Capítulo VII

Durante el resto de junio, Nora pintó un poco, pasó mucho tiempo con Travis e intentó enseñar a leer a Einstein.

Ni ella ni Travis estaban seguros de que el perro, aunque fuera muy avispado, pudiese aprender semejante cosa, pero valía la pena intentarlo. Si él entendía el inglés hablado, como parecía ser el caso, cabía suponer que se le podría enseñar también a interpretar la palabra impresa.

Desde luego, ellos no podían afirmar, rotundamente, que Einstein entendiese el inglés hablado, por muy certeras y específicas que fueran sus reacciones. En su lugar, cabía la remota posibilidad de que el perro no percibiese los significados precisos de las palabras propiamente dichas, pero mediante alguna forma simple de telepatía lograra leer «imágenes» verbales en la mente de sus interlocutores.

—Pero no creo que sea ése el caso —dijo Travis una tarde cuando él y Nora, sentados en el patio, bebían sangría mientras observaban retozar a Einstein alrededor de un aspersorio portátil del césped—. Quizá porque no quiera creerlo. La noción de que él es más listo que yo, y por añadidura, telepático, se me antoja excesiva. Si fuera cierto eso… ¡más me valdría encasquetarme el collar y dejar que él llevara la correa!

Fue un test en español lo que pareció indicar que el perdiguero no tenía ni la más leve sombra de telepático.

Durante su vida escolar, Travis había seguido tres cursos de español. Más tarde, al elegir la carrera militar y alistarse en las tropas escogidas Delta Force, se le había alentado a continuar los estudios de ese idioma porque sus superiores estimaban que la creciente inestabilidad política en la América central y Sudamérica exigiría la intervención de los Delta para realizar operaciones antiterroristas cada vez más frecuentes en países de habla hispana. Hacía muchos años que él había abandonado la tropa Delta, pero el contacto con la nutrida población de californianos hispanos le permitía conservar una relativa fluidez.

Ahora, cuando él daba órdenes o hacía preguntas en español a Einstein, el perdiguero ladeaba la cabeza y resoplaba como si preguntase si se trataba de un chiste, o bien le observaba con mirada estúpida meneando un poco la cola, sin reaccionar. Si el perro leyera imágenes mentales que se formaran en el cerebro de su interlocutor, se suponía que podría leerlas cualesquiera que fuese el idioma que inspirase tales imágenes.

—No es un adivinador del pensamiento —dijo Travis—. Su genio tiene ciertas limitaciones, ¡a Dios gracias!

Día tras día Nora se sentaba en el suelo de la sala o en el patio de Travis, para explicar el alfabeto a Einstein e intentar ayudarle a comprender cómo se formaban las palabras con esas letras y cómo esas palabras impresas se relacionaban con las palabras habladas que él ya entendía. De vez en cuando, Travis asumía la enseñanza para dar un respiro a Nora, pero casi todo el tiempo él se sentaba cerca, leyendo, porque según aseguraba, no tenía paciencia para enseñar.

Ella utilizaba un cuaderno de oruga para compilar su propio catón destinado al perro. En cada página de la izquierda pegaba una fotografía recortada de cualquier revista, y en cada página de la derecha escribía con letras de molde el nombre del objeto que estaba representado a la izquierda. Siempre eran palabras sencillas: ÁRBOL, COCHE, HOMBRE, MUJER, SILLA… Mientras Einstein, sentado a su lado, miraba atento el catón, ella señalaba primero la fotografía y luego la palabra, pronunciando ésta repetidas veces.

En el último día de junio, Nora extendió sobre el suelo una veintena de fotografías no etiquetadas.

—Llegó otra vez la hora del examen —dijo a Einstein—. Veamos si eres capaz de mejorar lo que hiciste el lunes.

Einstein se sentó muy tieso, sacando el pecho y con la cabeza erguida como si confiara en su habilidad.

Travis, que estaba sentado en la butaca, observando, dijo:

—Si fallas, cara peluda, te cambiaremos por un caniche que sepa rodar sobre sí mismo, hacerse el muerto y suplicar su comida.

Nora celebró que Einstein se desentendiera de Travis.

—No es momento de frivolidades —le reprendió severa.

—Me doy por enterado, profesora —dijo Travis.

Nora alzó una tarjeta con la palabra ÁRBOL impresa. El perdiguero se fue derecho hacia la foto de un pino y la señaló con un toque de hocico. Cuando ella alzó una tarjeta que decía COCHE, él plantó una zarpa sobre la foto del coche, y cuando ella le mostró la palabra CASA, él olfateó la fotografía de una mansión colonial. De este modo repasaron cincuenta palabras, y por vez primera el perro asoció correctamente cada palabra impresa con la imagen que representaba. Nora se entusiasmó con sus progresos, y Einstein meneó la cola sin cesar.

—Bien, Einstein —dijo Travis—, pero te faltar todavía recorrer un largo y endiablado camino para leer a Proust.

Un poco molesta por ese aguijoneo contra su discípulo más aventajado, Nora dijo:

—¡Él lo está haciendo muy bien! Tremendamente bien. No puedes esperar que lea a nivel escolar en un dos por tres. Está aprendiendo mucho más aprisa de lo que lo haría un niño.

—¿De verás?

—¡Sí, de veras! Mucho más aprisa de lo que lo haría un niño.

—Bueno, entonces tal vez merezca un par de «Milk-Bone». Einstein se disparó sin tardanza hacia la cocina para coger la caja que contenía galletas para perro.

***

Cuando el verano declinaba ya, Travis se sorprendió ante el rápido progreso de Nora con su método de enseñanza para hacer leer a Einstein.

Hacia mediados de julio, los dos abandonaron el catón de fabricación casera y abordaron los libros ilustrados para niños del doctor Seuss, Maurice Sendak, Phil Parks, Susi Bohdal, Sue Dreamer, Mercer Mayer y muchos otros. Einstein parecía disfrutar inmensamente con todos ellos, aunque sus favoritos fueran el de Parks y, sobre todo, por razones que ni Nora ni Travis pudieron discernir, los apasionantes libros Frog and Toad, de Arnold Lobel. Llevaron a casa gran número de libros infantiles desde la Biblioteca de la ciudad, y, además, compraron montones en las librerías.

Al principio, Nora los leyó en voz alta, pasando muy despacio un dedo sobre cada palabra, mientras la pronunciaba y Einstein la seguía con la mirada, echándose poco menos que encima del libro con atención indivisa. Más adelante ella ya no leía en voz alta, sino que mantenía abierto el libro para el perro y pasaba cada página cuando él se lo indicaba, mediante un gemido o cualquier otro signo, es decir, cuando él había terminado esa parte del texto y estaba dispuesto a proceder con la siguiente página.

La buena disposición de Einstein para permanecer sentado durante horas centrándose en los libros parecía prueba suficiente de que estaba leyéndolos y no sólo mirando sus graciosos dibujos.

No obstante, Nora decidió hacerle un examen sobre el contenido de algunos volúmenes, formulándole ciertas preguntas sobre cada tema.

Después de que Einstein hubo leído Frog and Toad All Year, Nora cerró el libro y dijo:

—Veamos. Ahora contesta sí o no a las siguientes preguntas.

Ambos estaban en la cocina, donde Travis se hallaba haciendo una cazuela de queso y patatas para la cena. Nora y Einstein ocupaban sendas sillas ante la mesa. Travis hizo una pausa en su trasiego para observar cómo se desenvolvía el perro.

Nora dijo:

—Primero, cuando Frog visita a Toad en un día invernal, Toad se encuentra en la cama y no quiere salir. ¿Es cierto?

Einstein tuvo que ponerse de costado sobre su silla para dejar la cola y poder agitarla. SÍ.

Nora prosiguió:

—Pero, por fin, Frog hace salir a Toad y los dos se van a patinar sobre el hielo.

Un ladrido. NO.

—A viajar en trineo —rectificó ella. SÍ.

—Muy bien. Más tarde, aquel mismo año, en Navidad, Frog hizo un regalo a Toad. ¿Fue un suéter? NO.

—¿Un trineo nuevo? NO.

—¿Un reloj para su chimenea? SÍ, SÍ, SÍ.

—¡Excelente! —dijo Nora—. Ahora, ¿qué leemos? ¿Qué te parece éste?: El fantástico mister Fox.

Einstein movió con energía la cola.

A Travis le hubiera encantado representar un papel más activo en la educación de Einstein, pero podía ver que ese trabajo intenso con Einstein surtía un efecto muy beneficioso en Nora, y no quería interponerse. Desde luego, algunas veces fingía ser un aguafiestas, poniendo en duda la importancia de enseñar a leer al chucho, diciendo agudezas sobre el ritmo con que progresaba el perro y sobre sus gustos en materia de lectura. Ese moderado pitorreo servía tan sólo para reforzar el empeño de Nora en perseverar con sus lecciones, pasar incluso más tiempo con el perro y demostrarle a Travis lo equivocado que estaba. Einstein no reaccionaba jamás ante esas observaciones negativas, y Travis sospechaba que el perro hacía gala de tolerancia porque entendía el pequeño juego de psicología en que se había embarcado su amo.

No se podía determinar a ciencia cierta por qué aquellas tareas didácticas estimulaban a Nora. Quizá fuera porque ella no había mantenido nunca una interacción con nadie (ni siquiera con Travis o su tía Violet) de forma tan intensa como la tenía con el perro, y el mero proceso de amplia comunicación la animaba a salir aún más de su concha. O quizá porque conferir el don de lo literario a un perro resultara extremadamente satisfactorio para ella. Nora era, por naturaleza, una donante que se complacía en compartir cosas con otros y, sin embargo, se había pasado toda su vida cual una reclusa, sin ninguna oportunidad para exteriorizar esa faceta de su personalidad. Ahora se le ofrecía la ocasión de dar algo de sí misma, y por tanto era generosa con su tiempo y su energía, y encontraba placer en su propia generosidad.

Travis sospechaba también que, mediante su relación con el perdiguero, ella expresaba un talento natural para mimarle como una madre. Su enorme paciencia se asemejaba a la de una buena madre tratando con su hijo, y ella solía hablar a Einstein con tanta ternura y afecto, que parecía estar dirigiéndose a su propio y muy querido retoño.

Cualesquiera que fuesen las razones, Nora parecía sentirse más a gusto y más espontánea cuando trabajaba con Einstein. Gradualmente iba renunciado a sus trajes oscuros, sin forma, para reemplazarlos por veraniegos pantalones blancos de algodón, vistosas blusas, vaqueros y camisetas; parecía haber rejuvenecido diez años. Había rehecho su espléndido pelo negro en el salón de belleza, y esta vez no lo había cepillado hasta quitarle la forma. Reía más a menudo y con más encanto. En sus conversaciones, cruzaba la mirada con Travis y rara vez desviaba la vista. Asimismo, estaba más dispuesta a tocarle y solía enlazarle por la cintura. Le gustaba que la abrazaran y ahora los dos se besaban con naturalidad, aunque su forma de hacerlo semejara casi siempre la de unos adolescentes en la primera fase del noviazgo.

El 14 de julio, Nora recibió noticias que la alentaron aún más. La oficina del fiscal del distrito de Santa Bárbara telefoneó para comunicarle que no sería necesaria su comparecencia ante el tribunal para testificar contra Art Streck. A la luz de sus antecedentes criminales, Streck había cambiado de parecer y ya no se declararía inocente ni emprendería la defensa contra los cargos de intento de violación, asalto y allanamiento. Ahora había dado instrucciones a su abogado para que gestionara una súplica con el ministerio fiscal. De resultas, se retiraron todos los cargos excepto el de asalto, y Streck aceptó una sentencia de tres años, más la previsión de que cumpliría por lo menos dos años antes de ser elegible para la libertad bajo fianza. Nora había temido ese juicio. De repente, se había visto libre de él, y para celebrarlo, se achispó un poco por primera vez en su vida.

Aquel mismo día, cuando Travis llevó a casa nuevo material de lectura, Einstein descubrió que había libros ilustrados de Mickey Mouse para niños más algunos tebeos, y el perro se regocijó con su descubrimiento tanto como Nora con la resolución sobre los cargos contra Art Streck. La fascinación que le causaban Mickey y el pato Donald, así como el resto de la banda Disney, continuaba siendo un misterio, pero también un hecho innegable. En muestra de gratitud Einstein no pudo reprimir la agitación de su cola y llenó a Travis de babas.

Así pues, todo habría sido color de rosa si a media noche Einstein hubiese cesado de recorrer la casa de una ventana a otra escudriñando la oscuridad con evidente temor.

***

El jueves 15 de julio por la mañana, casi seis semanas después de los asesinatos en Bordeaux Ridge y dos meses después de que el perro y el alienígena escaparan de «Banodyne», Lemuel Johnson se sentó a solas en su oficina del último piso del edificio federal de Santa Ana, la sede del condado de Orange. Miró por la ventana la niebla, no poco contaminada y atrapada bajo una capa de estratos que envolvía por occidente la mitad del condado y multiplicaba los 40°C de calor. El día, de un amarillo bilioso, encajaba perfectamente con su estado de ánimo.

Sus obligaciones no se reducían a la búsqueda de los dos fugitivos, pero el caso le preocupaba sin cesar mientras realizaba otros trabajos. No lograba apartar de su mente el asunto «Banodyne» ni siquiera durante el sueño, y últimamente su promedio de descanso nocturno era de cuatro o cinco horas, pues él no podía permitirse fallo alguno.

No, a decir verdad su actitud era aún mucho más inflexible: le obsesionaba evitar el fallo. Su padre, habiendo creado un negocio próspero después de iniciarlo desde la miseria más absoluta, le había inculcado una fe casi religiosa en la necesidad de prosperar, tener éxito, alcanzar las metas previstas:

—Y por mucho éxito que tengas —solía decirle—, la vida puede tirar de la alfombra debajo de tus pies si no eres diligente. Y todavía es peor para un hombre negro, Lem. El éxito en un hombre negro es como una cuerda floja a través del Gran Cañón. Él se ha encumbrado y todo es muy halagador, pero si comete un error, si fracasa, su caída será de un kilómetro hasta el abismo. Sí, un abismo. Porque el fracaso significa miseria. Y a los ojos de muchas personas, incluso en esta era ilustrada, un pobre y miserable hombre negro fracasado será sólo eso: un «negro».

Fue la única vez que su padre empleó ese aborrecible término. Así pues, había crecido en la convicción de que cualquier éxito bien rematado era, si acaso, un simple punto de apoyo en la escalada de esta vida y que siempre estaba expuesto a ser arrebatado de la escarpadura por los vientos de la adversidad, y de que él no podía permitirse el menor desmayo en su determinación de trepar hasta alcanzar una plataforma más amplia y segura.

No estaba durmiendo bien ni tenía buen apetito. Cuando comía, a la ingestión de los alimentos le seguía, inevitablemente, una enojosa indigestión ácida. Sus partidas de bridge se habían ido al diablo porque no podía concentrarse en las cartas; durante sus reuniones semanales con Walt y Audrey Gaines, los Johnson estaban recibiendo vergonzosas palizas.

Era consciente de que le obsesionaba cerrar con éxito cada caso; no obstante, el saberlo no le ayudaba lo más mínimo a corregir su obsesión.

—«Nosotros somos lo que somos —pensaba— y quizá la única ocasión que se nos ofrezca para cambiar es cuando la vida nos sorprende con algo morrocotudo, como si asestara un bate de béisbol contra una ventana y desbaratase la presa del pasado».

Así que siguió contemplando el brumoso día de julio entre cavilaciones y resquemores.

Allá por mayo se le había ocurrido que el perdiguero podría haber sido adoptado por alguien dispuesto a darle un hogar. Después de todo era un hermoso animal, y si revelase a alguien siquiera una fracción ínfima de su inteligencia, su atracción sería irresistible; y encontraría un santuario. Por consiguiente, Lem dedujo que la localización del perro sería aún más dificultosa que la del alienígena. Había calculado una semana para localizar al monstruo y, quizás, un mes para atrapar al perdiguero.

A renglón seguido había distribuido notificaciones entre todos los albergues de animales y veterinarios de California, pidiendo urgentemente ayuda en la localización del perdiguero dorado. La nota decía que el animal había escapado de un centro médico de investigación cuyos laboratorios estaban llevando a cabo un importante experimento sobre el cáncer. La pérdida del perro, hacía constar la notificación, equivaldría a la pérdida de un millón de dólares del fondo dedicado a la investigación, así como de incalculables horas de los investigadores, y podría dificultar seriamente el progreso de curación para ciertas dolencias. Se incluía una fotografía del perro y el dato de que en su oreja izquierda tenía un tatuaje del laboratorio: el número 33-9. La carta que acompañaba a esa nota no sólo pedía cooperación sino también máxima discreción. Esta emisión por correo se había repetido cada siete días desde la fuga en «Banodyne», una veintena de agentes NSA no hacían más que telefonear a todos los albergues de animales y veterinarios de tres estados para asegurarse de que recordaban la notificación y estaban al tanto por si veían al perdiguero del tatuaje.

Entretanto, la búsqueda exhaustiva del alienígena podría confinarse con relativa tranquilidad a los territorios silvestres, puesto que el ente no querría dejarse ver. Y no habría la menor probabilidad de que alguien quisiera llevárselo a casa como animal de compañía. Además, el alienígena había ido dejando un rastro de muerte que sus perseguidores seguirían sin excesivo esfuerzo.

