Domingo. Travis notó que Einstein seguía teniendo menos apetito que de costumbre, pero el lunes, 29 de noviembre, el perdiguero parecía encontrarse perfecto. Así que el lunes y el martes Einstein engulló hasta la última miga de sus comidas, y leyó nuevos libros. Estornudó sólo una vez y no tosió en absoluto. Bebió más agua que de ordinario, aunque no una cantidad excesiva. Tal vez pareciera pasar más tiempo junto a la chimenea y pasearse por la casa con decreciente energía, pero…, bueno, el invierno se estaba echando encima y el comportamiento de los animales cambia con las estaciones.
En una librería de Carmel, Nora compró un ejemplar del Manual veterinario para el propietario de un perro, y se pasó varias horas con los codos sobre la mesa de la cocina, leyendo, buscando un significado plausible para los síntomas de Einstein. Así supo que la apatía, la pérdida parcial de apetito, los estornudos, las toses y la sed desusada podían significar un centenar de dolencias, o no tener el menor significado.
—Prácticamente, lo único que no puede ser es un resfriado —dijo ella—. Los perros no se resfrían como nosotros. —Pero a la hora de adquirir aquel libro, los síntomas de Einstein habían menguado tanto que ella creyó en el perfecto estado del animal.
En la alacena, Einstein empleó el «Scrabble» para confirmárselo: AFINADO COMO UN BUEN VIOLÍN.
Travis se acuclilló junto al perro, le acarició y dijo:
—Supongo que tú lo sabrás mejor que nadie.
¿POR QUÉ SE DICE AFINADO COMO UN BUEN VIOLÍN?
Devolviendo las fichas a sus tubos de lucita, Travis contestó:
—Bueno, porque eso significa… sano.
¿PERO POR QUÉ SIGNIFICA SANO?
Travis pensó sobre esa metáfora… «afinado como un buen violín» y no estaba muy seguro de saber por qué se le atribuía ese significado. Se lo preguntó a Nora, y ésta acudió a la puerta de la alacena, pero no tuvo tampoco una explicación para ese dicho.
Después de extraer más letras e ir disponiéndolas con el morro, el perdiguero preguntó:
¿POR QUÉ SE DICE TAN SANO COMO UN DÓLAR?
Acuclillándose junto a ellos, Nora habló al perro:
—Eso es más fácil. En otros tiempos, el dólar estadounidense fue la moneda más estable del mundo. Y lo sigue siendo, supongo. Durante décadas el dólar no sufrió las terribles inflaciones de otras monedas, y como no hay motivo para perder la fe en él, la gente dice que está tan sana como un dólar. Desde luego, hoy el dólar no es lo que fuera antaño y tampoco es esa frase tan adecuada como lo era, pero seguimos usándola.
¿POR QUÉ SEGUÍS USÁNDOLA?
—Porque siempre la hemos usado —respondió Nora encogiéndose de hombros.
¿POR QUÉ SE DICE SANO COMO UN CABALLO? ¿CABALLOS NUNCA ENFERMOS?
Recogiendo las fichas y distribuyéndolas entre sus respectivos tubos, Travis dijo:
—No es eso, de hecho los caballos son animales muy delicados a pesar de su tamaño. Enferman con facilidad.
Einstein miró expectante de Travis a Nora y viceversa.
Nora dijo:
—Tal vez digamos tan sano como un caballo porque los caballos tienen aspecto de fuertes y no parecen enfermar jamás, aunque lo hagan a menudo.
—No nos engañemos —dijo Travis al perro—. Los humanos dicen sin cesar cosas carentes de sentido.
Utilizando la zarpa con diversos pedales, el perdiguero compuso esta frase: LOS HUMANOS SOIS UNOS SERES MUY RAROS.
Travis miró a Nora y los dos rompieron a reír.
El perdiguero formó un nuevo comunicado: AUNQUE SEÁIS UNOS SERES MUY RAROS, ME GUSTÁIS.
El modo inquisitivo y el sentido del humor de Einstein parecieron denotar, más que otra cosa, que si había sentido de verdad algún malestar, estaba ya recuperado.
Eso fue el martes.
El miércoles, 1 de diciembre, mientras Nora pintaba en su estudio de la segunda planta, Travis se dedicó a revisar su sistema de seguridad y a la limpieza rutinaria de sus armas.
En cada habitación se había escondido cuidadosamente un arma de fuego: bien debajo de un mueble, detrás de una cortina o dentro de un armario, pero siempre al alcance de la mano. Ellos tenían dos rifles «Mossberg» de culata tipo pistola, cuatro «Smith & Wesson» modelo 19 de combate «Magnum», y dos pistolas del 38 que llevaban consigo en la furgoneta y el «Toyota», una carabina «Uzi» y dos pistolas «Uzi». Todo este arsenal lo podrían haber adquirido legalmente en una armería local tan pronto como compraron la casa y establecieron su residencia en el campo, pero Travis no había querido esperar tanto tiempo. Necesitaba las armas desde su primera noche tras instalarse en el nuevo hogar. Por tanto, Nora y él habían localizado, mediante Van Dyne, a un vendedor ilegal de armas de San Francisco a quien le habían comprado todo cuanto necesitaban. Desde luego, no habrían podido obtener de un vendedor colegiado los dispositivos conversores para las «Uzi». No obstante, en San Francisco consiguieron encontrar tres de esos dispositivos, y ahora las «Uzi» —carabina y pistolas— eran armas automáticas.
Travis fue de una habitación a otra asegurándose de que las armas estaban colocadas adecuadamente, sin una mota de polvo, bien engrasadas y con los cargadores a tope. Sabía que todo estaría en orden, pero se sentía más seguro realizando esas inspecciones cada semana. Aunque hubiera dejado el uniforme muchos años atrás, el antiguo adiestramiento y la metodología militares formaban parte todavía de él, y sometido a presión, ambas cosas habían salido a flor de piel más aprisa de lo que esperaba.
Llevando un «Mossberg» consigo, Einstein y él recorrieron la finca deteniéndose ante cada uno de los sensores infrarrojos que él escondiera lo mejor posible en grupos de rocas o plantas, en los troncos de algunos árboles, en las esquinas del edificio y dentro de un viejo tocón de pino al borde del camino de entrada. Había adquirido esos componentes en el mercado libre, a un comerciante de artículos electrónicos de San Francisco. Era material quizás anticuado, sin ninguna relación con la tecnología de la seguridad puesta al día, pero él lo había preferido por estar familiarizado con tales artificios desde sus días de la Fuerza Delta, y aquello era suficiente para sus propósitos. Las líneas de los sensores corrían bajo tierra hasta una caja de alarmas en un armario de la cocina. Cuando se encendía el sistema por la noche, nada de tamaño superior a un mapache podía llegar hasta nueve metros de la casa o entrar en el granero a espaldas de la propiedad, sin tropezar con la alarma. No sonaba ninguna campana ni sirena, porque ello alertaría al alienígena y podría ponerle en fuga. Ellos no querían espantarlo; querían matarlo. Por consiguiente, cuando se pisaba el sistema, éste encendía radios reloj en cada habitación de la casa, todos ellos sonaban a bajo volumen para no espantar al intruso, pero lo bastante alto para advertir a Travis y Nora.
Hoy, todos los sensores estaban en sus respectivos lugares, como de costumbre. Así pues, todo cuanto Travis tuvo que hacer fue limpiar la sutil película de polvo que empañaba las lentes.
—Los fosos del castillo están en buenas condiciones, Milord —dijo Travis.
Einstein soltó un resoplido de aprobación.
En el granero de color rojo ladrillo, Travis y Einstein examinaron el equipo que, según ellos esperaban, daría una sorpresa desagradable al alienígena.
En el ala noroeste del tenebroso interior, a la izquierda de la gran puerta rodante, había un depósito de gas a presión sobre un sólido estante de la pared. Formando una línea diagonal con él, en el ala sudeste al fondo de la edificación, más allá de la furgoneta y el coche, había otro depósito idéntico sobre otro estante. Parecían grandes depósitos de propano, como los que usa la gente en sus cabañas durante el verano para cocinar, pero éstos no contenían propano. Estaban repletos de óxido nitroso, a veces mal llamado «gas hilarante». La primera bocanada te hace reír, pero la segunda te deja fuera de combate sin que puedas soltar ni una carcajada. Dentistas y cirujanos usan con frecuencia el óxido nitroso como anestésico. Travis lo había comprado en un establecimiento de San Francisco dedicado a los suministros médicos.
Tras encender las luces del granero, Travis comprobó los manómetros. Presión absoluta.
Aparte de la gran puerta rodante en la fachada del granero, había otra más pequeña al fondo. Éstas eran las únicas entradas. Travis había cegado un par de ventanas altas. Por la noche, cuando funcionaba el sistema de alarma, se dejaba abierto el cerrojo de la puerta posterior más pequeña, por si el alienígena intentara explorar la casa tomando como base el granero. Cuando abriera la puerta para ocultarse en el granero, pondría en marcha un mecanismo que cerraría la puerta a sus espaldas. La puerta principal, cerrada desde fuera, le impediría huir en esa dirección.
Simultáneamente con la trampa mecánica, los grandes depósitos de óxido nitroso liberarían todo su contenido en menos de un minuto, porque Travis los había provisto de válvulas de escape para casos de urgencia, conectadas al sistema de alarma. Previamente, había enyesado todas las grietas del granero y había aislado el recinto lo mejor posible para asegurarse de que el óxido nitroso permaneciera casi íntegro, dentro de la estructura hasta que se abriera desde fuera una de las puertas para ventilar.
El alienígena no podría refugiarse en la furgoneta o el «Toyota» porque ambos estarían cerrados. Ningún rincón del granero quedaría a salvo del gas. Al cabo de un minuto escaso, la criatura se desvanecería. Travis había considerado el uso de algún gas venenoso, que probablemente sería asequible en el mercado negro, pero había decidido abstenerse de ese recurso extremo, porque si algo se torciera, el peligro para él, Nora y Einstein podría ser considerable.
Una vez liberado el gas y anulado el alienígena, Travis abriría una de las puertas para ventilar el granero, luego entraría con la carabina «Uzi» y remataría a la bestia mientras estuviese inconsciente. Existiría alguna probabilidad de que el alienígena recobrase el conocimiento, pero como estaría todavía tambaleante y desorientado sería fácil despacharlo.
