada cambió hasta que Poussin dejó Francia por Italia en 1642. El viaje, que por lo general habría durado unas semanas, le llevó al pintor casi seis meses. Una vez en Roma Poussin empezó a pintar con un estilo y una confianza nuevos, algo que no pasó inadvertido y que pronto le valió el calificativo del artista más célebre de Roma. Muchos especularon que en algún momento del viaje Poussin fue iniciado en un gran secreto. Curiosamente, cuando terminó Los pastores de Arcadia, el mecenas que lo encargó, el cardenal Rospigliosi, futuro papa Clemente IX, decidió no colgar la obra en público, sino mantenerla en sus dependencias. Rospigliosi era un hombre con inclinaciones artísticas al que interesaba lo arcano y lo esotérico. Poseía una extraordinaria biblioteca personal, y los historiadores acabaron llamándolo «el papa librepensador».
En una carta escrita seis años después de que el artista terminara Los pastores de Arcadia se encuentra una pista de lo que Poussin pudo vivir. Su autor, un sacerdote hermano del ministro de Hacienda de Luis XIV, pensaba que lo que había sabido por Poussin podía ser de interés para la monarquía francesa. Encontré la carta hace unos años, entre los archivos de la familia Cossé-Brissac:
Él y yo tratamos ciertas cosas que os explicaré gustosamente en detalle, cosas que os darán, a través de monsieur Poussin, ventajas que incluso a los reyes les costaría sobremanera sacarle y que, según él, es posible que nadie más descubra en siglos venideros. Y, lo que es más, tan difíciles son de descubrir estas cosas que nada en esta tierra podría ser mejor ni igualarlas.
Una afirmación contundente… y también desconcertante. Pero lo que Bainbridge levantó en su jardín es más desconcertante incluso. Tras completar Los pastores de Arcadia, por alguna razón inexplicable Poussin pintó su imagen inversa, denominada Los pastores de Arcadia II. Esto es lo que Thomas Bainbridge escogió para su bajorrelieve de mármol. No el original, sino su copia. Bainbridge era listo, y durante doscientos años su monumento, plagado de simbolismo, permaneció en la oscuridad.
Malone continuó leyendo, su mente perdida en un laberinto de posibilidades. Por desgracia Haddad no desvelaba mucho más. El resto de las notas tenían que ver con el Antiguo Testamento, sus traducciones y sus incoherencias. Ni una palabra sobre eso que Haddad pudo ver que tanto interés había generado. Tampoco incluía mensaje alguno de un Guardián ni detalles sobre la búsqueda de un héroe, tan sólo una breve referencia al final de una de las libretas:
El saloncito de Bainbridge Hall encierra una prueba más de la arrogancia de Bainbridge. Su título es especialmente deliberado: La epifanía de san Jerónimo. Fascinante y adecuado, ya que las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.
Ya sabían algo más, pero así y todo había un montón de preguntas sin respuesta. Y Malone había aprendido que lidiar con preguntas que carecían de respuesta era la forma más rápida de embotar el cerebro.
—¿Qué estás leyendo?
Levantó la vista. Pam todavía estaba en la cama, la cabeza en la almohada, los ojos abiertos.
—Lo que dejó George.
Ella se incorporó despacio, se sacudió la modorra y consultó el reloj.
—¿Cuánto tiempo llevo fuera de juego?
—Una hora o así. ¿Qué tal el hombro?
—Dolorido.
—Lo notarás unos días.
Ella estiró las piernas.
—¿Cuántas veces te han disparado, Cotton? ¿Tres?
Él asintió.
—Imposible olvidarlas.
—Tampoco las he olvidado yo. Recuerda que cuidé de ti.
Era verdad.
—Te quería —añadió Pam—. Sé que puede que no lo creas, pero era así.
—Debiste contarme lo de Gary.
—Me heriste con lo que hiciste. Nunca entendí por qué ibas follando por ahí, por qué yo no era suficiente.
—Era joven, estúpido, creído. Fue hace veinte años, por amor de Dios. Y después lo sentí. Intenté ser un buen marido, de veras.
—¿Cuántas mujeres hubo? Nunca me lo dijiste.