Tras los asesinatos en Bordeaux Ridge, al este de Yorba Linda, la criatura se había internado en las despobladas colinas Chino. Desde allí se había encaminado hacia el norte, cruzando al límite oriental del condado de Los Ángeles, en donde su presencia fue detectada el 9 de junio por las afueras del casi rural Diamond Bar. Las autoridades para Control de Animales de Los Ángeles habían recibido numerosos e histéricos informes de diversos habitantes de Diamond Bar respecto a la bestia salvaje y sus ataques contra animales domésticos. Otras personas habían telefoneado a la Policía por creer que la matanza era obra de un demente. En sólo dos noches, más de veinte animales domésticos de Diamond Bar habían sido hechos picadillo, y la condición de sus despojos había convencido a Lem de que el autor era el alienígena.

Luego, durante más de una semana, el rastro se había ido enfriando, hasta la mañana del 18 de junio, cuando dos jóvenes excursionistas al pie del pico de Johnstone, en el flanco meridional del vasto parque nacional de Los Ángeles, informaron haber visto algo que según ellos, «pertenecía a otro mundo». Los dos se habían encerrado en su remolque, pero la criatura había intentado varias veces alcanzarlos, llegando al extremo de romper con un pedrusco una ventanilla lateral. Por fortuna, la pareja guardaba una pistola del calibre 32 y uno de ellos disparó contra el asaltante, poniéndole en fuga. La Prensa trató a los excursionistas como si fueran lunáticos, y con las noticias vespertinas muchos charlatanes tuvieron tema suficiente para pegar la hebra.

Lem creyó a la joven pareja. Sobre un mapa trazó el pasillo de tierra escasamente poblado por donde el alienígena podría haberse desplazado desde Diamond Bar hasta la zona circundante del pico de Johnstone: por las colinas de San José atravesando el parque regional de Bonelli, entre San Dimas y Glendora, para adentrarse a continuación en territorio silvestre. Con tal fin, tendría que haber cruzado por arriba o por abajo las tres autopistas que atravesaban la zona, pero como viajaría de noche, cuando había escasa circulación o ninguna, podría haber pasado inadvertido. Lem desplazó los cien hombres de la Marine Intelligence hacia esa porción del bosque, en donde ellos continuaban su búsqueda, vestidos de paisano y formando grupos de tres o cuatro.

Esperaba que los excursionistas hubiesen alcanzado al alienígena con una bala por lo menos, pero no se descubrió el menor rastro de sangre en su campamento.

Le empezó a inquietar la posibilidad de que el monstruo lograse eludir su captura durante largo tiempo. Pues el Parque Nacional Angeles, situado al norte de Los Angeles, era de una extensión desalentadora.

—Casi tan grande como todo el estado de Delaware —apuntó Cliff Soames, después de medir la zona en el mapa extendido sobre la pizarra del despacho de Lem y calcular los kilómetros cuadrados. Cliff procedía de Delaware. Era relativamente nuevo en el Oeste y mostraba todavía la sorpresa del recién llegado ante la escala gigantesca de todas las cosas en esta parte del continente. También era joven, con el entusiasmo de la juventud, y casi peligrosamente optimista. La formación de Cliff se diferenciaba radicalmente de la de Lem, él no se veía caminando por la cuerda floja ni corriendo el riesgo de dar al traste con su vida por un simple error. Algunas veces Lem le envidiaba.

Lem miró absorto los cálculos garrapateados de Cliff.

—Si se refugiara en las montañas Gabriel, alimentándose de la Naturaleza y dándose por satisfecho con esa vida sin aventurarse fuera para desfogar su furia, cabría la posibilidad de que no se le encontrase jamás.

—Pero recuerda —dijo Cliff—. El odia al perro más que a los hombres. Quiere hacerse con el perro, y tiene capacidad suficiente para lograrlo.

—Así lo creemos.

—Y por otra parte, ¿podría soportar, realmente, una existencia silvestre? Es casi salvaje, conforme, pero es también inteligente. Tal vez demasiado inteligente para contentarse con una vida rudimentaria en esa región escabrosa.

—Tal vez.

—Pronto nos dará nuevas pistas y podremos localizarle —predijo Cliff.

Todo eso había ocurrido el 18 de junio.

Al no encontrarse ni rastro del alienígena durante los diez días siguientes, el gasto para mantener a cien hombres en vida de campamento se hizo muy oneroso. Por último, el 20 de junio Lem tuvo que despedir a los «marines» puestos a su disposición y enviarlos de vuelta a sus bases.

Día tras día, Cliff se fue desengañando por falta de acontecimientos y no tuvo reparo en suponer que el alienígena habría sufrido un accidente, estaría ya muerto y nadie oiría hablar más de él.

Día tras día, Lem se ensimismó cada vez más por tener la seguridad de haber perdido el dominio de la situación y de que el alienígena reaparecería de forma sumamente dramática, haciendo conocer su existencia al público. Así pues, fracaso.

El único punto alentador, era que la bestia estaba ahora en el condado de Los Ángeles y no bajo la jurisdicción de Walt Gaines. Porque si hubiese más víctimas, quizá Walt no se enterara, y entonces no habría necesidad de persuadirle otra vez para que permaneciera fuera del caso.

El jueves, 15 de julio, exactamente dos meses después de la fuga de «Banodyne» y un mes después de que los excursionistas fueran aterrorizados por un presunto extraterrestre o un primo pequeño de Belcebú, Lem llegó al convencimiento de que muy pronto debería tomar en consideración una carrera alternativa. Nadie le culpaba por el curso torcido de las cosas. Se le apremiaba a entregar resultados, pero ese apremio no era peor que el soportado en otras grandes investigaciones. Más todavía: algunos de sus superiores daban a la falta de acontecimientos la misma interpretación favorable que Cliff Soames. Sin embargo, en sus momentos más pesimistas, Lem se veía cual un guardia de seguridad uniformado haciendo el turno de noche en un almacén, o degradado a la función de poli ficticio con una placa de hojalata. Sentado en la butaca del despacho, de cara a la ventana, y mirando ensimismado el aire amarillento y neblinoso, de aquel abrasador día estival, dijo en voz alta:

—¡Maldita sea! A mí se me ha adiestrado para vérmelas con criminales humanos. ¿Cómo diablos se puede esperar que me haga con un fugitivo surgido de una pesadilla?

Cuando así se lamentaba, sonó una llamada en la puerta y mientras hacía girar su butaca, la puerta se abrió. Cliff Soames irrumpió raudo, parecía agitado y afligido a un tiempo.

—El alienígena —dijo—. Tenemos una nueva pista de él, pero dos personas han muerto.

Veinte años atrás, en Vietnam, el piloto de helicóptero NSA Lemuel Johnson había aprendido todo cuanto valía la pena, saber sobre el modo de posarse y despegar en un terreno escabroso. Ahora, manteniéndose en constante contacto radiofónico con los comisarios del condado de Los Ángeles, los cuales se habían personado ya en el lugar de los hechos, no encontró ninguna dificultad para localizar el escenario de los crímenes mediante navegación visual, remitiéndose a las referencias naturales. Pocos minutos después de la una, posó su aparato en la amplia plataforma de una cresta que dominaba el desfiladero Boulder, en el Parque Nacional Ángeles, a sólo cien metros del lugar, en donde se encontraran los cuerpos.

Cuando Lem y Cliff, tras abandonar el helicóptero, corrían por la cresta hacia el grupo de comisarios y guardabosques, un viento candente que llevaba consigo el aroma de matorrales resecos y pinos, les fustigó. A aquella altitud sólo habían podido echar raíces matas de hierbas silvestres, casi quemadas por el sol de julio. Monte bajo —junto con algunas plantas desérticas como el mezquite—, marcaban el límite superior del barranco, cuyas paredes caían a izquierda y derecha de ellos, y allá abajo, en las pendientes inferiores y en el fondo del desfiladero, había árboles y arbustos más verdes.

Se hallaban a menos de seis kilómetros y medio al norte de Sunland, que a su vez se encontraba a veintidós kilómetros de Hollywood, también al norte, y a veintiocho kilómetros del populoso centro de la ciudad de Los Ángeles, y sin embargo se les antojaba estar en un espacio desolador, con miles de kilómetros cuadrados y a una distancia inquietante de la civilización. Los comisarios del sheriff habían aparcado sus furgonetas todoterreno en un tortuoso camino de montaña, a unos setecientos metros de allí. El helicóptero de Lem había sobrevolado esos vehículos, y él les había visto marchar guiados por unos guardabosques hacia el lugar donde se habían encontrado los cuerpos. Ahora, reunidos alrededor de los cadáveres, había cuatro comisarios, dos técnicos del laboratorio del condado y tres guardabosques. Todos ellos daban la impresión de estar aislados en un escenario primitivo y ajeno al mundo.

Cuando Lem y Cliff llegaron allí, los comisarios acababan de meter los despojos en bolsas apropiadas. Como no se habían cerrado todavía sus cremalleras, Lem pudo comprobar que las víctimas eran un hombre y una mujer; ambos jóvenes y ataviados para el montañismo. Sus heridas eran horrendas; los ojos habían desaparecido.

Ahora el total ascendía ya a cinco inocentes, y una tasa semejante conjuró al espectro de culpabilidad que acosaba a Lem. En aquellos momentos deseaba que su padre le hubiese educado sin ningún sentido de la responsabilidad.

El comisario Hal Bockner, alto, tostado, pero con una voz muy aflautada, detalló a Lem la identidad y condición de las víctimas:

—Según el DNI que llevaba, el varón se llamaba Sídney Tranken, veintiocho años, de Glendale. El cuerpo tiene una veintena larga de mordeduras horribles y todavía más desgarraduras de garras. Como puede ver usted, la garganta está abierta. Y los ojos…

—Sí —dijo lacónico Lem, no viendo la necesidad de profundizar en esos pormenores espantosos.

Los hombres del laboratorio cerraron las cremalleras de ambas bolsas. Por un momento, ese sonido frío quedó flotando en el aire candente de julio como un tintinear de carámbanos.

El comisario Bockner dijo:

—Al principio pensamos que Tranken habría sido acuchillado por algún psicópata. De vez en cuando se atrapa a un loco homicida al que le gusta merodear por estos parajes acechando a los montañeros. Hicimos esta composición de lugar: acuchillado primero, y luego todas las demás lesiones ocasionadas por animales carroñeros, una vez muerto el individuo. Pero ahora…, no estamos tan seguros.

—No veo sangre en el suelo —dijo Cliff Soames, con una nota de estupor—. Debería de haber un montón.

—No los mataron aquí —dijo el comisario Bockner. Tras estas palabras reanudó la recapitulación a su aire:

—La mujer, veintisiete, Ruth Kasavaris, también de Glendale. Asimismo señales horrendas, tajos. Su garganta…

Interrumpiéndole otra vez, Lem dijo:

—¿Cuándo los mataron?

—El cálculo más aproximado hasta la prueba forense es que ambos murieron a últimas horas de ayer. Creemos que sus cuerpos fueron acarreados hasta aquí porque en lo alto del monte se les encontraría antes. Por este lugar pasa una popular ruta de montañeros, pero no fueron otros montañeros quienes los encontraron sino un avión contra incendios durante un vuelo rutinario. El piloto miró hacia abajo y los vio tirados aquí, en el cerro desnudo.

Aquella altura sobre el desfiladero Boulder se hallaba a más de cuarenta kilómetros del pico Johnstone, por el nornoroeste, el lugar donde los excursionistas huyeron del alienígena refugiándose en su remolque y le hicieron un disparo con una pistola del calibre 32, el 18 de junio; veintiocho días antes. El alienígena debería estar siguiendo la dirección nornoroeste por puro instinto, y sin duda se habría visto obligado frecuentemente a desandar camino para salir de desfiladeros sin posible continuidad; por consiguiente, en aquel terreno montañoso habría recorrido con toda probabilidad entre noventa kilómetros y ciento cuarenta, equivalentes a esos cuarenta kilómetros en línea recta. No obstante, esto sólo significaría una marcha de unos cinco kilómetros diarios a lo sumo. Así pues, Lem se preguntó qué habría estado haciendo la criatura durante el tiempo en que no viajaba, ni dormía, ni cazaba.

—¿Quiere ver usted dónde mataron a esos dos? —preguntó Bockner—. Hemos encontrado el lugar. Y también querrá ver la guarida, ¿no?

—¿Guarida?

—El cubil —terció uno de los guardabosques—. El maldito cubil.

Comisarios, guardabosques y hombres del laboratorio habían lanzado extrañas miradas a Lem y Cliff desde su llegada, pero eso no le había sorprendido a Lem. Las autoridades locales le miraban siempre con recelo y curiosidad porque ellos no estaban habituados a las visitas de una prepotente agencia federal como la NSA recabando jurisdicción absoluta; eso era una rareza. Pero, como ahora pudo constatar, esa curiosidad era de una clase y grado diferentes de la que él solía encontrar, y por primera vez percibió su temor. Ellos habían encontrado algo, el cubil del que hablaban, que les daba motivos suficientes para tener este caso por algo incluso aún más extraño que la aparición súbita de la NSA.

Ataviados con traje de calle, corbata y relucientes zapatos, ni él ni Cliff iban equipados convenientemente para practicar el montañismo por el desfiladero, pero ninguno de los dos titubeó cuando los guardabosques abrieron la marcha. Dos comisarios, los hombres del laboratorio y uno de los guardabosques se quedaron atrás con los cuerpos, lo cual dejó una partida de seis para el descenso. El grupo siguió un surco abierto por la lluvia que provenía de las tormentas, y luego se desviaron por lo que podría ser una ruta de ciervos. Tras descender hasta el mismo fondo del desfiladero, se orientaron hacia el sudeste y recorrieron un kilómetro. Lem se notó muy pronto sudoroso y cubierto con una película de, polvo; sus calcetines y perneras se llenaron de unas menudas bolitas que se adherían y pinchaban.

—Aquí fue donde les mataron —dijo el comisario Bockner mientras los conducía a un claro rodeado de pinos achaparrados, álamos y maleza.

Enormes manchas oscuras moteaban la tierra pálida, arenosa, y la hierba blanqueada por el sol. Sangre.

—Y algo más allá —dijo uno de los guardabosques—, fue donde encontramos el cubil.

Era una cueva poco profunda en la misma base del desfiladero, quizá de tres metros de profundidad y seis de anchura, a pocos pasos del pequeño claro en donde fueran asesinados los montañeros. La boca tenía unos tres metros de anchura, pero era tan baja que Lem hubo de agacharse bastante para entrar. Una vez dentro, pudo enderezarse porque el techo era alto. Había un olor desagradable, mohoso, en aquella caverna. La luz penetraba por la entrada y por un boquete de medio metro que la lluvia había abierto en el techo, pero la mayor parte de la cámara era oscura y estaba unos veinte grados más fresca que el desfiladero.

Sólo el comisario Bockner acompañó a Lem y a Cliff. Lem presentía que los demás se abstenían no porque temiesen abarrotar la cueva, sino por la inquietud que les causaba aquel escenario.

Bockner, que llevaba una linterna, iluminó con ella los objetos que les había llevado a ver, disipando algunas de las sombras y haciendo que otras parecieran huir cual murciélagos colgados de diversas perchas. En un rincón se había apilado hierba seca para hacer un catre de unos veinte centímetros sobre el suelo de arenisca. Junto al lecho había un cubo galvanizado lleno de agua, relativamente fresca, del arroyo cercano, colocado allí evidentemente para que el durmiente pudiera tomar un trago si se despertaba a media noche.

—Estuvo aquí —dijo Cliff en voz queda.

—Sí —convino Lem.

Sabía de forma intuitiva que el alienígena había hecho aquella cama; por alguna razón inexplicable su extraña presencia se hacía sentir en la cámara. Miró el cubo preguntándose cómo lo habría conseguido la criatura. Probablemente, a lo largo del camino desde «Banodyne» habría decidido buscar un escondrijo para descansar un rato, y entretanto habría pensado que necesitaría unas cuantas cosas para hacer más cómoda su vida en la espesura. Quizás irrumpiendo en algún establo, granero o casa vacía habría robado el cubo y las otras cosas que Bockner alumbraba ahora con su linterna.

Una manta escocesa para prever cualquier cambio del tiempo. A juzgar por su aspecto, era de un caballo. Lo que le llamó la atención a Lem fue la pulcritud con que había sido plegada la manta y colocada sobre un estrecho saliente de la pared junto a la entrada.

Una linterna. Ésta se hallaba en el mismo saliente de la manta. De noche, el alienígena tenía vista soberbia. Ése era uno de los requisitos previstos con el que la doctora Yarbeck había trabajado lo suyo: en la oscuridad, un guerrero bien dotado por la ingeniería genética podría ver tan bien como un gato. Siendo así, ¿por qué necesitaría una linterna? A menos que…, tal vez incluso una criatura nocturna tuviera miedo de la oscuridad.

Esa idea consternó a Lem, e inesperadamente se apiadó de la bestia tal como se apiadara aquel día en que la observó comunicarse mediante un lenguaje rudimentario con Yarbeck, aquel día en que dijo desear arrancarse los ojos para no poder mirarse nunca más.