Cuando hubieron verificado que todos los elementos del granero estaban como debieran Travis y Einstein volvieron al patio detrás de la casa. Era un día de diciembre, frío pero no ventoso. En el bosque que rodeaba la casa, reinaba un silencio poco natural. Los árboles se alzaban inmóviles bajo un cielo de nubes color pizarra.
—¿Se aproxima ya el alienígena? —preguntó Travis.
Con un meneo rápido de la cola Einstein contestó que SÍ.
—¿Está ya cerca?
Einstein venteó el aire invernal, puro y vivificante. Atravesó el patio hasta la demarcación del bosque septentrional y olfateó otra vez, luego ladeó la cabeza y escrutó los árboles. Repitió ese rito en la demarcación meridional de la propiedad.
Travis tuvo la impresión de que, en realidad, Einstein no se estaba valiendo de sus ojos, orejas y nariz para detectar al alienígena. Debía de tener algún medio para detectarlo que distaba mucho de los recursos usuales con que seguía el rastro de un puma o una ardilla. Travis percibió que el perro estaba empleando un sexto sentido auténtico pero inexplicable, bien fuera psíquico o al menos casi psíquico. El uso de sus sentidos ordinarios sería, probablemente, o el detonador con que se disparaba esa capacidad psíquica…, o bien solamente un mero hábito.
Por fin Einstein volvió a él y lanzó un gemido raro.
—¿Está cerca? —preguntó Travis.
Einstein olfateó el aire e inspeccionó la oscuridad del bosque circundante, como si no conociese a ciencia cierta la respuesta.
—¿Hay algo que marche mal, Einstein?
Al fin el perdiguero ladró una vez: NO.
—¿Se acerca el alienígena?
Momentos de vacilación. Luego: NO.
—¿Estás seguro?
SÍ.
—¿Seguro de verdad?
SÍ.
Una vez en la casa, cuando Travis abrió la puerta, Einstein se alejó de él, atravesó el porche trasero y quedó plantado sobre el escalón superior, echando una última ojeada por el patio y al sosegado, sombrío y silencioso bosque. Luego, con un leve estremecimiento, siguió a Travis adentro.
Aquella tarde, durante la inspección de las defensas, Einstein se había mostrado más afectuoso que de costumbre, frotándose a menudo contra las piernas de Travis, buscándole con el morro, solicitando de un modo u otro que se le acariciara, palmoteara o rascara. Durante aquella velada, mientras veían la televisión y después jugaban una partida a tres de «Scrabble» sobre el suelo de la sala, el perro continuó requiriendo atención. Descansó la cabeza sobre el regazo de Nora, luego sobre el de Travis. Parecía no acabar de quedar satisfecho de que se le acariciara y se le rascara suavemente detrás de las orejas.
Desde el día de su encuentro en las colinas de Santa Ana, Einstein había pasado por accesos de comportamiento puramente canino, cuando resultaba difícil creer que fuera, a su modo, tan inteligente como un ser humano. Esta noche, Einstein se mostraba otra vez de ese talante.
A despecho de su agudeza para el «Scrabble», en donde su puntuación era sólo inferior a la de Nora y en donde él se complacía, diabólicamente, formando palabras alusivas a su embarazo todavía imperceptible, hoy por la noche se reveló, pese a todo, como un perro.
Nora y Travis decidieron terminar la velada con un poco de lectura ligera, historias de detectives, pero Einstein no quiso molestarles haciéndoles insertar un libro en su máquina para pasar hojas. En su lugar, se tendió cuan largo era ante la butaca de Nora y se quedó dormido al instante.
—Parece estar todavía un poco aletargado —dijo ella a Travis.
—Sin embargo, se ha comido toda su cena. Y hemos tenido una dura jornada.
La respiración del animal durante el sueño era normal, y Travis no se inquietó. Es más, respecto a su futuro se sentía bastante más optimista de lo que estuviera en mucho tiempo. La inspección de las defensas había renovado su confianza en los preparativos, y creía que serían capaces de habérselas con el alienígena cuando se presentara. Gracias al coraje e interés de Garrison Dilworth por su causa, el Gobierno había sido eludido, y quizá para siempre, en sus afanes por seguirles la pista. Nora pintaba otra vez con gran entusiasmo, y él mismo había decidido utilizar su título de agente inmobiliario para trabajar otra vez bajo el nombre de Samuel Hyatt tan pronto como acabasen con el alienígena. Y si Einstein estaba todavía un poco aletargado…, bueno, de todas formas se mostraba más vivaz que en días pasados y, seguramente, volvería a ser él mismo mañana o pasado mañana a lo sumo.
Aquella noche Travis durmió sin pesadillas.
Por la mañana, se levantó antes que Nora. Mientras se duchaba y se vestía, ella saltó también de la cama. En su camino hacia la ducha le besó, rozándole los labios, y balbució unas soñolientas palabras de amor. Aunque sus ojos estuvieran hinchados, su pelo revuelto y su aliento agrio, él se la habría llevado otra vez directamente a la cama si ella no hubiera dicho:
—Prueba mejor esta tarde, Romeo. Ahora mismo, el único deseo de mi corazón es un par de huevos, beicon, tostadas y café.
Él marchó escaleras abajo y, empezando por la sala, abrió las contraventanas para dar paso a la luz matinal. El cielo parecía tan bajo y gris como ayer, y no le sorprendería que lloviese antes del crepúsculo vespertino.
En la cocina observó que la puerta de la alacena estaba abierta y la luz encendida. Echó una mirada adentro para ver si Einstein estaba allí, pero la única señal del perro fue el mensaje que había compuesto durante la noche.
VIOLÍN ROTO. NADA DE MÉDICOS, POR FAVOR. NO QUIERO VOLVER AL LABORATORIO. MIEDO. MIEDO.
¡Oh, mierda! ¡Oh, Dios santo!
Travis salió de la alacena y gritó:
—¡Einstein!
Ni un ladrido. Ni el menor eco de patas almohadilladas.
Como las contraventanas cubrieran todavía las ventanas de la cocina, casi toda la habitación estaba iluminada sólo por el resplandor de la alacena. Travis encendió las luces. Einstein no estaba allí.
Corrió al estudio. El perro tampoco estaba allí.
Los latidos del corazón eran casi dolorosos. Travis subió las escaleras de dos en dos, inspeccionó el tercer dormitorio, que sería algún día la habitación del niño, y también la estancia que Nora usaba como estudio, pero Einstein no estaba en ninguna de las dos ni en el dormitorio conyugal ni siquiera debajo de la cama, cuando la desesperación le indujo a mirar allí. Por unos instantes le fue imposible imaginar adónde diablos habría ido el perro y permaneció inmóvil escuchando a Nora cantar en la ducha. Luego partió hacia el baño para hacerle saber lo que ocurría…, algo horrible sin duda. Fue entonces cuando se acordó del baño de abajo y, saliendo disparado del dormitorio, bajó las escaleras tan aprisa, que estuvo apunto de perder el equilibrio y caer. En el baño del primer piso, entre la cocina y el estudio, encontró lo que más temía encontrar.
El baño apestaba, el perro, siempre considerado, había vomitado en el retrete, pero, no poseyendo la energía suficiente o quizá la clarividencia necesaria para hacer correr el agua, había dejado todo allí. Einstein estaba tendido de costado sobre el suelo del baño. Travis se arrodilló a su lado. El perro estaba inmóvil, pero no muerto, porque respiraba: inhalaba y exhalaba con un ruido estertóreo. Cuando Travis le habló, intentó levantar la cabeza, pero no tuvo fuerza suficiente para moverla.
¡Y sus ojos…! ¡Dios santo, sus ojos!
Siempre tan afables. Travis levantó la cabeza del perdiguero y vio que aquellos ojos castaños, maravillosamente expresivos, tenían una película lechosa; aquellos ojos expelían una secreción amarillenta que estaba formando una costra sobre el pelaje dorado. La nariz de Einstein segregaba otro líquido pegajoso similar.
Al poner la mano sobre el cuello del perdiguero, Travis sintió una palpitación laboriosa e irregular.
—No —exclamó—. ¡Oh, no, esto no terminará así, muchacho! No permitiré que suceda semejante cosa.
Con sumo cuidado dejó caer la cabeza del perdiguero sobre el suelo, se levantó y se volvió hacia la puerta…, pero Einstein lanzó un gemido casi inaudible, como si quisiera decir que no quería quedarse solo.
—No te inquietes, vuelvo ahora mismo —dijo Travis—. Aguanta un momento, muchacho. Ahora mismo vuelvo.
Corrió escaleras arriba, más deprisa que antes. Ahora el corazón le golpeaba con una fuerza tan tremenda que era como si se le desgarrara. Respiró demasiado aprisa…, hiperventilación.
En el dormitorio conyugal, Nora salía de la ducha, desnuda y goteando, cuando apareció Travis.
La voz de éste traslucía pánico:
—¡Vístete aprisa, necesitamos ir al veterinario ahora mismo! ¡Apresúrate, por amor, de Dios!
Ella preguntó, consternada:
—¿Qué ha sucedido?
—¡Einstein! ¡Aprisa! Creo que se está muriendo.
Travis arrancó una manta de la cama y, dejando a Nora que se vistiese, corrió escaleras abajo hasta el baño. Mientras tanto, la respiración estertórea del perdiguero parecía haber empeorado, aunque Travis hubiese estado ausente apenas un minuto. Dobló dos veces la manta, dejándola reducida a una cuarta parte de su tamaño, y luego colocó al perro sobre ella.
Einstein dejó escapar un sonido de angustia, como si el movimiento le hubiese causado dolor.
—Tranquilo, tranquilo —murmuró Travis—. Te pondrás bien.
Nora apareció en la puerta abrochándose todavía la blusa, que estaba húmeda porque no había tenido tiempo de secarse con una toalla antes de vestirse. Su pelo, igualmente húmedo, colgaba lacio.
Con voz ahogada, exclamó:
—¡Oh, cara peluda, no, no!
Quiso agacharse y tocar al perdiguero, pero no había tiempo que perder. Travis le dijo:
—Ve a por la furgoneta y apárcala ante la casa.
