Washington, DC
5:45
Stephanie observó cómo Larry Daley se dejaba caer en uno de los sólidos sillones del despacho de Brent Green. Fiel a su palabra, el viceconsejero de Seguridad Nacional había llegado en menos de media hora.
—Bonito lugar —le dijo a Green.
—Es mi hogar.
—Eres un hombre de pocas palabras, ¿eh?
—Las palabras, como los amigos, deberían escogerse con cuidado.
La amable sonrisa de Daley se esfumó.
—Esperaba no empezar como el perro y el gato.
Stephanie estaba nerviosa.
—Haz que esta visita merezca la pena, como dijiste por teléfono.
Las manos de Daley se aferraron a los orondos brazos del asiento.
—Espero que los dos seáis razonables.
—Eso depende —replicó ella.
Daley se pasó una mano por su corto cabello cano. Su apostura transmitía una sinceridad juvenil capaz de desarmar al más pintado, de manera que Stephanie se propuso no dejarse llevar.
—Intuyo que no vas a decirnos qué es la conexión —comentó ésta.
—No me hace ninguna gracia que se me acuse de infringir la Ley de Seguridad Nacional.
—¿Desde cuándo te preocupa infringir leyes?
—Desde ahora.
—Entonces ¿qué haces aquí?
—¿Qué es lo que sabéis? —preguntó Daley—. Y no me digáis que nada porque me decepcionaríais.
Green repitió lo poco que ya había referido acerca de George Haddad, y Daley asintió.
—Los israelíes se volvieron locos con Haddad. Luego entraron en escena los saudíes, lo cual nos chocó, pues, por regla general, les importa un bledo todo lo que tenga que ver con la Biblia o la historia.
—Así que hace cinco años envié a Malone a ciegas a ese atolladero, ¿no? —inquirió ella.
—Lo cual, a mi entender, forma parte de tu trabajo.
Stephanie recordó cómo degeneró la situación.
—¿Qué hay de la bomba?
—Ahí fue cuando se armó la gorda.
Un coche bomba arrasó un café de Jerusalén en el que se encontraban Haddad y Malone.
—Iba destinada a Haddad —aclaró Daley—. Claro está que, dado que era una misión a ciegas, Malone no lo sabía. Pero se las arregló para sacar al palestino sano y salvo.
—Menuda suerte la nuestra —apuntó Green con sarcasmo.
—Déjate de chorradas. No matamos a nadie. Lo último que queríamos era que Haddad muriese.
La ira de Stephanie crecía por momentos.
—Pusiste en riesgo la vida de Malone.
—Es un profesional. Fue un gaje del oficio.
—No envío a mis agentes a misiones suicidas.
—Sé realista, Stephanie. El problema con Oriente Próximo es que la mano izquierda nunca sabe lo que hace la derecha. Lo que ocurrió es típico, sólo que los militantes palestinos se equivocaron de café.
—O quizá no —terció Green—. Quizá los israelíes o los saudíes escogieron con tino.
Daley sonrió.
—Empieza a dársete bien esto. Por eso exactamente aceptamos las condiciones de Haddad.
—Entonces dinos por qué es necesario que el gobierno norteamericano encuentre la desaparecida Biblioteca de Alejandría.
Daley aplaudió con suavidad.
—Bravo. Bien hecho, Brent. Supuse que si tus fuentes sabían lo de Haddad también te contarían ese pequeño detalle.
—Responde a la pregunta —insistió Stephanie.
—Las cosas importantes a veces se guardan en los sitios más raros.
—Ésa no es una respuesta.
—Es todo lo que vais a sacar.
—Estás mezclado con lo quiera que esté pasando allí —espetó ella.
—No es cierto, pero no negaré que hay otros dentro de la administración que están interesados en utilizar esto como la vía más rápida para resolver un problema.
—Y ese problema ¿es? —preguntó Green.
—Israel. Un puñado de idealistas arrogantes que no escuchan a nadie y, sin embargo, a las primeras de cambio, envían tanques o helicópteros de combate para aniquilar a todos y todo en nombre de la seguridad. ¿Qué pasó hace unos meses? Se pusieron a bombardear la franja de Gaza, uno de los proyectiles se extravió y una familia entera que merendaba en la playa murió. ¿Qué dijeron? Lo sentimos, qué le vamos a hacer. —Daley meneó la cabeza—. Con sólo mostrar una pizca de flexibilidad, una chispa de compromiso se podrían hacer cosas. Pero no, o a su manera o nada.