Bockner dirigió su propia linterna hacia unas veinte envolturas de caramelos. Al parecer, el alienígena había robado algunas bolsas de caramelos a lo largo del camino. Lo extraño era que esas envolturas no estaban estrujadas sino alisadas y colocadas con esmero sobre el suelo a lo largo de la pared: diez de «Reese’s» hechos con manteca de cacao y diez de «Clark Bars». Quizás al alienígena le gustaran los colores brillantes de las envolturas. O quizá las guardase para recordar el placer que le habían procurado los dulces, porque una vez desaparecidos éstos no habría muchos placeres en la vida ardua a que se le había conducido.

En el rincón más alejado del lecho, envuelto en sombras, había un montón de huesos. Huesos de animales pequeños. Una vez comidos los dulces, el alienígena se había visto obligado a cazar para alimentarse. Y sin medios para encender un fuego, había comido carne cruda como cualquier bestia salvaje. Quizá guardase los huesos en la cueva por temor de que, si los dejaba fuera, daría pistas sobre su paradero. El almacenarlos en el rincón más oscuro y distante de su escondrijo parecía denotar un sentido civilizado de la limpieza y el orden, pero a Lem le pareció también como si el alienígena hubiese ocultado los huesos en la sombra porque le avergonzaba su propio salvajismo.

Lo más patético de todo fue un grupo peculiar de artículos conservados en un nicho de la pared, sobre el lecho de hierba. «No —pensó Lem—, no sólo conservado; los objetos estaban colocados con sumo esmero, como para una exposición, tal como lo haría un aficionado al cristal artístico o la cerámica “Maya” al exponer una valiosa colección». Allí había una esfera de cristal coloreado, similar a las que la gente suele colgar en sus patios para que reluzca el sol; tenía unas cuatro pulgadas de diámetro y una flor azul pintada sobre un fondo de color amarillo pálido. Al lado había un pulido recipiente de cobre que, probablemente, habría contenido una planta en el mismo patio o en otro lugar. Seguían al recipiente dos objetos que sin duda habían sido tomados de un interior, quizás en la misma vivienda donde el alienígena robara los caramelos: primero, una estatuilla de porcelana fina que representaba a dos cardenales de plumaje rojizo posados sobre una rama, y segundo, un pisapapeles de cristal. Al parecer, incluso el engendro de Yarbeck albergaba dentro de su pecho una sensibilidad para la belleza y un deseo de vivir no como un animal sino como un ser pensante, en un ambiente que tuviera por lo menos un toque, aunque leve, de civilización.

Lem sintió dolor de corazón al considerar que Yarbeck había puesto en el mundo una criatura solitaria y torturada, aborrecida de sí misma e inhumana y, no obstante, consciente de su propia naturaleza.

Por último, el nicho sobre el lecho de hierba contenía una figurilla de Mickey Mouse que servía también como hucha.

La compasión de Lem se acrecentó pues él sabía por qué esa hucha le había interesado al alienígena. En «Banodyne» se habían hecho ciertos experimentos para determinar la inteligencia del perro y del alienígena y cuál era su naturaleza, con el propósito de descubrir las diferencias entre sus percepciones y las del ser humano. En varias ocasiones se proyectó por separado para el perro y la bestia una videocinta que había sido compuesta por varios trozos de diferentes películas: viejos filmes de John Wayne, metraje de La guerra de las galaxias, de George Lucas, noticiarios, escenas documentales muy variadas y… dibujos animados de Mickey Mouse. Se filmaron las reacciones del perro y del alienígena y más tarde se les sometió a un interrogatorio para averiguar si ambos habían comprendido qué segmentos de la videocinta eran acontecimientos reales y cuáles vuelos de la imaginación. Las dos criaturas habían aprendido, paulatinamente, a identificar la fantasía cuando la veían; pero, aunque pareciese extraño, la fantasía en la que más quisieron creer, la fantasía que retuvo su atención durante más tiempo, fue Mickey Mouse. Las aventuras de Mickey Mouse y de sus amigos les cautivaron. Tras su fuga de «Banodyne», el alienígena habría encontrado, quién sabe cómo, aquella hucha, y el maldito infeliz la habría codiciado porque le recordaba los únicos momentos gratos que había pasado en el laboratorio.

Bajo la linterna del comisario Bockner, algo producía destellos en el nicho. Al estar colocado de plano junto a la hucha, les había pasado casi inadvertido. Cliff pisó el lecho de hierba y sacó el objeto reluciente del nicho: un fragmento triangular de espejo, que medía ocho por diez centímetros.

«El alienígena se recogía aquí —pensó Lem—, intentando cobrar ánimo mediante la contemplación de sus parcos tesoros, intentando hacer de esto un hogar en la medida de lo posible. Alguna vez, se miraría en este fragmento de espejo, quizá buscando esperanzado algún rasgo de su apariencia que no fuese horrendo, quizás intentando conformarse con lo que era. Y fracasando. Fracasando sin la menor duda».

—Santo Dios —murmuró Cliff Soames, quien, al parecer, había pensado lo mismo. Pobre bastardo.

El alienígena había poseído un último objeto; un ejemplar de la revista People. Robert Redford ocupaba la portada. Utilizando la garra, una piedra cortante o algún otro instrumento puntiagudo, el alienígena le había arrancado los ojos a Redford.

La revista estaba arrugada y hecha jirones, como si se la hubiese hojeado cien veces. El comisario Bockner se la entregó y les sugirió que la hojearan una vez más. Al hacerlo, Lem comprobó que los ojos de cada persona fotografiada habían sido arañados, cortados o destrozados.

La minuciosidad de esa mutilación simbólica era escalofriante; no se había indultado ni a una sola imagen de la revista.

El alienígena era patético y merecía conmiseración.

Pero también era temible.

Cinco víctimas: unas destripadas, decapitadas otras.

No se debía olvidar ni por un instante a los muertos inocentes. Ni el afecto a Mickey Mouse ni el amor por la belleza podían disculpar semejante matanza.

Pero ¡Santo Dios…!

Se había conferido a esa criatura suficiente inteligencia para captar el valor y los beneficios de la civilización, para añorar la aceptación general y una existencia significativa. Sin embargo, se le había injertado también mediante la ingeniería genética un deseo feroz de violencia, un instinto asesino sin igual en la Naturaleza, porque se le había concebido para ser un asesino inteligente sujeto a una larga correa invisible, una máquina viviente de guerra. Por mucho tiempo que mantuviese esa soledad pacífica en su cueva del desfiladero, por mucho que se resistiese a sus impulsos violentos, no podría cambiar lo que era. La presión se iría acumulando dentro de su ser hasta que no pudiera contenerla, hasta que el degüello de pequeños animales no le proveyera el suficiente alivio psicológico y entonces se hiciese necesario buscar presas mayores y más interesantes. Pocas horas antes, el propio Lem había cavilado sobre lo difícil que le resultaba hacerse un hombre diferente de aquel que había sido educado por su padre, cuán difícil era para cualquier hombre cambiar lo que la vida le había dado para formarle. No obstante, eso al menos era posible si uno se lo proponía firmemente, si tenía voluntad y tiempo. Ahora bien, para el alienígena tal cambio era un imposible; el asesinato estaba en los genes de la bestia, bajo llave, y no podía tener esperanza de recreación ni salvación.

—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó el comisario Bockner, incapaz de contener por más tiempo su curiosidad.

—Créame si le digo que no le conviene saberlo —dijo Lem.

—¿Qué había en esa cueva? —inquirió Bockner.

Lem se limitó a sacudir la cabeza. Si dos personas más habían tenido que morir, se podía considerar como un golpe de suerte que se las hubiese asesinado en un parque nacional. Aquello era territorio federal, lo cual quería decir que la NSA podría asumir la autoridad en la investigación mediante procedimientos mucho más simples.

Mientras tanto, Cliff Soames estaba todavía dando vueltas y más vueltas en la mano al fragmento de espejo, mirándolo con aire pensativo.

Echando una última ojeada alrededor de la horripilante cueva, Lem se hizo una promesa en la que incluyó a su peligrosa presa:

—Cuando dé contigo, no consideraré la posibilidad de atraparte vivo; nada de armas tranquilizadoras, como preferirían los científicos y los militares; tiraré a matar, pero con limpieza y rapidez.

***

El uno de agosto Nora vendió todo el mobiliario de tía Violet, así como otras propiedades. Había telefoneado a un marchante que trataba con antigüedades y muebles de segunda mano, y él le había dado por todo un precio global. Nora había aceptado encantada. Ahora, salvo la vajilla, la plata y el mobiliario de su dormitorio que le pertenecían, las habitaciones estaban vacías de pared a pared. La casa parecía purificada, exorcizada. Todos los espíritus malignos habían sido expulsados, y se sabía capaz de decorarla otra vez por entero; sin embargo, como no deseara aquella vivienda, telefoneó a un agente inmobiliario y la puso en venta.

También había desaparecido su antigua ropa, absolutamente toda, y ahora ella tenía un nuevo vestuario, con pantalones y blusas, vaqueros y vestidos, como cualquier mujer. A veces se sentía demasiado llamativa, con unos colores un tanto brillantes, pero se resistía al impulso de embarcarse de nuevo en lo oscuro y sórdido.

Nora no había encontrado todavía el ánimo suficiente para poner su talento artístico en el mercado y averiguar si su obra pictórica valía algo. En algunas ocasiones, Travis la animaba sobre este asunto de una manera que él creía sutil, pero ella no estaba preparada para colocar su frágil yo en el yunque y dar así a cualquiera la oportunidad de descargar el martillo sobre él. Pronto, sí, pero todavía no.

Algunas veces, cuando se miraba en el espejo o percibía de refilón su imagen en algún escaparate plateado por el sol, se daba cuenta de que, en realidad, era bonita. No bella, quizá no deliciosa como algunas estrellas de cine, pero moderadamente bonita. Sin embargo, ella no parecía capaz de confiar en esa percepción reveladora de su apariencia, porque al cabo de unos cuantos días la sorprendía de nuevo el atractivo del rostro que la miraba desde el espejo.

El cinco de agosto, a última hora de la tarde, Travis estaba sentado con ella ante la mesa de su cocina jugando al «Scrabble» y Nora se sentía bonita. Pocos minutos antes, en el baño, había tenido otra de esas revelaciones al mirarse en el espejo y, de hecho, su imagen le había gustado más que nunca. Ahora, de vuelta ante el tablero de «Scrabble», se sintió eufórica, más feliz de lo que jamás hubiera creído posible… y traviesa. Empezó a utilizar sus fichas para formar palabras sin sentido, y luego las defendía vociferante cuanto Travis exponía ciertas dudas sobre su legitimidad.

—¿Sirtul? —dijo él mirando ceñudo el tablero—. No existe tal palabra… ¡sirtul!

—Es una gorra triangular que llevan los leñadores.

—¿Los leñadores?

—Como Paul Bunyan.

—Los leñadores llevan gorros de punto, lo que tú llamas gorros de tobogán, o gorras redondas de cuero con orejeras.

—No estoy hablando de lo que llevan para trabajar en el bosque —explicó ella haciendo gala de paciente—. «Sirtul» es el nombre del gorro que se ponen para ir a la cama.

Él soltó una carcajada y meneó la cabeza.

—¿Me estás tomando el pelo?

Ella se puso tan seria como pudo.

—No. Es cierto.

—¿Los leñadores llevan algo especial para ir a dormir?

—Exacto. El sirtul.

Por no estar acostumbrado a la idea de que Nora bromease con él, Travis se lo tragó.

—¿Sirtul? ¿Por qué lo llaman así?

—Maldito si lo sé —contestó ella.

A todo esto, Einstein estaba echado sobre el vientre leyendo una novela. Desde su licenciatura, había pasado con sorprendente celeridad de los libros ilustrados a la literatura para niños, como El viento en los sauces, y leía durante ocho o diez horas cada día. Nunca parecía tener bastantes libros. Se había hecho un adicto de la prosa. Diez días antes, cuando la obsesión del perro por la lectura había terminado agotando la paciencia de Nora, ya que ella debía sostener el libro y volver las páginas, intentaron una componenda que le permitiera a Einstein leer un volumen abierto delante de él, y también el volver las páginas por sí mismo. En una empresa suministradora de hospitales, encontraron un artilugio concebido para aquellos pacientes que no podían utilizar los brazos ni las piernas. Era un atril metálico en el que se ajustaban las cubiertas del libro; unos brazos mecánicos, movidos por electricidad, bajo el control de tres botones, volvían las páginas y las mantenían en su sitio. Un tetrapléjico podía manejarlo con un punzón entre los dientes; Einstein empleaba el hocico. El perro parecía muy contento con ese dispositivo. Ahora gimió para sí por algo que acababa de leer, pulsó uno de los botones y volvió otra página.

Travis formó la palabra «malévola» y acumuló un montón de puntos utilizando un cuadrado de doble puntuación, Nora empleó sus fichas para formar «javo», lo cual le valió más puntos todavía.

—¿«Javo»? —inquirió Travis dubitativo.

—Es una comida típica de Yugoslavia —dijo ella.

—Sí. La receta incluye jamón y pavo. Ésa es la razón de que lo llamen así porque… —No pudo acabar. Rompió a reír.

Él la miró boquiabierto.

—Estás tomándome el pelo. ¡Estás tomándome el pelo! ¿Qué ha sido de ti, Nora Devon, qué ha sido de ti? Cuando te conocí dije para mis adentros: ¡Vaya, aquí tenemos a la joven más endiabladamente seria y retraída que jamás se ha visto!

—Y lo más parecido a una ardilla.

—Bueno, eso no.

—Sí, lo más parecido a una ardilla —insistió ella—. Lo pensaste.

—Está bien, sí, te creí tan parecida a una ardilla que me imaginé que tendrías el ático de tu casa atestado de nueces.

Ella respondió sonriente:

—Si tía Violet y yo hubiésemos vivido en el Sur, podríamos haber sido dos personajes concebidos por Faulkner, ¿verdad?

—Demasiado esotéricos, incluso para Faulkner. Pero ahora ¡mírate! Inventando palabras divertidas y bromas aún más divertidas, intentando darme el timo por suponer que jamás creería yo capaz de semejantes cosas a Nora Devon, ¡precisamente a ella! La verdad es que has cambiado mucho en estos últimos meses.

—Gracias —dijo ella.

—Más bien debieras agradecérselo a Einstein.

—No. A ti sobre todo —murmuró Nora. Y de pronto la asaltó aquella antigua timidez que antaño hiciera cualquier cosa de ella menos paralizarla—. A ti sobre todo. Jamás me habría encontrado con Einstein si antes no te hubiese conocido. Y tú… te preocupaste por mí… te inquietaste por mí… viste en mí algo que yo no podía ver. Tú me rehiciste.

—No —dijo él—. Tú me atribuyes demasiado crédito. No necesitabas que nadie te rehiciera. Esta Nora ha estado siempre ahí, dentro de la antigua. Cual una flor toda apretada y escondida en el interior de una insignificante semilla. Tú necesitabas sólo que se te animara a desarrollarte y florecer.

Nora no podía mirarle. Se sentía como si se le hubiera colocado una inmensa piedra sobre la nuca, lo cual la forzara a humillar la cabeza, se sonrojó. No obstante encontró el coraje suficiente para decir:

—¡Es tan endiabladamente difícil florecer… cambiar…! Lo es incluso aunque tú quieras cambiar, aunque lo desees más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero el deseo de cambiar no basta. La desesperación tampoco. No se puede hacer sin… amor. —Su voz se fue extinguiendo hasta ser un susurro apagado… y ella no pudo alzarla—. El amor es como el agua y el sol que hacen crecer la semilla.

—Nora, mírame —dijo él.

La piedra de su cuello debía pesar cuarenta y cinco kilos, o quizá cuatrocientos cincuenta.

—¿Nora?

No. Una tonelada.

—Nora, te quiero.

Gracias a un esfuerzo sobrehumano, ella levantó la cabeza. Le miró. Los ojos castaños de él, ahora tan oscuros que parecían casi negros, se le antojaron cálidos, afables y hermosos. Ella amaba esos ojos. Amaba el puente alto y estrecho de su nariz. Amaba cada rasgo de su rostro enjuto, ascético.

—Debí habértelo dicho mucho antes —dijo Travis—, porque yo tengo más facilidad para decirlo que tú. Sin embargo, no lo hice porque tenía miedo. Cada vez que me enamoraba de una mujer, la perdía, pero esta vez pensé que quizá fuera diferente, quizá la suerte estuviese conmigo. Quizá tú cambiaras las cosas para mí, tal como yo he ayudado a cambiarlas para ti.

Nora notó la marcha acelerada de su corazón, y aunque apenas pudiera respirar, logró decir:

—Te quiero.

—¿Quieres casarte conmigo?

Ella quedó atónita. La verdad es que no sabía lo que cabía esperar, pero desde luego no era eso. Tan sólo el oírle decir que la quería, y el poder expresarle los mismos sentimientos…, hubieran sido suficiente para mantenerla feliz durante semanas, meses. Esperaba tener tiempo para caminar alrededor de su amor, como si éste fuera un misterioso e inmenso edificio que, cual pirámide recién descubierta, requiriese estudio y examen desde todos los ángulos posibles antes de atreverse a explorar su interior.

—¿Te casarás conmigo? —repitió él.

Esto iba demasiado aprisa, a una velocidad temeraria, y aunque estuviese sentada en una mesa de cocina, Nora se sintió tan mareada como si estuviese girando en una noria de feria, y también tuvo miedo, e intentó decirle que moderara la marcha, que los dos tenían tiempo de sobra para considerar el próximo paso antes de darlo, pero, ante su sorpresa, oyó que su propia voz decía:

—¡Ah, sí! ¡Sí!