Mientras Nora corría hacia el granero, Travis envolvió con la manta a Einstein lo mejor que pudo, de forma que sobresalían tan sólo la cabeza, el rabo y las patas traseras del perdiguero. Intentando, aunque sin éxito, no arrancarle otro gemido de dolor, Travis izó al perro entre los brazos y lo sacó afuera atravesando el baño y la cocina, cerrando la puerta tras él, pero sin echar la llave, pues, en aquellos momentos, la seguridad le importaba un comino.
El aire era frío. El sosiego del día anterior se había esfumado. Las coníferas se balanceaban, se estremecían, y había algún presagio en el manoteo de sus ramas erizadas de agujas. Los árboles de hoja caduca alzaban unos brazos descarnados y negruzcos hacia el cielo sombrío.
Dentro del granero, Nora, puso en marcha la furgoneta. El motor rugió.
Travis descendió con cautela los escalones del porche y salió al camino como si acarreara una carga de frágil porcelana china. El viento ululante le puso los pelos de punta, fustigó los extremos sueltos de la manta y erizó los pelos de la cabeza de Einstein como si fuera un viento con una conciencia malévola, como si quisiera arrebatarle el perro. Nora hizo girar la furgoneta para mirar hacia el frente y se detuvo en donde esperaba Travis. Conduciría ella.
Aquí resultó cierto lo que se suele decir: algunas veces, en momentos especiales de crisis, momentos de gran tribulación emocional, las mujeres demuestran ser más capaces de mantener el control que muchos hombres. Ocupando el asiento al lado de ella y acunando al perro envuelto en la manta, Travis no estaba en condiciones de conducir. Temblaba de mala manera y se daba cuenta de que había estado llorando desde que encontrara a Einstein sobre el suelo del baño. Había pasado por muchas dificultades durante su vida como militar, sin dejarse dominar jamás por el pánico ni paralizarse de miedo en las peligrosas operaciones de la Fuerza Delta; pero esto era diferente, éste era Einstein, éste era, por así decirlo, su hijo. Si se le hubiera exigido que condujese, se habría estrellado probablemente contra un árbol o habría ido derecho a la cuneta. En los ojos de Nora brillaban también las lágrimas, pero ella no quería rendirse. Se mordía el labio, y conducía como si se la hubiese contratado para hacer proezas automovilísticas en una película. Al final del polvoriento camino giraron a la derecha y prosiguieron hacia el norte por la tortuosa carretera del Pacífico, camino de Carmel, en donde habría sin duda un veterinario por lo menos.
Durante el camino, Travis hablaba a Einstein, intentando tranquilizarle y animarle.
—Todo saldrá bien, a pedir de boca, no es tan malo como pueda parecer, te vas a poner bien.
Einstein gimió y se debatió débilmente por un momento entre los brazos de Travis, y éste, adivinó lo que el perro estaba pensando. Debía temer que el veterinario descubriese el tatuaje de su oreja, conociera su significado y le enviasen de vuelta a «Banodyne».
—No te inquietes por eso, cara peluda. Nadie va a separarte de nosotros. ¡Por Dios, que no lo harán! Tendrían que pasar por encima de mi cadáver, y no harán tal cosa, de ninguna manera.
—De ninguna manera —refrendó sombría Nora.
Pero Einstein, acurrucado en la manta contra el pecho de Travis, sufría violentos temblores.
Travis recordó las fichas ordenadas sobre el suelo de la alacena: VIOLÍN ROTO… MIEDO… MIEDO.
—No tengas miedo —rogó al perro—. No tengas miedo. No hay ningún motivo para tener miedo.
Pese a las encarecidas instancias de Travis, Einstein temblaba y sentía miedo…, y también lo sentía Travis.
***
Haciendo un alto en la estación de servicio «Arco», a las afueras de Carmel, Nora encontró las señas de un veterinario en la guía telefónica y le llamó para cerciorarse de que estaba allí. El consultorio del doctor James Keene estaba en la avenida Dolores, al sur de la ciudad. Aparcaron la furgoneta frente a aquel lugar pocos minutos antes de las nueve.
Nora había esperado la típica clínica veterinaria de aspecto aséptico, pero descubrió, sorprendida, que el consultorio del doctor Keene estaba en su propio domicilio, una pintoresca casa de dos plantas estilo campiña inglesa, hecha de piedra, yeso y vigas al descubierto, con un tejado que se curvaba en los aleros.
Mientras ellos se apresuraban con Einstein por el camino de losas, el doctor Keene abrió la puerta antes de que la alcanzaran, como si hubiera estado esperándoles. Un letrero indicaba la entrada del quirófano, pero el veterinario les hizo pasar por la entrada principal. Era un hombre alto, de rostro compungido, piel cetrina y tristes ojos castaños, pero su sonrisa era cálida, y sus modales, corteses.
Después de cerrar la puerta, el doctor Keene dijo:
—Tráiganlo por aquí, hagan el favor.
Les condujo aprisa por un pasillo con parqué de roble, protegido por una alfombra oriental larga y estrecha. A la izquierda, más allá de un arco, había una sala de agradable mobiliario que parecía ser el centro de la vida hogareña, con escabeles delante de las butacas, lámparas de lectura, estanterías repletas y pañolones de punto cuidadosamente doblados sobre el respaldo de algunas butacas para echárselos por encima en las noches frías. Un perro estaba plantado al otro lado del arco, un ejemplar de Labrador negro. El animal les observó solemne, como si comprendiera cuán grave era el estado de Einstein. No les siguió.
Al fondo de la enorme casa, en el lado izquierdo del vestíbulo, el doctor les llevó por una puerta a un quirófano de blancura deslumbrante. A lo largo de las paredes había vitrinas de acero inoxidable esmaltadas de blanco; en su interior, frascos de medicamentos y sueros, tabletas y cápsulas, así como numerosos ingredientes en polvo, necesarios para elaborar medicinas más exóticas.
Travis depositó con ternura a Einstein sobre una mesa de reconocimiento y retiró la manta con que lo cubría.
Nora se dio cuenta de que ella y Travis parecían una pareja transida de dolor llevando a un hijo agonizante al médico. Los ojos de Travis estaban enrojecidos, y aunque él no lloraba en aquel momento, estaba continuamente sonándose. Ella no había podido contener por más tiempo las lágrimas. Ahora, plantada al otro lado de la mesa, frente al doctor Keene, lloraba en silencio rodeando con un brazo a Travis.
Aparentemente, el veterinario estaba acostumbrado a esas fuertes reacciones emocionales de sus clientes, porque no lanzó ni una mirada curiosa a Nora o a Travis, ni dejó entrever en modo alguno que encontrara excesivos su dolor y ansiedad.
El doctor Keene auscultó con el estetoscopio el corazón y los pulmones del perdiguero, le palpó el abdomen, examinó con un oftalmoscopio sus supurantes ojos. Durante éstas y otras manipulaciones, Einstein permaneció inerte, como paralizado. Las únicas indicaciones de que el perro se aferraba todavía a la vida fueron los leves gemidos y la respiración estertórea.
«No será tan serio como parece», —se dijo Nora mientras se secaba los ojos con un «Kleenex».
Levantando la vista del perro, el doctor Keene preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Einstein —dijo Travis.
—¿Desde cuándo lo tienen?
—Hace sólo unos meses.
—¿Está vacunado?
—No, maldita sea, no —exclamó Travis.
—¿Por qué no?
—Es… demasiado complicado —dijo Travis—. Pero hubo razones que impidieron vacunarle.
—Ninguna razón es lo bastante buena para justificarlo —dijo desaprobador Keene—. Ni licencia ni vacunas. Quienes no se ocupan de que su perro tenga la licencia y las vacunas apropiadas son unos irresponsables.
—Lo sé —murmuró, abrumado Travis—. Lo sé.
—¿Qué le ocurre a Einstein? —inquirió Nora.
Y suplicó esperanzada para sus adentros: ¡«Que no sea tan serio como parece»!
Dando una leve palmada al perdiguero, Keene dijo:
—Tiene moquillo.
Einstein había sido trasladado a un rincón del quirófano, en donde yacía sobre un grueso colchón de espuma, tamaño perro, cubierto con una funda de plástico. Para impedirle que se moviera, suponiendo que tuviera la energía necesaria, se le había atado con una correa corta a una arandela en la pared.
El doctor Keene había administrado una inyección al perdiguero.
—Antibiótico —explicó—. Ningún antibiótico es eficaz contra el moquillo, pero sí es lo indicado para atajar infecciones bacteriológicas secundarias.
Asimismo le había insertado una aguja en una vena de la pata y le había conectado un goteo para contrarrestar la deshidratación.
Cuando el veterinario intentó ponerle un bozal a Einstein, tanto Nora como Travis objetaron nerviosos.
—No es porque tema un mordisco —les explicó el doctor Keene—. Es por su propia protección, para impedirle que muerda la aguja. Si tiene la fuerza suficiente, hará lo que todo perro hace con una herida…, lamer y morder el origen de la irritación.
—Este perro no —dijo Travis—. Este perro es diferente. —Apartó a Keene y retiró el artefacto que mantenía unidas las quijadas de Einstein.
Cuando el veterinario se disponía a protestar, pareció pensarlo mejor y calló. Por fin dijo:
—Está bien. De momento. Sea como fuere, el animal está ahora demasiado débil.
Intentando todavía cerrar los ojos ante la temible verdad, Nora dijo:
—Pero ¿cómo es posible que sea tan serio? Él ha mostrado unos síntomas casi inapreciables, e incluso desaparecieron al cabo de dos o tres días.
—La mitad de los perros que contraen moquillo no muestran el menor síntoma —dijo el veterinario, mientras devolvía el frasco de antibióticos a una de las vitrinas y lanzaba la jeringa usada a un cubo.
Otros enferman sólo un poco, los síntomas aparecen y desaparecen de un día a otro. Algunos, como Einstein, se ponen muy enfermos. Puede ser una dolencia que empeore gradualmente, o bien cambiar de repente desde los síntomas más benignos a esto. Pero aquí hay una faceta alentadora.
Travis estaba acuclillado junto a Einstein, donde el perro pudiera verle sin alzar la cabeza ni girar los ojos, y por tanto pudiera sentir la solicitud, la preocupación y el efecto que inspiraba. Cuando oyó mencionar la faceta alentadora a Keene, Travis levantó la vista muy esperanzado.
