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Copenhague

12:15

Dominick Sabre sabía que la hora siguiente sería crítica. Ya había visto en las cadenas de televisión de Copenhague el tiroteo del castillo de Kronborg, lo cual significaba que a esas alturas Malone y su exesposa se habrían puesto en marcha. Finalmente tuvo noticias del hombre al que había enviado al castillo y se alegró de que hubiese seguido sus órdenes.

Consultó el reloj y salió del salón para dirigirse a la habitación de atrás, donde retenían a Gary Malone. Se las habían arreglado para abordar al chico en el instituto, sirviéndose de credenciales oficiales y una actitud franca, todo supuestamente en nombre del gobierno norteamericano. A las dos horas habían salido de Atlanta en un vuelo chárter. Con Pam Malone se habían puesto en contacto de camino y le dieron instrucciones. Según los informes era una mujer difícil, pero una foto y la idea de que su hijo sufriera algún daño garantizaron que hiciera exactamente lo que querían.

Abrió la puerta del dormitorio y se obligó a sonreír.

—Queríamos que supieras que hemos tenido noticias de tu padre.

El muchacho se encontraba junto a la ventana, leyendo un libro. El día anterior había pedido varios volúmenes, que Sabre le había conseguido. El joven rostro se iluminó al oír aquello.

—¿Está bien?

—Estupendamente. Y nos ha agradecido que te tengamos con nosotros. Tu madre se encuentra con él.

—¿Mamá aquí?

—La trajo otro equipo.

—Menuda novedad. Ella nunca ha estado aquí. —El chico hizo una pausa—. Ella y mi padre no se llevan bien.

Como conocía la historia conyugal de Malone intuyó algo.

—Y eso ¿por qué?

—El divorcio. No viven juntos desde hace mucho.

—¿Te resulta duro?

Gary pareció sopesar la pregunta. Era alto para su edad, desgarbado, el cabello color caoba. En comparación, Cotton Malone era un poema: tez blanca, recio, cabello claro. Por mucho que lo intentaba Sabre era incapaz de ver nada del padre en el rostro o el aspecto del chico.

—Sería mejor que estuviesen juntos, pero entiendo por qué no lo están.

—Qué bien que lo entiendas. Eres sensato.

Gary sonrió.

—Eso es lo que siempre dice mi padre. ¿Lo conoce?

—Claro. Trabajamos juntos muchos años.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué estoy en peligro?

—De eso no puedo hablar, pero unos tipos de lo peorcito se han fijado en tu padre e iban a ir por ti y por tu madre, así que intervinimos para protegerte. —Vio que la explicación no parecía satisfacerlo por completo.

—Pero mi padre ya no trabaja para el gobierno.

—Por desgracia a sus enemigos eso les da igual. Sólo quieren causarle dolor.

—Todo esto es muy raro.

Sabre esbozó una sonrisa forzada.

—Gajes del oficio, me temo.

—¿Tiene usted hijos?

Sabre se preguntó cuál sería el interés del muchacho.

—No. No estoy casado.

—Parece un buen tipo.

—Gracias. Sólo cumplo con mi obligación. —Hizo un gesto y dijo—. ¿Haces ejercicio?

—Juego al béisbol. Aunque la temporada ha terminado hace algún tiempo. Sin embargo no me importaría lanzar unas pelotas.

—Eso es difícil en Dinamarca. Aquí el béisbol no es el pasatiempo nacional.

—Estuve aquí los últimos dos veranos. Me gusta mucho.

—¿Es el tiempo que pasas con tu padre?

Gary afirmó con la cabeza.

—Casi la única ocasión de estar juntos. Pero no importa. Me alegro de que viva aquí, le hace feliz.

Sabre creyó volver a intuir algo.

—Y a ti ¿te hace feliz?

—A veces. Otras veces me gustaría tenerlo más cerca.

—¿Te has planteado vivir con él?

El rostro del chico reflejó preocupación.

—A mi madre le daría algo. No le gustaría que lo hiciera.

—A veces uno ha de hacer lo que tiene que hacer.

—Lo he pensado.

Sabre sonrió.

—No le des demasiadas vueltas. Y procura no aburrirte.

—Echo de menos a mi madre y a mi padre. Espero que estén bien.

