Capítulo VIII

Durante el jueves en que Nora marchó con el coche al despacho del doctor Weingold, Travis y Einstein fueron a pasear por las verdes colinas y el bosque situados tras la casa que habían adquirido en la hermosa localidad costera californiana denominada Big Sur.

En las colinas sin árboles, el sol otoñal calentaba las piedras y proyectaba sombras de nubes erráticas. La brisa del Pacífico arrancaba murmullos a la hierba dorada que ya se secaba. Bajo aquel sol, el aire era tibio, ni cálido ni frío. Travis se sentía cómodo con los vaqueros y la camisa de manga larga.

Llevaba un rifle «Mossberg» del 12, un arma de cañón corto, culata tipo pistola y mecanismo de carga con cerrojo. Lo llevaba siempre en sus correrías. Y si alguna vez alguien le preguntara al respecto, pensaba decir que iba a cazar serpientes.

Allá donde los árboles crecían con más vigor, la mañana rutilante parecía un atardecer apagado y el aire era lo bastante fresco para que Travis celebrase haberse puesto la camisa de franela. Densas pinedas, unas cuantas arboledas de secoyas gigantes y algunos árboles de madera dura filtraban el sol y dejaban el suelo del bosque con una luz crepuscular perpetua. El monte bajo era espeso a trechos; entre esta vegetación se contaban los matorrales impenetrables de encinas, a veces llamados chaparrales, más diversas especies de helechos que florecían gracias a las frecuentes nieblas y a la humedad constante del aire marino.

Einstein olfateaba sin cesar el rastro del puma y mostraba a Travis las huellas de los grandes felinos en el suelo húmedo del bosque. Por fortuna, él sabía muy bien cuán peligroso era acechar a los leones americanos, y tenía la voluntad necesaria para reprimir su deseo natural de seguirles la pista.

El perro se contentaba con observar la fauna local: tímidos ciervos que ascendían o descendían por sus rutas, mapaches, que abundaban y ofrecían un divertido espectáculo, y aunque fueran muy amistosos, Einstein sabía que podrían dejar de serlo si él los asustara sin querer, así que procuraba mantenerse a una distancia respetuosa.

En otros paseos, el perdiguero se había desalentado al descubrir que las ardillas se horrorizaban de él, aun cuando le fuera muy fácil acercarse a ellas. Los animalitos se quedaban rígidos de miedo, mirándole con ojos desorbitados y sus diminutos corazones latían a toda marcha, como era fácil apreciar.

Una tarde, él había preguntado a Travis: ¿POR QUÉ EL TEMOR DE LAS ARDILLAS?

—El instinto —le había explicado Travis—. Tú eres un perro y ellas saben, por instinto, que los perros las atacan y las matan.

YO NO.

—No, tú no —convino Travis acariciando la lustrosa capa del animal—. Tú no les harías daño. Pero las ardillas no saben que tú eres diferente, ¿comprendes? Para ellas tú pareces un perro, hueles como un perro, y por tanto debes de ser tan temible como un perro.

ME GUSTAN LAS ARDILLAS.

—Lo sé. Por desgracia, ellas no son lo bastante listas para darse cuenta de eso.

Por esta razón, Einstein se mantenía a distancia de las ardillas y hacía lo posible para no atemorizarlas. A menudo pasaba ante ellas con la cabeza vuelta hacia el otro lado, como si no se apercibiera de su presencia.

Pero en aquel día especial, su interés por ardillas y ciervos, aves, mapaches y la desusada flora forestal era mínimo. Incluso la vista del Pacífico no les cautivaba. Hoy, a diferencia de otros días, ellos caminaban sólo para matar el tiempo y apartar sus pensamientos de Nora.

Travis consultó repetidas veces su reloj, y calculó que una ruta circular les llevaría otra vez hacia la casa a la una en punto, hora en que se esperaba el regreso de Nora.

Era el 21 de octubre, ocho semanas después de que adquirieran sus nuevas identidades en San Francisco. Tras dedicar considerables cavilaciones al asunto, los dos habían decidido venir al sur, reduciendo así sustancialmente la distancia que debería recorrer el alienígena para atrapar a Einstein. Ellos no podrían seguir adelante con sus nuevas vidas en tanto la bestia no les encontrase, mientras no la mataran; por consiguiente, querían acelerar el enfrentamiento más que demorarlo.

Por otra parte, no estaban dispuestos a correr mayores riesgos internándose demasiado en el sur, hacia Santa Bárbara, pues el alienígena podría cubrir la distancia que les separaba más aprisa de lo que viajara desde el condado de Orange hasta Santa Bárbara el verano pasado. No podían saber con seguridad si la bestia continuaría haciendo sólo tres o cuatro kilómetros por día. Si esta vez se moviese más deprisa, podría caer sobre ellos antes de que estuviesen preparados para recibirla. La comarca Big Sur parecía un lugar idóneo, porque estaba poco poblada y distaba trescientos seis kilómetros en línea recta de Santa Bárbara. Si el alienígena estaba obsesionado con Einstein y le seguía la pista con la lentitud de la otra vez no llegaría allí hasta dentro de casi cinco meses. Si por una razón u otra duplicara su velocidad y cruzara rápido la tierra de cultivo y las colinas agrestes entre aquel punto y éste, rodeando a buena marcha las zonas muy pobladas, no les alcanzaría hasta la segunda semana de noviembre.

Ese día estaba cada vez más cerca, pero Travis tenía la seguridad de haber hecho todos los preparativos concebibles, y casi deseaba la llegada del alienígena. Ahora bien, Einstein no creía que su adversario estuviese peligrosamente cerca. Era evidente que les quedaba todavía mucho tiempo para poner a prueba su paciencia antes de la confrontación.

Hacia las doce menos diez alcanzaron el final de su ruta circular a través de colinas y desfiladeros, entrando en el patio por detrás de su nueva casa. Ésta tenía una estructura de dos plantas, con paredes de madera decolorada, tejado de placas de cedro y enormes chimeneas de piedra en las caras norte y sur. Asimismo, tenía dos porches, uno principal y otro trasero, en las caras oriental y occidental, y desde ambas fachadas se ofrecía una vista de vertientes cubiertas de árboles.

Como allí no nevaba jamás, el tejado tenía sólo una pendiente suave que permitía recorrerlo de una punta a otra, y ahí era donde Travis había hecho una de sus primeras modificaciones defensivas en la casa. Ahora, levantó la vista al salir de la arboleda y vio el diseño de las barandillas que había montado allá arriba. Esto facilitaría y haría más seguros los movimientos rápidos por esas superficies inclinadas. Si el alienígena asaltara la casa de noche, no podría entrar por las ventanas de la planta baja porque éstas estaban aseguradas desde el atardecer con contraventanas que él mismo había instalado y que resistirían el ataque de cualquier intruso, salvo, quizás, el de un maníaco armado con un hacha. Así pues, lo más probable sería que el alienígena se encaramara por los postes del porche, el principal o el trasero, para echar una ojeada a las ventanas del segundo piso, que estarían protegidas igualmente por contraventanas. Mientras tanto, él mismo, alertado sobre la aproximación del enemigo por un sistema infrarrojo de alarma que había instalado alrededor de la casa tres semanas antes, subiría al tejado por la trampa del ático. Una vez allí, se movería aprisa utilizando los asideros de las barandillas y podría llegar hasta el mismo borde del tejado para dominar el techo del porche o cualquier rincón del patio circundante y abrir fuego contra el alienígena desde una posición en donde éste no podría alcanzarle.

A veinte metros por detrás y al este de la casa, había un pequeño granero color rojo ladrillo. Su propiedad no incluía ninguna tierra laborable y, al parecer, el primer propietario había levantado aquel granero para alojar un par de caballos y algunas gallinas. Travis y Nora lo utilizaban como garaje porque el polvoriento camino de entrada conducía desde la carretera, pasada la casa, hasta las puertas dobles del granero. Un trecho de doscientos metros.

Travis sospechaba que, cuando el alienígena llegase estudiaría la casa desde el bosque y luego iría desde su escondite al granero. Podría incluso aguardar allí, esperando sorprenderlos cuando fueran a sacar la furgoneta «Dodge» o el «Toyota». Precisamente por eso, había equipado el granero con unas cuantas sorpresas. Sus vecinos más cercanos, con quienes se había encontrado sólo una vez, se hallaban a unos doscientos cincuenta metros por el norte, invisibles más allá de los árboles y el chaparral. La carretera más próxima no estaba muy frecuentada de noche, cuando el alienígena tendría más probabilidades de atacar. Si la confrontación provocaba un intenso tiroteo, los disparos levantarían ecos a través del bosque y entre las colinas desnudas, de modo que las escasas personas de aquella zona, vecinos o conductores de paso, tendrían dificultad para determinar de dónde provenía el estrépito. Así pues, él tendría tiempo para matar y enterrar a la criatura antes de que alguien acudiese a fisgar.

Ahora, más preocupado por Nora que por el alienígena, Travis subió los escalones del porche trasero, abrió los dos cerrojos de la puerta trasera y entró en la casa con Einstein a sus talones. La cocina era lo bastante grande para servir como comedor, y sin embargo era acogedora: paredes de roble, suelo de azulejos mexicanos, mostradores de azulejos beige, armarios de roble, techo de plástico y excelentes apliques. La enorme mesa de madera maciza, con cuatro confortables sillas acolchadas y una chimenea de piedra, contribuía a convertir este lugar en el centro de la casa.

Había otras cinco habitaciones, una inmensa sala y un estudio en la fachada del primer piso; tres dormitorios arriba, más dos baños, uno abajo y otro arriba. Ellos ocupaban uno de los dormitorios, otro le servía de estudio a Nora, en donde ella había pintado algo desde que se instalaran, y el tercero estaba vacío…, a la espera de lo que pudiera pasar.

Travis encendió las luces de la cocina. Aunque la casa pareciera aislada, se hallaba a unos doscientos metros de la carretera, y los postes de electricidad seguían la línea de su polvoriento camino de entrada.

—Yo voy a tomarme una cerveza —dijo Travis—. ¿Quieres algo?

Einstein caminó silencioso hasta su cuenco de agua vacío, que estaba en un rincón, junto a su escudilla de comida, y aferrándolo lo llevó al fregadero.

Ellos no esperaban poder adquirir una casa semejante y tan pronto tras su huida de Santa Bárbara, máxime cuando durante su primera conversación telefónica con Garrison Dilworth, el abogado les había informado que, como se temían, las cuentas bancarias de Travis habían sido bloqueadas. Pese a todo, habían tenido la suerte de recibir el cheque por veinte mil dólares. De acuerdo con lo acordado, Garrison había transformado en ocho cheques al portador una parte de los fondos de Travis y Nora, y se los había enviado a Travis con sus nuevas señas: señor Samuel Spencer Hyatt en el motel de Marin, donde habían permanecido casi una semana. Sin embargo, el abogado, añadiendo que había vendido la casa de Nora por una bonita cantidad de seis cifras, les había remitido dos días después otro paquete de cheques al mismo motel.

Hablando con él desde un teléfono público, Nora había dicho:

—Pero suponiendo que usted la haya vendido, ellos no pueden haber cerrado el trato y pagado ese dinero tan pronto…

—No —había reconocido Garrison—, no lo cerrarán hasta dentro de un mes. Pero tú necesitas ese dinero ahora, y yo te lo adelanto.

Los dos habían abierto sendas cuentas en un Banco de Carmel, a unos cincuenta kilómetros del lugar en donde vivían, al norte. Habían comprado una furgoneta nueva y luego habían llevado el «Mercedes» de Garrison al aeropuerto de San Francisco, dejándoselo allí. De regreso al sur, pasado Carmel y a lo largo del litoral, habían buscado casa en la localidad de Big Sur. Al encontrarla, habían podido pagarla al contado. Era más prudente comprar que alquilar, y más prudente pagar en metálico que a través de los medios financieros ordinarios, porque de esta forma había que contestar muchas menos preguntas.

Travis tenía la certeza de que el DNI resistiría cualquier prueba, pero no veía la necesidad de poner a prueba la calidad de los documentos Van Dyne mientras las circunstanciase no lo exigiesen. Además, después de comprar la casa, ellos eran más respetables; la compra había revestido de cierto halo su nueva identidad.

