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Rothenburg, Alemania

15:30

Sabre daba un paseo por la adoquinada callejuela. Rothenburg se hallaba a cien kilómetros al sur de Würzburg, una ciudad amurallada ceñida por baluartes de piedra y atalayas que databan de la Edad Media. Dentro, angostas calles serpenteaban tortuosamente entre construcciones de ladrillo y piedra con entramado de madera. Sabre buscaba una en concreto.

La Baumeisterhaus se alzaba muy cerca de la plaza principal a un tiro de piedra de la antigua torre del reloj. Un letrero de hierro anunciaba que la casa había sido construida en 1596. Sin embargo, en el siglo anterior la estructura de tres plantas había albergado una posada y un restaurante.

Empujó la puerta y lo recibió un dulce aroma a pan de manzana y canela. Un estrecho comedor situado en la planta baja desembocaba en un salón de dos niveles, las encaladas paredes salpicadas de cornamentas.

Uno de los contactos de la Orden aguardaba sentado a una mesa de roble, una figura enclenque conocida únicamente como Jonah. Sabre se aproximó. La mesa estaba cubierta con un exquisito mantel de color rosa. Una taza de porcelana llena de café descansaba frente a Jonah; al lado, en un plato, un hojaldre a medio comer.

—Están pasando cosas raras —afirmó Jonah en inglés.

—Así es Oriente Próximo.

—Más raras que de costumbre.

El tipo, un funcionario del ministerio del Interior israelí, estaba adscrito a la embajada alemana.

—Me pidió que estuviera atento a cualquier cosa relacionada con George Haddad. Al parecer ha resucitado de entre los muertos. Los nuestros están alborotados.

Él fingió no saber nada.

—¿Cuál es la fuente de esa noticia?

—Lo cierto es que él mismo llamó a Palestina hace unos días. Quiere contarles algo.

Sabre se había reunido otras tres veces con Jonah. Hombres como él, que anteponían los euros a la lealtad, resultaban útiles, pero al mismo tiempo exigían ser precavido: los tramposos siempre hacían trampa.

—¿Y si nos dejamos de evasivas y me dice qué quiere saber?

El hombre tomó un sorbo de café.

—Antes de que desapareciera hace cinco años, Haddad recibió la visita de alguien que se presentó como el Guardián.

Sabre ya lo sabía, pero no dijo nada.

—Le fue dada información. La cosa es algo rara, pero hay más.

Él nunca había apreciado el dramatismo del que gustaba de hacer gala Jonah.

—Haddad no fue el primero en recibir una visita así. Vi un archivo: desde 1948 ha habido otros tres que han recibido visitas parecidas de alguien llamado el Guardián. Israel estaba al tanto, pero todos esos hombres murieron a los días o semanas de esa visita. —Jonah hizo una pausa—. Si hace memoria recordará que Haddad también estuvo a punto de morir.

Sabre empezaba a entender.

—¿Los suyos se guardan algo?

—Eso parece.

—¿Cuándo se dieron las visitas?

—Cada veinte años durante los últimos sesenta, más o menos. Todos eran estudiosos, uno israelí y tres árabes, entre ellos Haddad. De los asesinatos se encargó el Mosad.

Sabre tenía que saber una cosa.

—Y ¿cómo se las ha arreglado para enterarse de eso?

—Como le he dicho, por los archivos. —Jonah enmudeció—. Hace unas horas llegó un comunicado. Haddad vive en Londres.

—Necesito una dirección.

Jonah se la proporcionó y añadió:

—Han enviado a unos ejecutores.

—¿Por qué quieren matar a Haddad?

—Eso mismo le pregunté al embajador. En su día formó parte del Mosad, y me contó una historia interesante.

—Supongo que por eso estoy yo aquí.

Jonah le dedicó una sonrisa.

—Sabía que era usted un tipo listo.

David Ben Gurión se dio cuenta de que su carrera política estaba acabada. Desde su infancia enfermiza en Polonia ya soñaba con devolverles a los judíos su bíblica patria, de manera que creo la nación de Israel y la guió durante los tumultuosos años de 1948 a 1963, dirigiendo sus guerras y ejerciendo de estadista.

Una dura labor para un hombre que en realidad quería ser intelectual.

Devoraba libros de filosofía, estudiaba la Biblia, flirteaba con el budismo; hasta aprendió por su cuenta griego antiguo para leer a Platón en su lengua original. Sentía una curiosidad insaciable por las ciencias naturales y detestaba la ficción. Su modo de comunicación preferido era la batalla verbal, no el diálogo elaborado.

Sin embargo no era ningún pensador abstracto.

Era un hombre hermético, hosco, con un halo de cabello plateado, una mandíbula que irradiaba fuerza de voluntad y un carácter volátil.

Proclamó la independencia de Israel en mayo de 1948, desoyendo las advertencias de última hora de Washington e ignorando las catastróficas predicciones de sus más estrechos colaboradores. A las pocas horas de hacer la declaración, las fuerzas armadas de cinco naciones árabes invadieron Israel, uniéndose a las milicias palestinas, en un claro intento de aniquilar a los judíos. Él personalmente se situó a la cabeza del ejército. Murió un uno por ciento de la población judía, así como miles de árabes. Más de medio millón de palestinos perdieron su hogar. Al final los judíos se impusieron, muchos vieron en él una combinación de Moisés, el rey David, Garibaldi y Dios Todopoderoso.

Dirigió su nación durante quince años más. Pero era 1965, él tenía casi ochenta años y estaba cansado.