Ya había oído bastante. El chico estaba calmado; no sería un problema, al menos durante la próxima hora, que era todo lo que Sabre necesitaba.

Después no importaría lo que hiciera Gary Malone.

Así que se encaminó a la puerta y dijo:

—No te preocupes. Estoy seguro de que todo acabará pronto.

Malone permanecía en las calles de Elsinor, vigilando el café. Un flujo constante de parroquianos entraba y salía. Su objetivo estaba sentado en una mesa junto a la ventana, dando sorbos de una taza. Pam, suponía, estaría en el coche, aparcado en la estación de tren, esperando. Más le valía. Cuando aquel tipo se pusiera en marcha sólo tendrían una oportunidad. Si sus adversarios andaban cerca, y él estaba convencido de que era el caso, aquél tal vez fuese el único camino que lo conduciría hasta ellos.

La aparición de Pam en Dinamarca lo había puesto nervioso, pero ella siempre surtía ese efecto. Una vez los unió el amor y el respeto, o al menos eso pensaba él; ahora su único vínculo era Gary.

Su mente repasó lo que ella le había dicho en agosto. De Gary.

—Después de años de mentiras, ¿quieres ser justa?

—Hace años no eras ningún santo, Cotton.

—Y por eso convertiste mi vida en un infierno.

Ella se encogió de hombros.

—Yo también cometí un desliz. Pensé que no te importaría, dadas las circunstancias.

—Te lo conté todo.

—No, Cotton, yo te pillé.

—Pero dejaste que pensara que Gary era mío.

—Lo es. En todo excepto en la sangre.

—¿Así es como te justificas ante ti misma?

—No tengo que justificar nada. Sólo creí que debías saber la verdad. Debí contártelo el año pasado, cuando nos divorciamos.

—¿Cómo sabes que no es hijo mío?

—Cotton, hazte pruebas. A mí me da igual, sólo quiero que sepas que no eres el padre de Gary. Haz lo que te plazca con esta información.

—¿Lo sabe él?

—Claro que no. Eso es algo entre él y tú. Nunca lo sabrá por mi boca.

Aún sentía la rabia que lo asaltó al ver a Pam tan tranquila. Eran tan distintos… lo cual quizás explicara por qué ya no estaban juntos. Él había perdido a su padre de pequeño, pero lo había criado una madre que lo adoraba. La infancia de Pam había sido un caos absoluto. Su madre era una mujer caprichosa, un mar de emociones contradictorias que llevaba un centro de día. Había dilapidado los ahorros de la familia no una, sino dos veces. Los astrólogos eran su debilidad. No podía resistirse a ellos, y escuchaba con avidez cuando le decían lo que ella quería oír. El padre de Pam también era conflictivo, un ser distante que iba a la deriva y le importaban más los aviones teledirigidos que su esposa y sus tres hijos. Había trabajado cuarenta años en una fábrica de cucuruchos de helado, un asalariado que nunca pasó de encargado intermedio. Una mezcla de lealtad y un falso sentimiento de satisfacción. Así fue su suegro hasta el día en que su costumbre de fumar tres paquetes de cigarrillos diarios detuvo su corazón.

Hasta que se conocieron Pam no había tenido mucho amor o seguridad. Reservada con sus emociones, pero exigiendo dedicación, siempre dio mucho menos de lo que pedía. Y señalar esa realidad sólo provocaba su ira. Sus aventuras con otras mujeres, en una etapa temprana de su matrimonio, no hicieron sino demostrar que ella tenía razón. Que no se podía contar con nada ni con nadie.

Ni madre ni padre ni hermanos ni esposo.

Todos ellos fallaron.

Igual que ella: tuvo un hijo y no le contó a su marido que no era el padre. Aún parecía estar pagando el precio de ese error.

Malone tenía que mostrarse indulgente con ella, pero para hacer un trato hacían falta dos, y ella no estaba dispuesta —al menos todavía— a negociar.

El pistolero desapareció de la ventana, y la atención de Malone volvió a centrarse en el café.

Vio que el hombre salía del establecimiento y se dirigía hacia su coche, se subía a él y se alejaba. Abandonó su posición, echó a correr por el callejón y divisó a Pam.

Cruzó la calle y se metió deprisa en el asiento del copiloto.