Mientras Travis retiraba una botella de cerveza del frigorífico, hacía saltar la chapa, tomaba un largo trago y luego llenaba de agua el cuenco de Einstein, el perro se acercó a la alacena. La puerta estaba entornada, como siempre, y el perro la abrió de par en par. Puso una zarpa sobre el pedal que Travis instalara para él dentro de la alacena, y una luz se encendió.

Aparte de sus estantes con alimentos envasados y embotellados, la enorme alacena contenía un complejo dispositivo que Travis y Nora habían concebido para facilitar la comunicación con el perro. Este dispositivo estaba instalado contra la pared del fondo: lo componían veintiocho tubos de lucita de dos centímetros y medio, alineados en una estructura de madera. Cada tubo tenía una altura de cuarenta y cinco centímetros, estaba cubierto por arriba y provisto con un pedal para abrir una válvula al pie. En los primeros veintiséis tubos estaban almacenadas las fichas de seis juegos de «Scrabble» para que Einstein tuviera letras suficientes con el fin de formar largos mensajes. Delante de cada tubo se había escrito una letra que indicaba las que contenía: A, B, C, D, etcétera. En los dos tubos finales había fichas en blanco sobre las que Travis había grabado comas, apóstrofes y signos de interrogación. (Decidieron que ellos mismos serían quienes los colocaran en su sitio). Einstein podía sacar letras de los tubos pisando los pedales, y luego utilizar su hocico para formar las palabras sobre el suelo de la alacena. Habían preferido colocar el dispositivo allí, fuera de la vista, para no tener que dar explicaciones a los vecinos curiosos que pudieran visitarles por sorpresa.

Mientras Einstein pisaba muy atareado diversos pedales y hacía sonar las fichas una contra otra, Travis llevó su cerveza y el cuenco del perro al porche delantero en donde se acomodarían para esperar a Nora. Cuando volvió a la cocina, Einstein había terminado de formar su mensaje.

¿PUEDO TOMAR UNA HAMBURGUESA O TRES «WINNIES»?

—Pienso almorzar con Nora cuando ella llegue a casa. ¿No prefieres esperar y comer con nosotros?

El perdiguero se relamió los morros y pensó por un momento. Luego estudió las letras que ya había usado, separó algunas y rehizo el resto junto con otras más que necesitó soltar del tubo.

VALE. ¡PERO ESTOY HAMBRIENTO!

—Sobrevivirás —le dijo Travis. Acto seguido recogió las fichas y las fue devolviendo a sus correspondientes tubos.

Luego cogió de nuevo el rifle de culata estilo pistola que había dejado junto a la puerta trasera y lo llevó al porche delantero, donde lo colocó junto a su mecedora. Oyó que Einstein apagaba la luz de la alacena y le seguía.

Ambos se sentaron y mantuvieron un ansioso silencio. Travis en su mecedora, Einstein sobre el suelo de secoya.

Las aves cantoras llenaban de trinos el aire tibio de octubre. Travis sorbía su cerveza, y Einstein lamía de vez en cuando su agua, mientras ambos miraban fijamente el sucio camino de entrada y, a través de los árboles, hacia la carretera que no podían ver.

En la guantera del «Toyota», Nora tenía una pistola del 38 cargada con proyectiles de ojiva hueca. Durante la semana transcurrida desde que dejaran el condado de Marin, ella había aprendido a conducir y, con la ayuda de Travis, se había convertido en una tiradora eficiente con la 38 así como con una automática «Uzi» y un rifle. Hoy, llevaba sólo la 38, pero eso le bastaría para ir a Carmel y regresar. Además, aunque el alienígena se hubiese infiltrado en la comarca sin conocimiento de Einstein, no iría a por Nora; quería al perro. Ella estaba absolutamente segura.

Pero ¿dónde estaba?

Travis se lamentaba de no haberla acompañado. No obstante, después de treinta años de dependencia y miedo, los viajes en solitario a Carmel eran el único medio de consolidar y poner a prueba su nuevo aplomo, energía e independencia. A ella no le habría agradado su compañía.

A la una y treinta, cuando Nora se retrasaba ya media hora, Travis empezó a sentir un vacío en la boca del estómago.

Einstein comenzó a pasear.

Cinco minutos después, el perdiguero fue el primero en oír cómo el coche giraba hacia la entrada del camino desde la carretera. Se lanzó por los escalones del porche que estaban al costado de la casa y se quedó plantado en el borde del polvoriento acceso.

Travis no quiso que Nora percibiera su inquietud, porque ello parecería denotar falta de confianza para cuidar de sí misma, capacidad que ella poseía, ciertamente, y de la que se enorgullecía. Permaneció, pues, en su mecedora, sosteniendo la botella de «Corona».

Cuando apareció el «Toyota» azul, Travis dio un suspiro de alivio. Al pasar por delante de la casa, ella tocó el claxon. Travis agitó la mano como si no hubiese estado sentado allí bajo el plomizo manto del miedo. Einstein corrió al garaje para saludarla, y un minuto después ambos reaparecieron. Ella llevaba vaqueros azules y una camisa a cuadros amarillos y blancos, pero Travis pensó que iba lo bastante engalanada para iniciar un vals sobre una pista de baile entre enjoyadas princesas.

Ella corrió hacia él, se inclinó y le besó. Sus labios eran cálidos.

—¿Me has echado de menos?

—Apenas partiste, aquí no hubo sol ni cantos de pájaros ni alegría. —Intentó decirlo con ligereza, pero le salió con una nota subyacente de seriedad.

Einstein se restregó contra ella y gimió requiriendo su atención, luego la miró y soltó un suave resoplido como diciendo: Bueno, ¿qué?

—Tiene razón —dijo Travis—. Estás siendo injusta. No nos tengas en vilo.

—Lo estoy —dijo ella.

—¿Lo estás?

—Encinta. Con niño. Al estilo de la familia, madre en ciernes.

Él se levantó, la rodeó con los brazos, estrechándola contra sí, y dijo:

—¿No puede haberse equivocado el doctor Weingold?

A lo que ella contestó:

—No, es un buen médico.

Travis dijo:

—Te habrá dicho cuándo.

Nora respondió:

—Podemos esperar el bebé para la tercera semana de junio.

Travis exclamó estúpidamente:

—¿El próximo junio?

Nora se rió y dijo:

—No pienso llevar ese bebé durante un año extra.

Einstein, por último, insistió en que se le diera la oportunidad de hocicarla y expresarle su contento.

—He traído una botella de espumoso frío para celebrarlo —dijo ella poniéndole en las manos una bolsa de papel.

En la cocina, cuando él sacó la botella de la bolsa, vio que era sidra burbujeante sin alcohol. Y dijo:

—¿Acaso esta celebración no merece el mejor champán?

Mientras retiraba vasos del aparador, Nora comentó:

—Es probable que me comporte como una tonta, la mayor aprensiva del mundo…, pero no quiero correr riesgos, Travis. Jamás se me ocurrió que yo podría tener un niño, jamás me habría atrevido a soñarlo siquiera. Y ahora tengo la fastidiosa sensación de que nunca fui designada para tenerlo y de que me lo arrebatarán si no tomo las máximas precauciones, si no hago todo a derechas. No pienso probar el alcohol hasta después de que nazca. No voy a comer demasiada carne roja y sí muchas verdura. Como no he fumado jamás, eso es una preocupación menos. Ganaré exactamente el peso que me ha indicado el doctor Weingold, voy a hacer ejercicio con regularidad y tendré el bebé más perfecto que jamás viera el mundo.

—Claro que sí —dijo él llenando sus vasos con la burbujeante sidra y vertiendo un poco en un cuenco para Einstein.

—Nada saldrá mal —dijo ella.

—Nada.

Brindaron por el bebe…, y por Einstein, que sería un formidable padrino y tío, abuelo y peludo ángel guardián. Nadie mencionó al alienígena.

Más tarde, aquella misma noche, en la cama rodeada de oscuridad, después de hacer el amor y estrechamente abrazados, escuchando el latir de sus corazones al unísono, él se atrevió a decir.

—Pensando en lo que puede sobrevenirnos, quizá no debiéramos, precisamente ahora, tener un niño.

—Chitón —susurró ella.

—Pero…

—Nosotros no hemos hecho ningún proyecto para tener este niño —dijo ella—. De hecho, nos prevenimos contra ello. Pero ha sucedido a pesar de todo. Sin duda tendrá algo especial la circunstancia de que sucediera a despecho de nuestras minuciosas precauciones. ¿No crees? A pesar de todo lo que dije antes sobre el no haber sido designada para tenerlo…, bueno, eso lo dijo la antigua Nora. La nueva cree que nosotros hemos sido señalados para tenerlo, que se nos ha ofrecido un gran don…, equiparable al de Einstein.

—Pero, considerando lo que puede sobrevenir…

—No importa —dijo ella—. Lo resolveremos. Saldremos airosos del empeño. Estamos preparados. Luego tendremos el bebé e iniciaremos de verdad la vida juntos. Te quiero, Travis.

—Te quiero —murmuró él—. ¡Dios, cómo te quiero!

Travis se dio cuenta de lo mucho que ella había cambiado desde aquella mujer ratonil que él conociera en Santa Bárbara la primavera pasada. Ahora mismo, ella era el elemento más fuerte, el más resuelto, y estaba intentando disipar sus propios temores.

***

Vince Nasco ocupaba una silla italiana minuciosamente tallada, con un lustroso acabado, que había adquirido su notable transparencia al cabo de dos o tres siglos de constante pulimento.

A su derecha había un sofá y otras dos sillas, más un velador de idéntica elegancia, dispuestos delante de unas estanterías repletas con libros encuadernados en piel, que no habían sido leídos jamás. Él sabía que no habían sido leídos jamás porque Mario Tetragna, de quien era aquel estudio, los había señalado enorgullecido en cierta ocasión y había dicho:

—Costosos libros. Y tan nuevos como el día que los hicieron, porque nadie los ha leído jamás. ¡Jamás! Ni uno siquiera.

Frente a él estaba la inmensa mesa en donde Mario Tetragna revisaba los informes sobre beneficios presentados por sus gerentes, redactaba memorandos para nuevas empresas y disponía la muerte de tal o cual persona. El «don» se hallaba ahora ante su mesa, llenando hasta rebosar su butaca de cuero, con los ojos cerrados. Parecía muerto, con sus arterias obstruidas y su corazón agobiado por la grasa, pero sólo estaba considerando la petición de Vince.

Mario Tetragna, el destornillador, temido patriarca de su familia consanguínea inmediata y respetado «don» de la más extensa Familia Tetragna, que controlaba el tráfico de drogas, el juego, la prostitución, la usura, la pornografía y otras actividades criminales organizadas de San Francisco, era un tonel de un metro sesenta y cinco y ciento veinte kilos, con una cara tan rolliza y grasienta como una inmensa salchicha con excesivo relleno. Resultaba difícil creer que aquel espécimen tan rotundo había levantado una infame empresa criminal. Cierto. Tetragna habría sido joven alguna vez, pero aun así, había sido corto de talla y con el aspecto de un hombre que sería gordo toda su vida. Sus manos regordetas, de dedos cual morcillas, le recordaban a Vince las manos de un recién nacido. Pero esas manos regían el imperio de la Familia.

Cuando Vince miraba los ojos de Mario Tetragna, percibía al instante que la estatura del «don» y su decadencia evidente carecían de importancia.

Aquéllos eran los ojos de un reptil: fríos e inexpresivos, duros y vigilantes. Si no tuvieras cuidado, si le desagradaras, te hipnotizaría con esos ojos y te atenazaría lo mismo que una serpiente apresa a un conejo magnetizado; te estrangularía, engulliría y digeriría.

Vince admiraba a Tetragna. Sabía que era un gran hombre, y deseaba decirle al «don» que él era también un hombre con destino prefijado. No obstante, había aprendido a no mencionar jamás su inmortalidad, porque mucho tiempo atrás ese tema de conversación le había dejado en ridículo ante un hombre que él esperaba le entendiese.