—¿Qué faceta alentadora? ¿Qué quiere decir?
—El estado del perro antes de contraer el moquillo condiciona el curso de la enfermedad. La dolencia es más aguda en los animales que están mal cuidados y alimentados. Para mí es evidente que Einstein ha estado en buenas manos.
Travis dijo:
—Nosotros procuramos alimentarle bien y asegurarnos de que hace el suficiente ejercicio.
—Le lavamos y cepillamos casi demasiado —añadió Nora.
Sonriente y asintiendo aprobador, el doctor Keene dijo:
—Entonces tenemos a qué agarrarnos. Puede haber esperanza de verdad.
Nora miró a Travis y él le sostuvo la mirada unos instantes, luego desvió la vista hacia Einstein. Así pues, fue ella quien hubo de hacer la temida pregunta:
—¿Cree usted que se salvará, doctor? No corre peligro de… de morir, ¿verdad?
Al parecer, James Keene sabía muy bien que su faz, de por sí sombría, y sus ojos melancólicos inspiraban muy poca confianza. Por tanto procuraba cultivar una sonrisa cálida, un tono de voz suave y, no obstante, enérgico y unos modales paternales, que, aunque calculados, parecían genuinos para compensar la hipocondría perpetua que Dios había creído oportuno dar a su apariencia.
Se acercó a Nora y le puso ambas manos en los hombros:
—Usted quiere a este perro como si fuera un niño, ¿verdad, querida?
Ella se mordió el labio y asintió.
—Entonces tenga fe. Tenga fe en Dios que cuida de las golondrinas, según dicen, y tenga también un poco de fe en mí. Créalo, ¿o no soy lo bastante bueno en mi profesión y merezco su fe?
—Creo que usted es bueno —le dijo ella.
Acuclillado todavía junto a Einstein, Travis dijo con voz enronquecida:
—Pero las probabilidades… ¿Qué probabilidades hay? Díganoslo sin rodeos.
Soltando a Nora, Keene se volvió hacia Travis y dijo:
—Bueno, la secreción de ojos y nariz no es tanta como pudiera ser. Ni mucho menos. No hay vejigas de pus en el abdomen. Ustedes dicen que ha vomitado, pero ¿han visto señales de diarrea?
—No —dijo Travis—. Sólo vómitos.
—Tiene fiebre alta pero sin llegar a un grado peligroso. ¿Ha babeado en exceso?
—No —dijo Nora.
—¿Ha sufrido ataques con movimientos maquinales de la cabeza y de las quijadas como si tuviera mal sabor de boca?
—No —dijeron a un tiempo Travis y Nora.
—¿Le han visto correr en círculos o caerse sin motivo? ¿Le han visto tumbarse de costado y agitar con violencia las patas como si estuviera corriendo? ¿Vagar sin rumbo por una habitación topándose con las paredes, dando respingos…, algo de eso?
—No, no —dijo Travis.
—¡Dios mío! —exclamó Nora—. ¿Podría ocurrirle todo eso?
—Podría si pasara a la segunda fase del moquillo —dijo Keene—. Pues ahí interviene una complicación del cerebro. Ataques epilépticos. Encefalitis.
Travis se levantó de un salto y avanzó inseguro hacia Keene. Luego se detuvo, tambaleante. Su rostro palideció. Sus ojos reflejaban un miedo horrible.
—¿Una complicación del cerebro, dice usted? Si se recuperase…, ¿podría quedar alguna lesión cerebral?
Nora sintió náuseas. Pensó en Einstein aquejado de una lesión cerebral…, tan inteligente como un ser humano, al menos lo bastante inteligente para recordar que una vez él había sido algo especial, para saber que había perdido una cosa inestimable, para saber que, ahora vivía en una oscuridad grisácea, que su vida era mucho menos luminosa de lo que fuera antaño.
Tuvo que apoyarse sobre la mesa de reconocimiento porque le mareaba el temor.
Keene prosiguió:
—Pocos perros sobreviven a la segunda fase del moquillo. Pero si éste lo consiguiera, quedaría, por descontado, alguna lesión cerebral. Nada que requiriera hacerle dormir para siempre. Tendría, por ejemplo, correa crónica, que se manifiesta con respingos involuntarios, más bien como parálisis, y suele circunscribirse a la cabeza. Pero el animal podría ser relativamente feliz con eso y tener una existencia sin dolor, en suma, seguiría siendo un hermoso animal de compañía.
Travis casi gritó al veterinario:
—¡Al diablo con la posibilidad de ser un hermoso animal de compañía o no! A mí me interesan sólo las secuelas físicas de esa lesión cerebral. ¿Qué me dice de su mente?
—Bueno, el animal reconocería a su amo —dijo el doctor—. Sabría quién es usted y le seguiría guardando afecto. Ahí no habría problemas. Tal vez durmiera en exceso y tuviera largos períodos de apatía. Pero continuaría siendo doméstico, casi con seguridad absoluta. No olvidaría su adiestramiento y…
Temblando de ira, Travis farfulló:
—¡Me importaría un bledo que se orinase por toda la casa mientras conservase la facultad de pensar!
—¿Pensar? —El doctor Keene dijo esto con evidente perplejidad—. Bueno, ¿qué quiere decir usted exactamente? Después de todo, es sólo un perro.
Hasta entonces el veterinario había aceptado aquel comportamiento frenético como una cosa natural comprendida por los parámetros que caracterizan las reacciones normales del propietario de animales domésticos en un caso semejante. Pero ahora les empezó a lanzar miradas de extrañeza.
Entonces habló Nora, en parte para cambiar de tema y atajar las sospechas del veterinario, en parte porque quería, sencillamente, conocer la respuesta.
—Está bien, pero ¿se halla Einstein, en la segunda fase del moquillo?
—Por lo que he visto hasta ahora, está todavía en la primera fase —dijo Keene—. Y una vez iniciado el tratamiento, si no observamos más síntomas violentos durante las próximas veinticuatro horas, creo que tendremos muchas probabilidades de mantenerlo en la primera fase, y combatir ésta con éxito.
—¿Y no habrá complicación cerebral en esa primera fase? —inquirió Travis, con tanto apremio que hizo fruncir el ceño una vez más a Keene.
—No, en la primera fase no.
—Y si se mantiene en la primera fase, ¿no morirá? —preguntó Nora.
Con su tono más suave y sus modales más afables, James Keene dijo:
—Bueno, hay muchas probabilidades de que sobreviva a esa primera fase del moquillo…, sin secuelas. Quiero que sepan ustedes que el animal tiene muchas probabilidades de recuperación. Pero, a la vez, no quiero darles falsas esperanzas. Eso sería cruel. Incluso aunque la enfermedad no progresara más allá de la primera fase, Einstein podría morir. Los porcentajes favorecen la vida, pero la muerte es posible.
Nora lloró de nuevo. Creía haber sido capaz de dominarse. Creía haber dado una lección de fortaleza. Pero ahora estaba llorando. Se acercó a Einstein y se sentó en el suelo, junto a él, le puso una mano sobre la paletilla, sólo para hacerle saber que ella estaba allí.
Keene se impacientó un poco, aparte de su absoluto desconcierto, con esa reacción emocional tumultuosa ante las malas noticias. Su voz tuvo una nueva nota de severidad cuando dijo:
—Escúchenme, todo cuanto podemos hacer es procurarle una buena asistencia y esperar lo mejor. Desde luego tendrá que permanecer aquí porque el tratamiento del moquillo es complejo y se ha de administrar bajo la supervisión del veterinario. Necesitaré mantenerle a base de fluidos intravenosos, antibióticos, y también anticonvulsivos regulares y sedantes si sufriera ataques.
Bajo la mano de Nora, Einstein se estremeció, como si hubiera escuchado y entendido las sombrías posibilidades.
—Está bien, vale, sí —dijo Travis—. Resulta evidente que deberá quedarse en su consultorio. Nosotros le acompañaremos.
—No hay necesidad de… —empezó a decir Keene.
—Conforme, no hay necesidad —se apresuró a contestar Travis—. Pero nosotros queremos quedarnos, estaremos muy bien, podemos quedarnos a dormir aquí sobre el suelo esta noche.
—¡Ah! —dijo Keene—. Me temo que eso no es posible.
—¡Ah, sí!, es del todo posible —dijo Travis balbuceando en su ansiedad por convencer al veterinario—. No se preocupe por nosotros, doctor. Nos arreglaremos muy bien. Einstein nos necesita aquí y, por tanto, aquí estaremos, es muy importante, y desde luego le pagaremos extra por las inconveniencias.
—¡Pero yo no dirijo un hotel!
—Hemos de quedarnos aquí —dijo con firmeza Nora.
Keene protestó.
—Oigan, yo soy un hombre razonable, de verdad, pero…
Travis aferró la mano derecha del veterinario con las suyas, causándole no poca sorpresa.
—Escuche, doctor Keene, por favor, permítame explicárselo. Sé que se trata de una petición desusada. Sé que le pareceremos un par de lunáticos, pero tenemos nuestras razones y puedo asegurarle que son buenas. Éste no es un perro ordinario, doctor Keene. Él me salvó la vida…
—Y también a mí —terció Nora—. En un incidente distinto.
—Y él nos unió —dijo Travis—. Sin Einstein nosotros dos no nos habríamos conocido jamás, ni nos habríamos casado y, además, ahora estaríamos muertos.
Keene les miró alternativamente, estupefacto.
—¿Quieren decir que les salvó la vida en sentido literal…, y en dos incidentes distintos?
—Tal como suena —dijo Nora.
—¿Y que les unió a ustedes?
—Sí —dijo Travis—. Cambió nuestras vidas de una forma que nos sería muy difícil contar o siquiera explicar.
Sujeto todavía por las manos de Travis, el veterinario miró a Nora, luego bajó la vista hacia el jadeante perro, meneó suavemente la cabeza y dijo:
—Yo me convierto en un primo cuando me cuentan historias heroicas de perros. Me gustaría oír ésta, por descontado.
—Se la contaremos —prometió Nora. «Pero será una versión cuidadosamente revisada», —dijo para sus adentros.
—Cuando yo tenía cinco años —dijo James Keene—, un labrador negro me salvó de morir ahogado.
Nora recordó el ejemplar negro de la sala y se preguntó si sería un descendiente del animal que salvó a Keene, o sólo un recordatorio de la gran deuda contraída con los perros.
