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Washington, DC

Lunes, 3 de octubre

22:30

Stephanie Nelle se alegraba de estar a solas. La preocupación ensombrecía su rostro, y no le hacía gracia que nadie, en concreto sus superiores, la vieran preocupada. Rara vez permitía que le afectase lo que ocurría sobre el terreno, pero el secuestro de Gary Malone había supuesto un duro golpe. Se encontraba en la capital y acababa de salir de una reunión de última hora, una cena con el consejero de Seguridad Nacional. Un Congreso cada vez más moderado proponía efectuar cambios en diversas leyes posteriores al 11 de septiembre. Aumentaba el respaldo a favor de que quedaran revocadas las disposiciones de vigencia limitada. Y la Administración se preparaba para la lucha. El día anterior varios funcionarios de alto rango habían hecho la ronda de programas de entrevistas dominicales para rebatir las críticas, y los periódicos de la mañana también incluían artículos proporcionados por la maquinaria propagandística de la Administración. A ella la habían hecho ir desde Atlanta para que echara una mano al día siguiente con un importante lobby de senadores. Sabía que la reunión de esa noche había sido preparatoria, una forma de que todos supieran lo que iba a decir exactamente.

Odiaba la política.

Había trabajado para tres presidentes, pero la administración actual había sido, sin ninguna duda, la más difícil de apaciguar. Decididamente a la derecha del centro y acercándose más al extremo cada día, el presidente ya iba por su segundo mandato, le quedaban tres años en el cargo, así que estaba pensando en su legado y, ¿qué mejor epitafio que el hombre que aplastó el terrorismo?

A ella, todo eso no le decía nada.

Los presidentes iban y venían.

Y dado que las disposiciones especiales en materia de antiterrorismo que peligraban habían resultado ser útiles, ella le había asegurado al consejero de Seguridad Nacional que sería una buena chica por la mañana y diría las cosas adecuadas en el Capitolio.

Pero eso fue antes de que se llevaran al hijo de Cotton Malone.

El teléfono del despacho de Thorvaldsen sonó con una estridencia que crispó los nervios de Malone.

Lo cogió Henrik.

—Me alegro de hablar contigo, Stephanie. Yo también te mando saludos. —El danés sonrió ante su propia guasa—. Sí, Cotton está aquí.

Malone agarró el teléfono.

—Dime.

—El Día del Trabajo o por esas fechas descubrimos una intrusión en el sistema que se había producido mucho antes. Alguien consiguió echar un vistazo a los archivos protegidos, a uno en concreto.

Él sabía cuál.

—¿Entiendes que al ocultar esa información has puesto a mi hijo en peligro?

El otro extremo del teléfono había enmudecido.

—Contéstame, maldita sea.

—No puedo, Cotton. Y sabes por qué. Sólo dime qué vas a hacer.

Sabía lo que significaba en realidad esa petición. ¿Iba a darles la Conexión Alejandría?

—¿Por qué no?

—Sólo tú puedes responder esa pregunta.

—¿Vale la pena arriesgar la vida de mi hijo? He de entender toda la historia, lo que no se me contó hace cinco años.

—También yo he de saberlo —aseguró Stephanie—. A mí tampoco me informaron.

Eso ya lo había oído antes.

—No me jodas, no estoy de humor.

—Es la verdad. No me dijeron nada. Tú pediste entrar y a mí me dieron el visto bueno para hacerlo. Me he puesto en contacto con el fiscal general, así que obtendré las respuestas.

—¿Cómo es que alguien estaba al tanto de la conexión? Era alto secreto, información totalmente restringida, ése era el trato.

—Excelente pregunta.

—Y todavía no me has dicho por qué no me contaste lo del intruso.

—No, Cotton, no lo he hecho.

—¿Es que no se te pasó por la cabeza que yo era la única persona del mundo que sabe lo de la conexión? ¿No fuiste capaz de atar cabos?

—¿Cómo iba a prever todo esto?

—Porque tienes veinte años de experiencia, porque no eres idiota, porque somos amigos, porque… —Su preocupación se desbordó—. Puede que tu estupidez le cueste la vida a mi hijo.

Vio cómo habían afectado sus palabras a Pam y esperó que no explotara.

—Soy consciente de ello, Cotton.

Éste no estaba dispuesto a ser benévolo con ella.

—Vaya, ahora me siento mejor.

—Me voy a ocupar de ello aquí, pero puedo ofrecerte algo. Tengo un agente en Suecia que puede estar en Dinamarca a media mañana. Él te lo contará todo.

—Dónde y cuándo.

—Él sugirió el castillo de Kronborg, a las once.

Conocía el sitio. No estaba lejos, se alzaba sobre una lengua de tierra pelada con vistas al Sund. Shakespeare había inmortalizado la enorme fortaleza al ambientar en ella Hamlet, y ahora constituía el principal reclamo turístico de Escandinavia.

—Sugirió el salón de baile. Supongo que sabes dónde está.

—Allí estaré.

—Cotton, haré cuanto esté en mi mano para ayudar.

—Que es lo menos que puedes hacer, teniendo en cuenta las circunstancias.

Y colgó.