Ahora, el «don» Tetragna abrió sus ojos, de ofidio y dijo:

—Permíteme asegurarme de que lo he entendido. Estás buscando a un hombre. Éste no es asunto de la Familia. Es un antagonismo privado.

—Sí, señor —dijo Vince.

—Según crees, ese hombre puede haber comprado documentos falsos para vivir bajo una nueva identidad. Y él ha sabido cómo obtener tales documentos sin ser miembro de ninguna Familia, sin pertenencia a la fratellanza.

—Sí, señor. Sus antecedentes, señalan…, que se puede dar esa posibilidad.

—Y crees que puede haber conseguido esos documentos en Los Angeles o aquí —dijo Don Tetragna haciendo un ademán con su sonrosada mano hacia la ventana y la ciudad de San Francisco.

Vince dijo:

—El 25 de agosto emprendió la huida en coche desde Santa Bárbara, pues, por diversas razones, no pudo tomar un avión hacia ninguna parte. Creo que necesitaba adquirir lo antes posible una nueva identidad. Al principio, supuse que se dirigiría hacia el sur para buscar el DNI falso en Los Angeles por eso de la proximidad; sin embargo, indagué durante casi dos meses entre las gentes adecuadas en Los Ángeles, el condado de Orange e incluso San Diego, pregunté a todas las personas con quienes ese hombre podría haber establecido contacto para obtener un DNI falso de alta calidad, e incluso tuve algunas pistas pero ninguna dio resultado. Así que él no fue hacia el sur desde Santa Bárbara, sino que vino al norte, y el único lugar del norte en donde podría encontrar los documentos de calidad que necesitaba…

—Es nuestra graciosa ciudad —concluyó Don Tetragna, haciendo otro ademán hacia la ventana y sonriendo hacia las bulliciosas pendientes de abajo.

Vince supuso que el «don» sonreía afectuoso a su querida San Francisco. Pero esa sonrisa no entrañaba afecto alguno. Era avariciosa.

Y… —dijo despacio Don Tetragna—, tú querrías que te diera los nombres de las personas que tienen mi autorización para manipular los documentos que necesita ese hombre.

—Si su corazón le dicta que me conceda ese favor, le quedaré sumamente agradecido.

—Ellos no conservan registro alguno.

—Sí, señor, pero tal vez recuerden algo.

—La principal finalidad de su negocio es no recordar.

—Pero la mente humana no olvida jamás, Don Tetragna. Aunque lo desee, nunca puede olvidar.

—¡Qué cierto es eso! ¿Y juras que el hombre a quien buscas no es miembro de Familia alguna?

—Lo juro.

—Esa ejecución no deberá acarrear ningún perjuicio a mi Familia.

—Lo juro.

Don Tetragna cerró otra vez los ojos, pero no durante tanto tiempo como antes. Cuando los abrió, dibujó una amplia sonrisa, aunque, como siempre, carente de buen humor. Él era el gordo menos jovial que Vince jamás había conocido.

—Cuando tu padre se casó con una muchacha sueca en vez de elegir a una de los suyos, su familia se desesperó y esperó lo peor. No obstante, tu madre fue una buena esposa, discreta y obediente. Y ellos te produjeron a ti…, un hijo muy hermoso. Pero tú eres algo más que apuesto. Eres un buen soldado, Vince. Has hecho trabajos excelentes y limpios para las Familias de Nueva York y Nueva Jersey, para las de Chicago y también para las nuestras en esta parte del litoral. No hace mucho me hiciste el gran servicio de aplastar a esa cucaracha de Pantangela.

—Por lo cual usted me dio una generosa remuneración, Don Tetragna.

El Destornillador descartó esa circunstancia con un ademán de indiferencia.

—A todos nosotros se nos remunera por nuestros esfuerzos. Pero no hablemos ahora de dinero. Tus años de lealtad y buenos servicios merecen algo más que dinero. Así pues, se te debe al menos este favor.

—Gracias, Don Tetragna.

—Se te dará el nombre de aquellas personas que proveen tales documentos en esta ciudad, y ya me ocuparé de que ellas sepan acerca de tu visita. Todas cooperarán al máximo.

—Si usted lo dice, seguro. —Vince se levantó e hizo una inclinación de cabeza y hombros.

El «don» le hizo señas de que se sentara.

—Pero antes de atender tu asunto privado, me gustaría que asumieras otro contrato. En Oakland hay un hombre que me está dando muchos dolores de cabeza. Él cree que no puedo tocarle porque tiene buenas relaciones políticas y buena protección. Se llama Ramón Velázquez. Será un trabajo difícil, Vince.

Vince disimuló cuidadosamente su decepción y desagrado. Ahora mismo no le interesaba lo más mínimo dar un golpe complicado. Quería concentrarse en la pista de Travis Cornell y el perro. No obstante, sabía que el contrato de Tetragna era una exigencia más bien que una oferta. Para obtener los nombres de las personas que vendían documentos falsos, debería eliminar primero a Velázquez.

—Será un honor para mí aplastar a cualquier insecto que le importune —dijo—. Y esta vez, no presentaré factura.

—¡Ah, insisto en pagarte, Vince!

Haciendo una sonrisa tan zalamera como supo, Vince dijo:

—Por favor, Don Tetragna, permítame hacerle este favor. Será un gran placer para mí.

Tetragna pareció considerar la petición, aunque era eso lo que esperaba: un golpe gratuito como compensación por ayudar a Vince. Plantó ambas manos sobre su portentoso estómago y dijo, dándose unas palmaditas:

—¡Qué hombre tan afortunado soy! Adondequiera que me dirija encuentro personas deseosas de hacerme favores, rebosantes de amabilidad.

—No es cuestión de suerte, Don Tetragna —dijo Vince, harto ya de su afectada conversación—. Usted cosecha lo que siembra, y si cosecha amabilidad es porque ha sembrado semillas de una amabilidad aún mayor.

Muy ufano, Tetragna aceptó su oferta de eliminar a Velázquez por nada. Las ventanillas de su nariz porcina vibraron como si el hombre olfatease algún manjar exquisito, y dijo:

—Pero ahora cuéntame, para satisfacer mi curiosidad, ¿qué le harás cuando lo cojas, a ese hombre con quien tienes una vendetta personal?

«Volarle la sesera y robarle el perro», —pensó Vince.

Sin embargo, sabía qué tipo de porquerías quería oír el Destornillador, las mismas guarradas que todos estos individuos querían oír de boca de su asesino favorito a sueldo. Así que dijo:

—Mire, Don Tetragna, pienso cortarle los cojones, las orejas y la lengua…, y sólo entonces le atravesaré el corazón con un punzón de hielo, le pararé el reloj.

Los ojos del gordo brillaron de excitación. Las ventanillas volvieron a vibrar.

***

El día de Acción de Gracias el alienígena no había encontrado todavía la casa de madera decolorada en Big Sur.

Cada noche, Travis y Nora aseguraban las contraventanas por el interior, echaban los cerrojos de las puertas y luego, retirándose al segundo piso, dormían con los rifles junto a la cama y los revólveres en las mesillas de noche.

Algunas veces, en las horas muertas después de medianoche, les despertaban ruidos extraños en el patio o sobre el techo del porche. Einstein recorría una ventana tras otra, husmeando apremiante, pero dando a entender siempre que no había nada qué temer. En alguna investigación posterior, Travis solía encontrar un mapache merodeador o cualquier otra criatura del bosque.

Travis disfrutó con el día de Acción de Gracias bastante más de lo que pensara, dadas las circunstancias. Él y Nora prepararon una comida tradicional muy elaborada para los tres: pavo asado con guarnición de castañas, una cazuela de almejas a la marinera, zanahorias confitadas, maíz cocido, ensalada de col a la pimienta, panecillos de media luna y tarta de calabaza.

Einstein probó de todo, porque había desarrollado un paladar mucho más selectivo que el de un perro ordinario. Sin embargo, seguía siendo un perro, por lo que le desagradaba la ensalada de col y prefería el pavo. Aquella tarde, se pasó un buen rato royendo los sabrosos huesos.

Con el paso de las semanas, Travis había observado que Einstein solía visitar el patio como todos los perros para comer un poco de hierba, aunque a veces le hiciera vomitar. El animal lo hizo otra vez el día de Acción de Gracias, y cuando Travis le preguntó si le gustaba la hierba, Einstein contestó que no.

—Entonces, ¿por qué intentas comerla algunas veces?

LA NECESITO.

—¿Por qué?

NO LO SÉ.

—Si no sabes para qué la necesitas, ¿por qué sabes que la necesitas? ¿Instinto?

SÍ.

—¿Sólo instinto?

NO ME ATOSIGUES.

Aquella noche los tres se acomodaron sobre cojines en el suelo de la sala, frente a la gran chimenea de piedra y escucharon música. La capa dorada de Einstein tenía un aspecto brillante y compacto al resplandor del fuego. Mientras Travis, sentado con un brazo alrededor de Nora, acariciaba con su mano libre al perro, pensó que el comer hierba parecía ser una buena idea, porque Einstein tenía un aspecto muy sano y robusto. El perro estornudó dos o tres veces y también tosió, pero parecía una reacción natural tras los excesos del día de Acción de Gracias y del aire seco y caliente de la chimenea. No le inquietaba la salud del perro.

***

En la tarde del viernes, 26 de noviembre, tras el fragante día de Acción de Gracias, Garrison Dilworth se encontraba en el muelle de Santa Bárbara con su indumentaria marinera a bordo de su querido velero de trece metros Amazing Grace. Estaba puliendo las partes metálicas y tan absorto en su trabajo que casi no vio a los dos hombres con traje de calle que se le aproximaban a lo largo del muelle. Levantó la vista cuando los dos estaban a punto de anunciarse y adivinó quiénes eran; no sus nombres, pero sí para quién trabajaban, aun antes de que le mostraran sus credenciales.

Uno se apellidaba Johnson.

El otro Soames.

Fingiendo desconcierto e interés, les invitó a bordo.

Saltando del muelle a cubierta, el llamado Johnson dijo:

—Nos gustaría hacerle algunas preguntas, señor Dilworth.

—¿Sobre qué? —inquirió Garrison, limpiándose las manos con un trapo blanco.

Johnson era un hombre negro, incluso algo lúgubre, macilento y, sin embargo, impresionante.

—¿La Agencia de Seguridad Nacional, dice usted? No creerá que estoy a sueldo de la KGB, ¿eh?

Johnson hizo una sonrisa fría.

—¿Ha trabajado usted para Nora Devon?

Él alzó las cejas.

—¿Nora? ¿Habla en serio? Bueno, puedo asegurarle que Nora no es persona dada a mezclarse…

—Entonces, ¿usted es su abogado? —preguntó Johnson.

Garrison miró al joven pecoso, el agente Soames, y enarcó otra vez las cejas, como preguntándole si Johnson era siempre tan escalofriante. Soames le miró sin expresión, siguiendo la pauta del jefe.

«¡Oh, Dios! —pensó Garrison—, esos dos se han metido en un buen lío».

Después de su infructuoso interrogatorio a Dilworth, Lem encomendó una serie de encargos a Cliff Soames: iniciar los trámites requeridos para obtener un mandato judicial que permitiese «pinchar» los teléfonos del abogado en su domicilio y despacho; localizar las tres cabinas telefónicas más próximas a su casa y a su despacho para «pincharlas» también; conseguir de la compañía telefónica registros de todas las llamadas interurbanas hechas desde el domicilio y el despacho de Dilworth; traer una dotación de la central de Los Ángeles para vigilar durante veinticuatro horas diarias a Dilworth, empezando dentro de tres horas.

Mientras Cliff atendía esas cuestiones, Lem se dio un paseo por los muelles esperando que los sonidos del mar y la vista sedante del agua en movimiento le ayudasen a aclarar las ideas y centrarse en sus problemas. Sólo Dios sabía que él necesitaba desesperadamente esa concentración mental. Habían transcurrido más de seis meses desde que el perro y el alienígena escaparan de «Banodyne», y Lem había perdido casi siete kilos en esa persecución. No dormía bien desde hacía meses, se interesaba poco por la comida e incluso su vida sexual había disminuido.