Él alargó la mano y le cogió las suyas. Entonces ella lloró, pero fueron lágrimas gratas.

Aun cuando estuviese perdido en su libro, Einstein se apercibió de que algo estaba sucediendo. Se acercó a la mesa, los olfateó a ambos y se restregó contra sus piernas mientras gemía feliz.

—¿La semana próxima…? —sugirió Travis.

—¿Casarnos? Pero se necesita tiempo para el permiso y todo lo demás.

—En Las Vegas, no. Les llamaré con la debida anticipación, haré las gestiones necesarias para reservar una capilla en Las Vegas. Entonces podremos ir allí la semana que viene y casarnos.

Entre risas y lágrimas, Nora dijo:

—Conforme.

—¡Formidable! —exclamó regocijado Travis.

Einstein agitó la cola con verdadera furia: SÍ, SÍ, SÍ, SÍ.

***

El miércoles, 4 de agosto, trabajando bajo contrato para la Familia Tetragna de San Francisco, Vince Nasco aplastó a una pequeña cucaracha llamada Lou Pantangela. Esta cucaracha había encontrado pruebas acusatorias y tenía una cita en septiembre para testificar contra los miembros de la organización Tetragna.

Entretanto, Johnny Santini, el Alambre, manipulador de ordenadores al servicio del hampa, había aplicado su experiencia altamente tecnificada para invadir los archivos federales de ordenadores y localizar a Pantangela: La cucaracha estaba viviendo bajo la protección de dos comisarios federales dentro de una casa segura situada en Bahía Redondo, nada menos que al sur de Los Ángeles. Tan pronto como testificara ese otoño, se le proveería de una nueva identidad y una nueva vida en Connecticut…, pero, por supuesto, no iba a vivir para verlo.

Puesto que era probable que Vince tuviese que liquidar a uno o a los dos comisarios para llegar hasta Pantangela, todo esto le acarrearía una gran presión, de modo que la Tetragna le ofreció unos honorarios sobremanera elevados: 60 000 dólares. Ellos ignoraban que la necesidad de matar a más de un hombre era como una prima para Vince, hacía más atrayente el trabajo ante sus ojos.

Durante casi una semana, él vigiló a Pantangela usando un vehículo diferente cada día para evitar que le detectaran los guardaespaldas de la cucaracha. Éstos no dejaban salir mucho a Pantangela, pero confiaban en su escondrijo más de lo que debieran haberlo hecho, pues le permitían almorzar en público tres o cuatro veces cada semana, acompañándole hasta una pequeña trattoria a cuatro manzanas de la inexpugnable casa.

Habían cambiado todo lo posible la apariencia de Pantangela: antes era un hombre de espeso pelo negro que le colgaba sobre el cuello de su camisa; ahora, tenía el pelo corto y teñido de un color castaño claro. Antes, llevaba bigote, pero ahora le habían obligado a afeitárselo. Antes, pesaba veintisiete kilos de más; no obstante tras dos meses en manos de los comisarios, había perdido unos dieciocho kilos. Pese a todo, Vince le reconoció.

El miércoles, 4 de agosto, a la una en punto, los dos acompañaron a Pantangela hasta la trattoria como de costumbre. A la una y diez, Vince entró allí con aire desenfadado para almorzar.

El restaurante tenía sólo ocho mesas en el centro y seis reservados a lo largo de cada pared. El local tenía aspecto limpio, pero había demasiada cursilería italiana a juicio de Vince: manteles a cuadros rojos y blancos, murales chillones que representaban ruinas romanas, botellas vacías de vino empleadas como palmatorias y mil racimos de uvas de plástico, ¡por amor de Dios!, que colgaban de una celosía, fijada al techo, muy concebido todo para crear una atmósfera de cenador. Como los californianos propendieran a cenar temprano, al menos en comparación con los hábitos del Este, también tomaban temprano su almuerzo, de modo que hacia la una y diez el número de comensales había alcanzado ya su punto culminante y empezaba a declinar. A las dos en punto era muy probable que los únicos clientes presentes fueran sólo Pantangela, sus dos guardaespaldas y Vince, lo que convertiría el local en el lugar idóneo para el golpe.

La trattoria era demasiado pequeña para emplear a una recepcionista en el almuerzo, de modo que un letrero invitaba a los comensales a sentarse donde prefirieran. Vince atravesó la estancia pasando por delante de la banda Pantangela para ocupar un reservado detrás de ellos.

Había cavilado lo suyo sobre la indumentaria. Llevaba alpargatas, unos calzones rojos y una camiseta blanca en donde se había impreso olas azules, un sol amarillo y la «frase ANOTHER CALIFORNIA BODY» (OTRO CUERPO CALIFORNIANO). Sus gafas de aviador tenían espejo. Llevaba una bolsa de playa abierta por arriba, en donde se leían las audaces palabras MY STUFF (MI EQUIPO). Quien echara una ojeada a la bolsa cuando él pasara por delante, vería una toalla enrollada, botellas de loción contra las quemaduras, una radio pequeña y un cepillo para el cabello, pero no la pistola automática «Uzi», provista de silenciador y el cargador con cuarenta proyectiles escondido en el fondo. Completaba ese bagaje con un intenso bronceado, Vince consiguió dar la impresión que se proponía: un surfista en muy buena forma pero ya maduro; un pelmazo algo achispado, indolente y probablemente fatuo, que iría cada día a la playa haciéndose pasar por joven, y cultivando todavía la presunción cuando contaba ya sesenta años.

Él lanzó sólo una mirada indiferente a Pantangela y los comisarios, pero se percató de que los tres le estaban dando un buen repaso y luego lo descartaban como un ser inofensivo. Perfecto.

Los reservados tenían altos respaldos almohadillados así que desde su asiento no podía ver a Pantangela, pero sí oía la conversación entre la cucaracha y los comisarios, preferentemente sobre béisbol y mujeres.

Tras una semana de vigilancia, Vince había averiguado que Pantangela no abandonaba nunca la trattoria antes de las dos y media, por lo general a las tres, evidentemente porque se empeñaba en tomar un aperitivo, una ensalada, el plato principal y postre, el completo. Esto le dio tiempo a Vince para tomar una ensalada y una ración de linguini con salsa de almejas.

Su camarera tendría unos veinte años, rubia platino, bonita y tan bronceada como él. Poseía la pinta y el tono de una chica playera, y mientras anotaba su pedido empezó a coquetear con él. Vince se figuró que sería una de esas ninfas sobre la arena cuyos cerebros estaban tan fritos por el sol como sus cuerpos. Probablemente pasaría cada tarde del verano en la playa haciendo sandeces de todo tipo, extendiendo sensual sus esbeltas piernas ante cualquier semental por poco que le interesara, y como tal vez le interesasen la mayoría, estaría plagada de enfermedades por muy lozana que pareciese. La sola idea de arquear el lomo sobre ella le dio náuseas, pero, representando el papel que se había asignado, flirteó con ella e intentó simular que se le caía la baba al imaginársela desnuda y retorciendo el cuerpo debajo de él.

A las dos y cinco, Vince había terminado el almuerzo y los únicos comensales que quedaban en el local eran Pantangela y los dos comisarios. Una de las camareras había terminado ya su servicio, y las otras dos estaban en la cocina. La ocasión era inmejorable.

La bolsa de playa estaba en el reservado, junto a él. Vince metió la mano y sacó la pistola «Uzi».

Pantangela y los comisarios estaban conversando sobre las probabilidades que tendrían los «Dodgers» para ganar las Series Mundiales.

Vince se levantó, se volvió hacia el reservado de ellos y los roció con veinte o treinta proyectiles de la «Uzi». El rechoncho y perfecto silenciador trabajó a pedir de boca, los disparos no hicieron más ruido que un tartamudo pronunciando una palabra que comienza por ese sonora. Todo ocurrió tan aprisa que los comisarios no tuvieron tiempo de llevarse la mano a sus armas. No tuvieron tiempo de sorprenderse siquiera.

Pantangela y sus guardianes quedaron muertos en tres segundos.

Vince se estremeció de placer; por un instante le abrumó la copiosa energía vital que acababa de absorber. Le fue imposible hablar. Por fin pudo decir con voz trémula y ronca:

—Gracias.

Al apartarse del reservado y dar media vuelta, se encontró con su camarera, que ocupaba el centro de la estancia y parecía petrificada. Sus dilatados ojos azules, que estaban fijos en los muertos, se volvieron lentamente hacia él.

Antes de que la joven pudiera gritar, Vince le vació el resto del cargador, quizá diez balas, y la mujer se desplomó despidiendo una lluvia de sangre.

—Gracias —dijo él. Luego lo repitió, porque la chica había sido joven y vital; por tanto, doble utilidad para él.

Por temer que alguien más pudiera salir de la cocina o cualquiera pasara por delante del restaurante y viera a la camarera tendida en un charco de sangre, Vince se acercó raudo a su reservado, cogió la bolsa playera y metió la pistola «Uzi» debajo de la toalla. Luego se puso las gafas de sol y se largó de allí.

Las huellas dactilares no le preocupaban. Se había revestido las yemas de los dedos con el engrudo de Elmer, que, al secarse, era casi transparente, y nadie podía percibirlo a menos que él levantara las manos mostrando las palmas y llamara la atención sobre ellas al público. La capa de cola era lo bastante gruesa para llenar los leves surcos de la piel y dejaba muy suaves las yemas.

Una vez fuera, Vince caminó tranquilo hasta el final de la manzana y se metió en su furgoneta, que estaba aparcada junto al bordillo. Nadie le miró dos veces, al menos que él supiera.

Se dirigió hacia el océano, esperando pasar un buen rato al sol y luego darse una zambullida vivificante. El ir a la Bahía Redondo, dos manzanas más allá, se le antojó demasiado temerario, y por tanto tomó la autopista costera hacia el sur, camino de Bolsa Chica, situada precisamente al norte de Bahía Huntington y el lugar en donde él vivía.

Mientras conducía pensó en el perro. Le estaba pagando todavía a Johnny el Alambre para vigilar las perreras, las Comisarías y cualquier otra entidad que estuviese comprometida en la búsqueda del perdiguero. Conocía la circular distribuida por la National Security Agency entre veterinarios y autoridades para el control de los animales en tres estados, y sabía también que la NSA no había tenido suerte hasta el momento.

Tal vez el perro hubiese sido atropellado y muerto por un coche o lo hubiese matado la criatura que Hudston llamara el alienígena o una manada de coyotes en las colinas. No obstante, Vince no quiso creer que estuviera muerto, porque ello pondría fin a su sueño de hacer una magna operación financiera con el perro, bien fuera devolviéndolo a las autoridades mediante previo rescate o vendiéndoselo a un tipo opulento del mundo del espectáculo que pudiera preparar un formidable número con él o ideando algún medio para utilizar la inteligencia secreta del animal en algún trabajo seguro y lucrativo que no dejase marcas sospechosas.

Lo que él prefería creer era que alguien había encontrado al perro y se lo había llevado a casa como animal de compañía. Si pudiera localizar a las personas que se habían hecho con el animal, podría comprárselo…, o, sencillamente, eliminarlas y llevarse al chucho.

Pero ¿dónde diablos se suponía que debería buscarlo? ¿Cómo arreglárselas para dar con esas personas? Si hubiera alguna forma de localizarlas, con toda seguridad la NSA se le adelantaría.

Si el perro no estuviese ya muerto, lo mejor para atraparle sería buscar primero al alienígena y dejar que esta bestia le condujera hasta el perro, pues Hudston había parecido creer que así lo haría. Sin embargo, eso no era tampoco tarea fácil.

Por otra parte, Johnny el Alambre le seguía procurando información sobre matanzas particularmente violentas de personas y animales en toda la California meridional. Así pues, Vince tenía ya noticias sobre la carnicería en el pequeño parque zoológico de Irvine, el asesinato de Wes Dalberg y de los hombres en Bordeaux Ridge. Johnny había detectado los informes sobre los animales domésticos mutilados en la zona de Diamond Bar, y él mismo había visto en el telediario a los jóvenes que encontraron lo que ellos creyeron un extraterrestre en la espesura al pie del pico de Johnstone. Tres semanas antes, dos montañeros habían aparecido horriblemente descuartizados en el Parque Nacional Ángeles, y, abriéndose camino entre los ordenadores de la propia NSA, Johnny había confirmado que esta agencia asumía también la jurisdicción en dicho caso, lo cual significaba que esa salvajada era asimismo obra del alienígena.

Desde entonces nada nuevo.

Vince no estaba dispuesto a renunciar. Ni mucho menos. Él era un hombre paciente. La paciencia formaba parte de su trabajo. Esperaría, acecharía, haría funcionar a Johnny el Alambre, y tarde o temprano obtendría lo que perseguía. Estaba seguro de ello. Él había prescrito que el perro, a semejanza de la inmortalidad, era parte integral de su grandioso destino.

Una vez en la bahía de Bolsa Chica, Vince se mantuvo inmóvil un rato contemplando las enormes masas oscuras de agua agitada mientras las olas golpeaban contra sus muslos. Se sintió tan poderoso como el mismo mar. Le llenaban veintenas de vidas. No le habría sorprendido que, súbitamente, las yemas de sus dedos despidieran electricidad, tal como las manos de los dioses proyectaban rayos en la mitología.

Por fin, se lanzó de cabeza al agua y nadó contra las poderosas olas que rompían. Se alejó mucho, antes de tomar una dirección, paralela a la playa, nadando primero hacia el sur y luego hacia el norte, manteniendo un ritmo constante, hasta que, exhausto, dejó que la corriente le llevara de vuelta a la playa.

Dormitó un rato, bajo el cálido sol de la tarde. Soñó con una mujer embarazada, de vientre enorme, esférico, y en su sueño él la estrangulaba.

Solía soñar que mataba a niños o, mejor todavía, niños nonatos de mujeres embarazadas, porque eso era algo que codiciaba en la vida real. Desde luego, el infanticidio era demasiado peligroso; se trataba de un placer que le estaba vedado, si bien la energía vital de un niño sería la más rica y pura, la más digna de absorción. Demasiado peligroso para pensarlo siquiera. No podía permitirse el infanticidio hasta estar seguro de haber alcanzado la inmortalidad, pues desde ese instante no tendría por qué temer a la Policía ni a nadie.

Aunque él tuviera con frecuencia esos sueños, el que le despertara en la bahía de Bolsa Chica se le antojó más significativo que otros del mismo género. Lo encontró… diferente. Profético.

Se sentó entre bostezos y parpadeó al sol poniente, fingiendo no percatarse de las chicas con bikini que le estaban echando el ojo; se dijo que ese sueño era un anticipo de placeres por venir. Algún día, atenazaría la garganta de una mujer encinta, como la del sueño, y conocería la sensación suprema, el don supremo, no sólo la energía vital de ella, sino también la energía pura, sin mácula, del nonato en su seno.

Sintiéndose tan enriquecido como un millón de pavos, regresó a su furgoneta y se dirigió hacia casa; allí se duchó y luego se fue a cenar a la churrasquería «Stuart Anderson» más próxima, donde se solazó con un filet mignon.

***

Einstein salió disparado de la cocina saltando por encima de Travis, atravesó el pequeño comedor y se perdió en la sala. Tomando la correa, Travis le siguió. Y encontró a Einstein escondido detrás del sofá.

—Escucha —le dijo—, no te harán ningún daño.

El perro le vigiló, receloso.

—Necesitamos resolver esta cuestión antes de ir a Las Vegas. El veterinario te pondrá dos o tres inyecciones, vacunas contra el moquillo y la rabia. Es por tu propio bien y no te dolerá nada, de verdad. Luego sacaremos una licencia para ti, lo que deberíamos haber hecho hace muchas semanas.

Un ladrido. NO.

—Sí, lo haremos.

NO.

Agachándose mientras sujetaba la correa por el pasador que engancharía al collar, Travis avanzó un paso hacia Einstein.

El perdiguero se escabulló. Corrió hacia la butaca, se subió de un salto a ella y desde esa atalaya observó muy atento a Travis. Él se le acercó despacio por detrás del sofá y dijo:

—Óyeme, cara peluda. Yo soy tu amo…

Un ladrido.

Frunciendo el ceño, Travis continuó:

—¡Ah, sí! Soy tu amo. Tú puedes ser un maldito perro muy listo, pero no dejas de ser un perro, y yo soy el hombre. Por tanto, yo te digo que los dos nos vamos al veterinario.

Un ladrido.

Recostada contra el arco del comedor, cruzando los brazos y sonriente, Nora dijo:

—Me da la impresión de que está intentando mostrarte un ejemplo de lo que son los niños, para el caso de que decidamos tenerlos.

Einstein voló de su percha y estaba ya fuera de la habitación cuando Travis, incapaz de frenar, cayó sobre la butaca.

Nora exclamó entre carcajadas:

—¡Esto es muy divertido!

—¿Adónde ha ido? —preguntó Travis.

Ella señaló hacia el pasillo que conducía a los dos dormitorios y al baño.

Travis halló al perdiguero en el dormitorio del amo, plantado sobre la cama y dando cara a la puerta.

—No puedes ganar —dijo—. Esto es por tu propio bien, maldita sea, y se te pondrán esas inyecciones lo quieras o no.

