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Washington, DC

4:40

Stephanie consideró la pregunta de Brent Green —«¿por qué no te fías de mí?»— y decidió ser franca con su jefe.

—Esta administración me quiere fuera. No sé por qué sigo aquí, así que en este momento no me fío de nadie.

Green meneó la cabeza ante tanto recelo.

—A esos archivos accedió alguien que tenía la contraseña —añadió—. Claro que examinaron una docena o más, pero los dos sabemos por cuál iban. Sólo unos pocos tenemos conocimiento de la Conexión Alejandría. Yo ni siquiera conozco los detalles, sólo que nos tomamos muchas molestias por algo que parecía carecer de sentido. Muchas preguntas y ninguna respuesta. Vamos, Brent, tú y yo nunca hemos sido compañeros de mierda, así que ¿por qué iba a fiarme de ti ahora?

—Dejemos clara una cosa —contestó Green—. Yo no soy tu enemigo. Si lo fuera, no estaríamos manteniendo esta conversación.

—Tuve amigos en esto que me dijeron lo mismo muchas veces y no significaba nada.

—Así son los traidores.

Ella decidió probarlo un poco más.

—¿No crees que deberíamos meter a más gente en esto?

—El FBI ya está dentro.

—Brent, estamos dando palos de ciego. Hemos de saber lo que sabe George Haddad.

—En tal caso es hora de que tratemos con Larry Daley, de la Casa Blanca. Cualquier camino que tomemos nos llevará directamente a él, así que es mejor que le consultemos sin más.

Ella se mostró conforme, y Green echó mano del teléfono,

Malone oyó gritar al que acababa de cargarse a Lee Durant que un hombre con una pistola había disparado a alguien. Y él aún sostenía la Glock.

—¿Ha muerto? —musitó Pam.

Una pregunta estúpida. Pero estar con el arma homicida en la mano era todavía más estúpido.

—Vamos.

—No podemos dejarlo aquí.

—Está muerto.

La histeria invadió los ojos de ella, y Malone recordó la primera vez que vio morir a alguien, así que fue indulgente.

—No deberías haberlo visto, pero tenemos que irnos.

Un revelador taconeo en el embaldosado resonó más allá de la habitación. Seguridad, supuso él. Cogió a Pam de la mano y tiró de ella hacia el extremo opuesto de la cámara.

Atravesaron más habitaciones a la carrera, cada una igual que la siguiente, con algunos muebles de época, iluminadas por la tenue luz matinal. Malone vio más cámaras y supo que tendría que evitarlas. Se metió la Glock en el bolsillo de la chaqueta y sacó su Beretta.

Entraron en una estancia llamada la Cámara de la reina.

Oyó voces a sus espaldas: habrían encontrado el cuerpo. Más gritos y pisadas que se dirigían hacia ellos.

La Cámara de la Reina era un generoso espacio del que salían tres puertas: una daba a una escalera que subía, la segunda a una que bajaba y la última a otra habitación. No se veía ninguna cámara de seguridad. Escrutó el decorado intentando decidir qué hacer. Un gran armario destacaba contra la pared exterior.

Decidió jugársela: corrió hacia el armario y agarró los tiradores de hierro de las dos puertas. El interior era amplio y estaba vacío. Había bastante espacio para ellos dos. Le hizo una señal a Pam y, por una vez, ella fue sin decir nada.

—Entra —le susurró.

Antes de entrar Malone abrió las dos puertas que daban a las escaleras. Después se metió dentro y se encerró con la esperanza de que sus perseguidores pensaran que habían bajado, subido o vuelto al castillo.

Stephanie oyó a Brent Green informar a Larry Daley de lo sucedido. No pudo evitar preguntarse si el imbécil arrogante que había al otro extremo del teléfono ya sabría cada detalle y más.

—Estoy al tanto de la Conexión Alejandría —afirmó Daley por el altavoz.

—¿Te importaría hablarnos de ella? —pidió Green.

—Ojalá pudiera, pero es secreto.

—¿Para el fiscal general y la directora de uno de nuestros mejores servicios de inteligencia?

—A esa información sólo tiene acceso un selecto grupo. Lo siento, vosotros dos estáis fuera.

—Entonces ¿cómo es que alguien ha conseguido echar un vistazo? —quiso saber Stephanie.

—¿Aún no has resuelto ese problema?

—Puede que sí.

Se hizo el silencio en la habitación. Al parecer Daley recibió el mensaje de Stephanie.

—No fui yo.

—¿Tú qué vas a decir? —preguntó ella.

—Vigila tu lengua.

Ella pasó por alto el golpe.

—Malone les va a entregar la conexión. No pondrá en peligro a su hijo.

—En tal caso habrá que detenerlo —espetó Daley—. No se la daremos a nadie.

Stephanie captó el sentido de la frase.

—La quieres para ti, ¿es eso?

—Exactamente.

Ella no daba crédito a lo que oía.

—Puede que la vida de un muchacho esté en juego.

—Ése no es mí problema —aseguró Daley.

Llamar a Daley había sido un error, y ella vio que también Green había caído en la cuenta.

—Larry —terció Green—, ayudemos a Malone a salir de ésta, no compliquemos más su labor.

—Brent, ésta es una cuestión de seguridad nacional, no una obra de beneficencia.

—Es curioso —intervino Stephanie— que no te preocupe lo más mínimo que alguien haya accedido a nuestros archivos protegidos y lo haya averiguado todo sobre esa conexión altamente secreta, supuestamente una cuestión de seguridad nacional.

