Castillo de Kronborg
10:20
Malone pagó las seis coronas que valían las entradas del castillo, y él y Pam siguieron a un grupo que había salido de uno de los tres autocares que habían llegado.
Ya en el interior les dio la bienvenida una exposición fotográfica que mostraba distintos momentos de las numerosas producciones de Hamlet. Malone pensó en lo irónico del emplazamiento: Hamlet trataba de un hijo que venga a su padre, y allí estaba él, un padre que luchaba por su hijo. Lo sentía en el alma por Gary. Nunca había querido ponerlo en peligro, y durante los doce años que trabajó para el Billet siempre consiguió mantener separados el trabajo y la familia. Sin embargo ahora, al año de marcharse voluntariamente, alguien retenía a su hijo.
—¿Esto es lo que solías hacer todo el tiempo? —preguntó Pam.
—Parte de él.
—¿Cómo podías vivías así? Tengo las tripas revueltas, y todavía me dan temblores al recordar la otra noche.
—Te acabas acostumbrando.
Lo decía en serio, aunque hacía tiempo que se había cansado de las mentiras, las verdades a medias, los detalles inverosímiles y los traidores.
—Necesitabas adrenalina, ¿no?
Malone sentía el cuerpo pesado debido al cansancio, y no estaba de humor para esa pelea conyugal.
—No, Pam, no la necesitaba, pero era mi trabajo.
—Egoísta, eso es lo que eras. Siempre lo has sido.
—Y tú eras un sol, la esposa que le prestaba todo su apoyo a su marido. Tanto que te quedaste embarazada de otro, tuviste un hijo y dejaste que pensara que era mío durante quince años.
—No me siento orgullosa de lo que hice, pero no sabemos a cuántas mujeres dejaste embarazadas tú, ¿no es así?
Él se detuvo. Aquello tenía que terminar.
—Si no te callas, conseguirás que maten a Gary. Soy su única esperanza y ahora mismo no es provechoso jugar con mi cabeza.
La verdad hizo que a los amargos ojos de ella asomara una fugaz chispa de comprensión, un instante en el que apareció la Pam Malone que él había amado en su día. Deseó que esa mujer no se fuera, pero, como de costumbre, ella se puso en guardia y unos ojos muertos lo fulminaron.
—Ve tú delante —dijo.
Entraron en el salón de baile, una estancia rectangular de unos setenta metros festoneada por ventanas a ambos lados, cada una de ellas encajada en un hueco de gruesa mampostería, la luz sesgada creando un sutil juego en el piso de damero. Alrededor de una docena de visitantes se apiñaba delante de enormes óleos que salpicaban las paredes color ocre, en su mayor parte escenas de batallas.
En el extremo opuesto, ante una chimenea, Malone divisó a un hombre bajo y delgado de cabello castaño rojizo. Lo recordaba del Magellan Billet: Lee Durant. Había hablado unas cuantas veces con él en Atlanta. El agente lo vio y, acto seguido, desapareció por una puerta.
Malone cruzó el salón.
Atravesaron una serie de habitaciones, todas ellas decoradas con escaso mobiliario de estilo renacentista y tapices en las paredes. Durant iba unos quince metros por delante.
Malone vio que se paraba, y él y Pam entraron en una estancia llamada la Cámara del Rincón. Tapices con escenas de caza ornaban las lisas paredes blancas. Tan sólo unos cuantos muebles sombreaban las apagadas baldosas, blancas y negras.
Malone estrechó la mano de Durant y le presentó a Pam.
—Dime qué está pasando.
—Stephanie dijo que te informara a ti, no a ella.
—Aunque me gustaría que ella no estuviese aquí, lo está, así que tranquilo.
Durant pareció sopesar la situación y repuso:
—También me dijeron que hiciera todo lo que me pidieras.
—Me alegro de saber que Stephanie está siendo tan complaciente.
—Al grano —exigió Pam—. Tenemos un tiempo limitado.
Malone sacudió la cabeza.
—No le hagas caso. Dime qué está pasando.
—Alguien entró en nuestros archivos protegidos. No hay rastro de piratas informáticos ni de intentos de acceso fraudulento a través de los cortafuegos, así que tuvo que ser con contraseña. La contraseña se cambia regularmente, pero varios cientos de personas tienen acceso.
—¿No se ha podido llegar hasta un computador en particular?
—No. Y no hay huellas en los datos, lo cual indica que quien lo hizo sabía lo que hacía.
—Supongo que hay alguien investigando.
Durant asintió.
—El FBI, pero por el momento no tiene nada. Vieron alrededor de una docena de archivos, uno de los cuales era el de la Conexión Alejandría.
Ello explicaría, pensó Malone, por qué Stephanie no lo avisó de inmediato: existían otras posibilidades.
—Ahora viene lo interesante: los israelíes están superactivos en este momento, sobre todo durante las últimas veinticuatro horas. Nuestras fuentes nos dicen que ayer recibieron información de la Orilla Occidental de uno de sus agentes palestinos.
—¿Qué tiene eso que ver con esto?
—Mencionaron las palabras «Conexión Alejandría».
—¿Cuánto sabes?
—Uno de mis contactos me contó esto hace una hora. Ni siquiera le he presentado un informe completo a Stephanie.
—¿De qué sirve todo esto? —inquirió Pam.
Malone le dijo a Durant:
—Necesito saber más.
—Te he hecho una pregunta —insistió Pam, alzando la voz.
La urbanidad de Malone terminó.
—Te dije que me dejaras ocuparme de esto.
—No tienes intención de darles nada, ¿eh? —Sus ojos centelleaban, y ella parecía lista para abalanzarse sobre él.
—Mi intención es recuperar a Gary.
—¿Estás dispuesto a arriesgar su vida? ¿Sólo para proteger un maldito archivo?
Un grupo de visitantes, cámara en mano, entró en la estancia. Malone comprobó que Pam era lo bastante sensata como para callarse y agradeció la interrupción. Tendría que librarse de ella en cuanto salieran de Kronborg, aunque ello implicara encerrarla en una habitación de la mansión de Thorvaldsen.
Los visitantes se fueron, y él se encaró con Durant y le dijo:
—Cuéntame más de…
Un estallido lo sobresaltó y, acto seguido, la cámara instalada en un rincón del techo explotó en una lluvia de chispas. Después se oyeron dos estallidos más, y Durant se tambaleó hacia atrás mientras de unos agujeros en su camisa verde oliva brotaban rosetones de sangre.
Un tercer disparo y Durant se desplomó en el suelo.
Malone se volvió: a unos seis metros un hombre empuñaba una Glock. Malone se metió el brazo derecho bajo la chaqueta para dar con su arma.
—No es necesario —dijo tranquilamente el hombre, y tiró su pistola.
Malone la cogió, la asió por la culata, apoyó el dedo en el gatillo, apuntó y disparó.
Sólo obtuvo un clic por respuesta.
Su dedo presionó el gatillo de nuevo.
Más clic.
El hombre sonrió.
—No pensarías que iba a dártela cargada.
A continuación el tirador huyó de la sala.