Einstein levantó la pata trasera y se meó sobre la cama. Travis inquirió estupefacto:

—¿Qué diablos estás haciendo?

Einstein cesó de orinar, se apartó del charco que estaba empapando la colcha y miró desafiante a Travis.

Había oído que ciertos perros y gatos exteriorizaban su desagrado extremo haciendo faenas como aquélla. Cuando él tenía la agencia inmobiliaria, una de sus vendedoras había dejado a su collie enano en una perrera para poder salir de vacaciones. Cuando regresó y recogió al perro, éste la castigó orinándose sobre sus dos butacas favoritas y en su cama.

Pero Einstein no era un perro ordinario. Teniendo en cuenta su notable intelecto, el acto de orinarse sobre la cama resultaba incluso más ofensivo que si hubiese sido un perro ordinario.

Enfadado ahora de verdad, Travis avanzó hacia el perro diciendo:

—Esto es imperdonable.

Einstein se dejó deslizar del colchón. Comprendiendo que el perro intentaría esquivarle y huir de la habitación, Travis dio unos pasos atrás y cerró de golpe la puerta. Viendo cerrada la salida, Einstein cambió velozmente de dirección y se lanzó como una bala hacia el punto más distante del dormitorio, en donde se plantó ante el ropero.

—No más tonterías —dijo muy serio Travis enarbolando la correa.

Einstein se replegó a un rincón.

Agazapándose y extendiendo ambos brazos para impedir que se le escapara por un lado u otro, Travis lo atrapó por fin y enganchó el pasador al collar.

—¡Ajá!

Acurrucado y vencido en el rincón, Einstein dejó colgar la cabeza y empezó a temblequear.

La sensación de triunfo que experimentara Travis duró muy poco. Miró pesaroso la cabeza temblona y humillada del animal, los estremecimientos que agitaban sus flancos. Además, Einstein dejó oír gemidos patéticos, casi inaudibles, de temor.

Acariciando al perro con la intención de calmarle y darle ánimo, Travis dijo:

—En realidad esto es por tu propio bien, ya sabes. Moquillo, rabia… en fin, esas cosas con las que no querrás mezclarte. Y no sentirás el menor dolor, amigo mío. Te lo juro.

El perro no quería ni mirarle y rehusaba darse por enterado de sus promesas.

Bajo la mano de Travis, el animal parecía deshacerse a fuerza de temblores. Él miró inquisitivo al perdiguero mientras pensaba y por fin dijo:

—Dime, en ese laboratorio…, te clavarían un montón de agujas, ¿verdad? ¿Te hicieron daño con esas agujas? ¿Es eso lo que te hace temer la vacuna?

Einstein se limitó a gemir.

Travis sacó del rincón al recalcitrante perro, dejándole libre la cola para una sesión de preguntas y respuestas. Por lo pronto, dejó caer la correa, tomó la cabeza de Einstein entre las manos y le obligó a mirar hacia arriba para que ambos quedaran frente a frente.

—¿Te hicieron daño con las agujas en ese laboratorio?

SÍ.

—¿Es eso lo que te hace temer al veterinario?

Aún sin dejar de temblar, el perro ladró una vez: NO.

—Las agujas te hicieron daño y sin embargo tú no las temiste, ¿no es eso?

SÍ.

—Entonces, ¿por qué te comportas así?

Einstein se limitó a mirarle fijamente e hizo otra vez esos sonidos angustiosos.

Nora abrió una rendija en la puerta del dormitorio y atisbó el interior.

—¿Has conseguido ponerle la correa, Travis? —Y al instante añadió—: ¡Puah! ¿Qué ha sucedido aquí?

Sosteniendo todavía la cabeza del perro y mirándole a los ojos, Travis contestó:

—Él ha hecho una manifestación audaz de descontento.

—¡Y tan audaz! —convino ella, mientras avanzaba hacia la cama y empezaba a despojarla de la colcha, la manta y las sábanas empapadas.

Esforzándose por desentrañar el comportamiento del perro, Travis dijo:

—Escúchame, Einstein, si las agujas no te asustan, ¿no será el veterinario?

Un ladrido: NO.

Decepcionado, Travis caviló sobre su siguiente pregunta mientras Nora sacaba la funda del colchón.

Einstein tiritaba.

De pronto, Travis tuvo una inspiración que iluminó la contrariedad y el temor del animal. Y maldijo su propia torpeza.

—¡Diablos, claro! No temes al veterinario ¡sino a lo que el veterinario podría divulgar sobre ti!

Los estremecimientos de Einstein remitieron un poco, su cola se agitó unos instantes. SÍ.

—Si la gente de ese laboratorio ha emprendido tu persecución —y nosotros sabemos que lo ha hecho con verdadera furia porque eres el cobaya más importante de la historia—, entonces se comunicará con cada veterinario del estado, ¿no es verdad? Cada veterinario, cada perrera y cada agencia expedidora de licencias para perros.

Nueva y vigorosa agitación del rabo; menos temblores.

Nora contorneó la cama y se agachó junto a Travis.

—Pero los perdigueros dorados deben ser una de las dos o tres razas más codiciadas. Los veterinarios y los burócratas que expiden licencias para animales deben pasarse la vida negociando con ellas. Si nuestro genio canino disimula sus luces y finge ser un zopenco…

—Lo que sabe hacer muy bien.

—… entonces no tendrán forma de saber que es un fugitivo.

Einstein insistió. SÍ.

—¿Cómo? —inquirió asombrada Nora.

—¿Alguna marca especial? —sugirió Travis.

SÍ.

—¿Algo debajo de toda esa pelambrera? —preguntó Nora.

Un ladrido. NO.

—Entonces ¿dónde? —exclamó Travis.

Escabulléndose de las manos de Travis, Einstein sacudió la cabeza con tanta energía que sus orejas sonaron como castañuelas.

—Tal vez en las almohadillas de las patas —dijo Nora.

—No —respondió Travis coincidiendo con un nuevo ladrido de Einstein—. Cuando yo lo encontré, sus patas sangraban de tanto caminar y tuve que limpiarle las heridas con ácido bórico. No vi ninguna marca en sus zarpas.

Una vez más Einstein sacudió con violencia la cabeza haciendo batir las orejas.

—Quizás en la cara interna del belfo —dijo Travis—. Se suele tatuar ahí a los caballos de carreras para poder identificarlos e impedir que se haga correr a los intrusos. Déjame examinarte el belfo, muchacho.

Einstein ladró una vez —NO— y sacudió con violencia la cabeza.

Por fin Travis lo comprendió. Le inspeccionó la oreja derecha y no encontró nada; pero en la izquierda vio algo. Se hizo acompañar hasta la ventana, en donde había mejor luz, y descubrió que la marca se componía de dos números, separados por un guión; tatuados con tinta purpúrea en la carne entre rosada y tostada: 33-9.

Mirando por encima de su hombro, Nora dijo:

—Probablemente esa gente, tendría un montón de cachorros con los que estaban experimentando y necesitarían diferenciar unos de otros.

—¡Dios Santo! Si yo lo hubiese llevado al veterinario y si el veterinario tuviera instrucciones de fijarse por si veía un perdiguero con un tatuaje…

—Pero él necesita las inyecciones.

—Quizá se las hayan puesto ya —dijo esperanzado Travis.

—No podemos contar con eso. Él era un animal de laboratorio en un ambiente bajo control y tal vez no necesitara inyecciones. Posiblemente, las inoculaciones usuales imposibilitarían sus experimentos.

—No podemos arriesgarnos con un veterinario.

—Si ellos lo encuentran —dijo Nora—, nos negaremos a entregárselo.

—Pueden obligarnos —dijo preocupado Travis.

—Si pueden, que se vayan al infierno.

—Y si no pueden, también. Lo más probable es que el Gobierno esté financiando la investigación, y ése sí que puede aplastarnos. No podemos arriesgarnos. A Einstein le aterra más que nada la posibilidad de volver al laboratorio.

SI, SÍ, SÍ.

—Pero —dijo Nora— si contrae la rabia, o el moquillo o…

—Más adelante le procuraremos las inyecciones —dijo Travis—. Más adelante. Cuando la situación se enfríe. Cuando no esté tan candente.

El perdiguero gimió de felicidad, hocicó a Travis en el cuello y la cara con abyectas manifestaciones de gratitud.

Nora dijo, frunciendo el ceño:

Einstein es el mayor milagro del siglo XX o poco menos. ¿Acaso crees que esto se enfriará algún día, que dejarán de buscarle con el tiempo?

—Quizá se pasen años buscándolo —reconoció Travis acariciando al perro—. Pero su entusiasmo por la búsqueda irá decreciendo paulatinamente, y también su esperanza. Entonces los veterinarios empezarán a olvidar la prescripción de examinar las orejas de cada perdiguero que les lleven. Hasta entonces él tendrá que pasarse sin las inyecciones, supongo. Es lo mejor que podemos hacer. No, lo único que podemos hacer.

Revolviendo con una mano la capa de Einstein, Nora dijo:

—Espero que tengas razón.

—La tengo.

—Así lo espero.

—La tengo.

Travis quedó consternado al vislumbrar lo cerca que había estado de arriesgar la libertad de Einstein, y durante los días subsiguientes estuvo rumiando sobre la infame maldición Cornell. Quizá todo estuviera sucediendo otra vez. Su vida había sufrido un cambio favorable, se había hecho soportable gracias al amor que le inspiraban Nora y ese perro maldito e imposible. Y ahora el hado, que le había tratado siempre con una hostilidad suprema, tal vez quisiera arrebatarle a Nora y al perro.

Sabía que el hado era sólo un concepto mitológico. No creía que hubiese un panteón de dioses malévolos que le estuviesen observando por un ojo de cerradura celestial y maquinasen tragedias para atormentarle… y sin embargo, no podía evitar el mirar receloso al cielo de vez en cuando. Cada vez que hacía un comentario optimista acerca del futuro, se encontraba tocando madera para contrarrestar los manejos del malicioso hado. Cuando en las comidas volcaba un salero, se apresuraba a coger un pellizco de sal y tirarlo hacia atrás por encima del hombro. Luego se sentía ridículo y daba unas palmadas para limpiarse los dedos. Pero su corazón empezaba a martillear, le dominaba un pavor supersticioso e irrisorio y no se recobraba hasta que tomaba más sal y la echaba a sus espaldas.

Aunque percibiese el comportamiento excéntrico de Travis, Nora tenía el buen sentido de no comentar sus rarezas. En lugar de ello paliaba ese talante amándole apaciblemente cada minuto del día, hablándole encantada de su próximo viaje a Las Vegas, mostrando un buen humor inagotable y no tocando madera.

Ella desconocía todo acerca de sus pesadillas, porque Travis no le había contado nada al respecto. El mismo mal sueño se repitió dos noches seguidas.

En ese sueño él vagaba por los desfiladeros poblados de árboles del condado de Orange, los mismos bosques en donde encontrara a Einstein. Había ido allí otra vez con el perro y con Nora, pero ahora los había perdido. Asustado por la suerte que pudieran correr, se lanzaba por las vertiginosas pendientes, escalaba cerros, se abría paso entre los arbustos, llamando frenéticamente a Nora y al perro. Algunas veces oía la respuesta de Nora o el ladrido de Einstein, y los dos parecían estar en apuros, así que él se orientaba hacia la dirección de donde provenían sus voces, pero cuanto más se acercaba, tanto más lejos las oía, y provenían de otros lugares, y por mucho que aguzara el oído y apresurara el paso a través del bosque, se le escapaban, se le escapaban…

… hasta que despertaba sin aliento, con el corazón desacompasado y un grito silencioso atravesado en la garganta.

El viernes, 6 de agosto, fue un día tan maravillosamente ajetreado que Travis tuvo poco tiempo para cavilar sobre el hado hostil. Lo primero que hizo muy temprano fue telefonear a la capilla de enlaces matrimoniales en Las Vegas y, empleando su número de «American Express», concertó la ceremonia para el miércoles, 11 de agosto, a las once en punto. Dejándose llevar por una fiebre romántica, le comunicó al gerente de la capilla que quería veinte docenas de rosas rojas, veinte docenas de claveles blancos, un buen organista (nada de música en conserva) que supiera tocar melodías tradicionales, tantos cirios que el altar estuviera resplandeciente sin necesidad de luz eléctrica, una botella de «Dom Perignon» para coronar el acontecimiento y un fotógrafo de categoría para perpetuar la ceremonia nupcial. Cuando hubo conformidad sobre los pormenores, Travis telefoneó al hotel «Circus Circus» de Las Vegas, una empresa orientada hacia la vida familiar, que se vanagloriaba de tener un terreno para aparcar vehículos recreativos a espaldas del hotel, y reservó un espacio a partir del domingo por la noche, 8 de agosto. Con otro telefonazo al camping «RV» de Barstow aseguró reservas para el sábado por la noche, en donde pernoctarían después de cubrir la mitad del camino a Las Vegas. A renglón seguido, visitó una joyería, inspeccionó todo su surtido y por último compró un anillo de compromiso con un enorme e impecable diamante de tres quilates y un anillo de boda con doce piedras de un cuarto de quilate. Con ambas sortijas escondidas debajo del asiento de la camioneta, él y Einstein fueron a casa de Nora, la recogieron y la llevaron a una entrevista con su abogado, Garrison Dilworth.

—¿Os casáis? ¡Eso es magnífico! —dijo Garrison sacudiendo la mano de Travis. Luego besó a Nora en la mejilla. Parecía encantado de verdad—. He hecho algunas preguntas por ahí sobre usted, Travis.

—¡Ah! ¿Sí? —murmuró sorprendido Travis.

—Para bien de Nora.

La declaración del abogado hizo enrojecer y protestar a Nora, pero Travis celebró que Garrison se hubiese preocupado por la suerte de su cliente.

Examinando a Travis, el jurisconsulto de pelo plateado dijo:

—Tengo entendido que su negocio, de inmobiliaria marchaba muy bien hasta que lo vendió.

—No se me dio mal —contestó modesto Travis. Se sintió como si estuviera hablando con el padre de Nora y quisiese causar buena impresión.

Garrison añadió sonriente:

—También he oído decir que usted es un hombre bueno, fiable y con una dosis más que sobrada de afabilidad.

Ahora le tocó sonrojarse a Travis. Se encogió de hombros.

—En cuanto a ti, querida —dijo Garrison a Nora—, no sabes cuánto me alegro, soy más feliz de lo que puedo expresarte.

—Gracias. —Nora lanzó a Travis una mirada tan amorosa y radiante que le hizo desear tocar madera, por primera vez aquel día.

Como se habían propuesto dedicar a su luna de miel una semana o diez días como mínimo inmediatamente después de la boda, Nora no quería tener que volver precipitadamente a Santa Bárbara en el caso de que su agente inmobiliario encontrara comprador para la casa de tía Violet. Por ello, rogó a Garrison Dilworth que extendiera unos poderes con el fin de conferirle autoridad para manejar esa venta en nombre suyo durante su ausencia. Ese trámite requirió menos de media hora entre firmas y testificaciones. Tras otra serie de felicitaciones y enhorabuenas, la pareja se puso en camino para comprar un remolque.

Ellos se proponían llevar consigo a Einstein, no sólo a la boda, sino también durante la luna de miel. El encontrar moteles buenos y limpios que admitiesen perros no sería tarea fácil allá a donde se dirigían, por tanto les convendría un motel sobre ruedas. Además, ni Travis ni Nora querrían hacer el amor con el perdiguero en la misma habitación.

—Sería como si hubiese una tercera persona presente —dijo Nora ruborizándose hasta parecer una manzana roja bien pulida. Si quisieran permanecer en moteles necesitarían alquilar dos habitaciones, una para ellos y otra para Einstein, lo que les pareció desorbitado por demás.

Hacia las cuatro encontraron lo que estaban buscando: un remolque Airstream, plateado, de tamaño medio, con una pequeña cocina con zona de desayuno, salita, dormitorio y un baño. Cuando se retirasen a dormir, podrían dejar a Einstein ante el remolque y cerrar la puerta del dormitorio. Como la camioneta de Travis estaba equipada con un buen enganche, pudieron sujetar el Airstream a su parte trasera y arrastrarlo con ellos nada más cerrarse la venta.

Einstein, que viajaba en la camioneta entre Travis y Nora, se pasó el tiempo volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla trasera el reluciente remolque semicilíndrico, como si le maravillara el ingenio de la raza humana.

A continuación fueron de compras para adquirir cortinas, vajillas y vasos de plástico, alimentos con que llenar los armarios de la diminuta cocina y otros muchos artículos que necesitarían antes de emprender ruta. Cuando volvieron a casa de Nora e hicieron unas tortillas para una cena tardía, estaban rendidos. Por una vez, los bostezos de Einstein no tuvieron nada de afectados; estaba cansado.

Aquella noche, de vuelta a su casa y en su propia cama, Travis durmió a pierna suelta, el sueño profundo de antiguos árboles petrificados y de dinosaurios fosilizados. No se repitieron las pesadillas de las dos noches precedentes.