«Hay algo llamado esfuerzo excesivo —dijo para sí—. Te causa estreñimiento del cerebro».

Sin embargo, tal reconversión no le sirvió de nada. Siguió tan bloqueado como una tubería llena de cemento.

Durante los tres meses transcurridos desde que encontrara el Airstream de Cornell en el aparcamiento del colegio, un día después del asesinato de Hockney, Lem había averiguado que Cornell y la mujer habían regresado aquella noche de agosto de un viaje a Las Vegas, Tahoe y Monterrey. En el remolque y la furgoneta se habían encontrado tarjetas de un club nocturno de Las Vegas, papel de escribir de un hotel, carteritas de cerillas y recibos de gasolina adquirida con tarjeta de crédito, todo ello señalaba cada parada de su itinerario. No había descubierto la identidad de la mujer, pero había supuesto que se trataba tan sólo de alguna amiga, pero, desde luego, no habría imaginado jamás semejante cosa. Hacía unos días, cuando uno de sus agentes fue a Las Vegas para casarse, Lem había entrevisto al fin que Cornell y la mujer podrían haber ido a Las Vegas con el mismo propósito. Y, de repente, su viaje se había convertido en luna de miel. A las pocas horas se confirmaba que, efectivamente, Cornell se había casado en el condado de Clark, Nevada, el 11 de agosto, con Nora Devon, de Santa Bárbara. Durante la búsqueda de esa mujer, había averiguado que su casa había sido vendida seis semanas antes, después de que ella desapareciera con Cornell. Al inspeccionar esa venta, observó que ella había sido representada por su abogado, Garrison Dilworth.

Lem pensaba que bloqueando los depósitos bancarios de Cornell dificultaría la existencia del fugitivo, pero ahora descubría que Dilworth había ayudado a extraer veinte mil dólares del Banco de Cornell y que el producto de la venta de aquella casa había sido transferido a la mujer por un procedimiento u otro. Además, ella había cancelado sus cuentas en el Banco local con ayuda de Dilworth, y ese dinero se hallaba también en su poder. Ella, su marido y el perro tendrían ahora los recursos suficientes para permanecer ocultos durante años.

Plantado en el muelle, Lem contempló el mar, tachonado de sol, que lamía rítmicamente los pilones. Ese movimiento le daba náuseas. Levantó la vista y miró las gaviotas que se cernían chillando. En vez de sentirse tranquilizado por su gracioso vuelo, se puso nervioso.

Garrison Dilworth era inteligente y avispado, un luchador nato. Ahora que se había establecido la conexión entre él y los Cornell, el abogado prometía llevar a la NSA ante los tribunales para hacerle liberar los fondos de Travis.

—Ustedes no han presentado cargos contra ese hombre —le había dicho Dilworth—. ¿Qué juez, por muy adulador que fuese, conferiría los poderes para congelar sus cuentas? Su manipulación del sistema legal para obstaculizar la existencia a un ciudadano inocente es desmedida.

Lem podría haber presentado cargos contra Travis y Nora Cornell por la violación de múltiples leyes previstas para preservar la seguridad nacional, y haciéndolo así habría imposibilitado a Dilworth la continua ayuda a los fugitivos. No obstante, la presentación de cargos suscitaría el interés de la prensa. Entonces, la descabellada historia sobre la pantera doméstica de Cornell y quizá todo el tinglado ficticio de la NSA se vendrían abajo como un castillo de papel en medio de una tormenta.

Su única esperanza era que Dilworth intentara comunicarse con los Cornell para comunicarles que se había descubierto su relación con ellos y que todos los contactos futuros deberían ser más discretos. Luego, con un poco de suerte, él localizaría a los Cornell mediante su número de teléfono. No esperaba que todo funcionase con semejante facilidad. Dilworth no tenía ni un pelo de tonto.

Mirando a su alrededor en el puerto deportivo de Santa Bárbara, Lem intentó sosegarse, pues sabía que necesitaría mucha calma y lucidez para engañar al viejo abogado. Las múltiples embarcaciones de recreo en los muelles, velas desplegadas o recogidas, se mecían con la marea, en tanto que otras embarcaciones con velamen al viento surcaban serenas las aguas hacia mar abierto, y algunas personas en bañador se soleaban en sus cubiertas o tomaban un cóctel muy de mañana, mientras las gaviotas se disparaban como agujas por el entramado blanco y azul del cielo, y otras personas pescaban desde el rompeolas. Era una escena en extremo pintoresca, pero también una imagen apaciguadora con la que Lem Johnson no podía identificarse, Para Lem, la tranquilidad excesiva, era una división peligrosa que le distraía de las realidades frías y crudas de esta vida, del mundo competitivo, y cualquier actividad apaciguadora que durase más de dos o tres horas le ponía nervioso y le hacía anhelar la vuelta al trabajo. Aquí el relajarse se medía por días o semanas, aquí, en esas costosas y admirables embarcaciones, se medía por excursiones marítimas de meses, arriba y abajo del litoral, y tal tranquilidad le hacía sudar a Lem, le daban ganas de gritar.

Asimismo, tenía que preocuparse del alienígena. No había habido la menor señal de él desde que Travis Cornell le disparara en su casa alquilada, allá hacia finales de agosto. Hacía tres meses de eso. ¿Qué habría estado haciendo esa cosa durante los tres meses? ¿En dónde se habría escondido? ¿Perseguiría todavía al perro? ¿Habría muerto?

Tal vez le hubiese mordido una serpiente de cascabel, o tal vez se hubiese caído por un despeñadero.

«Dios mío —pensó Lem—, haz que muera, concédeme esa pequeña oportunidad. Hazle morir».

Pero él sabía que el alienígena no había muerto, porque eso sería demasiado fácil. La maldita cosa estaba ahí fuera, acechando al perro.

Probablemente habría dominado la imperiosa necesidad de matar a toda la gente que encontraba, porque sabía que cada asesinato atraería a Lem y sus hombres, y no quería que se le encontrara antes de matar al perro. Cuando la bestia hubiese hecho papillas sanguinolentas del perro y de los Cornell, se revolvería contra la población en general para airear su furor, y cada muerte pesaría como una losa en la conciencia de Lem Johnson.

Mientras tanto, la investigación sobre los asesinatos de los científicos de «Banodyne» estaba ahogándose. De hecho, se había desmantelado esa segunda agrupación NSA. Evidentemente, los soviéticos habían contratado a forasteros para esos golpes y no había forma de encontrar a quienes los habían traído.

Un tipo con pantalón corto y piel sumamente tostada pasó por su lado y dijo:

—¡Hermoso día!

—Como el infierno —dijo Lem.

***

Al día siguiente del de Acción de Gracias, Travis entró en la cocina para tomar un vaso de leche y observó que Einstein estaba sufriendo un ataque de estornudos, pero no le dio importancia. Nora, incluso más atenta que Travis en su preocupación por el perdiguero, tampoco se dio por enterada. En California, la diseminación del polen alcanza su punto culminante en primavera y otoño; sin embargo, como el clima permite un ciclo de doce meses para la floración, no hay ninguna estación libre de polen. Con la vida en el bosque, esa situación se agrava.

Aquella noche, Travis se despertó al oír un sonido que no pudo identificar. Alerta al instante, desechando toda sombra de sueño, se sentó en la oscuridad y aferró el rifle que estaba en el suelo, junto a la cama. Al tiempo que sostenía el «Mossberg», aguzó el oído, y al cabo de un minuto, oyó otra vez el ruido: provenía del vestíbulo de la segunda planta.

Salió silencioso de la cama, sin despertar a Nora, y avanzó con cautela hasta la puerta. El vestíbulo estaba equipado, como casi todos los aposentos de la casa, con una lamparilla de noche, bajo cuyo resplandor Travis pudo comprobar que el ruido procedía del perro. Einstein estaba plantado ante la escalera, tosiendo y sacudiendo la cabeza. Travis se le acercó y el perdiguero miró hacia arriba:

—¿Te encuentras bien?

Rápido agitar de cola: SÍ.

Él se inclinó y revolvió la capa del perro:

—¿Estás seguro?

SÍ.

Durante un minuto el perro se apretó contra él, complaciéndose con las caricias. Luego se apartó de Travis, tosió dos o tres veces más y marchó escaleras abajo.

Travis le siguió. En la cocina encontró a Einstein sorbiendo agua de un cuenco.

Una vez vaciado el cuenco, el perdiguero se dirigió a la alacena, encendió la luz y empezó a sacar fichas de los tubos de lucita.

SED.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien?

MUY BIEN. SÓLO MUCHA SED. ME DESPERTÓ UNA PESADILLA.

Travis preguntó asombrado:

—¿Tú sueñas?

¿TÚ NO?

—Sí, demasiado.

Volvió a llenar el cuenco del perdiguero y éste lo vació de nuevo, y Travis lo llenó por segunda vez. Pero el perro se dio ya por satisfecho. Travis pensó que acto seguido el animal querría salir a orinar, pero en vez de eso Einstein fue escaleras arriba y se instaló junto a la puerta del dormitorio en donde aún dormía Nora.

Travis le susurró:

—Escucha, si quieres entrar y dormir junto a la cama, puedes hacerlo.

Eso era lo que Einstein quería. Se acurrucó sobre el suelo, en el lado de la cama donde dormía Travis.

En la oscuridad, Travis pudo alargar el brazo y tocar el rifle y a Einstein con toda facilidad. Y le tranquilizó más la presencia del perro que la cercanía del rifle.

***

El sábado por la tarde, dos días después del de Acción de Gracias, Garrison Dilworth subió a su «Mercedes» y se alejó despacio de su casa. Una vez recorridas dos manzanas, tuvo la certeza de que la NSA le había asignado un espía. Era un «Ford» verde, probablemente el mismo que le siguiera la tarde anterior. La escolta se mantenía a buena distancia y era discreta, pero él no era ciego.

No había telefoneado todavía a Nora y a Travis. Y el hecho de que le siguieran le hacía sospechar que sus teléfonos estarían «pinchados». Podría haberlos llamado desde una cabina pública, pero temía que la NSA espiara la conversación con un micrófono direccional o cualquier otro artificio de alta tecnología. Si ellos conseguían registrar el tono de cada botón que él pulsara al marcar el número de los Cornell, podrían traducir fácilmente esos tonos en cifras y averiguar el número telefónico de Big Sur. Así pues, tendría que recurrir al engaño para comunicar sin temor con Travis y Nora.

Sabía que le convenía actuar deprisa antes de que Travis y Nora le telefonearan. Con la tecnología del mundo moderno a su disposición, la NSA podría localizar la llamada hasta sus orígenes antes de que él lograra advertir a Travis que la línea estaba manipulada.

Por tanto, a las dos en punto de aquella tarde, y escoltado por el «Ford» verde, Garrison se dirigió a casa de Della Colby, en Montecito, para llevarla hasta su embarcación, el Amazing Grace, y pasar una tarde de descanso al sol. Eso era, al menos, lo que le había dicho por teléfono.

Della era la viuda del juez Jack Colby. Durante veinticinco años Jack y ella fueron los mejores amigos de Garrison y Francine, hasta que la muerte desbarató ese grupo de cuatro. Ahora, Della y Garrison habían perpetuado esa amistad íntima; cenaban juntos con frecuencia, iban a bailar, a pasear y a navegar juntos. Al principio sus relaciones habían sido exclusivamente platónicas; eran sólo viejos amigos que habían tenido la suerte o la desgracia de sobrevivir a lo que más querían, y ambos se necesitaban uno al otro porque compartían buenos ratos y recuerdos que perderían mucha importancia si no hubiese nadie con quien rememorarlos. Un año antes, cuando se encontraron juntos en la cama sin apenas darse cuenta, quedaron estupefactos y abrumados por la culpabilidad. Se sintieron como si hubiesen engañado a sus respectivos cónyuges, aunque Jack y Francine hubiesen muerto hacía años. La sensación de culpabilidad pasó, claro está, y ahora ellos agradecían la mutua compañía y el apasionamiento sencillo que había iluminado, inesperadamente, sus últimos años otoñales.