—Está bien —dijo Keene—. Pueden quedarse.
—Gracias. —La voz de Travis se quebró—. Muchas gracias.
Liberando por fin su mano, Keene dijo:
—Pero habrán de pasar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de que podamos confiar en la supervivencia de Einstein. Será un largo trayecto.
—Cuarenta y ocho horas no es nada —dijo Travis—. Dos noches durmiendo en el suelo. ¡Podremos superarlo!
—Tengo la sospecha de que para ustedes dos esas cuarenta y ocho horas van a parecer una eternidad dadas las circunstancias —dijo Keene. Y mirando su reloj de pulsera añadió—: Mi ayudante llegará dentro de diez minutos más o menos, y poco después abriremos el consultorio para las visitas matutinas. No puedo tenerles aquí mientras recibo a otros pacientes. Y ustedes no creo que quieran aguardar en la sala de espera entre otros propietarios preocupados y sus animales enfermos; eso serviría sólo para deprimirles aún más. Pueden esperar en la sala y, cuando cerremos el consultorio a última hora de la tarde, podrán volver aquí con Einstein.
—¿Podremos echarle algún vistazo durante el día? —preguntó Travis.
Keene dijo sonriente:
—Está bien, pero sólo un vistazo.
Bajo la mano de Nora, Einstein cesó de temblar al fin. Perdió algo de su tensión y aflojó los músculos, como si hubiera oído que se les permitiría permanecer cerca, y esto le produjera un inmenso alivio.
La mañana transcurría con una lentitud exasperante. Aunque la sala del doctor Keene estuviera bien provista, con televisor, libros y revistas, ni Nora ni Travis tenían el menor interés en ver la televisión o leer.
Cada media hora o así, los dos se deslizaban por el pasillo, uno cada vez, y echaban una ojeada a Einstein. El animal no parecía empeorar, pero tampoco mejorar.
Keene entró una vez para decirles:
—Por cierto, tienen plena libertad para utilizar el cuarto de baño. Y hay bebidas frías en la nevera. Háganse café si lo desean. —Sonrió mirando al Labrador negro a su costado—. Y este amigo es Pooka. Si le dan una oportunidad, les querrá hasta la muerte.
Y, en efecto, Pooka resultó ser uno de los perros más amistosos que jamás viera Nora. Sin hacerse mucho de rogar, el animal rodó sobre sí mismo, se hizo el muerto, se sentó sobre sus ancas y luego acudió moviendo el rabo y resoplando para que se le recompensara con alguna golosina o migaja.
Durante toda la mañana, Travis ignoró los esfuerzos del perro por ganarse su afecto, como si el hacer caso de Pooka pudiese implicar una traición a Einstein y desencadenar su muerte por el moquillo.
Nora, sin embargo, encontró consuelo en el perro y le prestó la atención que deseaba. Se dijo que, tratando bien a Pooka, complacería a los dioses y entonces éstos velarían por Einstein. Su desesperación dio origen a pensamientos supersticiosos tan disparatados como los de su marido, aunque de otra índole.
Travis se paseaba arriba y abajo. Se sentó sobre el borde de una butaca, cabizbajo o con el rostro entre las manos. Se pasó largos ratos de pie ante la ventana, contemplando el vacío, sin ver la calle que estaba allí fuera, sino sólo algunas escenas lóbregas de su propia imaginación. Se culpaba de lo sucedido, y la verdad de aquella situación, —que Nora se esforzaba por recordarle— no hacía nada para paliar su sentido irracional de culpabilidad.
Al frente de la ventana, abrazándose a sí mismo como si tuviera frío, Travis inquirió en voz queda:
—¿Crees que Keene ha visto el tatuaje?
—No lo sé. Quizá no.
—¿Crees que circulará de verdad entre los veterinarios una descripción de Einstein? ¿Sabrá Keene lo que significa el tatuaje?
—Tal vez no —dijo ella—. Tal vez estemos siendo demasiado paranoicos sobre este asunto.
Pero después de oír a Garrison y saber a qué extremos habían llegado los agentes gubernamentales para impedirle que les avisara, ambos comprendieron que estaría todavía en marcha una búsqueda enorme y urgente para dar con el perro. Así que lo de «demasiado paranoicos» no tenía fundamento alguno.
Entre el mediodía y las dos, el doctor Keene cerraba el consultorio para almorzar. Invitó a Nora y a Travis a comer con él en la espaciosa cocina. Era un soltero que sabía cuidar de sí mismo, y tenía un congelador atestado de platos congelados que él mismo cocinaba y almacenaba. Ahora descongeló varias raciones de lasaña hecha en casa y, con la ayuda de ellos, preparó tres ensaladas. Fue una buena comida, pero ni Nora ni Travis pudieron comer gran cosa.
A medida que iba conociendo a James Keene, tanto más le agradaba a Nora. A pesar de su hosca apariencia, tenía un carácter alegre y un sentido del humor que propendía a ridiculizar su propia persona. Su amor por los animales era una llama interior que le daba una luminosidad especial. Los perros constituían su gran amor, el principal, y cuando hablaba de ellos, el entusiasmo transformaba sus facciones, más bien vulgares, y hacía de él un hombre apuesto y, decididamente, interesante.
El doctor les habló del perro labrador negro, King, que le salvara de ahogarse cuando era niño, y luego les animó a que le explicaran cómo les había salvado la vida Einstein. Travis le refirió una pintoresca historia sobre cierta excursión durante la cual estuvo a punto de toparse con un oso herido y colérico. Describió cómo le previno Einstein y luego, cuando la enfurecida bestia les persiguió, cómo Einstein la desafió y la contuvo repetidas veces. Nora consiguió contar una historia más cercana a la verdad: el acoso de un psicópata sexual cuyo ataque había sido interrumpido por Einstein, y a renglón seguido, éste había retenido al atacante hasta la llegada de la Policía.
Keene quedó impresionado.
—¡Verdaderamente es un héroe!
Nora intuía que las historias sobre Einstein habían conquistado de tal forma al veterinario que si él descubriera el tatuaje y conociera su significado, podría olvidarlo adrede y dejarles marchar en paz tan pronto como Einstein se recuperara. Suponiendo que tal cosa fuese posible.
Pero cuando estaban recogiendo los platos sucios, Keene dijo:
—Me he estado preguntando, Sam, por qué tu mujer te llama Travis.
Ellos estaban preparados para afrontar esa contingencia. Desde que asumieran las nuevas identidades, habían decidido que era más fácil y seguro para Nora seguir llamándole Travis en vez de procurar emplear Sam todo el tiempo, exponiéndose a que hubiera algún desliz en un momento crucial. De ese modo podrían aducir que Travis era un apodo que ella le daba desde cierta broma acaecida en el pasado; así, cambiando muecas y sonrisas tontas entre ellos, dejaban entrever que el asunto tenía un fondo sexual, algo demasiado embarazoso para explicarlo a un tercero. De este modo, fue como solventaron la pregunta de Keene, pero, no estando de humor para intercambiar muecas y sonrisas estúpidas de forma convincente, Nora no estaba muy convencida de haber alcanzado su objetivo. De hecho, pensaba que su actuación nerviosa y desafortunada podría haber acrecentado las sospechas de Keene, si es que tenía alguna.
Poco antes de que comenzara el horario vespertino del consultorio, Keene recibió una llamada de su ayudante para comunicarle que había sufrido una fuerte jaqueca a la hora del almuerzo y ahora la jaqueca se había complicado con ciertos trastornos de estómago. El veterinario quedó, pues, solo para atender a sus pacientes, de modo que Travis se apresuró a ofrecerle sus servicios y los de Nora.
—No tenemos experiencia en cuestiones veterinarias, claro está. Pero podremos asumir cualquier labor manual que nos encomiende.
—Por supuesto —le secundó Nora—. Y entre los dos constituimos un cerebro bastante ordenado. Podremos hacer cualquier cosa si usted nos enseña cómo.
Se pasaron la tarde domeñando gatos, perros y loros recalcitrantes, así como otros muchos animales, mientras James Keene los curaba. Fue preciso poner vendas, traer medicinas de las vitrinas, lavar y esterilizar el instrumental, realizar cobros y extender recetas. Algunos animalitos afectados de vómitos y diarreas causaron tales estropicios que requirieron limpieza inmediata, pero Travis y Nora solventaron estas incomodidades con tanto altruismo como atendían a las demás tareas.
Ellos tenían dos buenos motivos para comportarse así: en primer lugar, ayudando a Keene tenían oportunidad de entrar en el quirófano y hacer compañía a Einstein durante toda la tarde. Entre unas cosas y otras aprovechaban cualquier momento libre para animar al perdiguero, decirle palabras alentadoras y asegurarse al mismo tiempo de que el animal no empeoraba. El lado negro de todo ello era que estando continuamente alrededor de Einstein podían darse cuenta de que tampoco parecía mejorar. Su segundo motivo era el de congraciarse aún más con el veterinario, darle una buena razón para que los dejara quedarse y no se echara atrás en su decisión de permitirles pernoctar allí.
La afluencia de pacientes fue mayor que de costumbre, según aseguró Keene, y no pudieron cerrar el consultorio hasta bien pasadas las seis. La fatiga y el agrado de compartir una tarea generaron un grato espíritu de camaradería. Mientras hacían juntos la cena y la comían, Jim Keene les entretuvo con divertidas anécdotas sobre animales atesoradas durante sus muchos años de experiencia, y ambos se sintieron tan cómodos y amigables como si hubieran conocido al veterinario bastantes meses atrás y no hacía sólo unas horas.
Keene les preparó la habitación de los huéspedes y les facilitó unas cuantas mantas para hacer una cama rudimentaria sobre el suelo del quirófano. Travis y Nora dormirían por turno en la cama auténtica; cada uno pasaría media noche en el suelo con Einstein.
Travis tuvo el primer turno, desde las diez hasta las tres de la madrugada. Sólo se dejó encendida una luz en el rincón más apartado del quirófano, y Travis estuvo sentado y tumbado alternativamente sobre la pila de mantas situada cerca de Einstein.
El perro dormía a ratos, y el sonido de su respiración parecía más normal, menos aterrador. Pero a intervalos se despertaba, y su respiración era horriblemente laboriosa; el animal gemía de dolor y también —según intuía Travis sin poder explicarse el porqué— de miedo.
