24

Washington, DC

9:50

Stephanie terminó de desayunar y le indicó al camarero que le trajera la cuenta. Se encontraba en un restaurante próximo al parque de Dupont Circle, no muy lejos de su hotel. El Magellan Billet al completo había sido movilizado, y siete de sus doce abogados se hallaban ahora directamente a su servicio. El asesinato de Lee Durant los había motivado, pero los esfuerzos de Stephanie entrañaban riesgos. Otros servicios de inteligencia sabrían en breve lo que estaba haciendo, lo cual significaba que Larry Daley no tardaría mucho en enterarse. Al diablo con todos. Malone la necesitaba, y no estaba dispuesta a defraudarlo otra vez.

Pagó la cuenta y paró un taxi que, quince minutos después, la dejó en la Calle 17, contigua a los jardines del National Mall. Hacía un día radiante, y la mujer a la que había llamado hacía dos horas se encontraba en un banco a la sombra, no muy lejos del monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial. Era una rubia con buenas piernas y cuerpo escultural, poseedora, como bien sabía Stephanie, de una sagacidad que exigía proceder con cautela. Stephanie conocía a Heather Dixon desde hacía casi diez años. Si bien conservaba el apellido de casada de una unión efímera, Dixon era una ciudadana israelí asignada a la embajada de Washington, parte del contingente del Mosad en Norteamérica. Habían trabajado juntas y enfrentadas, lo habitual cuando la cosa tenía que ver con los israelíes. Ese día Stephanie esperaba que el encuentro fuese amistoso.

—Me alegro de verte —la saludó al sentarse.

Dixon vestía con estilo, como siempre, con unos pantalones de cuadros marrones y dorados, una camisa de algodón blanca y un chaleco negro de lana.

—Por teléfono parecías preocupada.

—Lo estoy. Necesito saber qué interés tiene tu gobierno en George Haddad.

La mirada inexpresiva típica de un agente de inteligencia desapareció del atractivo rostro de Dixon.

—No has perdido el tiempo.

—Igual que los vuestros. Los últimos días se ha hablado mucho de George Haddad.

Lo cierto es que estaba en desventaja, ya que Lee Durant era su contacto con los israelíes y no había tenido ocasión de informarla de lo que había averiguado.

—¿Cuál es el interés de los norteamericanos? —preguntó Dixon.

—Hace cinco años uno de mis agentes estuvo a punto de morir por culpa de Haddad.

—Entonces escondisteis al palestino, os lo guardasteis para vosotros solitos, y no os molestasteis en contárselo a vuestro aliado.

Ahora estaban llegando al quid de la cuestión.

—Y vosotros no os molestasteis en contarnos que intentasteis cargaros al tipo junto con mi agente.

—De eso no sé nada, irían por libre. Pero sí sé que Haddad ha salido a la luz, y lo queremos.

—Nosotros también.

—¿Por qué os importa tanto a vosotros?

Stephanie era incapaz de decidir si Dixon tanteaba o se escabullía.

—Dímelo tú, Heather. ¿Por qué hace cinco años los saudíes arrasaron aldeas enteras en el oeste de Arabia? ¿Por qué el Mosad se ha fijado en Haddad? —Atravesó a su amiga con la mirada—. ¿Por qué tenía que morir?

Un sereno fatalismo asaltó a Malone. Había una regla que todos los servicios de inteligencia respetaban: no joder a los israelíes. Malone había infringido tan sabia norma al permitir que Israel creyera que Haddad había muerto en el café. Ahora lo sabían. Lee Durant había dicho que los israelíes andaban revueltos, pero no había dicho nada de que el escondite de Haddad hubiese sido descubierto. De haberlo sabido, no habría dejado que Pam lo acompañase.

—Debería cerrar la puerta con llave —recomendó el intruso—. Podría entrar cualquiera.

—¿Se llama usted…?

—Llámeme Adán. Ella es Eva.

—Interesantes nombres para unos ejecutores israelíes.