Cuando Garrison se detuvo ante la entrada de Della, ella salió de la casa, cerró la puerta principal y corrió hacia el coche. Se había puesto zapatos marineros, pantalones blancos, suéter de rayas azules y blancas y una chaquetilla. Aunque tuviera sesenta y nueve años y su melena corta fuera blanca como la nieve, parecía quince años más joven.

Él se apeó del «Mercedes», la abrazó y besó y dijo:

—¿Podríamos ir en tu coche?

Ella parpadeó.

—¿Tienes dificultades con el tuyo?

—No —contestó él—. Sólo que me gustaría llevar el tuyo.

—Claro que sí.

Della sacó su «Cadillac» del garaje y él subió al asiento del pasajero. Cuando ella salió a la calle, Garrison dijo:

—Temo que mi coche lleve algún micrófono escondido y no quiero que nadie oiga lo que he de decirte.

Si las miradas costaran dinero, la de Della no habría tenido precio. Él dijo riendo:

—No, no me he vuelto senil de repente. Si estás atenta al retrovisor mientras conduces, verás que nos siguen. Ellos son muy buenos en su trabajo, muy sutiles, pero no invisibles.

Él le concedió un tiempo de espera. Después de unas cuantas manzanas, Della dijo:

—Es el «Ford» verde, ¿no es cierto?

—El mismo.

—¿En qué lío te has metido, querido?

—No vayas directamente al puerto. Conduce hasta el mercado, y compraremos algo de fruta. Luego a una tienda de licores, y compraremos algo de vino. Para entonces ya habré tenido tiempo de contártelo todo.

—¿Acaso tienes una vida secreta de la que nunca sospeché? —preguntó ella sonriéndole—. ¿Eres un James Bond geriátrico?

El día anterior Lem Johnson había vuelto a abrir una sede temporal en un despacho de la Audiencia de Santa Bárbara que parecía diseñado para producir claustrofobia. La estancia tenía sólo una angosta ventana. Las paredes eran oscuras y la luz del techo difundía tan poca luminosidad que dejaba los rincones llenos de sombras, como espantapájaros fuera de lugar. Había trabajado ya allí el día después del asesinato de Hockney, pero lo había cerrado al cabo de una semana, cuando no hubo nada más que hacer en aquella zona. Ahora, con la esperanza de que Dilworth los orientara hacia los Cornell, Lem había abierto otra vez el exiguo cuartel general, había instalado los teléfonos y esperaba acontecimientos.

Compartía aquel despacho con un agente auxiliar, Jim Vann, un joven de veinticinco años, casi demasiado aplicado y solícito.

Por el momento, Cliff Soames tenía a su cargo el equipo de seis hombres en el puerto, no sólo supervisando a los agentes NSA distribuidos por la zona, sino también coordinando la vigilancia de Garrison Dilworth con la patrulla del puerto y la guardia costera. Aparentemente el astuto anciano se había apercibido de que le seguían, así que Lem esperaba que intentase una escapada para librarse de sus vigilantes el tiempo suficiente para telefonear a los Cornell antes de que sus perseguidores pudieran localizarle. Sin embargo, se llevaría una sorpresa cuando se encontrara acompañado fuera del puerto por la patrulla local, y más adelante, en alta mar, por la lancha de la guardia costera con el mismo propósito.

A las tres cuarenta, Cliff telefoneó para informar que Dilworth y su amiga estaban sentados en la cubierta del Amazing Grace comiendo fruta y bebiendo vino, rememorando muchas cosas y riendo un poco.

—Por lo que podemos captar con los micrófonos direccionales y por lo que podemos ver, yo diría que no tienen intención de ir a ninguna parte. Salvo, quizás, a la cama. Son una pareja cachonda, vaya que sí —concluyó.

—Sigue con ellos —dijo Lem—. No me fío de él.

Llegó otra llamada del equipo de búsqueda que había allanado la casa de Dilworth minutos después de su marcha. No había encontrado nada relacionado con los Cornell o el perro.

La oficina de Dilworth había sido registrada palmo a palmo la noche anterior sin que se hubiese encontrado el menor indicio. Asimismo, un estudio detenido de sus llamadas telefónicas registradas no sacó a luz ningún número de los Cornell, y si él les hubiese llamado tiempo atrás, lo habría hecho siempre desde una cabina pública. Un examen de su tarjeta de crédito «AT & T» no revelaba tampoco llamadas de ese tipo, y si él hubiese usado una cabina pública, no habría puesto la llamada a su cargo, sino al de los Cornell, no dejando el más mínimo rastro, lo cual no era una buena señal ni mucho menos. Evidentemente, Dilworth había sido extremadamente cauto, incluso antes de saber que se le vigilaba.

El sábado, Travis, temiendo que el perro pudiera haber contraído un resfriado, lo tuvo bajo observación. Pero Einstein estornudó sólo un par de veces y no tosió nada. Parecía estar en forma.

Aquel día, una compañía de transportes entregó diez cajones que contenían todos los lienzos acabados de Nora que habían quedado en Santa Bárbara. Dos semanas antes, Garrison había enviado las pinturas a su nueva casa, utilizando las señas de un amigo como remitente para asegurarse de que nadie establecería una relación entre él y Nora Aimes.

Ahora, Nora quedó extasiada al desembalar y desenvolver los lienzos, formando verdaderas montañas de papel protector en la sala. Travis sabía que ella había vivido para aquel trabajo durante muchos años, y el tener consigo otra vez sus pinturas no significaba sólo una gran alegría, sino también, probablemente, un incentivo para ocuparse con renovado entusiasmo de sus nuevos lienzos en el dormitorio reservado para ella.

—¿Quieres telefonear a Garrison para darle las gracias? —preguntó él.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó Nora—. Pero antes quiero acabar de desembalar y asegurarme de que no han sufrido ningún daño.

Apostados en el puerto y pasando por propietarios de yates y pescadores, Cliff Soames y los demás agentes NSA vigilaron a Dilworth y Della Colby y, cuando el día declinaba, los espiaron con medios electrónicos. Llegó el crepúsculo sin que se observara ninguna indicación de que Dilworth intentara hacerse a la mar. Pronto cayó la noche, pero el abogado y su compañera seguían sin hacer el menor movimiento.

Media hora después de que anocheciera, Cliff Soames se cansó de fingir estar pescando desde la popa de un yate deportivo, el Cheoy Lee, de veinte metros, amarrado cuatro gradas más allá del de Dilworth. Ascendió los escalones hasta la cabina del piloto y cogió los auriculares de Hank Gorner, el agente que estaba escuchando la conversación de la vieja pareja mediante un micrófono direccional. Aguzó el oído.

—… aquella vez en Acapulco, cuando Jack alquiló el pesquero

—… ¡sí, y todos sus tripulantes parecían piratas!

—… temimos que nos rebanaran el pescuezo y nos arrojaran al océano

—… pero luego descubrimos que todos ellos eran seminaristas

—… estudiando para hacerse misioneros… y Jack dijo

Devolviendo los auriculares, Cliff comentó:

—¡Todavía rememorando!

El otro agente asintió. A todo esto la luz de la cabina estaba apagada y Hank se alumbraba solamente con una pequeña lámpara tamizada y empotrada sobre la mesa de los mapas, de modo que sus facciones parecían alargadas y extrañas.

—Así han estado todo el día. Menos mal que cuentan algunas historias interesantes.

—Voy al baño —dijo hastiado Cliff—. Vuelvo enseguida.

—Tómate diez horas si quieres. Ésos no van a ninguna parte.

Minutos después, Cliff regresó. Hank Gorner se quitó los auriculares y dijo:

—Los dos han ido debajo de la cubierta.

—¿Algo interesante?

—No lo que nosotros esperamos. Cada uno de ellos va a saltar sobre los huesos del otro.

—¡Ah!

—Caray, Cliff, yo no quiero escuchar.

—Escucha —insistió Cliff.

Hank se puso un auricular al oído.

—Caray, se están desnudando uno a otro y ambos son tan viejos como mis abuelos. Esto es muy embarazoso.

Cliff suspiró.

—Ahora están en silencio —dijo Hank, mientras se extendía una expresión de disgusto por toda su cara—. De un momento a otro comenzarán a gemir, Cliff.

—Escucha —insistió Cliff. Cogió una chaqueta ligera de la mesa y salió afuera otra vez para no tener que escuchar.

Tomó posiciones sobre una silla en el castillo de popa y alzó una vez más la caña.

La noche era lo bastante fresca como para llevar chaqueta, pero aparte de eso no podía ser mejor. El aire era claro y agradable, perfumado con un leve sabor a mar. El cielo, sin duda, estaba repleto de estrellas. El agua lamía los pilotes del muelle y los cascos de las embarcaciones amarradas. En algún lugar del puerto, sobre otra nave, alguien estaba tocando canciones románticas de los años cuarenta. Un motor comenzó a latir…, bump, bump, bump, y también hubo algo de romántico en aquel sonido. Cliff pensó lo bonito que sería poseer una embarcación y emprender una larga travesía por el Pacífico Sur, hacia las islas sembradas de palmeras…

De repente, aquel motor rugió, y Cliff se dio cuenta de que era el Amazing Grace. Cuando saltó de su silla dejando caer su caña, vio que la embarcación de Dilworth estaba desatracando de su grada a una velocidad temeraria. Era un velero, y Cliff, en su subconsciente, no esperaba que zarpase con las velas recogidas, pero tenía motores auxiliares; a pesar de que lo sabían y estaban preparados para ello, le causó sorpresa. Regresó corriendo a la cabina:

—Comunícate con la patrulla del puerto, Hank. Dilworth está en movimiento.

—¡Pero si se han metido en el catre!

—¡Qué diablos se van a meter!

Cliff corrió al castillo de proa y vio que Dilworth había hecho virar ya al Amazing Grace y se dirigía hacia la bocana. No llevaba ninguna luz de situación, tan sólo un pequeño fanal en la zona próxima al timón.

¡Por los clavos de Cristo, en realidad estaba intentando escaparse!

Cuando los dos hubieron desembalado los cien lienzos, colgaron unos cuantos y metieron el resto en el dormitorio sobrante; estaban hambrientos.

—Probablemente Garrison estará almorzando a estas horas —dijo Nora—. No quiero interrumpirle. Si te parece, telefonearemos después de comer.

En la alacena, Einstein sacó letras de los tubos de lucita y compuso un mensaje: SE HACE YA OSCURO, PONED ANTES LAS CONTRAVENTANAS.

Sorprendido e inquieto por su abandono inusual de la seguridad, Travis corrió de habitación en habitación asegurando contraventanas y echando cerrojos. Fascinado por las pinturas de Nora, y disfrutando del placer mostrado por ella a su llegada, no se había dado cuenta de que la noche ya estaba encima.

A mitad de camino hacia la bocana, y esperando que a esa distancia el rugido del motor les protegiera de los espías electrónicos, Garrison dijo:

—Llévame junto al extremo exterior del rompeolas septentrional, a lo largo del canal.

—¿Estás seguro de lo que haces? —dijo preocupada Della—. Ya no eres un adolescente.

Él le dio una palmada en el trasero, y dijo:

—Soy mejor que eso.

—Soñador.

Él la besó en la mejilla, se adelantó hacia la borda de estribor y se preparó para la zambullida. Llevaba un bañador azul marino. Debería haberse puesto el equipo de submarinista, porque el agua estaba helada. No obstante, creía poder nadar hasta el rompeolas, doblar la punta del mismo y salir por el lado norte sin que le vieran desde el puerto; y hacer todo eso en unos pocos minutos, para que la temperatura del agua no le robase demasiado calor al cuerpo.

—¡Tenemos compañía! —le gritó Della desde el timón.

Él volvió la cabeza y vio que la embarcación de la patrulla portuaria había zarpado del muelle sur y se dirigía hacia ellos por la banda de babor.

«No pueden detenernos —pensó—. No tienen ningún derecho legal».