Cuando Einstein estaba despierto, Travis le hablaba, recordándole experiencias pasadas compartidas por ambos, los muchos y gratos momentos de los últimos seis meses, y el perdiguero parecía calmarse un poco al oír la voz de Travis.
Incapaz de moverse lo más mínimo, el perro se mostró incontinente por necesidad. Se orinó dos o tres veces sobre el colchón cubierto de plástico. Sin revelar la menor repugnancia, Travis limpió el desaguisado con la misma ternura y compasión que un padre pudiera hacerlo con un hijo gravemente enfermo. Travis incluso se alegraba, porque cada vez que Einstein se orinaba aquello era prueba contundente de que seguía con vida, y su organismo funcionaba con tanta normalidad como siempre.
Durante la noche cayeron algunos aguaceros. El sonido de la lluvia sobre el tejado era lúgubre, como tambores fúnebres.
En dos ocasiones durante el primer turno, Jim Keene apareció en pijama y con una bata. La primera vez reconoció detenidamente a Einstein y le cambió la botella de goteo. Más tarde, le administró una inyección después de examinarle. En ambas ocasiones, manifestó a Travis que, por lo pronto, no había indicios de mejoría; bastaba con que, de momento, no los hubiera tampoco de empeoramiento.
Durante la noche, Travis caminó varias veces hasta el otro extremo del quirófano para leer las palabras de un pergamino con sencillo marco que colgaba encima de la bañera para animales:
ELOGIO A UN PERRO.
El único amigo absolutamente desinteresado que puede tener un hombre en este mundo egoísta, el único que no le dejaría jamás ni le corresponde nunca con ingratitud o traición, es su perro. El perro se apega al amo en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Duerme sobre el suelo frío cuando soplan los vientos invernales y la nieve acomete furiosa, con tal de estar cerca de su amo. Besa la mano que no le ofrece alimento; lame las heridas y llagas que resultan de los encuentros con un mundo hostil. Vela el sueño de su paupérrimo amo como si fuera un príncipe. Cuando todos los demás amigos le abandonan, él persevera. Cuando las riquezas se desvanecen y la buena reputación se hace añicos, él es tan constante en su amor como el sol en su viaje a través de los cielos.
George Vest, senador, 1870.
Cada vez que leía este elogio, Travis se llenaba de admiración ante la existencia de Einstein. ¿Acaso entre las fantasías de los niños no figura en primer lugar la de que sus perros son tan perceptivos, sabios e inteligentes como cualquier persona adulta? ¿Qué gracia divina regocijaría tanto a una mente joven como la de que el perro de casa resultara ser capaz de comunicarse a un nivel humano y compartir sus triunfos y tragedias con pleno conocimiento de su significado e importancia? ¿Qué otro milagro podría infundir más complacencia, más respeto por los misterios de la Naturaleza, más sentimiento exuberante ante las maravillas imprevistas de la vida? Por una u otra razón el concepto de una personalidad canina y una inteligencia humana combinadas en una sola criatura hacía concebir esperanzas en una especie tan bien dotada como la raza humana pero más noble y justa. ¿Y acaso entre las fantasías de los adultos no figura en primer lugar la de encontrar algún día otra especie inteligente que comparta con nosotros el vasto y frío universo, y al hacerlo así atenúe al fin la soledad indecible de nuestra raza y la sensación de callada desesperación?
¿Y qué otro quebranto podría ser tan devastador como la pérdida de Einstein, de esta primera evidencia esperanzadora de que el género humano entraña las semillas no sólo de la grandeza, sino también de la divinidad?
Esos pensamientos, que Travis no podía descartar, le conmovieron y le arrancaron un gemido ronco de dolor. Maldiciendo su propia estampa por ese acceso emocional, fue al vestíbulo de abajo, en donde Einstein no pudiera apercibirse, y quizás asustarse, de sus lágrimas.
Nora le relevó a las tres de la madrugada. Ella hubo de empeñarse en que Travis fuera escaleras arriba, porque se mostraba reacio a abandonar el quirófano de Keene.
Exhausto, pero asegurando que no pensaba dormir, Travis se derrumbó sobre la cama y quedó dormido en el acto.
Soñó que le perseguía una cosa de ojos amarillos con garras de aspecto malévolo y quijadas de caimán. Él intentaba proteger a Einstein y a Nora empujándoles delante de sí, incitándoles a correr, correr cuanto pudieran. Pero, de un modo u otro, el monstruo le rodeaba y atrapaba a Einstein, haciéndolo pedazos, luego, con idéntico salvajismo, a Nora…, era la maldición Cornell, que él no había podido eludir mediante el simple procedimiento de hacerse llamar Samuel Hyatt. Por fin, cesaba de correr y caía de rodillas, porque, habiendo fallado a Nora y al perro, quería morir, y oía cómo se aproximaba la cosa…, clic, clic, clic…, y se sentía horrorizado, pero recibía agradecido la muerte que ello le deparaba.
Nora le despertó poco antes de las cinco de la madrugada.
—Einstein —le dijo apremiante— está sufriendo convulsiones.
Cuando Nora condujo presurosa a Travis hasta el inmaculado quirófano, Jim Keene estaba acuclillado sobre Einstein, prestándole asistencia. Ellos no pudieron hacer nada salvo mantenerse apartados del veterinario, dejarle espacio para trabajar.
Ella y Travis se sujetaban uno a otro.
Al cabo de unos minutos, el veterinario se levantó. Parecía preocupado y no se esforzó por sonreír como hiciera otras veces ni intentó darles esperanzas.
—Le he dado otro anticonvulsivo. Creo que ahora se quedará tranquilo.
—¿Ha pasado a la segunda fase? —preguntó Travis.
—Tal vez no —dijo Keene.
—¿Es que puede tener convulsiones y permanecer en la primera fase?
—Es posible —murmuró Keene.
—Pero no probable.
—No probable —dijo Keene—. Mas…, no imposible.
«Segunda fase del moquillo», —pensó anonadada Nora.
Se apretó más todavía contra Travis.
Segunda fase. Complicaciones cerebrales. Encefalitis. Lesión del cerebro. Lesión del cerebro.
Travis no quiso de ninguna manera volver a la cama. Permaneció en el quirófano con Nora y Einstein el resto de la noche.
Encendieron otra luz, iluminaron un poco más la habitación, pero no demasiado para no molestar a Einstein, y le observaron de cerca, buscando indicios que revelaran el progreso hacia la segunda fase: los respingos, los tics y los movimientos de masticación a que se refiriera Jim Keene.
Travis no conseguía animarse a pesar de no percibir ninguno de tales síntomas. Aunque Einstein permaneciera en la primera fase de la enfermedad y no pasara de ella, parecía estar agonizando.
Al día siguiente, viernes 3 de diciembre, el ayudante de Jim Keene se encontraba todavía mal para acudir al trabajo, de modo que Nora y Travis ayudaron otra vez.
A la hora del almuerzo, la fiebre de Einstein continuaba sin remitir. Los ojos y la nariz seguían segregando un fluido amarillento, aunque más bien claro. Su respiración se hizo menos laboriosa, pero Nora, en su desesperación, se preguntaba si esa respiración no sonaría con menos dificultades porque el animal hiciese cada vez menos esfuerzos para respirar y empezara a rendirse.
Ella no pudo probar bocado. Lavó y planchó la ropa de Travis y la suya mientras se ponían dos batas de Jim Keene que les venían demasiado grandes.
Aquella tarde, el consultorio estuvo otra vez muy frecuentado. Nora y Travis estuvieron en continuo movimiento, y Nora agradeció ese exceso de trabajo.
A las cuatro cuarenta, una hora que ella no olvidaría jamás mientras viviese, poco después de ayudar a Jim con un rebelde setter irlandés, Einstein dio dos débiles ladridos desde su cama en el rincón. Nora y Travis giraron sobre sí mismos, boquiabiertos, esperando lo peor, porque ése era el primer sonido emitido por Einstein, aparte de los gemidos desde su llegada al quirófano. Pero el perdiguero había alzado también la cabeza la primera vez que mostraba energía para hacerlo, y miraba parpadeante en su dirección. Examinaba curioso el contorno, como si se preguntase en dónde estaba.
Jim se arrodilló junto al perro y, mientras Travis y Nora se acuclillaban expectantes detrás de él, hizo un reconocimiento exhaustivo a Einstein.
—Mírenle los ojos. Tienen todavía una película lechosa, pero no como antes ni mucho menos, y han cesado de segregar. —Con un paño húmedo limpió la costra de debajo de los ojos y secó la nariz; las fosas nasales no formaban ya burbujas con la secreción. Empleando un termómetro rectal, le tomó la temperatura y, al leerla, dijo—: Remite. Ha bajado dos grados.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Travis.
Y Nora se dio cuenta de que tenía otra vez los ojos llenos de lágrimas.
—Aún no está a salvo —dijo Jim—. Su pulso es más regular, menos acelerado, aunque todavía mediocre. Nora, coge una de esas fuentes y llénala de agua hasta la mitad.
Unos instantes después, Nora regresó del fregadero y colocó la fuente en el suelo, junto al veterinario.
Travis la acercó aún más a Einstein.
—¿Qué me dices de esto, amigo?
Einstein alzó nuevamente la cabeza y miró la fuente. Su lengua colgante parecía reseca y cubierta de una sustancia gomosa. El animal gimió y se lamió el morro.
—Quizá si le ayudáramos… —sugirió Travis.
—No —dijo Jim Keene—. Dejémosle que lo piense. Él mismo sabrá si se siente capaz de hacerlo. No conviene forzarle a tomar agua para que acto seguido la devuelva. Él sabrá instintivamente si ha llegado el momento.
Entre gemidos y resoplidos, Einstein cambió de posición sobre el colchón de espuma, rodó de costado quedando casi sobre el vientre. Puso el morro sobre la fuente, olfateó el agua, pasó la lengua a título de prueba, dio un primer lametón, luego otro y por fin un tercero, antes de gemir y tumbarse otra vez.
Acariciando al perdiguero, Jim Keene dijo:
—Me extrañaría mucho que no se recuperara por completo a su debido tiempo.
A su debido tiempo.
Esa frase inquietó a Travis.