—Arranca y prepárate.

—¿Yo? ¿Por qué no conduces tú?

—No hay tiempo. Aquí viene.

Vio que el Volvo torcía para entrar en la carretera que discurría paralela a la costa y pasaba a toda velocidad.

—Vamos —ordenó Malone.

Y ella obedeció.

George Haddad entró en su piso de Londres. La excursión a Bainbridge Hall había sido frustrante, como de costumbre, de manera que hizo caso omiso del computador, que le indicaba que tenía correos sin abrir, y se sentó a la mesa de la cocina.

Había estado muerto cinco años. Saber y no saber. Entender y, al mismo tiempo, sentirse confuso.

Sacudió la cabeza.

Menudo dilema.

Echó un vistazo a su alrededor. La balsámica, purificadora magia del piso se había desvanecido. Estaba claro que había llegado el momento: otros tenían que saberlo. Les debía esa revelación a todas las almas que murieron en la nakba, cuya tierra fue robada, cuya propiedad fue incautada. Y se la debía a los judíos.

Todo el mundo tenía derecho a conocer la verdad.

La primera vez, meses atrás, al parecer no había funcionado. Por eso el día anterior había vuelto a coger el teléfono.

Ahora, por tercera vez, efectuó una llamada internacional.

Malone no perdía de vista la carretera mientras Pam bajaba con rapidez por la carretera de la costa hacia el sur, en dirección a Copenhague. El Volvo le sacaba menos de un kilómetro. Malone había dejado pasar varios coches, a modo de barrera, pero le advirtió en más de una ocasión que no se separara demasiado.

—Yo no soy un agente —replicó ella, los ojos fijos en el parabrisas—. Nunca he hecho esto.

—¿Es que no te lo enseñaron en la facultad de Derecho?

—No, Cotton. Te lo enseñaron a ti en la facultad de Espionaje.

—Ojalá hubiese existido una. Por desgracia tuve que aprender sobre la marcha.

El Volvo aceleró, y él se preguntó si no los habrían visto. Pero entonces reparó en que el coche sólo estaba adelantando a otro. Se Percató de que Pam empezaba a seguir el ritmo.

—No lo hagas. Si está alerta, es un truco para comprobar si lo siguen. Lo veo, así que quédate donde estás.

—Sabía que la formación que recibiste en el departamento de Justicia daría sus frutos.

Frivolidad; una rareza en ella. Sin embargo él apreció el esfuerzo. Esperó que la pista valiera la pena. Gary debía de andar cerca, y lo único que necesitaba era una oportunidad para sacarlo.

Llegaron a las afueras de la capital. El tráfico avanzaba a paso de tortuga. Cuatro coches los separaban del Volvo cuando éste se metió por los jardines del palacio de Charlottenlund, entró por el norte de Copenhague y enfiló hacia el sur de la ciudad. Justo delante del palacio real el Volvo giró hacia el oeste y se adentró en un barrio residencial.

—Ten cuidado —la instó él—. Aquí es fácil vernos. No te pegues.

Pam aumentó la distancia. Malone estaba familiarizado con aquella parte de la ciudad. El castillo de Rosenborg, donde se exhibían las joyas de la corona danesa, se encontraba a escasas manzanas, y el Jardín Botánico no quedaba lejos.

—Va a un sitio concreto —aseguró él—. Todas estas casas parecen iguales, así que hay que saber dónde se va.

Dos giros más y el Volvo bajó por un callejón bordeado de árboles. Malone le dijo a su exmujer que se detuviera en la esquina y vio que su presa entraba en una vivienda particular.

—Para junto al bordillo —le indicó.

Mientras ella aparcaba él sacó su Beretta y abrió la puerta.

—Quédate aquí. Va en serio. Esto podría ponerse feo, y no puedo buscar a Gary y ocuparme de ti al mismo tiempo.

—¿Crees que está ahí?

—Es muy posible.

Esperó que ella no se lo pusiera difícil.

—Vale. Esperaré aquí.

Malone iba a salir cuando ella lo agarró por el brazo, con firmeza, pero sin hostilidad. Sintió una oleada de emociones.

La miró a la cara, el miedo era visible en sus ojos.

—Si está ahí, tráelo.