—¿Qué estás diciendo? —se sorprendió Pam—. ¿Ejecutores?

Malone se encaró con ella.

—Han venido a acabar lo que empezaron hace cinco años. —Se volvió hacia Haddad, que no mostraba el más mínimo miedo—. ¿Qué es lo que quieren silenciar?

—La verdad —replicó Haddad.

—Yo no sé nada de eso —aseguró Adán—. No soy un político, tan sólo un asalariado. Mis órdenes son eliminarlo. Usted lo comprenderá, Malone, estuvo en el ajo.

Lo entendía, sí, pero el caso de Pam por lo visto era otro cantar.

—Todos ustedes están locos —les espetó—. Hablan de matar como si fuera parte de su trabajo.

—A decir verdad es mi único trabajo —aclaró Adán.

Malone había aprendido en el Magellan Billet que la supervivencia muchas veces dependía de saber cuándo resistir y cuándo retirarse. Mientras miraba a su viejo amigo, un antiguo luchador, vio que éste sabía que había llegado la hora de elegir.

—Lo siento —musitó Malone.

—Yo también, Cotton. Pero tomé la decisión cuando hice las llamadas.

¿Había oído bien?

—¿«Llamadas»?

—Una hace algún tiempo, las otras dos recientemente. A la Orilla Occidental.

—Eso fue una tontería, George.

—Puede. Pero sabía que vendrías.

—Me alegro, porque yo no lo sabía.

La mirada de Haddad se tornó más severa.

—Me enseñaste muchas cosas. Recuerdo cada lección, y hasta hace unos días las seguí estrictamente. Incluso las que tenían que ver con salvaguardar lo que de verdad importa. —La voz se había vuelto monótona e inexpresiva.

—Debiste llamarme primero.

Haddad meneó la cabeza.

—Se lo debo al Guardián al que disparé. Con esto liquido mi deuda.

—Vaya una contradicción —terció Adán—. Un palestino con honor.

—Y un israelí que asesina —replicó Haddad—. Pero somos como somos.

El cerebro de Malone barajaba posibilidades a toda prisa. Tenía que hacer algo, pero Haddad pareció intuir sus maquinaciones.

—Has hecho lo que has podido. Al menos por ahora. —Haddad hizo un gesto—. Cuida de ella.

—Cotton, no puedes permitir que lo maten —susurró Pam, la voz con un timbre de desesperación.

—Sí que puede —dijo Haddad con cierta amargura. Luego el palestino miró con ferocidad a Adán—. ¿Puedo decir una última oración?

Adán movió el arma.

—¿Quién soy yo para negar tan razonable petición?

Haddad avanzó hacia una cómoda e hizo ademán de abrir un cajón.

—Tengo un cojín para arrodillarme. ¿Puedo?

Adán se encogió de hombros.

Haddad abrió despacio el cajón y utilizó ambas manos para sacar un cojín carmesí. El anciano se aproximó a una de las ventanas, y Malone vio que el cojín caía al suelo.

A la vista quedó un arma, que Haddad empuñaba firmemente con la mano derecha.

Stephanie esperó la respuesta a su pregunta.

—Haddad supone una amenaza para la seguridad de Israel —repuso Dixon—. Lo era hace cinco años y lo sigue siendo hoy.

—¿Te importaría explicarte?

—¿Por qué no se lo preguntas a los tuyos?

A Stephanie le habría gustado evitar confidencias, pero decidió ser sincera.

—Hay división de pareceres.

—Y tu postura ¿cuál es?

—Tengo a un exagente en apuros. Pretendo ayudarlo.

—Cotton Malone. Lo sabemos. Pero Malone sabía dónde se metía al esconder a Haddad.

—Su hijo no.

Dixon se encogió de hombros.

—Varios amigos míos han muerto por culpa de terroristas.

—¿No te estás justificando?

—No lo creo. Los palestinos no nos dejan mucha alternativa a la hora de tratar con ellos.

—No hacen nada que no hicieran los judíos en 1948. —No pudo evitar soltarlo.

Dixon sonrió satisfecha.