¿Cuánto tiempo requeriría Einstein para una plena recuperación? Cuando el alienígena llegara, todos saldrían mejor parados si Einstein gozase de plena salud y todos sus sentidos funcionaran a la perfección. Las alarmas de infrarrojos eran útiles, mas, no obstante, Einstein seguía siendo su principal sistema de alerta.
Después de que se marchara el último paciente a las cinco y media, Jim Keene se ausentó durante media hora para hacer un misterioso recado, y cuando volvió traía consigo una botella de champaña.
—No soy un gran bebedor, pero ciertas ocasiones requieren un trago o dos.
Nora se había comprometido a no probar la bebida durante su embarazo, pero hasta los más solemnes juramentos podían saltarse en semejantes circunstancias.
Cogieron unos vasos y lo bebieron en el quirófano, brindando por Einstein, que les observó durante unos minutos, pero al fin, exhausto, se quedó dormido.
—Es un sueño natural —hizo constar Jim—. No un efecto de los sedantes.
—¿Cuánto tiempo necesitará para recobrarse por completo? —inquirió Travis.
—Para sacudirse el moquillo…, unos días más, una semana. Me gustaría tenerle aquí un par de días más, de todas formas. Ustedes pueden volver a casa ahora, si lo desean, pero quedan invitados a quedarse si gustan. Han representado una gran ayuda para mí.
—Nos quedaremos —dijo Nora al instante.
—Pero después del moquillo —dijo Travis—, quedará muy debilitado, ¿verdad?
—Al principio, mucho —contestó Jim—. Poco a poco recuperará casi toda su antigua energía si no toda. Ahora estoy seguro de que no pasó ni por un instante a la segunda fase de la enfermedad, pese a las convulsiones. Así pues, quizás el próximo año vuelva a ser el de siempre, y no habrá secuelas duraderas, ni espasmos ni nada por el estilo.
El próximo año.
Travis esperaba que fuera bastante antes.
Una vez más, Nora y Travis dividieron la noche en dos turnos. Travis hizo el primero, y Nora le relevó en el quirófano a las tres de la madrugada.
Una espesa niebla había caído sobre Carmel. Lamía las ventanas con suave insistencia.
Einstein estaba durmiendo cuando llegó Nora.
—¿Ha estado despierto mucho rato? —preguntó ella.
—Sí —respondió Travis—. A ratos…
—Y…, ¿le has hablado?
—Claro.
—Bueno, ¿y qué?
El rostro de Travis se llenó de arrugas, su expresión era ansiosa.
—Le hice preguntas que él podía contestar con un SÍ o un NO.
—¿Y qué?
—No las contestó. Me miró parpadeante o bostezando y volvió a dormirse.
—Todavía está muy cansado —dijo ella, esperando desesperadamente que ello explicara el comportamiento nada comunicativo del perdiguero—. No tiene la energía suficiente para responder a las preguntas.
Pálido y evidentemente deprimido, Travis murmuró:
—Tal vez. No sé…, pero creo… que él parece… confuso.
—No se ha desembarazado aún de la enfermedad —dijo ella—. El mal le atenaza todavía y él se debate en sus garras. Tendrá la cabeza un poco turbia durante algún tiempo.
—Confusa —repitió Travis.
—Eso pasará.
—Claro —dijo él—. Claro, pasará.
Pero a juzgar por su tono, parecía pensar que Einstein no volvería a ser jamás el que fuera.
Nora adivinó el pensamiento de Travis: otra vez la maldición de Cornell, en la que él juraba no creer, pero que le asediaba hasta el fondo de su corazón. Todo ser a quien él quisiera, estaba condenado a sufrir y morir joven. Todo ser que contara con su afecto, le sería arrebatado.
Todo eso eran desatinos, por supuesto, y Nora no le daba crédito ni por asomo. No obstante, ella sabía por experiencia lo difícil que resultaba descartar el pasado para marchar sólo hacia el futuro, y comprendía su incapacidad para mostrar optimismo en aquellos momentos. También sabía que no podía hacer nada por él, nada para sacarle del abismo de angustia privada…, nada excepto besarle y abrazarle durante un largo rato y luego enviarle a la cama para que durmiera.
Cuando Travis se hubo ido, Nora se sentó en el suelo junto a Einstein y dijo:
—Tengo que contarte algunas cosas, cara peluda. Supongo que estás dormido y no puedes oírme, y quizás incluso aun despierto no entenderías lo que estoy diciendo. Tal vez no vuelvas a entenderlo jamás, y ésa es la razón de que yo quiera decirlo ahora, cuando todavía hay esperanza de que tu mente haya quedado intacta.
Nora hizo una pausa, seguida de una profunda inspiración, y miró al derredor en el silencioso quirófano, cuyas luces tamizadas se reflejaban en los objetos de acero inoxidable y en los cristales de las esmaltadas vitrinas. Era un lugar muy solitario a las tres y media de la madrugada. La respiración de Einstein sonaba con un suave silbido y algún ronquido ocasional. El animal no se movió. Ni siquiera agitó el rabo.
—Yo pensé en ti como mi guardián, Einstein. Así te llamaba algún tiempo atrás, cuando me salvaste de Art Streck. ¡Mi guardián! No sólo me rescataste de un hombre horrible, sino que me salvaste también de la soledad y del terrible desespero. Y salvaste a Travis de su oscuridad interior, nos uniste a ambos, y, de cien maneras, fuiste tan perfecto como un ángel de la guarda. En ese corazón tuyo, tan bueno y puro, no pediste ni deseaste nunca la menor recompensa por todo cuanto hacías. Algunos «Milk-Bone» de vez en cuando o un trozo de chocolate. Pero tú habrías hecho todo eso aunque no se te hubiese dado nada más que «Dog Chow». Lo hacías porque tú amas, y el ser amado a cambio te parecía recompensa suficiente. Y siendo lo que eres, cara peluda, me diste una gran lección, lección que no puedo expresar con palabras…
Durante unos instantes Nora permaneció en silencio, sin poder hablar, sentada entre sombras junto a su amigo e hijo, maestro y guardián.
—Pero ¡maldita sea! —exclamó al fin—, debo encontrar las palabras porque quizá ésta sea la última vez que pueda aspirar a que me entiendas. Es esto más o menos…, tú me enseñaste que yo soy también tu guardián, y el guardián de Travis, y que él es mi guardián y el tuyo. Nos cabe la responsabilidad de velar unos por otros, somos vigilantes todos nosotros, vigilantes, guardianes contra la oscuridad. Tú me has enseñado que a todos nosotros se nos necesita, incluso a aquellos que algunas veces se creen inútiles, simplones y tediosos… bueno, una persona que ama es una cosa inestimable en el mundo, vale más que todas las fortunas habidas y por haber. Eso es lo que tú me has enseñado, cara peluda, y gracias a ti yo no seré nunca más la de antes.
Einstein se pasó inmóvil el resto de la larga noche, perdido en un sueño insondable.
El sábado, Jim Keene abría el consultorio sólo por la mañana. Al mediodía, cerraba la entrada de la clínica por el lateral de su enorme y acogedora casa.
Durante aquella mañana, Einstein había mostrado señales alentadoras de recuperación. Bebió más agua, miró alrededor con interés y pasó un buen rato echado sobre el vientre en lugar de tumbado de costado. Con la cabeza alzada, observó con interés la actividad reinante en el quirófano. Incluso sorbió un huevo crudo y un líquido alimenticio que Jim había puesto delante de él en un cuenco, y no devolvió nada de lo ingerido. No se le quitaron aún los fluidos intravenosos.
No obstante, todavía dormitó no poco. Y sus respuestas a Travis y a Nora fueron las de un perro ordinario.
Después del almuerzo, cuando los dos estaban sentados con Jim a la mesa de la cocina tomando una ultima taza de café, el veterinario suspiró y dijo:
—Bueno, no veo ya la forma de demorar esto por más tiempo.
—Acto seguido sacó del bolsillo interior de su baqueteada chaqueta de pana un papel plegado que extendió sobre la mesa frente a Travis.
Por un momento, Nora pensó que sería una factura por sus servicios.
Pero cuando Travis cogió el papel, vio que era una circular policial solicitando colaboración para encontrar a Einstein.
Travis hundió los hombros.
Sintiendo como si su corazón empezara a hundirse en el propio cuerpo, Nora se acercó a Travis para poder leer también la circular. Estaba fechada la semana pasada. Además de una descripción de Einstein, que incluía las tres cifras tatuadas en su oreja, la circular hacía constar que, probablemente, el perro se hallaría bajo la custodia de un tal Travis Cornell y su esposa Nora, quienes podrían ocultar su identidad con nombres diferentes. Al pie de la hoja, había descripciones y fotografías de Nora y Travis.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó Travis.
—Me enteré una hora después de que lo viera por vez primera en la mañana del jueves —dijo Jim—. He estado recibiendo cada semana circulares actualizadas de este ejemplar, así como llamadas subsiguientes del Instituto Federal del Cáncer, hechas para asegurarse de que recuerde examinar detenidamente a todo perdiguero dorado y avisar sin demora si encuentro un tatuaje de laboratorio.
—¿Y has avisado ya? —preguntó Nora.
—Todavía no. No me pareció oportuno discutir sobre ello mientras no supiera si el animal saldría de este trance o no.
—¿Denunciarás ahora el caso? —inquirió Travis.
Con su cara perruna, expresando más melancolía que de costumbre, Jim Keene dijo:
—Según el Instituto del Cáncer este perro era el centro de unos experimentos extremadamente importantes que podrían conducir a la erradicación de esa enfermedad. Según dicen ellos, se perderán millones de dólares en dinero de investigación que se habrá gastado para nada si no aparece el perro y es devuelto al laboratorio a fin de completar los estudios.
—Todo eso es una sarta de mentiras —dijo Travis.
—Permitidme que os diga muy claramente una cosa —dijo Jim inclinándose hacia delante en su silla y rodeando con sus enormes manos el tazón de café—. Yo soy un amante nato de los animales. He consagrado mi vida a ellos. Y quiero a los perros como a ningún otro animal. Pero mucho me temo que no simpatizo lo más mínimo con la gente que cree necesario detener toda experimentación con los animales, gente en cuya opinión los avances médicos concebidos para salvar vidas humanas no merecen la muerte de una cobaya, o un gato o un perro. Esa gente, me parece despreciable. El amor a la vida es bueno y justo, está bien amar todo cuanto viva hasta en sus formas más humildes. Pero esa gente no ama la vida…, sólo la reverencia, lo cual es una actitud pagana e ignorante y quizás incluso salvaje.