Así y todo, tenía que zambullirse antes de que la patrulla virara y ocupara posiciones a estribor. Entonces le verían saltar por la borda. Mientras se mantuvieran a babor, el propio Amazing Grace ocultaría su partida, y la estela fosforescente del velero encubriría los primeros segundos de brazadas en torno a la punta del rompeolas, lo suficiente para que la patrulla estuviera todavía pendiente de Della.

Se acercaban a toda velocidad, lo cual no incomodó a Della. El velero saltó sobre las aguas algo encrespadas con fuerza suficiente como para hacer que Garrison se aferrara a la borda. No obstante, parecían desfilar ante la muralla pétrea del rompeolas a una velocidad desalentadora, mientras la patrulla portuaria se les aproximaba aprisa. Pero Garrison esperó y esperó, porque no quería quedarse con cien metros de más cuando se tirase al agua. Si lo hiciera demasiado pronto, no podría contornear la punta y debería nadar directamente al rompeolas para subirse a él, a plena vista de todos los observadores. Ahora la patrulla estaba a unos cien metros, pues él podía verlos al enderezarse y mirar por encima de la cabina del velero, y empezó a virar para entrar por el otro lado. Garrison no podía esperar mucho más, no podía…

—¡La punta! —le gritó Della desde el timón.

Saltó por la borda a las oscuras aguas y se distanció de la embarcación. El mar estaba frío, tanto que le cortaba el aliento. Se hundía, no podía alcanzar la superficie. Se dejó dominar por el pánico; manoteó y pataleó, pero al fin pudo aspirar aire entre resuellos.

Le sorprendió ver todavía tan cerca al Amazing Grace. Le parecía haber estado pataleando confuso bajo la superficie durante un minuto o más, cuando, en realidad, debió haber pasado tan sólo un segundo o dos, porque su embarcación no se había alejado mucho. La patrulla portuaria parecía también cerca, y pensó que ni siquiera la estela espumeante del Amazing Grace le proporcionaría la suficiente cobertura, así que haciendo una inspiración honda se sumergió otra vez y permaneció abajo tanto como pudo. Cuando emergió, tanto Della como sus perseguidores habían pasado la bocana, virando hacia el sur, y se sintió ya seguro.

La resaca le arrastró rápidamente ante la punta septentrional del rompeolas, que era un murallón de bloques sueltos y rocas de unos seis metros sobre el nivel del mar, rampas negras y moteadas de gris en la noche. No sólo tuvo que nadar alrededor de esa barrera, sino también aproximarse a tierra venciendo la corriente contraria. Sin pensarlo más, empezó a nadar preguntándose cómo diablos se le habría ocurrido que aquello estaba tirado.

«Tienes casi setenta y un años —se dijo mientras daba largas brazadas ante la rocosa punta que estaba iluminada por un fanal de navegación—. ¿Qué te indujo a representar el papel de héroe?».

Sin embargo, sabía lo que le había inducido: la creencia profundamente arraigada de que aquel perro debería permanecer libre y no ser tratado como propiedad del Estado. «Si nosotros hemos avanzado tanto que podemos crear como lo hace Dios, deberemos aprender también la justicia y la gracia de Dios». Algo así le había dicho a Nora, Travis y Einstein en la noche en que se asesinara a Ted Hockney, y él había creído cada palabra que había pronunciado.

El agua salada le escocía en los ojos y le nublaba la visión. Al entrarle en la boca, le escoció una pequeña llaga que tenía en el labio.

Garrison luchó contra corriente, pasó la punta del rompeolas, perdió de vista el puerto y se acercó hacia las rocas. Por fin las alcanzó, tocó el primer bloque y tan sólo se aferró, jadeante, incapaz de auparse.

Durante las semanas transcurridas desde la fuga de Nora y Travis, Garrison había tenido tiempo suficiente para pensar sobre Einstein y había resuelto que el hecho de encarcelar a una criatura inteligente, inocente de todo crimen, era un acto de grave injusticia, aunque el prisionero fuese un perro. Garrison había consagrado su vida al ejercicio de esa justicia que las leyes de una democracia posibilitan, y al mantenimiento de la libertad derivada de dicha justicia. Cuando un hombre de altos ideales se consideraba demasiado viejo como para arriesgar todo por sus creencias, entonces dejaba de ser un hombre de altos ideales. Y tal vez no fuese siquiera un hombre. Esta verdad tan cruda le había impulsado, a pesar de su edad, a hacer tal prueba de natación nocturna. Resultaba cómico que una larga vida de idealismo se viera sometida, después de siete décadas, a una prueba final relacionada con la suerte de un perro.

Pero ¡qué perro!

«Y en qué mundo tan portentoso vivimos», —pensó.

La tecnología genética debería denominarse «arte genético», pues toda obra de arte era un acto de creación y no había ningún acto de creación tan admirable y hermoso como la creación de una mente inteligente.

Recobrando su segundo aliento, Garrison salió del agua por el flanco resbaladizo e inclinado del rompeolas. Esta barrera se alzaba entre él y el puerto, y por tanto, no tenía más que avanzar por las rocas tierra adentro mientras el mar batía a su costado izquierdo. Había llevado consigo una pequeña linterna sumergible enganchada al bañador, y ahora la utilizó para avanzar descalzo con suma cautela, temeroso de dar un resbalón sobre la piedra húmeda y romperse una pierna o un tobillo.

Podía ver las luces de la ciudad a unos cien metros de distancia y la línea imprecisa y plateada de la playa.

Sentía frío, pero no tanto como en el agua. Su corazón latía aprisa, pero no tanto como antes.

Estaba a punto de conseguirlo.

Lem Johnson se acercó con el coche desde el cuartel general provisional de la audiencia, y Cliff le salió al encuentro en la grada vacía donde estuviera amarrado el Amazing Grace. Se había levantado el viento. Centenares de embarcaciones se balanceaban en sus amarraderos; todas ellas crujían, y los cabos de vela algo flojos golpeaban contra sus mástiles. Faroles de muelle y fanales de embarcación proyectaban trémulos trazos de luz en las oscuras aguas de aspecto aceitoso en donde estuviera amarrado el velero de Dilworth.

—¿Y la patrulla portuaria? —preguntó preocupado Lem.

—Le ha seguido hasta mar abierto. Parecía como si fuera a virar hacia el norte, pasó rozando la punta, pero en vez de eso puso proa al sur.

—¿Los vio Dilworth?

—Tuvo que verlos por fuerza. Como ves no hay niebla y sí muchas estrellas. Todo está tan claro como el infierno.

—Bien. Quiero que él se dé cuenta. ¿Y la guardia costera?

—He comunicado con la lancha —le aseguró Cliff—. Están en su puesto, flanqueando al Amazing Grace, a unos cien metros, rumbo sur a lo largo de la costa.

Estremeciéndose con el aire cada vez más fresco, Lem dijo:

—¿Saben ellos que él podría intentar acercarse a la playa en un bote neumático o algo similar?

—Lo saben —dijo Cliff—. Saben que podría hacerlo ante sus narices.

—¿Está segura la guardia costera de que él la verá?

—Llevan la lancha más iluminada que un árbol de Navidad.

—Excelente. Quiero que se vea sin la menor posibilidad de escape. Si podemos impedir que avise a los Cornell, ellos le telefonearán tarde o temprano…, y entonces los atraparemos. Incluso si le llaman desde una cabina pública, averiguaremos cuál es la zona de su paradero.

Además de las escuchas en los teléfonos del domicilio y despacho de Dilworth, la NSA había instalado un equipo detector que dejaría abierta una línea tan pronto como se hiciera la conexión y la mantendría así incluso después de que colgaran los dos comunicantes, hasta que se verificara el número telefónico y las señas del que llamara. Aun cuando Dilworth gritara una advertencia y colgase apenas reconociera la voz de los Cornell, sería demasiado tarde. El único medio con que podría contar para eludir a la NSA sería no contestar en su teléfono. Pero incluso así no saldría muy bien parado, porque tras el sexto timbrazo cada llamada recibida pasaría automáticamente al equipo NSA, que mantendría abierta la línea e iniciaría los métodos habituales de localización.

—Ahora, lo único que puede jodernos —dijo Lem— es que Dilworth hable por un teléfono que no esté bajo nuestro control y avise a los Cornell que no le telefoneen.

—Eso no sucederá —dijo Cliff—. Le tenemos en nuestras redes.

—Me gustaría que no dijeras eso —murmuró inquieto Lem. En aquel instante, una abrazadera metálica de un cabo suelto rebotó, impulsada por el viento, contra un palo, y el estrepitoso sonido hizo saltar a Lem—. Mi padre decía siempre que lo peor sucede cuando menos te lo esperas.

Cliff meneó la cabeza.

—Con el debido respeto, señor, cuanto más le oigo citar a su padre, más me convenzo de que era el hombre más fúnebre que jamás haya existido.

Lem miró las embarcaciones en torno suyo y las aguas agitadas por el viento, y sintió que era él quien se movía en lugar de permanecer inmóvil, rodeado de un mundo en movimiento. Entonces, dijo desasosegado:

—Sí, mi padre era un tío grande a su modo, pero también… imposible.

—¡Eh! —gritó Hank Gorner. Llegó corriendo a lo largo del muelle, desde el Cheoy Lee, en donde él y Cliff estuvieran estacionados todo el día—. Acabo de hablar con la lancha costera. Están pasando el reflector por todo el Amazing Grace, intimidándoles un poco, y dicen que no ven ni rastro de Dilworth. Sólo la mujer.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Lem—. ¡Pero si él está gobernando esa embarcación!

—No —dijo Gorner—. No hay ninguna luz en el Amazing Grace, pero el reflector de la costera ilumina toda la escena, y me dicen que la mujer está al timón.

—Está bien. Él se encontrará bajo cubierta —dijo Cliff.

—No —dijo Lem, mientras su corazón empezaba a latir furioso—. Él no estaría bajo cubierta en un momento así. Estaría examinando la costera, decidiendo si debería seguir la marcha o virar en redondo. Dilworth no se encuentra en el Amazing Grace.

—¡Pero ha de estar ahí! No desembarcó antes de que el velero zarpara.

Lem escrutó la lejanía a través de la claridad cristalina del puerto, hacia la luz titilante en el extremo del rompeolas.

—Has dicho que la maldita embarcación viró cerca de la punta norte y pareció dirigirse hacia el norte, pero luego cambió súbitamente de rumbo y puso proa al sur.

—Mierda —rezongó Cliff.

—Ahí fue donde él saltó —dijo Lem—. Al pasar por la punta del rompeolas. Sin bote neumático. ¡Nadando, Dios santo!

—Es demasiado viejo para semejantes disparates —protestó Cliff.

Evidentemente, no. Contorneó la punta por el otro lado y ahora se dirige hacia un teléfono en alguna de las playas públicas del norte. Debemos detenerle, y aprisa.

Cliff hizo bocina con las manos y voceó los nombres de los cuatro agentes que ocupaban posiciones en otras embarcaciones a lo largo del muelle. Su voz llegó lejos, levantando ecos amortiguados en el agua a pesar del viento. Los hombres llegaron corriendo, y cuando los gritos de Cliff no se habían extinguido aún en la vastedad del puerto, Lem salió volando hacia su coche en el aparcamiento.

Lo peor sucede cuando menos te lo esperas.

Cuando Travis estaba limpiando los platos de la cena, Nora dijo:

—Mira esto.

Él se volvió y vio que Nora estaba de pie junto a la escudilla y el cuenco de Einstein. El agua había desaparecido, pero la mitad de la comida estaba todavía allí.

—¿Cuándo has visto que él se dejara ni una mísera migaja? —dijo ella.

—Jamás. —Frunciendo el ceño, Travis se secó las manos en el paño de cocina—. Estos últimos días me pareció que estaba pachucho, resfriado o algo parecido, pero dice que se encuentra bien. Y hoy no ha estornudado ni tosido como antes.

Los dos pasaron a la sala, en donde el perdiguero estaba leyendo Block Beauty con la ayuda de su máquina para volver hojas.

Se arrodillaron a su lado y, cuando el animal levantó la vista, Nora dijo:

—¿Estás enfermo, Einstein?

El perdiguero dejó escapar un ladrido quedo: NO.

—¿Estás seguro?