Stephanie sabía que últimamente el mundo árabe se había mostrado mucho más acomodaticio que Israel, sin duda como consecuencia de lo sucedido en Irak, donde la determinación norteamericana se había manifestado de primera mano. La solidaridad mundial con los palestinos había aumentado a un ritmo constante, avivada por un cambio de liderazgo, una moderación de las facciones militantes y la insensatez de los partidarios israelíes de la línea dura. Recordaba haber visto en las noticias al único superviviente de esa familia de la playa, una joven, que lloraba al ver muerto a su padre. Impactante. Sin embargo se preguntó qué podía hacerse, siendo realistas.
—¿Cómo pretenden obrar con Israel? —Entonces se le ocurrió la respuesta—: ¿Necesitáis la conexión para hacerlo?
Daley no dijo nada.
—Malone es el único que sabe dónde está —aclaró ella.
—Eso es un problema, aunque no insalvable.
—Querías que Malone actuara, sólo que no sabías cómo conseguir que lo hiciera.
—No voy a negar que, en cierto modo, esto es oportuno.
—Hijo de puta —escupió ella.
—Escucha, Stephanie, Haddad quería desaparecer. Confiaba en Malone. Los israelíes, los saudíes e incluso los palestinos creyeron que Haddad había muerto en la explosión, así que hicimos lo que él quería, después pasamos a ocuparnos de otras cosas. Pero ahora se ha vuelto a despertar el interés general y queremos a Haddad.
Ella no estaba dispuesta a darle ninguna satisfacción.
—Y ¿qué hay de los que van tras él?
—Me ocuparé de ellos como haría cualquier político.
La ira ensombreció el semblante de Green.
—¿Vas a hacer un trato?
—Así es la vida.
Ella necesitaba saber más.
—¿Qué podría encontrarse en unos documentos con dos mil años de antigüedad? Eso suponiendo que los manuscritos se conserven, cosa poco probable.
Daley la miró de reojo, y Stephanie cayó en la cuenta de que él había ido a impedir que ella y Green interfirieran, de forma que tal vez hiciera una pequeña concesión.
—La Septuaginta.
A Stephanie le costó disimular su perplejidad.
—No soy ningún experto —admitió Daley—, pero, por lo que me han dicho, unos cientos de años antes de Cristo unos eruditos de la Biblioteca de Alejandría tradujeron la Biblia hebrea, nuestro Antiguo Testamento, al griego. Toda una hazaña para la época. Esa traducción es lo único que conocemos del texto original hebreo, ya que éste ha desaparecido. Haddad afirmó que la traducción, y todas las demás que siguieron, presentaba errores básicos. Aseguró que los fallos lo cambiaban todo y que podía demostrarlo.
—¿Y? —inquirió Stephanie—. ¿En qué sentido podían cambiarlo todo?
—Eso no lo puedo decir.
—¿No puedes o no quieres?
—En este caso viene a ser lo mismo.
—«Se acordó siempre de su alianza y de la promesa decretada por mil generaciones —musitó Green—; el pacto hecho con Abraham, y el juramento a Isaac; y confirmó a Jacob como ley firme, y a Israel como alianza eterna. Diciendo: “Yo te daré la tierra de Canaán como lote de vuestra heredad”».
Ella vio que las palabras conmovían sinceramente al hombre.
—Una promesa importante —añadió Green—. Una de las muchas que contiene el Antiguo Testamento.
—Entonces ¿entiendes nuestro interés?
Green asintió.
—Entiendo por dónde vas, pero pongo en duda que pueda demostrarse.
Ella tampoco entendió eso, pero quería saber.
—¿Qué estás haciendo, Larry? ¿Perseguir fantasmas? Es una locura.
—Te aseguro que no lo es.
Las implicaciones no tardaron en cobrar realidad. Malone estaba en lo cierto al reprenderla: debió contarle de inmediato que un intruso había entrado en los archivos. Y ahora su hijo se hallaba en peligro gracias al gobierno norteamericano, que, por lo visto, estaba dispuesto a sacrificar al muchacho.
—Stephanie —dijo Daley—, conozco esa mirada. ¿Qué piensas hacer?
No iba a decirle nada a ese mal bicho, de manera que se tragó la humillación, sonrió y repuso:
—Justo lo que tú quieres, Larry: absolutamente nada.