Valle del Rin, Alemania
17:15
Sabre miraba fijamente los imponentes terraplenes que encajonaban el río. Pronunciados terraplenes flanqueaban el angosto espacio. Abundaban los bosques de árboles de hoja caduca, las laderas adornadas tan sólo por un monte bajo ralo y las desgarbadas vides. Durante casi setecientos años las elevaciones más altas habían acogido castillos con nombres como Rheinstein, Sooneck o Pfalz, Tras salvar el traicionero meandro del Loreley, donde en su día se hundieran los barcos debido a los escollos y los rápidos, vislumbró, en lo alto de la ribera oriental del río, la redondeada torre del homenaje del castillo del Katz. Más allá se alzaba el castillo Stolzenfels, la oscura pátina de una piedra caliza que contaba con dos siglos de antigüedad apenas perceptible. El destino de su viaje surgió a los pocos minutos: la inconfundible silueta del castillo de Marksburg.
Había salido de Rothenburg hacía dos horas y tomado la autopista del norte, a una velocidad de unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Sólo aminoró la marcha en las afueras de Frankfurt, donde pilló el incipiente tráfico de la tarde. Desde allí dos rutas se dirigían al norte, a Colonia: la A60 y la N9, que era de dos carriles y discurría paralela al Rin. Decidió hacer la primera parte del viaje en paralelo al río y el resto por autopista. De manera que fue despacio por el antiguo valle y siguió las señales azules que llevaban hasta la A60.
Tras salvar un desnivel de entrada se metió en la autopista. Aceleró su BMW alquilado y se situó en el carril de la izquierda. Por ambos lados desfilaba un mosaico de lomas, bosques y prados.
Miró por el retrovisor: su perseguidor, un Mercedes plateado, seguía allí.
A una distancia respetable y vigilado por tres coches, el Mercedes podría haber pasado inadvertido fácilmente. Sin embargo él los esperaba, y no lo habían decepcionado: lo seguían desde que había salido de Rothenburg. Se preguntó si habrían encontrado el cuerpo en la Baumeisterhaus. Matar a Jonah probablemente les hubiese ahorrado el problema a los israelíes —la traición se pagaba muy cara en Oriente Próximo—, pero los judíos también habían perdido la oportunidad de interrogar a un traidor, y eso quizá les hubiese agriado el carácter.
Le encantaba la forma que tenían los alemanes de construir autopistas: tres anchos carriles, escasas curvas, pocas salidas. Perfecto para ir rápido y no reparar en el vecino. Una señal le informó de que Colonia quedaba a ochenta y dos kilómetros. Sabía dónde estaba: al sur de Coblenza, a quince kilómetros al este del Rin, muy cerca del río Mosela.
Cambió de carril.
Más atrás, a la zaga del Mercedes, reparó en que ahora había cuatro vehículos.
Justo a tiempo.
Llevaba nueve años buscando la Biblioteca de Alejandría, por encargo del viejo. El viejo estaba obsesionado con encontrar lo que quedara de ella, y en un principio esa búsqueda a él se le antojó ridícula. Sin embargo, a medida que se fue enterando de más, se dio cuenta de que el objetivo no era tan descabellado como había creído en un primer momento. Más adelante incluso había empezado a pensar que tal vez hubiese algo que realmente valiera la pena. Sin duda los israelíes estaban involucrados. Alfred Hermann parecía centrado en una buena pista. Había aprendido muchas cosas, y era el momento de utilizar dichos conocimientos.
En provecho propio.
Meses atrás había intuido que tal vez ésa fuera su oportunidad. Sólo esperaba que Cotton Malone fuese lo bastante ingenioso para sortear lo que fuera que los israelíes le echaran en Londres. Se habían movido deprisa. Siempre lo hacían. No obstante, por lo que sabía y había visto, Malone era un experto, aunque no estuviera en forma. Debería ser capaz de manejar la situación.
Ante él apareció el viaducto.
Vio que el primero de los cuatro coches adelantaba al Mercedes plateado, cambiaba de carril y se situaba por delante.
Dos coches más no tardaron en colocarse a la altura del Mercedes, que circulaba por el carril de la izquierda.
Otro se pegó a su parachoques.
Todos ellos entraron en el puente.
El puente medía menos de un kilómetro; el río Mosela serpenteaba hacia el este, a unos ciento veinte metros más abajo. A mitad de camino, exactamente como había ordenado Sabre, el primer coche frenó, y el Mercedes reaccionó clavando los frenos.
Justo cuando eso ocurría los dos coches en paralelo al Mercedes golpearon el lado del conductor, y el que iba detrás embistió el parachoques.
La combinación de golpes y la velocidad empujaron al Mercedes a la derecha, contra el quitamiedos.
En un instante el coche salió volando.
Sabre imaginó lo que estaba ocurriendo: la creciente aceleración empujaría a los ocupantes contra el asiento. Probablemente trataran de desabrocharse el cinturón de seguridad, pero no tendrían ocasión de hacerlo. Y, si lo hacían, ¿adónde irían? El vehículo recorrería los ciento veinte metros de caída en escasos segundos pero el impacto del coche contra el río sería como si se estrellara contra hormigón. Nadie sobreviviría. El agua helada que entraría en el habitáculo no tardaría en impulsar el vehículo hacia el fangoso fondo, y una vez allí la corriente acabaría arrastrándolo hacía el este, hacia un Rin más veloz aún.
Asunto liquidado.
Los cuatro coches lo adelantaron, y el conductor del último lo saludó con la mano. Él devolvió el saludo. Aquellos hombres habían salido caros al avisarlos con tan poca antelación, pero valían cada euro gastado.
Continuó a toda velocidad en dirección norte, a Colonia.
A los israelíes les llevaría unos días averiguar lo sucedido. En Rothenburg había un traidor muerto y su equipo sobre el terreno había desaparecido. Se preguntó si lo habrían identificado. Probablemente no. Si conocían su identidad, ¿por qué perder el tiempo haciendo fotos? No. Seguía siendo un elemento desconocido.
Reinaba la confusión. En Israel y, pronto, en Austria.
Eso le gustaba.
Era hora de crear el orden a partir de ese caos.