Londres
12:30
Malone bajó con Pam la escalerilla del avión de British Airways. Habían pasado la noche en Christiangade y después volado desde Copenhague hasta Inglaterra, una escala para Pam en su viaje de vuelta a Georgia y el destino final de Malone. Gary se había quedado con Thorvaldsen. Su hijo conocía al danés de los últimos dos veranos que había pasado en Dinamarca. Hasta que supiera exactamente qué estaba pasando, Malone creía que Christiangade era el lugar más seguro para Gary. Como medida adicional, Thorvaldsen contrató a un equipo de seguridad para que patrullara por la propiedad. A Pam no le hizo mucha gracia la idea, y discutieron, pero al final ella comprendió lo acertado de la decisión, en particular teniendo en cuenta lo que había ocurrido en Atlanta. Como la crisis había finalizado, ella tenía que volver al trabajo. Había salido de inmediato, sin avisar al bufete. Dejar a Gary no era lo que quería, pero al cabo reconoció que Malone lo podría proteger mejor que ella.
—Espero no haber perdido mi trabajo —dijo Pam.
—Supongo que lo que les has hecho ganar bastará para que te perdonen. ¿Vas a contarles lo sucedido?
—Tendré que hacerlo.
—De acuerdo. Diles lo que consideres necesario.
—¿Por qué sigues con esto? —le planteó ella—. ¿Por qué no lo dejas estar?
Él reparó en que, por lo visto, el descanso había acabado con gran parte del mal humor de su exmujer. Había pedido disculpas repetidamente por lo del día anterior, y él le había restado importancia. Lo cierto es que no quería hablar con ella y, gracias a que habían hecho la reserva a última hora, no se habían sentado juntos durante el vuelo, lo cual estaba bien. Aún tenían cosas que decirse en lo tocante a Gary, cosas desagradables. Pero no era el momento.
—Es el único modo de asegurarme de que no vuelva a pasar —respondió él—. Si no soy el único que sabe de la conexión dejaré de ser el blanco. Y lo mismo ocurrirá contigo o con Gary.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Pam.
Malone no tenía ni idea, así que repuso:
—Lo sabré cuando llegue allí.
Avanzaron entre el gentío hacia la terminal, su silencio y sus pensativos pasos atestiguaban que estaban mejor separados. Los aletargados sentidos de él volvían a estar alerta. En el avión se había fijado en un hombre. Sentado tres filas más adelante, en el lado opuesto. Un larguirucho muy moreno, una barba rala oscurecía sus mejillas. Había embarcado en Copenhague, y algo en él había llamado la atención de Malone. En el vuelo no había pasado nada. Pero, aunque el tipo había bajado antes que ellos, ahora lo tenían detrás.
Eso anunciaba problemas.
—Ayer le disparaste a ese hombre sin una pizca de remordimiento —le espetó Pam—. Das miedo, Cotton.
—La seguridad de Gary estaba en juego.
—¿Era eso lo que solías hacer?
—Todo el tiempo.
—Ya he visto todas las muertes que quería ver.
También él.
Siguieron caminando, y él supo que ella estaba pensando. Siempre había sabido cuándo se devanaba los sesos.
—Ayer no lo mencioné —comentó ella—, con todo lo sucedido, pero hay un hombre en mi vida.
Él se alegró, pero se preguntó por qué se lo contaba.
—Hace mucho que no nos importa lo que haga el otro.
—Lo sé. Pero éste es especial. —Levantó el brazo y le mostró la muñeca—. Me regaló este reloj.
Parecía orgullosa de él, de modo que Malone le siguió el juego.
—Un TAG Heuer. No está mal.
—Eso mismo pensé yo. Me sorprendió un montón.
—¿Te trata bien?
Ella asintió.
—Disfruto estando con él.
Malone no sabía qué decir.
—Sólo te lo he dicho para que sepas que tal vez sea hora de que hagamos las paces.
La terminal estaba abarrotada. Había llegado el momento de separarse.
—¿Te importa si te acompaño? —preguntó ella—. Mi avión a Atlanta no sale hasta dentro de siete horas.
A decir verdad él había estado ensayando el adiós, para actuar con aire de despreocupación.
—No es buena idea. Tengo que hacer esto solo.
No hizo falta decir lo que ambos pensaban, sobre todo después de lo de ayer. Ella asintió.
—Lo comprendo. Sólo pensé que sería una buena forma de pasar la tarde.
Él sintió curiosidad.
—¿Por qué quieres venir? Creía que querías alejarte de todo esto.
—Casi me matan por culpa de esa conexión, así que me interesa. Y, además, ¿qué voy a hacer en este aeropuerto?
