Dominick Sabre se hallaba en el extremo oriental de la plaza Højbro, viendo arder la librería de Cotton Malone. Coches de bomberos amarillo fluorescente habían tomado posiciones y vomitaban agua a las llameantes ventanas.
Por el momento la cosa iba bien. Malone se había puesto en marcha. Orden a partir del caos: su lema. Su vida.
—Han bajado por el edificio de al lado —anunció una voz por el intercomunicador.
—¿Adónde han ido? —susurró al micro de la solapa.
—Al coche de Malone.
Perfecto.
Los bomberos corrían por la plaza arrastrando más mangueras, decididos a asegurarse de que las llamas no se propagaran. El fuego parecía divertirse. Al parecer los libros antiguos ardían con entusiasmo. El edificio de Malone no tardaría en convertirse en cenizas.
—¿Está todo listo? —le preguntó al hombre que tenía al lado, uno de los dos holandeses a los que había contratado.
—Yo mismo lo he comprobado. Estamos preparados.
Lo que estaba a punto de suceder había requerido mucha planificación. Ni siquiera estaba seguro de tenerlas todas consigo —el objetivo era intangible, escurridizo—, pero si la pista que estaba siguiendo llevaba a alguna parte estaría preparado.
Sin embargo todo dependía de Malone.
Su nombre de pila era Harold Earl, y en ningún lugar de la información que existía sobre él se explicaba el origen de su apodo: Cotton. Malone tenía cuarenta y ocho años, once más que Sabre. No obstante, al igual que él, Malone era norteamericano, nacido en Georgia. Su madre era sureña y su padre militar de carrera, un capitán de fragata cuyo submarino se hundió cuando Malone tenía diez años. Curiosamente Malone siguió los pasos de su padre: asistió a la escuela naval y a la academia de vuelo, y después dio un cambio radical y acabó la carrera de Derecho, costeada por el gobierno. Lo trasladaron al cuerpo de abogados de la Marina, el JAG, donde pasó nueve años. Hacía trece había vuelto a cambiar y había pasado al departamento de Justicia y al recién formado Magellan Billet, que se ocupaba de algunas de las investigaciones internacionales más delicadas de América.
Allí aguantó hasta hacía un año, en que se retiró prematuramente con el grado de capitán, dejó Norteamérica, se mudó a Copenhague y compró una tienda de libros antiguos.
¿La crisis de los cuarenta? ¿Problemas con el gobierno?
Sabre no estaba seguro.
Luego vino el divorcio, eso lo había investigado. ¿Quién sabía? Malone parecía un enigma. Aunque era un bibliófilo empedernido, nada en los perfiles psicológicos que Sabre había leído proporcionaba una explicación satisfactoria a todos esos giros radicales.
Otras informaciones no hacían más que confirmar la competencia de su adversario.
Hablaba con bastante soltura varios idiomas, no tenía adicciones o fobias conocidas, poseía iniciativa y era propenso a la entrega obsesiva. Asimismo gozaba de una memoria eidética que Sabre envidiaba.
Capaz, experimentado, inteligente. Muy distinto de los idiotas a los que había contratado: cuatro holandeses con poco cerebro, nada de ética y escasa disciplina.
Permaneció sumido en las sombras mientras la plaza Højbro se iba llenando de gente que observaba cómo desempeñaban su cometido los bomberos. El aire de la noche le cortaba el rostro. En Dinamarca el otoño sólo parecía un breve preludio del invierno. Apretó los puños y los metió en los bolsillos de la chaqueta.
Incendiar todo aquello en cuya consecución Cotton había invertido el año anterior fue necesario. Nada personal, sólo negocios. Y si Malone no le proporcionaba exactamente lo que él quería, mataría al muchacho sin vacilar.
El holandés que tenía al lado —que había efectuado las llamadas a Malone— tosía, pero seguía callado. Una de las estrictas normas de Sabre había quedado clara desde el principio: Hablar sólo cuando se pregunte. No tenía ni tiempo ni ganas de cháchara.
Contempló el espectáculo unos minutos más y, al cabo, dijo al micro de la solapa:
—Todo el mundo atento. Sabemos adónde se dirigen, y sabéis lo que tenéis que hacer.