Rápida agitación de la cola: SÍ.

—No te has terminado la comida —dijo Travis.

Él dio un bostezo ostensible.

—¿Quieres decir que estás un poco cansado?

SÍ.

—Si te sintieras mal —dijo Travis—, nos lo harías saber en seguida, ¿verdad, cara peluda?

SÍ.

Nora se empeñó en examinar los ojos de Einstein, el morro y las orejas buscando algún indicio de infección, pero por fin dijo:

—Nada. Parece estar perfectamente bien. Supongo que un perro superdotado también tiene derecho a sentirse cansado de vez en cuando.

El viento borrascoso había llegado aprisa. Era gélido y bajo sus trallazos las olas se levantaban más de lo que lo hicieran durante todo el día.

Convertido en una masa de carne de gallina, Garrison alcanzó el extremo más cercano a la tierra del rompeolas. Sintió gran alivio al pisar arena y dejar las duras y a ratos cortantes rocas de la escollera. Estaba seguro de haberse cortado ambos pies; los notaba ardiendo, y el izquierdo le escocía con cada paso, obligándole a cojear.

Al principio se mantuvo junto a la orilla, lejos del parque bordeado de árboles que quedaba detrás de la playa. Allí, en donde los faroles del parque iluminaban las alamedas y donde los focos estratégicos hacían resaltar de forma espectacular las palmeras, se le descubriría con más facilidad desde la carretera. No creía que nadie le siguiera, estaba seguro de que la artimaña había funcionado. Sin embargo, no quería llamar la atención por si alguien le buscara.

Las ráfagas de viento arrancaban espuma de las rompientes y se la proyectaban contra el rostro, haciéndole sentirse como si corriera entre masas de telarañas. Ese polvillo le escocía en los ojos, que se estaban recobrando ya del chapuzón, y al fin se vio obligado a distanciarse de la orilla y adentrarse en la playa, cuya arena suave lindaba con el césped del parque, pero quedaba fuera de la zona iluminada.

A todo esto, había bastante gente joven en la oscura playa, todos ellos vestidos para soportar el fresco nocturno; parejas sobre mantas arrullándose, pequeños grupos fumando «porros» y oyendo música. Ocho o diez adolescentes se habían congregado entre dos vehículos todoterreno con neumáticos a baja presión, lo cual estaba prohibido durante el día y, muy probablemente, también de noche. Todos bebían cerveza alrededor de un hoyo que habían excavado en la arena para esconder las botellas si aparecía algún poli; hablaban a voces de chicas y hacían el ganso cuanto podían. Cuando Garrison desfiló ante ellos, no le prestaron la menor atención. En California, los fanáticos de la alimentación sana y el ejercicio son tan comunes como los vagabundos callejeros de Nueva York, y el que un hombre mayor quisiera darse un baño frío y luego correr por la playa a oscuras era tan chocante y llamativo como un cura en una iglesia.

Mientras marchaba hacia el norte, Garrison escudriñó el parque a su derecha en busca de una cabina telefónica. Las habría probablemente a pares, sobre una plataforma visible y bien iluminada junto a las alamedas o quizá cerca de algún merendero.

Cuando ya empezaba a desesperarse, temiendo haber pasado de largo algún grupo de teléfonos que sus viejos ojos no hubiesen advertido, descubrió lo que estaba buscando: dos teléfonos públicos protegidos contra el sonido con una especie de alas. Se hallaban a unos treinta metros de la playa, a mitad de camino entre la arena y la carretera que flanqueaba el parque por el otro lado.

Dando la espalda al airado mar, se detuvo para recobrar el aliento y luego caminó por la hierba bajo tres majestuosas palmeras reales cuyos plumeros se desmelenaban con el viento. Cuando estaba todavía a doce metros de los teléfonos, vio un coche que se acercaba a gran velocidad y frenó de repente entre grandes chirridos junto al bordillo, en la perpendicular de los teléfonos. Se escondió detrás de un inmenso datilero de doble tronco, que, afortunadamente, no figuraba entre los elegidos por los focos decorativos. Por la rendija entre ambos troncos pudo ver los teléfonos y el camino que conducía a ellos desde el bordillo en donde se había detenido el coche.

Dos hombres se apearon del sedán. Uno recorrió aprisa el perímetro del parque, escrutando las sombras en busca de algo. El otro se adentró en el parque por el camino. Cuando alcanzó la zona, iluminada alrededor de los teléfonos, su identidad se hizo evidente…, y desalentadora.

Lemuel Johnson.

Inmóvil tras los troncos de los datileros siameses, Garrison estiró los brazos delante de su cuerpo, aun teniendo la certeza de que las bases conjuntas de los árboles le ocultaban lo suficiente.

Johnson se acercó al primer teléfono, descolgó el auricular e intentó arrancarlo de su caja. Pero éste tenía uno de esos cordones metálicos flexibles que no cedía a pesar de sus repetidas tentativas. Por último, maldiciendo la reciedumbre del instrumento, desmontó el auricular y arrojó las piezas por el parque. Luego, destruyó asimismo el segundo teléfono. Por un momento, cuando Johnson se alejó de los teléfonos y caminó derecho hacia el abogado, éste pensó que le había descubierto. Pero Johnson se detuvo a los pocos pasos y escudriñó con la mirada el sector de parque cercano al mar y el horizonte de la playa. Esa mirada no parecía detenerse, ni siquiera momentáneamente, en los datileros que escondían a Garrison.

—¡Maldito hijo de perra! ¡Viejo, demente! —exclamó Johnson. Luego corrió de vuelta al coche.

Acurrucado en la sombra de las palmeras, Garrison sonrió, porque sabía muy bien a quién se refería el agente NSA. Repentinamente, el abogado se despreocupó del viento gélido que, procedente del mar, barría la noche.

Maldito hijo de perra, demencial viejo o, dicho de otra forma, James Bond geriátrico, a elegir. Sea como fuere, él seguía siendo un hombre con quien se habría de contar.

En la centralita subterránea de la compañía telefónica, los agentes Rick Olbier y Denny Jones estaban atendiendo la escucha electrónica y el equipo detector NSA que controlaba las líneas del despacho y domicilio de Garrison Dilworth. Era una tarea aburrida, y los dos habían decidido echar una partida para matar el tiempo: ni el pinacle a dos manos ni el rummy hasta quinientos puntos, eran buenos juegos, pero la idea de un póquer a dos manos les repelió.

Cuando a las ocho y catorce minutos llegó una llamada al teléfono del domicilio de Dilworth, Olbier y Jones reaccionaron con más agitación de la que merecía el caso, porque ambos necesitaban acción a toda costa. Olbier dejó caer sus cartas al suelo, Jones arrojó las suyas sobre la mesa, y ambos se abalanzaron sobre los dos juegos de auriculares como si estuviesen en la Segunda Guerra Mundial y esperaran escuchar una conversación altamente secreta entre Hitler y Goering.

El equipo estaba ajustado para abrir la línea y captar un impulso indicador si Dilworth no contestaba al sexto timbrazo. Como ambos sabían que el abogado no estaba en casa y que nadie contestaría al teléfono, Olbier se saltó el programa y abrió la línea después del segundo timbrazo.

En la pantalla del computador unas letras verdes anunciaron: DETECTANDO.

Y en la línea abierta una voz masculina dijo: ¡«Hola»!

—Hola —contestó Jones por el micrófono de su juego de auriculares.

El número telefónico del comunicante y sus señas de Santa Bárbara aparecieron en la pantalla. Aquel sistema funcionaba como el ordenador 911 de la Policía para urgencias, es decir, proveyendo la identificación instantánea del comunicante. Pero ahora, sobre las señas en la pantalla, apareció también el nombre de una compañía, no de un individuo: «TELEPHONE SOLICITATIONS INC».

El comunicante respondió a Denny Jones:

—Escuche, señor, celebro comunicarle que usted ha resultado elegido para recibir una fotografía de ocho por diez y diez imprentas de bolsillo gratuitas de…

—¿Con quién hablo? —dijo Jones.

Mientras tanto el ordenador estaba revisando la base de datos sobre las señas en la calle de Santa Bárbara para verificar el DNI del comunicante y confirmar la llamada.

La voz al teléfono dijo:

—Bien, le llamo en nombre de Olin Mills, señor, los estudios fotográficos en donde la más alta calidad…

—Espere un segundo —dijo Jones.

El ordenador verificó la identidad del abonado que hacía la llamada: Dilworth había recibido una oferta de ventas y nada más.

—No necesito nada de eso —dijo cortante Jones. Y colgó.

—Mierda —masculló Olbier.

—¿Pinacle? —dijo Jones.

Además de los seis hombres que estaban ya en el puerto, Lem hizo llamar a cuatro más del cuartel general provisional en la Audiencia.

Emplazó a cinco en el perímetro del parque, por el lado del océano, a unos trescientos metros uno de otro. Éstos tenían por misión vigilar la amplia avenida que separaba el parque del distrito comercial, en donde había cantidad de moteles y restaurantes, heladerías, tiendas de regalos y otros pequeños establecimientos. Todos esos comercios tenían teléfono, por supuesto, e incluso algunos de los moteles tendrían cabinas públicas delante de sus oficinas; utilizando cualquiera de ellos el abogado podría alertar a Travis y Nora Cornell. A aquella hora, sábado por la noche, algunos establecimientos estaban cerrados, pero muchos, y todos los restaurantes, abrían sus puertas. Había que impedir que Dilworth atravesara la avenida.

El viento marino arreciaba y cada vez era más frío. Los hombres se plantaron con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida entre los hombros, tiritando.

Los plumeros de las palmeras, batidos por súbitas ráfagas, castañetearon. Los pájaros posados en los árboles chillaron alarmados, luego se tranquilizaron.

Lem envió otro agente hacia el ángulo sudoeste del parque, en la base del rompeolas que forma la divisoria entre la playa y el puerto. Pretendía impedir que Dilworth regresara al rompeolas y se encaramase a él para escabullirse por el puerto y telefonear desde otro lugar de la ciudad.

Un séptimo hombre fue enviado al ángulo noroeste del parque y a lo largo de la playa, para asegurarse de que Dilworth no siguiera hacia el norte y se adentrara en las playas privadas y las zonas residenciales, en donde podría convencer a alguien de que le dejara usar un teléfono no controlado.

Allí se quedaron sólo Lem, Cliff y Hank para peinar el parque y la playa contigua en busca del abogado. Sabía que tenía pocos hombres para ese trabajo, pero esos diez, más Olbier y Jones en la compañía telefónica, era la única gente de que disponía en la ciudad. No veía ningún motivo plausible para pedir más agentes a la oficina de Los Ángeles; cuando ellos llegaran allí, se habría encontrado o detenido ya a Dilworth…, o el hombre habría logrado telefonear a los Cornell.

El vehículo todoterreno sin techo tenía dos asientos estilo cazoleta y detrás había un espacio de carga de un metro y medio, en donde se podían acomodar más pasajeros o colocar una cantidad considerable de equipo. Garrison estaba tendido boca abajo, sobre el suelo de ese espacio y debajo de una manta. Dos adolescentes estaban en los asientos cazoleta y otros dos en el espacio de carga sobre el propio Garrison, arrellanados como si estuviesen sólo sobre un montón de mantas. Ambos intentaban pesar lo menos posible a Garrison, pero, así y todo, éste se sentía medio aplastado.

De pronto el motor sonó cual un enjambre de avispas irritadas; un zumbido intenso y ensordecedor. Y, efectivamente, ensordeció a Garrison porque su oído derecho estaba aplastado contra el suelo, y éste transmitía y amplificaba cada vibración.

Por fortuna, el terreno suave de la playa permitía una circulación relativamente cómoda.

El vehículo cesó de acelerar, aminoró la carrera y, por fin, el ruido del motor se extinguió de forma drástica.

—Mierda —susurró uno de los chicos a Garrison—. Hay un tipo haciéndonos señas de parar con una linterna.

Se detuvieron y, sobre el ralentí del motor, Garrison oyó decir a un hombre:

—¿Adónde os dirigís, muchachos?

—A la playa de arriba.

—Eso es propiedad privada. ¿Tenéis derecho a ir por allí?