Malone hubo de admitir que estaba estupenda: era cinco años menor que él, pero parecía más joven. Y su expresión también era demasiado similar a la de la vieja Pam —a un tiempo desvalida, independiente y suplicante— para que él se la tomara a la ligera. Los rasgos de su pecoso rostro, sus ojos azules, le provocaron una oleada de recuerdos, recuerdos que él se había esforzado por reprimir, sobre todo desde agosto, cuando se enteró de lo de Gary.
Él y Pam habían estado casados mucho tiempo, compartido una vida, con sus buenos y sus malos momentos. Malone tenía cuarenta y ocho años, llevaba más de uno divorciado y casi seis separado.
Quizá fuese hora de olvidarlo todo. Lo pasado, pasado estaba, y él no había sido ningún angelito.
Sin embargo lo de hacer las paces tendría que esperar, de manera que se limitó a decir:
—Vuelve a Atlanta y no te metas en líos, ¿de acuerdo?
Ella sonrió.
—Lo mismo podría decirte yo.
—En mi caso es imposible, pero estoy seguro de que a ese hombre que hay en tu vida le gustaría tenerte en casa.
—De todas formas tenemos que hablar, Cotton. Los dos hemos evitado el tema.
—Hablaremos, pero después de todo esto. ¿Qué te parece si nos damos una tregua hasta entonces?
Ella también parecía querer paz.
—Vale.
—Te mantendré al tanto de todo, y no te preocupes por Gary. Henrik cuidará de él, estará bien protegido. Tienes su número de teléfono, así que puedes llamarlo cuando quieras.
Agitó la mano con alegría, sonriendo, y a continuación se dirigió hacia las salidas de la terminal, dispuesto a coger un taxi. No llevaba equipaje. Dependiendo de lo larga que fuese la estancia compraría algunas cosas más tarde, después de dar con la conexión.
Pero antes de salir del aeropuerto tenía que comprobar una última cosa.
Se acercó a un mostrador de información y sacó un mapa de la ciudad del soporte. Le dio la vuelta con naturalidad e hizo como que lo examinaba, para, acto seguido, observar la multitud que transitaba por la amplia terminal.
Había supuesto que si lo estaban siguiendo, el larguirucho estaría esperando a que él saliera.
En lugar de ello el desconocido fue tras Pam.
Ahora sí que estaba preocupado.
Dejó el mapa en el mostrador y atravesó la terminal. Pam entró en una de las numerosas cafeterías, al parecer dispuesta a pasar el tiempo comiendo o tomando un café. El larguirucho tomó posiciones en una duty free desde la cual dominaba la cafetería.
Interesante. Por lo visto ese día el protagonista no era él.
Entró en la cafetería.
Pam estaba sentada a una mesa. Cuando lo vio, la sorpresa se reflejó en el rostro de su exmujer. —¿Qué haces aquí?
—He cambiado de opinión. ¿Por qué no te vienes conmigo?
—La verdad es que me gustaría.
—Con una condición.
—Ya sé. Que mantenga la boca cerrada.
Stephanie estuvo rumiando las palabras de Thorvaldsen y después preguntó con toda tranquilidad:
—¿Eres miembro de la Orden del Vellocino de Oro?
—Desde hace treinta años. Siempre pensé que no era más que una forma de que la gente con dinero y poder se relacionara. Eso es lo que hacemos la mayor parte del tiempo…
—Cuando no estáis pagando sobornos para conseguir contratos.
—Venga ya, Stephanie. Sabes que la vida es así. No soy yo quien dicta las reglas. Sólo me codeo con la gente adecuada.
—Dime lo que sepas, Henrik. Y, por favor, nada de trolas.
—Mis investigadores les siguieron la pista hasta Amsterdam a los dos que murieron ayer. Uno tiene una amiguita, y la chica nos dijo que su amante trabajaba para otro hombre regularmente. En una ocasión consiguió verlo, y, a juzgar por su descripción, creo que yo también lo he visto.
Ella quedó a la espera de que le contara más.
—Curiosamente, durante muchos años, en actos de la orden, he oído hablar bastante de la desaparecida Biblioteca de Alejandría. El ocupante de la Silla Azul, Alfred Hermann, está obsesionado con el tema.
—¿Sabes por qué?
—Cree que podemos aprender mucho de los antiguos.
Ella lo dudaba, pero necesitaba saber.
—¿Qué relación existe entre los dos muertos y la Orden?
—El hombre al que describió la mujer ha asistido a actos de la Orden. No es miembro, sino un empleado. Ella no oyó cómo se llamaba, pero una vez su novio empleó unas palabras que también he oído antes: die Klauen der Adler.
Ella tradujo en silencio: Las Garras del Águila.
—¿No vas a contarme más?
—¿Qué te parece si te lo cuento cuando esté más seguro?