El sábado por la mañana iniciaron su viaje a Las Vegas y al matrimonio. Eligiendo dentro de lo posible unas autovías amplias en donde pudieran ir cómodos con el remolque, tomaron la carretera 101 hacia el sur y luego hacia el este, hasta que se convirtió en la carretera 134, la cual siguieron hasta su nueva conversión en la Interestatal 210, que dejaba la ciudad de Los Ángeles y sus suburbios al sur y el inmenso Parque Nacional Ángeles al Norte. Más adelante, en el vasto desierto de Mojave, Nora se entusiasmó ante aquel panorama yermo, arenoso y, no obstante, de una belleza obsesionante, con sus pedruscos y yerbajos, sus mezquites, árboles de Josué y otros cactos. El mundo, —dijo—, parece mucho más grande de lo que jamás me había imaginado. —Travis observó complacido su deslumbramiento.

Barstow era un extenso oasis en aquel inmenso desierto, y hacia las tres de la tarde ellos llegaron al espacioso camping «RV». Frank y Mae Jordan, la pareja que ocupaba el espacio contiguo, eran de Salt Lake City y viajaban con su perro, un ejemplar de Labrador negro llamado Jack.

Ante la sorpresa de Travis y Nora, Einstein se divirtió lo suyo jugando con Jack. Se persiguieron uno a otro por entre los remolques, se dieron cariñosos mordiscos, se enzarzaron, revolcaron y saltaron, y vuelta a perseguirse otra vez. Frank Jordan les lanzó una pelota roja y los dos corrieron tras ella pugnando por atraparla primero. Los perros inventaron otro juego, cada cual se esforzaba por hacerse con la pelota y retenerla todo el tiempo posible. Travis se cansó sólo de verlos.

Sin duda Einstein era el perro más sabio del mundo, el más sabio de todos los tiempos, un verdadero fenómeno, un milagro, tan perceptivo como cualquier hombre… pero, en definitiva, un perro. A veces Travis olvidaba esa circunstancia, mas le encantaba que de vez en cuando Einstein hiciera algo para recordárselo.

Más tarde, tras compartir unas hamburguesas asadas a la parrilla y mazorcas con los Jordan y después de trasegar dos o tres cervezas en la noche clara del desierto, se despidieron de sus vecinos, y Einstein pareció decir adiós a Jack. Una vez dentro del Airstream, Travis palmoteó a Einstein en la cabeza y le dijo:

—Eso fue muy amable por tu parte.

El perro ladeó la cabeza y miró fijamente a Travis, como si le preguntara qué diablos quería decir.

—Tú sabes muy bien de qué estoy hablando, cara peluda —dijo Travis.

—También yo —terció Nora. Dicho esto abrazó al perro—. Cuando estabas jugando con Jack pudiste ridiculizarle si hubieras querido, pero le dejaste ganar unas cuantas veces, ¿no es verdad?

Einstein jadeó y pareció gesticular.

Después de un último refrigerio, Nora se retiró al dormitorio y Travis durmió en el sofá-cama de la salita. Travis había pensado dormir con ella, y quizá Nora hubiese considerado también la posibilidad de dejarle entrar en su cama. Después de todo, la boda se celebraría en menos de cuatro días. Travis la deseaba, bien lo sabía Dios. Y aun cuando ella sufriera sin duda el temor de la virginidad, también le deseaba, él estaba seguro. Cada día los dos se tocaban mutuamente, se besaban con creciente frecuencia y apasionamiento, y el espacio entre ellos crepitaba con energía erótica. Pero ¿por qué no hacer las cosas bien, máxime cuando estaba tan cercano el memorable día? ¿Por qué no ir vírgenes al matrimonio: Nora como virgen para cualquiera, él sólo para ella?

Aquella noche Travis soñó que Nora y Einstein se perdían en los espacios desolados del Mojave. Durante su sueño, él se quedó sin piernas por alguna razón inexplicable y hubo de buscarlos reptando a una velocidad desesperante, lo cual era fatídico porque él sabía que, dondequiera que estuviese, les acosaba… algo…

Durante el domingo, lunes y martes, en Las Vegas, los dos se prepararon para la ceremonia nupcial, contemplaron cómo Einstein jugaba entusiasmado con otros perros del campamento e hicieron excursiones a Charleston Peak y Lake Mead. Por las noches, Nora y Travis dejaron a Einstein mientras iban a algún espectáculo. Travis se sintió culpable por abandonar al perdiguero, pero Einstein le dejó entrever mediante diversas monerías que no quería verles permanecer en el remolque simplemente porque los hoteles tuvieran tantos prejuicios y fuesen tan miopes como para no permitir que los perros geniales y bien educados entrasen en los casinos y las salas de espectáculos.

El miércoles por la tarde Travis se puso un traje de etiqueta y Nora llevó un sencillo vestido blanco hasta media pantorrilla con unos sobrios encajes en puños y escote.

Colocando a Einstein entre ambos, marcharon a su boda en la furgoneta, dejando el Airstream desenganchado en el campamento.

La capilla comercial sin confesión religiosa concreta era el lugar más cómico que Travis viera jamás, pues tenía una decoración eminentemente romántica, solemne y vulgar…, todo al mismo tiempo. Nora la encontró también risible y, apenas entraron, a ambos les costó infinito trabajo reprimir las carcajadas. La capilla estaba emparedada entre gigantescos hoteles que chorreaban neón por todas partes, en el bulevar Sur de Las Vegas. Era un edificio de una planta, pintado de un rosa pálido, con puertas blancas. Una inscripción en bronce sobre las puertas decía: «… debemos ir por parejas…». Las vidrieras de color en vez de representar imágenes religiosas, mostraban escenas de famosas historias de amor, entre las que se contaban: Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa, Aucassin y Nicollette, Lo que el viento se llevó, Casablanca y…, lo más increíble, Yo amo a Lucy, y Ozzie y Harriet.

Aunque pareciese extraño, tanta vulgaridad no hizo mella en su boyante espíritu. ¡Nada podría aguar aquella jornada! Hasta la indignante capilla sería objeto de alabanza y evocación en todos sus chillones detalles al correr de los años, y ellos la recordarían conmovidos porque era «su» capilla en «su» día y, por tanto, algo especial pese a sus extrañas maneras.

Por lo general no se admitían perros. No obstante, Travis había dado una generosa propina a todo el personal para asegurarse de que no sólo se admitiera a Einstein, sino que también se le hiciera sentirse a sus anchas.

El celebrante, reverendo Dan Dupree (llámenme reverendo Dan, por favor), era un compadre barrigudo de tez colorada y todo sonrisas; parecía el típico vendedor de coches usados. Le acompañaban dos testigos a sueldo (su esposa y su hermana), que llevaban vistosos trajes veraniegos para la ocasión.

Travis ocupó su lugar frente al altar.

La organista hizo sonar los primeros acordes de La marcha nupcial.

Nora había expresado su profundo deseo de llegar por el pasillo central con paso ceremonioso en vez de situarse también frente al altar. Además, deseaba que «la entregaran», a semejanza de otras novias. Ese honor tan singular le hubiera correspondido a su padre, por descontado, pero ella era huérfana, y no había nadie más a mano como posible candidato para desempeñar tal función. Así pues, al principio parecía que tendría que hacer sola el recorrido o cogida al brazo de un extraño. Sin embargo mientras iban en la furgoneta camino de la ceremonia, había recordado que Einstein estaba disponible, y había decidido que no había nadie en el mundo tan capacitado como el perro para acompañarla por el pasillo central.

Ahora, mientras la organista tocaba, Nora entró por el fondo de la nave con el can a su lado. Einstein, obviamente apercibiéndose de las circunstancias, avanzó con todo el orgullo y dignidad que le fue posible, manteniendo la cabeza alta y caminando con tiento para marcar el paso de ella.

Nadie pareció incomodarse, ni siquiera sorprenderse, de que un perro «entregara» a Nora. Después de todo, aquello era Las Vegas.

—Es una de las novias más encantadoras que jamás he visto —susurró la esposa del reverendo Dan a Travis. Y él intuía que tales palabras eran sinceras y no un cumplido rutinario.

El flash del fotógrafo soltó repetidos fogonazos, pero Travis estaba demasiado absorto con la visión de Nora para dejarse perturbar por los relampagueos.

Jarrones llenos de rosas y claveles llenaban con su perfume la capilla, y cien cirios irradiaban una luz suave: unos en lámparas de cristal, otros en candelabros de bronce. Cuando Nora llegó a su lado, Travis se había olvidado ya, a todas luces, del llamativo decorado. Su amor era un arquitecto que estaba rehaciendo la absurda realidad de la capilla, transformándola en una catedral tan grande como la mayor del mundo.

La ceremonia fue breve e inesperadamente digna. Travis y Nora intercambiaron los votos y los anillos. Unas lágrimas que reflejaban el titileo de las llamas rodaron por las mejillas de ella, y Travis se preguntó por qué esas lágrimas le nublarían la visión, y entonces comprendió que él mismo también estaba a punto de llorar. Una explosión de impresionante música de órgano acompañó su primer beso como marido y mujer. Fue el beso más dulce que él diera jamás.

El reverendo Dan descorchó el «Dom Perignon» y a instancias de Travis sirvió una copa a cada uno de los presentes, incluida la organista. También se encontró un cuenco para Einstein. Sorbiendo ruidosamente, el perdiguero se unió a su brindis por la vida, la felicidad y el amor eterno.

Einstein pasó la tarde leyendo en la salita, la parte delantera del remolque.

Travis y Nora la pasaron de la cama al otro extremo del remolque.

Después de cerrar la puerta del dormitorio, Travis puso una segunda botella de «Dom Perignon» en un cubo de hielo y cargó el tocadiscos con cuatro álbumes de la música más melodiosa de George Winston para piano.

Nora bajó la persiana de la única ventana y encendió una lamparilla con pantalla dorada. La tamizada luz ambarina prestó a la estancia un aura que la convertía en lugar de ensueño.

Durante un rato, permanecieron en la cama hablando y riendo, acariciándose y besándose. Poco después, hablaron menos y se besaron más.

Poco a poco Travis la fue desnudando. No la había visto nunca desnuda. La encontró incluso más cautivadora y de proporciones más exquisitamente perfectas de lo que imaginaba. Su esbelta garganta, la delicadeza de sus hombros, la redondez de sus pechos, la concavidad de su vientre, la sensualidad de sus caderas, la curva tentadora de sus nalgas, la línea alargada y suave de sus piernas…, cada rasgo, ángulo y curva se conjugaban para excitarle, pero también le llenaban de ternura.

Después de desvestirse él también, la inició paciente y cariñoso en el arte del amor. Con un deseo profundo de agradar y con percepción plena de que todo era nuevo para ella, le enseñó a Nora, no sin ciertas inocentadas deliciosas a ratos, todas las sensaciones que podía despertar en ella con la lengua, los dedos y el miembro viril.

Él se había preparado para encontrarla vacilante, tímida e incluso amedrentada, porque sus primeros treinta años de vida no la habían preparado para afrontar este grado de intimidad. Pero ella demostró no tener ni sombra de frigidez, se prestó ansiosa a cualquier acto que pudiera complacer a uno de ellos o a los dos. Sus gritos reprimidos y murmullos de excitación le encantaron. Cada vez que ella suspiraba hondo y se rendía a los estremecimientos del éxtasis, Travis se enardecía aún más hasta alcanzar un tamaño y un endurecimiento que él jamás conociera, hasta que su necesidad fue casi dolorosa.

Cuando tuvo al fin su candente órgano seminal dentro de ella, hundió la cara en su garganta, gritó su nombre, le dijo que la amaba, se lo repitió una y otra vez, y el momento de la eyección fue tan prolongado que creía que el tiempo se había detenido o que había dado con un pozo inaudito e inagotable.

Conseguida la consumación, ambos permanecieron abrazados durante largo rato, silenciosos, sin sentir la necesidad de hablar. Escucharon música y al fin hablaron sobre sus sensaciones físicas y emociones. Bebieron un poco de champaña y a su debido tiempo hicieron el amor otra vez. Y otra.

Aunque la sombra constante de una muerte cierta se cierna sobre nosotros cada día, los placeres de la vida pueden ser tan hermosos y afectarnos tan profundamente que el corazón se nos paraliza de asombro.

Desde Las Vegas, enganchado ya el Airstream, siguieron hacia el norte por la carretera 95 a través del árido Nevada. Dos días después, el viernes 13 de agosto, alcanzaron el lago Tahoe y conectaron el remolque a las líneas de abastecimiento para agua y electricidad de un campamento RV situado en el lado californiano de la frontera.

A todo esto, Nora no se quedaba ya tan estupefacta como antes ante cada nueva vista panorámica y experiencia inédita. Sin embargo, el lago Tahoe era de una belleza tan impresionante que la llenó otra vez de un asombro infantil. Treinta y cinco kilómetros de longitud y veinte de anchura entre la Sierra Nevada, por el flanco occidental, y la cordillera de Carson, por el oriental. Se decía de Tahoe que tenía el agua más transparente del mundo, una joya rutilante con un centenar de sorprendentes matices iridiscentes, azules y verdes.

Durante seis horas, Nora, Travis y Einstein acamparon en Eldorado, Tahoe y el parque nacional de Toiyabe, una vasta y primitiva concentración de pinos, píceas y abetos. Alquilaron una barca y recorrieron el lago, explorando cuevas paradisíacas y graciosas bahías. Tomaron el sol y nadaron. Einstein recibió el agua con el entusiasmo propio de su raza.

Y algunas veces por la mañana, otras por la tarde, pero sobre todo de noche, Nora y Travis hicieron el amor. Ella se quedó sorprendida de su apetito carnal. Nunca creía estar saciada de él.

—Adoro tu mentalidad y tu corazón —le dijo ella—. Pero, que Dios me perdone, ¡adoro tanto o más tu cuerpo! ¿Soy una depravada?

—¡No, por Dios! Sólo eres una mujer joven y saludable. De hecho, considerando la vida que has tenido, tus emociones son mucho más sanas de lo que cupiera esperar. En verdad, Nora me dejas pasmado.

—Preferiría utilizarte como cabalgadura.

—Quizá seas depravada —dijo él rompiendo a reír.

En la madrugada azul y serena del viernes 20, los tres dejaron Tahoe y atravesaron el estado hacia la península de Monterrey. Allí, donde la plataforma continental se encuentra con el mar, la belleza natural era mayor, si cabe, que la de Tahoe. Decidieron dedicarle cuatro días, y emprendieron el regreso hacia casa en la tarde del miércoles, 25 de agosto.

Durante su recorrido, el placer del matrimonio fue tan obsesionante que el milagro de Einstein y su inteligencia casi humana no ocupó sus pensamientos tanto como antes. No obstante, el propio Einstein les recordó su naturaleza única a medida que se acercaban a Santa Bárbara, cuando caía la tarde. A unos setenta kilómetros de casa, el animal mostró una creciente inquietud. Se revolvió repetidas veces en su asiento entre Nora y Travis, luego se estuvo sentado durante un minuto, recostó la cabeza sobre el regazo de Nora y volvió a sentarse. Acto seguido lanzó extraños gemidos. Cuando les faltaban sólo quince kilómetros para alcanzar su destino, Einstein se puso a temblar.

—¿Qué ocurre contigo, cara peluda? —preguntó Nora.

Einstein intentó transmitirle con sus expresivos ojos castaños un mensaje complejo e importante, pero ella no lo comprendió.

Media hora antes del anochecer, cuando alcanzaron la ciudad, abandonando la autopista, Einstein empezó a gemir y a gruñir alternativamente.

—Pero ¿qué le pasa? —exclamó Nora.

—No lo sé —dijo Travis frunciendo el ceño.

Cuando se detuvieron en la glorieta de la casa de Travis, aparcando a la sombra del datilero, el perdiguero empezó a ladrar. No había ladrado ni una vez en la furgoneta durante el largo periplo. Fue un ruido ensordecedor en aquel espacio reducido, pero el animal no quiso callar.

Cuando se apearon del vehículo, Einstein salió disparado por delante y, colocándose entre ellos y la casa, reanudó los ladridos.

Nora avanzó por el camino hacia la puerta principal, y Einstein se abalanzó sobre ella enseñándole los dientes. Luego aferró una pernera de sus vaqueros e intentó hacerla perder el equilibrio. Ella consiguió mantenerse en pie, y cuando retrocedió hasta el bebedero de los pájaros, el animal la soltó.

—¿Qué mosca le habrá picado? —preguntó Nora a Travis.

Mirando pensativo a la casa, Travis contestó:

—Se portó igual en el bosque aquel día…, cuando no quiso que yo me adentrara por el tenebroso camino.

Nora intentó atraer al perdiguero para acariciarle.

Pero Einstein no quiso saber nada de caricias. Cuando Travis quiso hacer una prueba iniciando la marcha hacia la casa, el perro le enseñó los dientes y le obligó a retroceder.

—Espera aquí —dijo Travis a Nora. Acto seguido se encaminó hacia el Airstream en la glorieta y desapareció dentro de él.

Mientras tanto, Einstein trotaba arriba y abajo delante de la casa, mirando hacia las ventanas, gruñendo y gimiendo.

Cuando el sol descendía por el cielo occidental hasta besar la superficie del mar, aquella calle residencial parecía tan sosegada y silenciosa como de costumbre, y sin embargo… Nora sentía en el aire una hostilidad indefinible. Una brisa cálida que soplaba del Pacífico arrancaba susurros a palmeras, eucaliptos e higueras, sonidos que habrían sido gratos en cualquier otra ocasión, pero que ahora parecían siniestros. Ella percibió también en las sombras alargadas, en las últimas luces anaranjadas y purpúreas del día, una amenaza indescriptible. Exceptuando la conducta del perro, ella no tenía ningún motivo para pensar en un peligro inminente; su inquietud no era intelectiva sino instintiva.