Él no iba a mentir ahora.
—Cuatro. Líos de una noche todos ellos. —También él quería saber—: ¿Y tú?
—Sólo uno. Pero lo vi varios meses.
A Malone le dolió.
—¿Lo querías?
—Todo lo que una mujer casada puede querer a alguien que no es su marido.
Él supo lo que quería decir.
—El resultado fue Gary. —Pam parecía luchar contra un interrogante que no paraba de volver del pasado—. Cuando miro a Gary una parte de mí a veces se enfada por lo que hice, Dios me ayude, pero otra parte da gracias. Gary siempre estaba allí. Tú ibas y venías.
—Yo te quería, Pam. Quería ser tu marido. Sentía de verdad lo que hice.
—No era bastante —musitó ella, la mirada fija en el suelo—. Entonces no lo sabía, pero acabé dándome cuenta de que nunca sería bastante. Por eso estuvimos separados cinco años antes de divorciarnos. Quería salvar nuestro matrimonio, pero luego decidí que no.
—¿Tanto me odiabas?
—No. Me odiaba a mí misma por lo que hice. Me ha llevado años averiguarlo. Te lo dice alguien que sabe: el que se odia a sí mismo tiene muchos problemas. Sólo que no lo sabe.
—¿Por qué no me contaste lo de Gary cuando pasó?
—No merecías saber la verdad. Al menos eso es lo que yo pensaba. Hasta el año pasado no comprendí el error. Tú folleteabas por ahí y yo hice lo mismo, sólo que yo me quedé embarazada. Tienes razón: debí decírtelo hace tiempo. Pero ésta es la voz de la madurez y, como tú has dicho, los dos éramos jóvenes y estúpidos. —Guardó silencio, y él no la atosigó—. Por eso sigo enfadada contigo, Cotton. No puedo despotricar contra mí misma. Pero también por eso acabé contándote lo de Gary. ¿Te das cuenta de que no tenía por qué abrir la boca? ¿Qué tú no habrías sabido nada? Pero quería arreglar las cosas, hacer las paces contigo…
—Y contigo misma.
Ella asintió despacio.
—Sobre todo —su voz se quebró.
—¿Por qué fuiste en mi busca en casa de Haddad? Sabías que habría tiros.
—Digamos que fue otro movimiento estúpido.
Pero él sabía que no era cierto. Era hora de decirle la verdad:
—No puedes irte a Atlanta. Un hombre te estaba siguiendo en el aeropuerto. Por eso volví.
Su cara se tornó pensativa.
—Debiste decírmelo.
—Ya.
—¿Por qué me iba a seguir a mí nadie?
—Tal vez por si se presentaba otra oportunidad. Un cabo suelto, quizá, que había que atar.
Vio que ella entendía lo que quería decir.
—¿Quieren matarme?
Malone se encogió de hombros.
—No lo sé, ése es el problema. Todo son suposiciones.
Ella se tumbó de nuevo, al parecer demasiado cansada, dolorida y desconcertada para discutir.
—¿Qué vas a hacer? Haddad ha muerto. Los israelíes deberían irse.
—Eso nos deja el campo libre para encontrar lo que George perseguía. Esa búsqueda del héroe. Dejó este material a propósito, quería que fuésemos por ello.
Ella descansó la cabeza en la almohada.
—No. Quería que fueses tú.
Él la vio hacer una mueca de dolor.
—Iré por hielo para ese hombro. Te aliviará.
—No voy a discutir contigo.
Él se puso en pie, cogió la cubitera vacía y se dirigió a la puerta.
—Me gustaría saber por qué vale la pena morir —comentó Pam.
Malone se detuvo.
—Te sorprendería saber por qué poco.
—Creo que llamaré a Gary mientras estás fuera —dijo—. Quiero asegurarme de que está bien.
—Dile que lo echo de menos.
—¿Estará bien allí?
—Henrik cuidará debidamente de él, no te preocupes.
—¿Por dónde vamos a empezar a buscar?
Una buena pregunta. Sin embargo, al ver el contenido de la cartera, al otro extremo de la habitación, supo que sólo había una respuesta.