—Informaste de esa violación hace más de un mes, y el FBI se ocupa de ello. ¿Qué estás haciendo al respecto, Stephanie?

—Me ordenaron no hacer nada. ¿Qué hiciste tú, Larry?

El altavoz dejó oír un suspiro.

—Eres una verdadera cabrona.

—Pero trabaja para mí —dejó claro Green.

—Esto es lo que pienso —dijo Stephanie—: Sea lo que sea la conexión, de algún modo viene bien a la política exterior que vosotros, los genios de la Casa Blanca, habéis concebido. A decir verdad, te agrada el hecho de que los archivos se vieran comprometidos y alguien posea esa información. Lo que significa que vas a dejar que otro haga tu trabajo sucio.

—A veces, Stephanie, el enemigo puede ser tu amigo. —La voz de Daley había bajado hasta convertirse en un susurro—. Y viceversa.

A ella se le hizo un nudo en la garganta: ahora sus sospechas eran una realidad.

—¿Vas a sacrificar al hijo de Malone por el legado de tu presidente?

—No fui yo quien empezó esto —replicó Daley—. Pero tengo intención de aprovecharlo.

—No si yo lo puedo evitar —aseveró Stephanie.

—Si te entrometes serás despedida. No por ti, Brent, sino por el propio presidente.

—Eso podría ser un problema —dijo Green.

Ella captó la amenaza implícita en su tono.

—¿Estás diciendo que te pondrías de su parte? —preguntó Daley.

—Sin dudarlo.

Stephanie sabía que ésa era una amenaza que Daley no podía pasar por alto. La Administración poseía cierto control sobre las acciones de Green como fiscal general, pero si éste dimitía o era despedido, la Casa Blanca se vería expuesta a críticas.

El manos libres enmudeció, y ella imaginó a Daley sentado en su despacho, rumiando su dilema.

—Estaré en tu casa en media hora.

—¿Por qué tenemos que vernos? —preguntó Green.

—Te aseguro que valdrá la pena.

Y colgó.

Dentro del armario Malone oyó que los pasos entraban en la Cámara de la Reina. Pam estaba arrimada a él, lo más cerca que habían estado en años. Desprendía un olor familiar, como a vainilla dulce, que él recordaba con una mezcla de dicha y angustia. Qué curiosa la forma que tenían los olores de desencadenar recuerdos.

Aún sostenía la Beretta, y esperaba no tener que utilizarla, pero no iba a dejar que lo detuvieran, no cuando Gary lo necesitaba. No cabía duda de que uno de los motivos para matar a Durant era aislarlos a ellos. Otro era impedir que reunieran información provechosa. Sin embargo él se preguntó cómo se habían enterado de la reunión. Nadie los había seguido desde Christiangade, de eso estaba seguro. Lo que significaba que los teléfonos de Thorvaldsen debían de estar pinchados. Lo que significaba que alguien había previsto que iría directo a Christiangade.

No veía a Pam, pero sentía su malestar. Teniendo en cuenta la intimidad que habían compartido, ahora sólo eran dos extraños.

Tal vez incluso enemigos.

Unas voces en el exterior acapararon sus pensamientos. Los pasos se tornaron más apagados y acabaron disolviéndose en el silencio. Él esperó, el dedo en el gatillo, las manos sudorosas.

Más silencio.

No había manera de ver nada sin abrir el armario, algo que podía ser desastroso si aún había alguien en la habitación. Pero no podía quedarse allí para siempre. Abrió la puerta, el arma lista: la Cámara de la Reina estaba vacía.

«Bajemos», dijo moviendo los labios. Cruzaron la puerta y bajaron por una escalera circular que discurría pegada al muro exterior del castillo. Una vez abajo llegaron hasta una puerta de metal que esperó que no estuviese cerrada con llave.

No lo estaba, y salieron a una mañana brillante. Un mar de lustrosa hierba rebosante de cisnes se extendía desde los muros del castillo hasta el mar. Suecia se vislumbraba en el horizonte, a unos cinco kilómetros al otro lado del agua parda grisácea.

Se metió la pistola bajo la chaqueta.

—Hemos de salir de aquí —afirmó Malone—. Pero despacio, sin llamar la atención. —Supo que ella aún estaba nerviosa por el asesinato, así que le dijo—: Lo verás una y otra vez en tu cabeza, pero pasará.

—Tu preocupación resulta conmovedora. —Su voz volvía a teñirse de amenaza.

—Pues entonces plantéate que ésta probablemente no sea la última persona que muera antes de que esto termine.

Encabezó la marcha a lo largo de la muralla que daba al estrecho. No había muchos visitantes. Llegaron a un lugar que él conocía, una plataforma donde antaño se encontraban los viejos cañones y donde Shakespeare permitió que Hamlet conociera al fantasma de su padre. Un muro se alzaba desde el mar. Arrojó la Glock a las agitadas aguas.

Al otro lado del recinto ululaban las sirenas.

Se dirigieron lentamente hacia la entrada principal. Al ver luces intermitentes y más policías que irrumpían en el complejo decidió aguardar antes de salir. Era poco probable que alguien tuviera una descripción de ellos, y dudaba que el pistolero se hubiera quedado a facilitarla. Estaba claro que la idea no era que los detuviesen.

De manera que se fundió con la multitud.

Entonces divisó al pistolero: a unos cuarenta y cinco metros, yendo hacia la puerta principal tranquilamente, asimismo procurando no llamar la atención.

Pam también lo vio.

—Ése es el tipo.

—Lo sé.

Malone echó a andar.

—¿No irás a…? —inquirió ella.

—No podrás impedirlo.