—No es lo que te figuras —dijo Nora—. Einstein no ha sido utilizado jamás para la investigación del cáncer. Ésa es una historia para cubrir el expediente. No es el Instituto del Cáncer quien va a la búsqueda de Einstein sino la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA.
—Dicho esto, miró a Travis y dijo: —Bien, ¿qué hacemos ahora?
Travis sonrió sombrío y dijo:
—Bueno, desde luego no puedo matar a Jim para detenerle…
El veterinario parecía atónito.
—… así que intentaremos persuadirle, digo yo —concluyó Travis.
—¿La verdad escueta? —preguntó Nora.
Travis miró a Jim Keene durante largo rato y al fin dijo:
—Claro. La verdad escueta. Es lo único que podrá convencerle e inducirle a tirar esa maldita circular a la basura.
Haciendo una inspiración profunda, Nora dijo:
—Escucha, Jim: Einstein es tan inteligente como tú, como Travis o como yo.
—A veces más, creo yo —dijo Travis.
El veterinario les miró sin comprender.
—Preparemos otra cafetera —dijo Nora—. Ésta va a ser una velada muy larga.
Varias horas después, concretamente el sábado a las cinco de la tarde, Nora, Travis y Jim Keene se agruparon ante el colchón en donde estaba tendido Einstein.
El perro, que acababa de tomar unos cuantos sorbos de agua, les miró con interés.
Travis intentó averiguar si aquellos grandes ojos castaños conservaban todavía la extraña profundidad, la misteriosa vivacidad y el conocimiento nada canino que los singularizara antes tantas veces. ¡Maldición! No se sentía seguro, y su propia incertidumbre le asustó.
Jim reconoció a Einstein y reseñó en voz alta que sus ojos estaban más límpidos, casi normales y la temperatura seguía bajando.
—Asimismo el corazón suena un poco mejor.
Fatigado tras los diez minutos de reconocimiento, Einstein se tumbó de costado y exhaló un largo suspiro. Pasados unos instantes, volvió a dormitar.
—A decir verdad —comentó el veterinario—, no parece un genio canino.
—Está todavía enfermó —dijo Nora—. Todo cuanto necesita es un poco más de tiempo para recobrarse. Entonces te demostrará que todo lo que hemos dicho es cierto.
—¿Cuándo crees que se levantará? —preguntó Travis.
Jim caviló sobre ello y al fin dijo:
—Tal vez mañana. Al principio estará muy bamboleante. Pero tal vez mañana. No hay más que esperar.
—Cuando se plante sobre sus cuatro patas —dijo Travis—, cuando recobre su sentido del equilibrio y muestre interés por moverse de un lado a otro, todo ello denotará que tiene también más clara la cabeza. Así que cuando esté en pie y se mueva habrá llegado el momento de ponerle a prueba para que te demuestre cuánta es su inteligencia.
—Me parece justo —dijo Jim.
—Y si te lo demuestra —dijo Nora—, ¿no lo denunciarás?
—¿Entregarle a las personas que han creado ese alienígena del que me hablasteis? ¿Entregarle a unos farsantes que cocinaron esa circular de camelo? ¿Por qué clase de hombre me tomas, Nora?
—Por un hombre bueno —respondió ella.
Veinticuatro horas después, hacia el atardecer del sábado, y en el quirófano de Jim Keene, Einstein iba bamboleándose por la estancia como si fuese un pequeño anciano de cuatro patas. Nora le seguía de rodillas a lo largo del suelo, diciéndole lo valiente y gallardo que era, alentándole a seguir su marcha. Cada paso que el animal daba la embargaba de alegría como si se tratase de su propio bebé aprendiendo a andar. Pero lo que más le estremeció fue la mirada que le lanzó él dos o tres veces: aquella mirada parecía expresar pesadumbre por su desmadejamiento, pero con cierto sentido del humor, como si quisiese decir: ¡Caramba, Nora! ¿Soy un espectáculo…, o qué? ¿Acaso no te parece ridículo?
El día anterior, Nora había ido de compras y había regresado con tres juegos de «Scrabble». Travis había agrupado las fichas en veintiséis pilas en un extremo del quirófano para que hubiera mucho espacio abierto.
—Estamos dispuestos —dijo Jim Keene. Él se encontraba sentado en el suelo al lado de Travis, con las piernas cruzadas como un indio.
Pooka, tumbado junto a su amo, observaba todo con ojos oscuros y desconcertados.
Nora condujo a Einstein a través de la habitación hasta las fichas de «Scrabble». Cogiéndole la cabeza entre ambas manos, le miró hasta el fondo de los ojos y dijo:
—Adelante, cara peluda. Demostremos al doctor Jim que tú no eres un patético animal de laboratorio comprometido en unos experimentos sobre el cáncer. Demostrémosle lo que verdaderamente eres, y probémosle lo que se propone hacer contigo esa gente malvada.
Ella trababa de creer que había visto la antigua perceptividad en la mirada oscura del perdiguero.
Con evidente nerviosismo y temor, Travis dijo:
—¿Quién hace la primera pregunta?
—Yo la haré —contestó sin vacilar Nora. Y dirigiéndose a Einstein, dijo—: ¿Cómo se encuentra el violín?
Ellos le habían referido a Jim lo del mensaje que Travis encontrara aquella mañana en que Einstein enfermó gravemente: VIOLÍN ROTO. Así que el veterinario entendió la intención de Nora.
Einstein la miró parpadeante, luego miró las letras, parpadeó otra vez hacia ella, olfateó las letras y, cuando ella ya sentía un vacío horrible en el estómago, el animal empezó de improviso a escoger fichas y empujarlas con el morro de un lado a otro.
VIOLÍN SÓLO DESAFINADO.
Travis se estremeció, como si el espanto que había en su interior fuese una poderosa carga eléctrica que le abandonara en aquel instante.
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —exclamó riendo de puro placer.
—¡Santa mierda! —farfulló Keene.
Pooka alzó la cabeza cuanto pudo y enderezó las orejas, a sabiendas de que algo importante estaba sucediendo, pero no muy seguro de lo que era.
Con el corazón rebosante de alivio, agitación y amor, Nora devolvió las letras a sus respectivas pilas y dijo:
—¿Quién es tu amo, Einstein? Dinos cómo se llama.
El perdiguero la miró, luego a Travis y dio una respuesta medida.
NO AMO. AMIGO.
Travis se rió.
—¡Yo firmaría eso, por Dios! Nadie puede ser su amo, pero cualquiera estaría endiabladamente orgulloso de ser su amigo.
Esa prueba de que el intelecto de Einstein no estaba dañado hizo soltar la carcajada a Travis, sus primeras carcajadas en muchos días, pero a Nora la hizo llorar de alivio.
Jim Keene se quedó mirando con asombro, esbozando una sonrisa estúpida. Por fin dijo:
—Me siento como si fuera un niño que se escabulle escaleras abajo la víspera de Navidad y sorprende al verdadero Santa Claus colocando regalos debajo del árbol.
—Llegó mi turno —dijo Travis, deslizándose hacia delante y poniendo una mano sobre la cabeza de Einstein—: Jim acaba de mencionar la Navidad, y por cierto no está ya lejos. Quedan veinte días a partir de hoy. Así pues, dime, Einstein, ¿qué querrías que te trajera Santa Claus?
Einstein inició por dos veces la colocación de las fichas, pero en ambas se volvió atrás y las desordenó. Se tambaleó, dio traspiés y al final se dejó caer sobre su trasero y miró apocado en derredor suyo. Entonces, al observar la expectación general, se levantó de nuevo y esta vez consiguió componer una petición de tres palabras para Santa Claus:
VÍDEOS MICKEY MOUSE.
Hasta las dos de la madrugada no se fueron a la cama, porque Jim Keene estaba intoxicado, no embriagado de cerveza, vino o whisky, sino de puro gozo ante la inteligencia de Einstein.
—Como la de un hombre y, sin embargo, siempre el perro primero, siempre el perro, maravilloso parecido con el pensamiento humano y, no obstante, también maravillosa diferencia, a juzgar por lo poco que he visto.
Pero Jim no quiso pedir más de doce ejemplos sobre la genialidad del perro, y él fue el primero en decir que no deberían abrumar su paciencia. Pese a todo, quedó electrizado, tan agitado que apenas podía contenerse. A Travis no le habría extrañado que el veterinario hubiera explotado de repente.
En la cocina, Jim les suplicó que volvieran a contarle las anécdotas acerca de Einstein: el asunto de la revista Novia Moderna en Solvang, su decisión de añadir agua fría al primer baño caliente que le diera Travis, y muchas más. Incluso llegó a contarlas otra vez él mismo, casi como si la pareja no las hubiera oído jamás, pero Travis y Nora fueron indulgentes con él.
Luego, con un ademán mayestático cogió la circular de la mesa, encendió una cerilla de cocina y quemó la hoja en el fregadero. Por último, hizo correr el agua para enviar las cenizas por el desagüe.
—Al diablo con unos cerebros tan obtusos, capaces de encerrar a una criatura como ésta para azuzarla, estimularla y estudiarla. Ellos han tenido el genio de hacer a Einstein, pero no han comprendido el significado de su propia obra. No han entendido la grandeza de todo ello, porque si hubiera sido así no le habrían enjaulado.
Por fin, cuando Jim Keene reconoció a regañadientes la necesidad de dormir, Travis llevó a Einstein, ya dormido, a la habitación de invitados. Allí le hicieron con mantas un cobijo junto a la cama.
En la oscuridad, bajo las sábanas, y con los suaves ronquidos de Einstein para confortarles, Travis y Nora se abrazaron.
—Ahora todo marchará bien —murmuró ella.
—Quedan aún ciertas complicaciones —dijo Travis.
Él sentía como si la recuperación de Einstein hubiese conjurado la maldición de muerte intempestiva que le persiguiese toda su vida. Sin embargo, no las tenía todas consigo, no esperaba que esa maldición se hubiese desvanecido para siempre. El alienígena estaba todavía en alguna parte…, acercándose sin pausa.