Cuando Travis regresó del remolque empuñaba un enorme revólver. El arma había estado descargada en un cajón del dormitorio durante toda su luna de miel. Ahora Travis acababa de introducirle los proyectiles en el tambor y montó el revólver con un golpe seco.

—¿Es necesario eso? —inquirió ella preocupada.

—Algo había en el bosque aquel día —dijo— y aunque yo no lo viera…, bueno, se me erizaron los pelos de la nuca. Sí, creo que este revólver será necesario.

Su propia reacción ante el susurro de los árboles y las sombras vespertinas le hicieron imaginar lo que Travis habría sentido en el bosque. Nora hubo de reconocer que la vista del arma la hizo sentirse por lo menos un poco mejor.

Entretanto Einstein había interrumpido sus paseos para hacer guardia en la entrada, interceptando el paso al interior.

Travis dijo al perdiguero:

—¿Hay alguien ahí dentro?

Un breve agitar de cola. SÍ.

—¿Hombres del laboratorio?

Un ladrido. NO.

—¿El otro animal experimental del que nos hablaste?

SÍ.

—¿La cosa del bosque?

SÍ.

—Vale. Voy adentro.

NO.

—Sí —insistió Travis—. Es mi casa, y nosotros no vamos a huir de eso sea lo que fuere, maldición.

Nora rememoró la foto de revista que representaba al monstruo cinematográfico que hiciera reaccionar con tanta violencia a Einstein. No creía que existiese nada ni remotamente parecido a semejante criatura. Pensaba que Einstein estaba exagerando o que ellos habían interpretado mal lo que él intentaba decirles sobre la foto. No obstante, Nora deseó de improviso que no tuviesen sólo un revólver, sino también un rifle de repetición.

—Éste es un «Magnum calibre 357» —dijo Travis al perro—, y un solo disparo, aunque toque nada más que un brazo o una pierna, abatirá al hombre más maligno y grande que exista, y le mantendrá abatido. El tipo se sentirá como si le hubiese alcanzado un proyectil de artillería. A mí me han enseñado a disparar armas de fuego los mejores, durante muchos años he hecho prácticas de tiro para mantenerme en forma. Realmente sé lo que estoy haciendo y sabré hacer frente a lo que me sobrevenga ahí dentro. Además, no podemos telefonear a la Policía, ¿verdad? Porque lo que ahí encuentren causará mucho asombro, suscitará preguntas interminables y, tarde o temprano, te devolverán al laboratorio.

Einstein mostraba evidente desazón ante la decisión de Travis, pero subió los escalones hasta la entrada y miró hacia atrás como si dijera: «Está bien, vale. Pero no te dejaré ir solo ahí dentro».

Nora quiso acompañarles, pero Travis fue tajante al respecto: ella permanecería en el patio delantero. Nora reconoció a regañadientes que careciendo de arma y de habilidad para utilizarla no hubiera podido hacer nada salvo interponerse en su camino.

Enarbolando el revólver, Travis se reunió con Einstein ante la entrada e introdujo la llave en la cerradura.

***

Travis corrió el cerrojo, se guardó la llave y, apenas hubo empujado la puerta, cubrió la habitación con el revólver. Atravesó cauteloso el umbral y Einstein entró a su lado.

La casa estaba silenciosa, como era normal, pero el aire tenía un olor apestoso que le era extraño.

Einstein lanzó un gruñido sordo.

En parte, la decreciente luz solar iluminaba la casa por las ventanas, muchas de las cuales estaban cubiertas, parcial o totalmente, con cortinas. Sin embargo, la iluminación era suficiente para que Travis viera los desgarrones en la tapicería del sofá y trozos de espuma desparramados por el suelo. Una estantería de revistas había sido estampada contra la pared hasta quedar hecha añicos. El televisor había sido golpeado con una lámpara de pie cuyo mástil sobresalía todavía del aparato. Los libros, arrancados de sus estantes, habían sido desgarrados y esparcidos por toda la sala.

A pesar de la brisa que entraba por la puerta, el hedor se hizo cada vez más incisivo.

Travis pulsó el interruptor de la pared. Una lámpara de esquina se encendió. No daba mucha luz, pero sí la suficiente para revelar más detalles del cataclismo.

«Parece como si alguien hubiese pasado por aquí con una sierra mecánica y luego con una potente segadora», —pensó Travis.

La casa seguía en silencio.

Dejando entornada la puerta, Travis avanzó unos pasos por la estancia. Las hojas arrancadas de los libros crujieron bajo sus pisadas. Percibió manchas oscuras, como herrumbrosas, en algunos de los papeles y en la espuma de color marfil de la tapicería. Se paró en seco al comprender que eran manchas de sangre.

Un momento después descubrió el cuerpo: se trataba de un hombre corpulento tendido de costado, sobre el suelo, junto al sofá. Estaba cubierto a medias por hojas de libro empapadas en sangre, portadas y contraportadas.

El gruñido de Einstein se hizo más resonante y amenazador.

Al acercarse al cuerpo, situado a pocos metros del arco del comedor, Travis vio que era su casero, Ted Hockney. Junto a él se hallaba su caja de herramientas «Craftsman». Ted tenía una llave de la casa y Travis no ponía ningún reparo a que el hombre entrase a cualquier hora del día para hacer reparaciones. Últimamente habían sido necesarias algunas, como un grifo averiado y el lavaplatos roto. Evidentemente, Ted se había trasladado desde su propia casa, una manzana más allá, con el propósito de arreglar algo. Ahora Ted estaba también roto, y más allá de toda reparación.

A juzgar por la peste, Travis pensó al principio que el hombre habría sido asesinado hacía una semana por lo menos; no obstante, un examen más minucioso revelaba que el cuerpo no estaba hinchado por el gas de la descomposición ni presentaba señales de desintegración, por lo que no podía haber estado allí mucho tiempo. Un día o quizá menos. Las causas de la aborrecible pestilencia eran dos: por un lado se había destripado al casero, y por otro, su asesino había depositado, al parecer, excrementos y orina sobre el cuerpo y alrededor de él.

Los ojos de Ted Hockney habían desaparecido.

Travis sintió náuseas, y no sólo porque hubiera simpatizado con Ted, habría sentido las mismas náuseas ante una violencia tan demencial quienquiera que hubiese sido el muerto. Una muerte como aquélla arrebataba toda dignidad a la víctima e implicaba un desprecio absoluto por la raza humana.

Los gruñidos sordos de Einstein dieron paso a unos ladridos agudos y cortantes que acompañaban las feas contracciones del hocico.

Con una mueca nerviosa y un repentino martilleo del corazón, Travis se desentendió del cuerpo y vio que el perdiguero enfrentaba al aposento contiguo, el comedor. Allí había sombras profundas porque las cortinas estaban echadas en ambas ventanas y sólo unos rayos de luz cenicienta llegaban desde la cocina.

«¡Lárgate, sal de aquí!», —le murmuró apremiante una voz interna.

Pero no dio media vuelta ni corrió, porque él no había huido nunca de nada. Bueno, eso no era del todo cierto: realmente, él había huido de la propia vida durante estos últimos años y había permitido que la desesperación se apoderara de él. Su opción por el aislamiento había sido la cobardía suprema. Sin embargo, todo eso había quedado atrás; ahora era un hombre nuevo, transformado por Einstein y Nora, y no pensaba correr otra vez, maldito si lo hacía.

Einstein se puso rígido. Arqueó el lomo, adelantó la cabeza y ladró con tal furia que la saliva salía disparada de su hocico.

Travis avanzó un paso hacia el arco del comedor.

El perdiguero permaneció a su lado ladrando con virulencia creciente.

Apuntando el revólver al frente e intentando extraer aplomo de la potente arma, Travis dio otro paso pisando con cautela los traicioneros despojos. Quedó sólo a dos pasos del arco.

Miró con ojos contraídos el sombrío comedor.

Los ladridos de Einstein levantaban ecos por toda la casa hasta dar la impresión de que había toda una jauría suelta.

Travis dio otro paso y entonces vio que algo se movía en el tenebroso comedor. Se inmovilizó.

Nada. No se movía nada. ¿Habría sido un fantasma de la imaginación?

Más allá del arco, unas sombras consecutivas semejaron cortinas de tul gris y negro.

No podía decir a ciencia cierta si había visto movimiento o simplemente lo había imaginado.

«¡Retrocede, sal de aquí, ahora mismo!», —le repitió la voz interna. Queriendo desafiarla, Travis, levantó un pie para dar otro paso hacia el arco.

La cosa del comedor se movió otra vez. Y en esta ocasión no hubo duda sobre su presencia, porque surgió de la más profunda oscuridad en el otro extremo de la estancia, volteó la mesa del comedor y se proyectó hacia él lanzando un alarido escalofriante. Travis vio unos ojos relucientes en la sombra y, pese a la escasa luz, una figura casi humana que daba una impresión de deformidad. Entonces la cosa se lanzó sobre él desde la mesa.

Einstein cargó contra ella, pero Travis intentó retroceder un paso y ganar unos segundos para apretar el gatillo. Al hacerlo así, resbaló con los papeles que cubrían el suelo y cayó hacia atrás. El revólver rugió, mas Travis comprendió que había fallado y la bala se había perdido en el techo. Por un instante, mientras Einstein se iba hacia el adversario, él observó mejor a la bestia, vio las quijadas de caimán que se abrían y mostraban una boca de capacidad inconcebible en un rostro hecho a golpes, con dientes ganchudos, letales.

—¡Einstein, no! —gritó. Pues tuvo la certeza de que el perro sería despedazado si se enfrentase con la diabólica criatura. E hizo fuego otra vez y otra, a la desesperada, desde el suelo.

Sus gritos y disparos no sólo hicieron detenerse a Einstein, sino que también parecieron hacer mella en el enemigo, pues éste se detuvo como si considerara sus posibilidades en la lucha contra un hombre armado. Entonces, la cosa giró sobre sí misma, demostrando ser más rápida que cualquier gato, y cruzó el oscuro comedor hacia la cocina. Por unos instantes, Travis vio su silueta perfilada en el resplandor pálido de la cocina, y tuvo la impresión de estar contemplando algo que no había sido hecho para mantener la posición vertical, aunque la criatura consiguiera de un modo u otro caminar en esa posición, algo con una cabeza deforme, cuyo tamaño era dos veces mayor de lo que debiera haber sido, una espalda encorvada y brazos demasiado largos, que terminaban en garras como púas de rastrillo.

Travis hizo fuego otra vez, y se aproximó bastante más. La bala arrancó un trozo del marco de la puerta.

Lanzando un alarido, la bestia desapareció en la cocina.

En nombre de Dios, ¿qué era aquello? ¿De dónde provenía? ¿Había escapado en realidad del mismo laboratorio que produjera a Einstein? Pero ¿cómo habían hecho semejante monstruosidad? ¿Y por qué? ¿Por qué?

Él era hombre aficionado a la lectura: de hecho, durante los últimos años había dedicado casi todo el tiempo a los libros, de modo que se le empezaron a ocurrir diversas posibilidades. La investigación del ADN prevaleció sobre todas.

Einstein se plantó en medio del comedor, ladrando, enfrentando la puerta por donde desapareciera el monstruo.

Poniéndose en pie, Travis hizo volver al perro a la sala. Einstein obedeció raudo y anhelante a la llamada.

Le mandó callar y aguzó el oído. Oía las voces frenéticas de Nora llamándole por su nombre desde el patio delantero, pero en la cocina nada.

Para tranquilizar a Nora, gritó:

—¡Estoy bien! ¡Perfectamente! ¡Quédate donde estás!

Einstein empezó a temblar.

Travis podía oír el ritmo binario de su propio corazón y casi el sudor que le resbalaba por la cara y por la espalda, pero no podía percibir lo más mínimo para detectar al fugitivo de su pesadilla. No creía que hubiese salido por la puerta trasera al patio de detrás. Por lo pronto, se figuró que la criatura no desearía ser vista por demasiada gente y, consecuentemente, saldría sólo de noche, viajaría únicamente en la oscuridad, ya que podía deslizarse por una ciudad no muy grande, como Santa Bárbara, sin ser visto. El día tenía todavía bastante luminosidad, y aquella cosa recelaría de los desplazamientos al aire libre. Además, Travis sintió cercana su presencia, tal como lo notaría si alguien estuviese a sus espaldas mirándole fijamente, o como podría intuir la llegada de una tormenta en el aire húmedo y el cielo bajo. Aquel ser estaba ahí fuera, por supuesto, esperando en la cocina, presto y aguardando.

Con mucha cautela, Travis regresó al arco y pasó al comedor en penumbra.

Einstein se mantenía a su lado, sin gemir, ni gruñir ni ladrar. El perro parecía darse cuenta de que Travis necesitaba silencio total para oír cualquier sonido que la bestia pudiera hacer.

Travis dio dos pasos más. Al frente, podía ver por la puerta de la cocina una esquina de la mesa, el fregadero, parte del mostrador y la mitad del lavavajillas. El sol poniente estaba al otro lado de la casa y la luz de la cocina era tenue, grisácea, de modo que su adversario no podía proyectar sombra alguna. Estaría esperando a un lado u otro de la puerta o se habría encaramado al mostrador para abalanzarse sobre él cuando entrara en la habitación.

Con el propósito de embaucar a la criatura y esperando que ésta reaccionase sin vacilar a la primera señal de movimiento en el umbral, Travis se puso el revólver debajo del cinturón, levantó silenciosamente una silla del comedor, la colocó a unos dos metros de la cocina y la lanzó de un puntapié a través de la puerta abierta. Simultáneamente, empuñó el revólver y adoptó la postura del tirador. La silla se estrelló contra la mesa de formica y cayó al suelo golpeando el lavavajillas.

El enemigo con ojos de linterna no picó el cebo. Nada se movió. Cuando la silla acabó de dar tumbos, la cocina se caracterizó otra vez por una expectación contenida.

Mientras, Einstein estaba haciendo un extraño sonido, una especie de soplido callado. Al cabo de un momento, Travis comprendió que ese ruido lo ocasionaban los repeluznos incontenibles del animal.

Ya no había duda alguna: el intruso de la cocina era la misma cosa que les persiguiera por el bosque tres meses atrás. Durante las semanas intermedias; aquel ser se había desplazado hacia el norte, probablemente viajando por el terreno abrupto al este de la parte urbanizada del estado, siguiendo sin cejar el rastro del perro por algún medio que él no alcanzaba a comprender y obedeciendo a unos motivos que él no podía siquiera conjeturar.

En respuesta al lanzamiento de la silla, un cacharro esmaltado de blanco cayó al suelo, más acá de la puerta, y Travis respingó sorprendido haciendo un disparo desatinado antes de darse cuenta de que era sólo un tanteo. La tapadera del recipiente salió volando cuando éste golpeó el suelo, y su contenido, harina, se desparramó por el suelo.

De nuevo silencio.

Al responder a la treta de Travis con una propia, el intruso había evidenciado una inteligencia inquietante. Entonces Travis se dijo de pronto que si la criatura provenía del mismo laboratorio que Einstein y era producto de experimentos afines, podría ser tan avispada como el perdiguero, lo cual explicaría el temor de Einstein. Si Travis no se hubiese hecho a la idea de un perro con inteligencia casi humana, ahora habría atribuido a esta bestia sólo una intuición animal; sin embargo, los acontecimientos de los últimos meses le habían inducido a aceptar casi cualquier cosa y procurar adaptarse a ella cuanto antes.

Silencio.

Sólo un proyectil en el arma. Silencio profundo.

El cacharro de harina le había sobresaltado tanto que no había visto desde qué lado de la puerta provenía, y había caído de tal forma que era imposible deducir la posición de la criatura que lo lanzara. Travis siguió sin saber si el intruso estaba a la izquierda o a la derecha de la puerta.

No estaba seguro de que le interesara saber en dónde se encontraba. Incluso empuñando el arma, no creía prudente aventurarse en la cocina. No, si esa maldita cosa era tan inteligente como un hombre. Sería como combatir con una sierra circular clarividente, ¡por los clavos de Cristo!

La luz en la cocina, orientada al este, se estaba extinguiendo, le faltaba poco para desaparecer. En el comedor, donde estaban Travis y Einstein, las tinieblas se anunciaban. Incluso detrás de ellos, pese a la puerta y la ventana abiertas y la lámpara de esquina, la sala se estaba llenando de sombras.

En la cocina, el intruso dejó escapar un largo silbido, un sonido como el escape de gas, a lo que siguió un clic, clic, clic que podría ser ocasionado por las afiladas garras de sus pies o manos golpeando sobre una superficie dura.

Travis se contagió del temblor de Einstein. Se sintió como una mosca en el borde de la telaraña y a punto de caer en la trampa.

Recordó el rostro mordido, ensangrentado y sin ojos de Ted Hockney.

Clic, clic.

En el curso de adiestramiento antiterrorista se le había enseñado a acechar los movimientos de un hombre, y había aprendido bien la lección. Pero lo problemático aquí era que el intruso de ojos amarillos podría ser tan inteligente como un hombre y no pensar como un hombre; por tanto Travis no tenía ningún medio de calcular lo que el contrario haría a continuación o cómo respondería a cualquier iniciativa suya. Por consiguiente, no conseguiría nunca ganarle por la mano, y además la extraña naturaleza de esa criatura entrañaría la ventaja perpetua y letal de la sorpresa.