—Ahí es donde vivimos —respondió Tommy, el conductor.

—¡Ah! ¿Sí?

—¿Acaso no parecemos un puñado de mimados hijos de papá? —bromeó uno de ellos intentando hacerse el gracioso.

—¿Dónde habéis estado? —inquirió receloso el hombre.

—Haciendo un pequeño crucero por ahí. Pero estaba empezando a hacer frío.

—¿Habéis bebido, muchachos?

«Cállate, idiota —murmuró para sí Garrison mientras escuchaba al agente—. Estás hablando con unos adolescentes, pobres criaturas cuyo desequilibrio hormonal les induce a rebelarse contra toda autoridad durante los próximos dos años. Yo cuento con su simpatía porque huyo de la poli, y ellos se ponen de mi parte sin saber lo que he hecho siquiera. Si quieres su cooperación, no la obtendrás jamás acosándolos».

—¿Bebido? ¡Claro que no! —dijo otro—. Mire la nevera portátil de ahí atrás si no nos cree. Nada salvo «Doctor Pepper».

Garrison, que iba oprimido contra esa caja de hielo, rogó a Dios que el hombre no decidiera rodear el vehículo y echar una ojeada. Si el tipo se acercaba tanto, observaría que la manta sobre la que iban los chicos tenía una forma vagamente humana.

—¿«Doctor Pepper», eh? ¿Y qué marca de cerveza teníais ahí antes de beberos hasta la última gota?

—¡Eh, buen hombre! —dijo Tommy—. ¿Por qué nos hostiga tanto? ¿Es usted un poli o qué?

—En efecto, lo soy.

—¿Y dónde está su uniforme? —preguntó otro de los chicos.

—Policía secreta. Escuchad, muchachos, estoy dispuesto a dejaros seguir sin oleros el aliento ni nada de eso. Pero decidme antes si habéis visto a un viejo de pelo blanco en la playa esta noche.

—¿Y a quién le interesan los viejos? —exclamó uno de los chicos—. Nosotros buscamos mujeres, y no viejos.

—Os habríais apercibido de ese anciano si lo hubierais visto. Va vestido sólo con un bañador.

—¿Esta noche? —dijo Tommy—. Es casi diciembre, buen hombre. ¿Es que no nota el viento que hace?

—Tal vez llevara algo más.

—No lo hemos visto —dijo Tommy—. Ningún anciano de pelo blanco. Vosotros, tíos, ¿lo habéis visto?

Los otros tres aseguraron no haber visto ningún viejo que atendiera a esas señas, y entonces se les permitió seguir adelante, hacia el norte de la playa pública, para adentrarse en la zona residencial de viviendas próximas a la costa y playas privadas.

Tras rodear una colina baja y perder de vista al hombre que les detuviera, los muchachos quitaron la manta a Garrison y éste se sentó, exhalando un suspiro de alivio.

Tommy dejó a los demás chicos en sus casas y continuó con Garrison hacia la suya, porque sus padres habían salido a pasar fuera la velada. Vivía en una casa que semejaba una nave con varias cubiertas, colgada sobre un acantilado, toda ella de cristal y ángulos.

Siguiendo a Tommy hasta el vestíbulo, Garrison se miró de reojo en un espejo. No era ni la sombra del digno letrado de cabello plateado conocido por todo el mundo en los tribunales de la ciudad. Tenía el pelo mojado, sucio y revuelto. Su rostro estaba cubierto de mugre. Arena y briznas de hierba se adherían a su piel desnuda y formaban una maraña en el pelo gris del pecho. Sonrió feliz al contemplarse.

—Ahí tiene un teléfono —le dijo Tommy desde el estudio.

Después de preparar la cena, tomarla y lavar la vajilla —y tras pensar durante un rato sobre la inapetencia de Einstein—, Nora y Travis se olvidaron por completo de llamar a Garrison Dilworth para agradecerle la meticulosidad con que había embalado y les había enviado los lienzos. Cuando se habían acomodado frente a la chimenea, ella se acordó.

Antes, cuando telefoneaban a Garrison, lo hacían desde una cabina pública, en Garret. Esto había resultado una precaución innecesaria. Y esa noche, ninguno de los dos tenía ganas de coger el coche y acercarse a la ciudad.

—Podríamos esperar y llamarle desde Carmel mañana —propuso Travis.

—Será más seguro llamar desde aquí —dijo ella—. Si ellos hubiesen descubierto tu conexión con Garrison, él nos habría llamado para advertirnos.

—Quizás él ignore que hayan descubierto la conexión —objetó Travis—. Tal vez no sepa siquiera que le están vigilando.

—Si fuera así, Garrison lo sabría —dijo ella muy segura.

—Sí, claro —dijo Travis—. No me cabe duda.

Cuando ella se disponía a coger el teléfono, éste sonó. La telefonista dijo:

—Tengo una llamada para usted de un tal señor Garrison Dilworth de Santa Bárbara. ¿Aceptan ustedes el cobro revertido?

Pocos minutos después, antes de las diez y después de practicar un registro exhaustivo pero infructuoso del parque, Lem admitió a regañadientes que Garrison Dilworth había conseguido escabullirse de alguna manera. Hizo que sus hombres regresaran a la Audiencia y al puerto.

Cliff y él volvieron al yate deportivo en el cual habían establecido su base para vigilar a Dilworth. Cuando se pusieron en comunicación telefónica con la embarcación de la guardia costera que perseguía al Amazing Grace, supieron que la acompañante del abogado había virado en redondo a la altura de Ventura y costeaba en dirección norte camino de Santa Bárbara.

Llegó al puerto a las diez treinta y seis.

En la grada desierta perteneciente a Garrison, Lem y Cliff aguantaban encogidos el incisivo viento, mientras contemplaban cómo ella gobernaba el velero con gran tiento y atracaba sin brusquedades. Era una hermosa embarcación, espléndidamente pilotada.

Ella tuvo la frescura de gritarles:

—¡No se queden ahí parados! ¡Cojan las maromas y ayúdenme a amarrarlo!

Ellos accedieron, sobre todo porque deseaban hablar cuanto antes con ella y no podrían hacerlo hasta que el Amazing Grace estuviese seguro.

Una vez prestado ese servicio, ambos entraron por la abertura de la borda. Cliff llevaba botas de goma como parte de su disfraz de marinero, pero Lem, con sus zapatos, no pisaba muy seguro sobre la húmeda y balanceante cubierta.

Antes de que pudieran decir una palabra a la mujer, sonó una voz detrás de ellos:

—Permítanme caballeros…

Lem se volvió y vio a Garrison Dilworth al resplandor de un fanal, subiendo a bordo detrás de ellos. Llevaba una ropa que no era suya. Los pantalones demasiado anchos en la cintura estaban sujetos por un apretado cinturón. Las perneras, demasiado cortas, dejaban al aire los tobillos. La camisa era más que holgada.

—Por favor, disculpen, pero necesito ponerme ropa de abrigo y tomar un café bien caliente…

—¡Maldita sea! —exclamó Lem.

—… para entonar un poco estos viejos huesos.

Después de soltar una interjección de asombro, Cliff estalló en carcajadas. Luego miró de reojo a Lem y dijo:

—Lo siento.

Lem sintió en el estómago los ardores de una úlcera incipiente. No respingó de dolor, ni se dobló, ni siquiera se llevó una mano a la región dolorida, en suma, no dejó entrever su desasosiego, porque si lo hubiese hecho, sólo habría contribuido a acrecentar la satisfacción de Dilworth. Se contentó con lanzar una mirada fulminante al abogado y a la mujer, luego dio media vuelta y se retiró sin decir palabra.

Cliff dijo, después de acomodarse al paso de Lem en el muelle:

—No cabe duda de que ese maldito perro inspira una lealtad endiablada.

Más tarde, después de irse a la cama en un motel por sentirse demasiado fatigado para cerrar aquella misma noche su despacho provisional y regresar al condado de Orange, Lem Johnson meditó sobre lo que dijera Cliff. Lealtad. Una cantidad endiablada de lealtad.

Lem se preguntó si alguna vez le habían unido con alguien unos lazos de lealtad tan firmes como los que unían, aparentemente, a los Cornell y a Garrison Dilworth con aquel perdiguero. Se revolvió en la cama incapaz de conciliar el sueño, y por fin se apercibió de que sería inútil intentar encender sus luces interiores mientras no se creyera capaz de mostrar ese grado de lealtad y compromiso que había visto en los Cornell y su abogado.

Se sentó en la oscuridad apoyándose contra la cabecera.

Bueno, él era endiabladamente leal a su país, un país que amaba y honraba. También era leal a la Agencia. Pero ¿y a otra persona? Bien, a Karen. Su esposa. Él era leal a Karen en todos los terrenos…, corazón, pensamiento y gónadas. Amaba a Karen. La amaba profundamente desde hacía casi veinte años.

—Sí —se dijo alzando la voz en la habitación del motel a las dos de la madrugada—, si eres tan leal a Karen, ¿por qué no estás con ella ahora?

Sin embargo, no estaba siendo justo consigo mismo. Después de todo, tenía un trabajo que hacer, y un trabajo importante.

—Ahí estriba el conflicto —rezongó—. Tú tienes siempre, siempre, un trabajo que hacer.

Dormía fuera de casa más de cien noches al año, una de cada tres. Y cuando se hallaba en casa, estaba distraído la mitad del tiempo, con el pensamiento puesto en el último caso. Antaño, Karen había querido tener hijos, pero él había pospuesto siempre el formar una familia, alegando que no podía asumir semejante responsabilidad mientras no estuviese seguro de su carrera.

—¿Seguro? —se dijo—. Pero, hombre, ¡si has heredado el dinero de tu padre! Empezaste con más almohadones que la mayoría de la gente.

Si él fuera de verdad tan leal a Karen como esa gente lo era al chucho, su compromiso con ella significaría que todo deseo de Karen tendría prioridad sobre cualquier otro. Si Karen deseaba una familia, él debería anteponer esa familia a su propia carrera. ¿O no? Por lo menos, debería haberse comprometido a tener una familia cuando ambos cumplieron la treintena, dedicando la década anterior a su carrera, y de los treinta en adelante a la procreación. Ahora tenía cuarenta y cinco, casi cuarenta y seis, y Karen cuarenta y tres, de modo que la hora de formar una familia había pasado.

Lem se vio asaltado por una inmensa soledad.

Saltó de la cama, marchó en calzoncillos al baño, encendió la luz y escudriñó su imagen en el espejo. Sus ojos estaban inyectados en sangre y hundidos.

Había perdido tanto peso con este caso, que su rostro empezaba a parecer, literalmente, esquelético.

Le asaltó un calambre en el estómago y se dobló agarrándose a los costados del lavabo y hundiendo la cabeza en él. Esta dolencia le afligía sólo desde el mes pasado más o menos, pero esa condición parecía empeorar con sorprendente celeridad. El dolor tardaba mucho en remitir.

Cuando se enfrentó otra vez con su imagen en el espejo, dijo:

—No eres siquiera leal a ti mismo, animal. Te estás matando, trabajando hasta la muerte, y no puedes parar. No eres leal a Karen, no eres leal a ti mismo. En verdad, no eres leal siquiera a tu patria ni a la Agencia, en definitiva. Diablos, sólo te has comprometido de forma total e inquebrantable con la visión descabellada de la vida como una cuerda floja, como creía tu viejo.

¡Descabellada!

La palabra parecía reverberar en el baño mucho después de que él la hubiera pronunciado. Había querido y respetado a su padre, jamás había dicho nada contra él. Sin embargo, hoy había reconocido ante Cliff que su padre había sido «imposible». Y ahora; visión descabellada. Seguía queriendo a su padre, y siempre sería así. Pero ahora, ¡por Dios!, no sólo era posible, sino esencial que distinguiera entre su amor por su padre y su adhesión al código «laboral» de su padre.

—¿Qué me está pasando? —se preguntó.

¿Libertad? ¿Libertad al fin, después de cuarenta y cinco años?

Contrayendo los ojos ante el espejo, murmuró:

—Tengo casi cuarenta y seis.