Peor aún, se había equivocado.

Miró fijamente la impresionante biblioteca. Cuánto conocimiento. El hombre que se hacía llamar el Guardián había dicho que la búsqueda supondría un desafío, pero si lograba salir airoso la recompensa sería incalculable.

Y el mensajero estaba en lo cierto.

En una ocasión había leído que la medida de una idea venía dada por su relación no sólo con su época, sino con su posteridad.

Su tiempo había engendrado el moderno Israel, pero para ello habían muerto miles de personas, y él temía que muchas más perecerían en las décadas venideras. Judíos y árabes parecían destinados a luchar. En su día pensó que su objetivo estaba justificado, que su causa era justa. Pero ya no era así.

Se había equivocado.

En todo.

Hojeó de nuevo, con sumo cuidado, el pesado volumen que tenía abierto en la mesa. Cuando llegó le aguardaban tres tomos similares. El Guardián que lo había visitado hacía seis meses se hallaba a la entrada, en su curtido rostro se veía una ancha sonrisa.

Ben Gurión nunca soñó que existiera semejante lugar, y agradecía que su curiosidad le hubiese permitido reunir el valor necesario para emprender la búsqueda.

—¿De dónde ha salido todo esto? —preguntó al entrar.

—Del corazón y la mente de hombres y mujeres.

Un acertijo, pero también una verdad, y el filósofo que había en él comprendió.

—Ben Gurión contó esa historia en 1973, días antes de morir —refirió Jonah—. Hay quien dice que deliraba; otros que desvariaba. Sin embargo, lo que quiera que aprendiese en esa biblioteca se lo guardó para sí. No obstante hay una cosa clara: la política y la filosofía de Ben Gurión sufrieron un cambio dramático a partir de 1965. Era menos combativo, más conciliador. Pidió concesiones para los árabes. Muchos lo atribuyeron a su avanzada edad, pero el Mosad pensó que había algo más. Tanto que Ben Gurión se convirtió en sospechoso. Por eso no se le permitió volver a la política. ¿Se lo imagina? El padre de Israel mantenido a raya.

—¿Quién era el Guardián?

Jonah se encogió de hombros.

—En los archivos no hay nada, sólo se menciona a los cuatro que recibieron esas visitas. El Mosad se enteró y actuó con rapidez. Se trate de lo que se trate, Israel no quiere que nadie hable con ellos.

—Así que sus colegas van a liquidar a Haddad.

Jonah afirmó con la cabeza.

—Mientras usted y yo estamos hablando.

Sabre ya había oído bastante, de modo que se puso en pie.

—¿Qué hay de mi dinero? —se apresuró a preguntar Jonah.

El otro se sacó un sobre del bolsillo y lo tiró en la mesa.

—Con esto estamos al día. Avísenos cuando tenga más que contar.

Jonah se guardó el soborno.

—Será usted el primero.

Sabre vio que su contacto se ponía en pie y se dirigía, en lugar de a la puerta principal, hacia un recoveco donde se encontraban los aseos. Decidió que era una oportunidad tan buena como cualquier otra, de modo que fue en pos de él.

En la puerta del servicio vaciló.

El restaurante estaba medianamente lleno y mal iluminado, y era ruidoso, los ocupantes de las mesas parloteaban en distintos idiomas, cada cual a lo suyo.

Entró, cerró la puerta e inspeccionó deprisa el lugar: dos retretes, un lavabo y un espejo, luz ambarina incandescente. Johan ocupaba el primer cubículo. El otro estaba vacío. Sabre cogió un puñado de toallitas de papel y esperó a oír la cadena; después saco una navaja del bolsillo.

Jonah salió subiéndose la cremallera del pantalón.

Sabre se volvió y hundió la navaja en el cuerpo del hombre, y le fue abriendo un tajo. Acto seguido, con la otra mano, taponó la herida con las toallitas. Vio que los ojos del israelí reflejaban sorpresa y luego se tornaban inexpresivos. Sacó la hoja de la navaja.

Jonah cayó al suelo.

Recuperó el sobre del bolsillo del hombre y limpió la navaja en sus pantalones. A continuación agarró al sangrante muerto por los brazos y lo metió a rastras en el retrete. Lo sentó en la taza.

Después cerró la puerta y se fue.

Una vez fuera Sabre siguió a la guía de una excursión que iba al Rathaus. La mujer, de edad, señaló el antiguo ayuntamiento y habló sobre la larga historia de Rothenburg.

Después de un titubeo, Sabre se decidió a escuchar. Las campanas dieron las cuatro.

—Si miran el reloj, verán los dos ojos de buey que se abren a derecha e izquierda de la esfera.

Todo el mundo se volvió cuando se abrieron las ventanas. En lo alto apareció un hombrecillo apurando un pichel de vino mientras otra figura miraba. La guía relató monótonamente su significado histórico. Cámaras y videocámaras se pusieron en marcha. El número duró unos dos minutos. Cuando Sabre se alejaba reparó en un turista, un varón, que apartaba hábilmente el objetivo de la torre del reloj y se centraba en su persona.

Sonrió.

Ser descubierto siempre era un riesgo cuando la traición se convertía en un modo de vida. Por suerte había averiguado todo cuanto quería saber de Jonah, lo cual explicaba por qué había eliminado ese lastre de una vez por todas. Pero los israelíes estaban al corriente. Al viejo parecía no importarle, y le había ordenado expresamente dar un buen espectáculo.

Y eso había hecho.

Para los israelíes y para Alfred Hermann.