—De haber sabido que volveríamos a discutir esto, no habría venido.

Stephanie sabía que Dixon no quería oír hablar del terrorismo de finales de la década de 1940, en su mayor parte judío, pero no estaba dispuesta a ser indulgente con su amiga.

—Podemos hablar del hotel King David, si lo prefieres.

Ese hotel de Jerusalén hacía las veces de cuartel general del ejército británico y centro de investigación criminal. Después de asaltar una agencia judía del lugar y llevar al hotel documentos confidenciales incautados, un comando extremista respondió poniendo una bomba en julio de 1946. Noventa y un muertos y cuarenta y cinco heridos; quince de los fallecidos eran judíos.

—Los británicos estaban advertidos —aclaró Dixon—. No fue culpa nuestra que no hicieran caso.

—¿Qué importancia tiene que recibieran una llamada? —objetó ella—. Fue un acto de terrorismo, una forma de obtener vuestros fines. Los judíos querían a británicos y árabes fuera de Palestina y utilizaban cualquier táctica que funcionara. Lo mismo que llevan intentando los palestinos desde hace décadas.

Dixon meneó la cabeza.

—Estoy harta de oír esa mierda. La nakba es una farsa. Los árabes huyeron de Palestina ellos solos en la década de 1940 porque estaban aterrorizados. Los ricos fueron presa del pánico, y el resto se marchó después de que se lo pidieran los líderes árabes. Creían sinceramente que nos aplastarían en unas semanas. Los que se fueron sólo se adentraron unos kilómetros en países árabes vecinos. Y nadie, incluida tú, habla nunca de los judíos a los que echaron de esos mismos Estados árabes. —Dixon se encogió de hombros—. ¿A quién le importa? Sin embargo, los pobrecitos árabes, eso sí es una tragedia.

—Arrebátale a un hombre su tierra y luchará contigo para siempre.

—No les arrebatamos nada. Compramos la tierra, y la mayor parte era un cenagal y un monte bajo inculto que nadie quería. Y, por cierto, el ochenta por ciento de esos árabes que se marcharon eran campesinos, nómadas o beduinos. Los terratenientes, los que armaron tanto lío, vivían en Beirut, El Cairo y Londres.

Stephanie ya había oído eso antes.

—La política israelí no cambia nunca.

—Lo único que los árabes tenían que hacer era aceptar la resolución de la ONU de 1947 que abogaba por dos Estados, uno árabe y otro judío, y todos habrían salido ganando —respondió Dixon—. Pero no, de ninguna manera. Nada de compromisos. La repatriación ha sido y sigue siendo una condición sine qua non de cualquier discusión, y eso no va a ocurrir. Israel es una realidad que no desaparecerá. La compasión que todo el mundo siente por los árabes da asco. Viven en campos de refugiados porque a sus líderes les gusta. De no ser así harían algo al respecto. Pero prefieren usar los campos y las zonas que les han sido asignadas para avergonzar al mundo. Sin embargo a ellos nadie, incluida Norteamérica, los critica nunca.

—Heather, en este momento lo único que me interesa es el hijo de Cotton Malone y George Haddad.

—Igual que a la Casa Blanca. Nos han dicho que estabas interfiriendo en la cuestión Haddad. Larry Daley se queja de que eres una cabrona.

—Qué sabrá él.

—Tel Aviv no quiere interferencias.

De pronto Stephanie lamentó haber decidido reunirse con Dixon. Así y todo tenía que preguntarle una cosa:

—¿Qué tiene tanta importancia? Dímelo y tal vez no me meta.

Dixon soltó una risita.

—Muy buena. ¿Alguna vez pica alguien?

—Creí que quizá funcionara aquí. —Esperaba que su amistad significara algo—. Con nosotras.

Dixon echó un vistazo a los pavimentados caminos del parque. La gente paseaba, disfrutando del día.

—La cosa es sería, Stephanie.

—¿Muy grave?

Dixon se llevó la mano a la espalda y sacó un arma.

—Así de grave.