El pasado junio, cuando conoció a Thorvaldsen, él no se había mostrado muy comunicativo, lo cual no hizo más que avivar la tirantez que ya existía entre ambos. Pero desde entonces Stephanie había aprendido a no subestimar al danés.
—De acuerdo. Has dicho que el principal interés de la Orden era Oriente Próximo. ¿A qué te referías?
—Agradezco que no me presiones.
—En algún momento tenía que empezar a colaborar contigo. Además, de todos modos no ibas a decírmelo.
Thorvaldsen se rió.
—Somos bastante parecidos.
—Eso sí que me asusta.
—Tampoco es para tanto. Sin embargo, respondiendo a tu pregunta sobre Oriente Próximo te diré que, por desgracia, el mundo árabe sólo respeta la fuerza. No obstante también saben negociar, y tienen mucho que ofrecer, sobre todo petróleo.
La conclusión era indiscutible.
—¿Quién es el enemigo número uno de los árabes? —preguntó Thorvaldsen—. ¿Norteamérica? No, Israel. Ésa es la espina que tienen clavada, ahí, en mitad de su mundo. Un Estado judío, resultado de la partición de 1948, cuando casi un millón de árabes se vio desplazado por la fuerza. Es cierto, los judíos también sufrieron, pero el mundo les cedió un territorio que palestinos, egipcios, jordanos, libaneses y sirios llevaban siglos reclamando. A eso lo llamaron la nakba, la catástrofe.
—Y entonces estalló la guerra —dijo Stephanie—. La primera de muchas.
—Todas ellas ganadas por Israel. Durante los últimos sesenta años los israelíes se han aferrado a su tierra, y todo porque Dios le dijo a Abraham que así sería.
Stephanie recordó el pasaje que había citado Green: «Dijo Yahvé a Abram: “Alza tus ojos, y desde el lugar donde estás mira al norte y al mediodía, al oriente y al occidente. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre”».
—La promesa que Dios le hizo a Abraham es uno de los motivos por los que Palestina les fue dada a los judíos —explicó Henrik—. Supuestamente es su patria ancestral, legada por el mismísimo Dios. ¿Quién puede discutir eso?
—Al menos un erudito palestino del que he oído hablar.
—Cotton me contó lo de George Haddad y la biblioteca.
—No debió hacerlo.
—Creo que en este instante le importan un bledo las normas, y ahora mismo tampoco es que esté muy contento contigo.
Se lo merecía.
—Mis fuentes en Washington me dicen que la Casa Blanca quiere que se encuentre a Haddad. Supongo que lo sabes.
Ella no dijo nada.
—No pensé que fueses a confirmarlo ni a desmentirlo, pero aquí se está cociendo algo, Stephanie, algo importante. Los poderosos no acostumbran a malgastar su tiempo en tonterías.
Ella estaba de acuerdo.
—Te puedes cargar a gente, aterrorizarla día tras día, y no cambiarás nada. Pero si posees lo que tu enemigo quiere o no quiere que nadie más tenga, tienes verdadero poder. Conozco la Orden del Vellocino de Oro. Influencia. Eso es lo que buscan Alfred Hermann y la Orden.
—Y ¿qué harán con ella?
—Si golpea a Israel en su mismo centro, como bien podría ser, el mundo árabe negociaría para conseguirla. Todo el mundo en la Orden quiere beneficiarse de unas relaciones amistosas con los árabes. El precio del petróleo por sí solo basta para captar su atención, pero hacerse con nuevos mercados para sus bienes y servicios es un premio aún mayor. ¿Quién sabe? La información hasta podría poner en duda la existencia del Estado judío, lo cual cerraría numerosas heridas abiertas. La defensa que Norteamérica le brinda desde hace tiempo a Israel resulta costosa. ¿Cuántas veces ha sucedido? Una nación árabe afirma que habría que destruir Israel, Naciones Unidas interviene, Estados Unidos lo censura, todo el mundo se cabrea y se dejan oír las armas. Acto seguido hay que repartir concesiones y dólares para aplacar los ánimos. Si eso dejara de ser necesario, imagina lo complaciente que podría ser el mundo, y Norteamérica.
Lo cual bien podría ser el legado que Larry Daley quería para el presidente. Sin embargo Stephanie sintió la necesidad de preguntar:
—¿Qué podría ser tan poderoso?
—No lo sé. Pero hace unos meses tú y yo leímos un documento antiguo que básicamente lo cambiaba todo. Tal vez se trate de algo con un poder similar.
Tenía razón, pero la realidad era otra.
—Cotton necesita esta información.
—La tendrá, pero primero hemos de conocer toda la historia.
—Y ¿cómo piensas hacerlo?
—La reunión de invierno de la Orden es este fin de semana. No pretendía ir, pero he cambiado de idea.