Clic.

Travis dio un sigiloso paso atrás desde la puerta de la cocina, luego otro, pisando con cautela exagerada, pues no quería que aquel ente descubriera su repliegue, porque sólo Dios sabía lo que haría si advirtiese que estaba deslizándose fuera de su alcance. Einstein se escurrió hacia la sala mostrando ahora el mismo deseo de abrir distancias entre él y el intruso.

Cuando llegó al cadáver de Ted Hockney, Travis apartó la vista del comedor para buscar una ruta más despejada hacia la salida…, y entonces vio a Nora plantada junto a la butaca. Asustada por el tiroteo, había ido al Airstream para coger un cuchillo de carnicero de la pequeña cocina, y había regresado aprisa por si él necesitaba ayuda.

A Travis le impresionó su coraje, pero le horrorizó verla allí, iluminada por la lámpara de esquina. Repentinamente, fue como si esas pesadillas suyas en donde perdía a los dos, Einstein y Nora, estuvieran a punto de hacerse realidad, otra vez la maldición Cornell, porque ambos estaban ahora dentro de la casa, ambos eran vulnerables y, posiblemente, ambos se hallaban al alcance de esa cosa que estaba en la cocina.

Ella se dispuso a hablar.

Travis meneó la cabeza y se llevó un dedo a los labios.

Obligada a callar, Nora se mordió el labio y repartió sus miradas entre él y el cuerpo sobre el suelo.

Mientras se abría paso entre los despojos, Travis tuvo la sensación de que el intruso había salido de la casa por detrás y estaba rodeándola, a riesgo de ser visto por los vecinos a la luz crepuscular, para sorprenderles con celeridad y contundencia por la espalda. Nora se hallaba entre él y la puerta de entrada, así que ello le impediría hacer un disparo certero contra la criatura si ésta llegase por allí. ¡Diablos, el monstruo se encontraría con Nora un segundo después de haber abierto la puerta!

Esforzándose por desechar el pánico, por no pensar en el rostro sin ojos de Hockney, Travis cruzó más aprisa el comedor, arriesgándose a causar algún ruido y esperando que esos sonidos apagados no llegasen hasta la cocina si el intruso estaba todavía allí. Cuando llegó a Nora la cogió del brazo y la empujó hacia la salida, a través del umbral y escalones abajo, mirando a derecha e izquierda, casi esperando ver a aquella pesadilla viviente cargando contra ellos, pero no se la vio por ninguna parte.

Mientras tanto, los disparos y los gritos de Nora habían hecho salir a los vecinos hasta sus portales a lo largo de la calle. Incluso unos cuantos se habían congregado en los porches y en el césped. Seguramente, alguien habría llamado ya a la Policía. Considerando la situación de Einstein como fugitivo muy buscado, la Policía representaba un peligro casi tan grave como la cosa de ojos amarillos que estaba en la casa.

Los tres se subieron precipitadamente a la furgoneta. Nora echó el seguro de su puerta. Travis hizo lo mismo con el de la suya, luego dio marcha atrás al vehículo junto con el Airstream hasta salir a la calle. Observó que los tres eran el blanco de todas las miradas.

La media luz iba a tener una vida muy corta, como ocurre siempre cerca del océano. El cielo sin sol se ennegrecía ya por el este, era púrpura encima de las cabezas y se estaba tornando de un rojo sangre, cada vez más oscuro por el oeste. Travis contempló agradecido la caída de la noche, a sabiendas de que la criatura de ojos amarillos compartiría ese agradecimiento con ellos.

Pasó a buena velocidad ante los boquiabiertos vecinos, a ninguno de los cuales había conocido durante sus años de reclusión voluntaria, y dobló la primera esquina. Nora estrechó a Einstein contra sí y Travis aceleró tanto como se lo permitió su cordura. Cuando dobló las dos siguientes esquinas a una velocidad quizás excesiva, el remolque se balanceó a uno y otro lado detrás de ellos.

—¿Qué sucedió ahí dentro? —preguntó ella.

—Eso mató a Hockney esta mañana temprano o ayer…

—¿Eso?

—… y estaba esperando nuestra llegada a casa.

¿Eso? —repitió ella.

Einstein gimió.

—Te lo explicaré más tarde —dijo Travis, mientras se preguntaba si sabría explicarlo. Ninguna descripción que hiciera del intruso le haría justicia; él no poseía el vocabulario preciso para hacer ver el grado desmedido de su anomalía.

Cuando habían recorrido no más de ocho manzanas, oyeron las sirenas que sonaban en la vecindad que acababan de abandonar. Travis siguió a lo largo de otras cuatro manzanas y aparcó en el solar desierto de un colegio.

—¿Y ahora qué? —inquirió. Nora.

—Abandonaremos el remolque y la camioneta —dijo él—. Estarán buscando ambas cosas.

Dicho esto, puso el revólver en el bolso de ella, y Nora insistió en guardar también allí el cuchillo.

Los tres se apearon de la camioneta y, entre las sombras nocturnas, caminaron a lo largo del colegio, atravesaron un campo de atletismo y por la cancela de una cerca metálica desembocaron en una calle residencial flanqueada de árboles crecidos.

Con la llegada de la noche, la brisa se transformó en un viento fuerte, cálido y seco. Arrastraba delante de ellos unas cuantas hojas secas y perseguía a fantasmas de polvo por todo el pavimento. Travis sabía que los tres juntos llamarían demasiado la atención, incluso sin el remolque ni la camioneta. Los vecinos estarían recomendando a la Policía que buscaran a un hombre, una mujer y un perdiguero dorado, un trío poco corriente. Se les requeriría para interrogarles sobre la muerte de Ted Hockney, de modo que la búsqueda no sería pasajera. Así pues, necesitaban perderse de vista lo antes posible.

Él no tenía amigos a quienes pedir refugio. Tras el fallecimiento de Paula, se había apartado de sus escasos amigos y no había mantenido contacto con ninguno de los agentes inmobiliarios que antaño trabajaran para él. Tampoco Nora tenía amigos, gracias a tía Violet.

Las casas por donde pasaban, casi todas con luces cálidas en las ventanas, parecían ofrecerles, burlonas, un santuario inalcanzable.

***

Garrison Dilworth vivía en la demarcación entre Santa Bárbara y Montecito, medio acre de paisaje exuberante y una majestuosa mansión estilo Tudor que no armonizaba mucho con la flora californiana, pero sí era un complemento perfecto del letrado. Cuando acudió a la puerta, llevaba mocasines negros, pantalones grises, una chaqueta deportiva azul marino, una camisa blanca de punto y lentes de media luna con montura de concha, por encima de los cuales, les miró atónito pero, por suerte, no contrariado.

—¡Vaya! ¿Cómo les va, recién casados?

—¿Está usted solo? —preguntó Travis, cuando seguido de Nora y Einstein entró en un espacioso vestíbulo con piso de mármol.

—¿Solo? Sí, claro.

—¿No con la señora Murphy?

—La señora Murphy pasará todo el día en su casa —dijo el abogado cerrando la entrada—. Parecen perturbados. En nombre del cielo, ¿qué les ha ocurrido?

En el camino Nora le había contado a Travis que hacía tres años que la mujer del abogado había muerto, y que a él le atendía un ama de llaves llamada Gladys Murphy.

—Necesitamos ayuda —dijo Nora.

—Pero —le advirtió Travis—, quien nos ayude puede comprometerse con la ley.

Garrison enarcó las cejas.

—¿Qué han hecho ustedes? A juzgar por su aspecto hierático…, se diría que han secuestrado al Presidente.

—No hemos hecho nada malo —le aseguró Nora.

—Sí, lo hemos hecho —la contradijo Travis—. Y seguimos haciéndolo…, estamos dando cobijo al perro.

Perplejo y desconcertado, Garrison miró ceñudo al perdiguero. Einstein gimió y procuró dar la impresión de un perro achuchado y entrañable.

—Y hay un hombre muerto en mi casa —agregó Travis. La mirada de Garrison se trasladó del perro a Travis.

—¿Un hombre muerto?

—Travis no le mató —dijo Nora.

Garrison miró otra vez a Einstein.

—Tampoco el perro —dijo Travis—. Pero se me requerirá como testigo ocular o algo parecido, tan seguro como que hay infierno.

—Huuumm. ¿Por qué no pasamos a mi estudio y aclaramos esto? —propuso Garrison.

Les condujo a través de una enorme sala, iluminada a medias, y de un pasillo corto hasta un estudio con ricos paneles de teca y techo de cobre. El tresillo, de cuero marrón, parecía costoso y cómodo. La mesa de teca pulimentada era maciza y en un rincón se alzaba la maqueta muy pormenorizada de una goleta de cinco palos con todo el velamen desplegado. Allí se habían empleado como motivos decorativos diversos útiles náuticos: un timón de barco, un sextante de latón y un cuerno tallado de buey lleno de sebo que parecía contener agujas para el remiendo de velas, seis tipos de fanales, una campana de timonel y varias cartas marinas. Travis vio fotografías de un hombre y una mujer en diversas embarcaciones. El hombre era Garrison.

Un libro abierto y un vaso a medio terminar de whisky sobre una mesa pequeña junto a los sillones daban testimonio de su reciente ocupación. Era obvio que el abogado estaba sentado allí cuando ellos tocaron el timbre. Ahora les ofreció una copa y ambos dijeron que tomarían lo mismo qué él.

Einstein cedió el sofá a Travis y a Nora, y él se acomodó en el segundo sillón. Se sentó, no se acurrucó, como si se propusiera participar en el inminente debate.

Dirigiéndose a un bar de rincón, Garrison sirvió «Chivas Regal» con hielo en dos vasos. Aunque no estuviera habituada al whisky, Nora sorprendió a Travis vaciando su vaso en dos tragos y pidiendo sin demora otro. Él pensó que eso había sido una idea genial, así que la imitó, y luego, cogiendo su vaso vacío, marchó al bar mientras Garrison terminaba de llenar el de Nora.

—Me gustaría referirle todo y contar con su ayuda —dijo Travis—. Pero piense que se pondrá en contra de la ley.

Mientras cerraba la botella de «Chivas», Garrison dijo:

—Habla usted como un profano. Como abogado, puedo asegurarle que la ley no es una raya inscrita en mármol, inamovible e inalterable a través de los siglos. Más bien, es… como una cuerda tendida, fija por un extremo y otro pero con mucho juego en medio, muy floja, de modo que puedas estirarla hacia aquí o hacia allá y rehacer el arco para poder sentirte casi seguro en el lado bueno…, a menos que medie el robo flagrante o el asesinato a sangre fría. Es un hecho desalentador, pero cierto. No temo que nada de lo que me pueda contar usted me haga dar con mis huesos en la cárcel, Travis.

Medía hora después, Travis y Nora habían terminado de referirle todo acerca de Einstein. Para un hombre a dos meses de cumplir su setenta y un cumpleaños, el abogado de pelo plateado demostró tener una mente despierta y muy ecuánime. Hizo las preguntas justas, sin ironizar sobre las respuestas. Cuando se le ofreció una exhibición de diez minutos para que Einstein pusiera a prueba sus misteriosas habilidades, él se guardó mucho de relacionarlo con meros trucos circenses; aceptó lo que se le enseñaba y acondicionó nuevamente sus nociones de lo que era normal y era posible en este mundo. Demostró poseer bastante más agilidad y flexibilidad mental que muchos hombres de treinta o cuarenta años. Reteniendo la cabeza de Einstein sobre sus rodillas y rascándole con suavidad las orejas, Garrison dijo:

—Si se dirigen a los medios informativos, convocan una conferencia de Prensa y revelan todo este enredo, quizá podamos recurrir a los tribunales para que les concedan la custodia del perro.

—¿Cree usted, de verdad, que eso funcionaría? —preguntó Nora.

—Al menos, hay un cincuenta por ciento de probabilidades.

Travis sacudió la cabeza.

—No. No correremos semejante riesgo.

—¿Qué se propone hacer usted? —inquirió Garrison.

—Correr —dijo Travis—. Permanecer en movimiento.

—¿Y qué conseguirá con eso?

—Mantener libre a Einstein.

El perro soltó un resoplido de reconocimiento.

—Libre, pero ¿por cuánto tiempo?

Travis se levantó, demasiado nervioso para seguir en su asiento, y empezó a pasear.

—Ellos no cesarán de buscar. Por lo menos durante unos años.

—No cesarán nunca —puntualizó el abogado.

—Conforme, será muy duro, pero es lo único que podemos hacer. Maldito sea si se lo entrego a esa gente. Él tiene verdadero pánico de ese laboratorio. Además él me ha devuelto a la vida…

—Y a mí me salvó de Streck —añadió por su parte Nora.

—Nos ha unido —dijo Travis.

—Ha cambiado nuestras vidas.

—Un cambio radical. Ahora forma parte de nosotros, tanto como lo sería nuestro propio hijo —dijo Travis. La emoción le hizo un nudo en la garganta cuando observó la mirada agradecida del perro—. Nosotros lucharíamos por él, tal como él lo haría por nosotros. Constituimos una familia. Viviremos juntos… o moriremos juntos.

Acariciando al perdiguero, Garrison dijo:

—No les buscarán tan sólo las gentes del laboratorio y la Policía…

—Sí, está esa otra cosa —asintió Travis.

Einstein se estremeció.

—Vamos, vamos, tranquilo —murmuró apaciguador Garrison acariciando al perro. Luego dijo a Travis—: He escuchado su descripción de la criatura, pero eso no me ayuda mucho. ¿Qué cree usted que será?

—Sea lo que fuere, no la creó Dios —dijo Travis—. La hicieron los hombres. Lo cual significa que será un producto de la investigación del ADN y sus combinaciones. Sólo Dios sabe para qué. Sólo Dios sabe lo que esa gente creía estar haciendo y por qué crearon una cosa como ésa. Pero el caso es que la hicieron.

—Y parece poseer una capacidad misteriosa para seguirles el rastro.

—Seguírselo a Einstein —rectificó Nora.

—Por eso nos mantendremos en movimiento —dijo Travis—. Y procuraremos ir bien lejos.

—Eso requerirá dinero, y aún quedan más de doce horas para que abran los Bancos —dijo Garrison—. Y algo me dice que necesitarán emprender la huida esta misma noche.

—Ahí es donde nos servirá usted de ayuda —le dijo Travis.

Nora abrió su bolso y sacó dos talonarios de cheques, el de Travis y el suyo.

—Escuche, Garrison, lo que querernos es extender un cheque de Travis y otro mío pagaderos a usted. Él tiene sólo tres mil dólares en su cuenta corriente pero posee una cantidad mayor en su cuenta de ahorro del mismo Banco, el cual está autorizado para transferir fondos de una a otra para evitar el saldo deudor. Mis cuentas están organizadas del mismo modo. Si nosotros le entregamos un cheque de Travis por veinte mil dólares, poniéndole una fecha atrasada para que parezca haber sido extendido antes de todo este conflicto y otro mío también por veinte mil, usted podrá depositarlos en su cuenta. Tan pronto como los hagan efectivos, usted extenderá ocho cheques al portador por cinco mil cada uno y nos los enviará.

Travis añadió:

—La Policía querrá hacerse conmigo para interrogarme, aunque sepa que yo no maté a Ted Hockney, porque ningún ser humano podría hacer semejantes destrozos en un cuerpo. Así pues, no bloqueará mis cuentas.

—Si las agencias federales respaldan la investigación que ha producido a Einstein y a esa criatura —dijo Garrison—, tendrán verdaderos deseos de echarle las manos encima, y podrían bloquear sus cuentas.

—Quizá. Pero, seguramente, no de inmediato. Usted reside en la misma ciudad, de modo que su Banco puede hacer efectivo mi cheque el lunes a más tardar.

—¿Con qué fondos se mantendrán mientras esperan a que les remita sus cuarenta mil dólares?

—Nos queda de nuestro viaje de bodas algún metálico y varios cheques de viaje —dijo Nora.

—Y yo llevo mis tarjetas de crédito —agregó Travis.

—Les pueden seguir la pista mediante las tarjetas de crédito y los cheques de viaje.

—Lo sé —dijo Travis—. Por eso los usaré en una ciudad de paso, y una vez cobrados, saldremos de estampida.

—Cuando yo haya obtenido del cajero los cheques por valor de cuarenta mil dólares, ¿adónde deberé enviárselos?

—Nos mantendremos en contacto por teléfono —dijo Travis sentándose de nuevo en el sofá junto a Nora—. Ya idearemos algo.

—¿Y el resto de sus propiedades… y las de Nora?

—Nos ocuparemos más adelante de eso —dijo Nora.

Garrison frunció el ceño:

—Antes de marcharse, Travis, le convendría firmar una carta autorizándome a representarle en cualquier asunto legal que pudiera surgir. Si alguien intentase confiscar sus propiedades, yo podría atajar esa maniobra en la medida de lo posible…, si bien me propongo pasar desapercibido hasta que ellos me relacionen con ustedes.

—Probablemente los fondos de Nora estarán seguros durante algún tiempo. Nadie sabe nada de nuestro matrimonio salvo usted. Los vecinos dirán a la Policía que me marché en compañía de una mujer, pero no sabrán decir de quién se trata. ¿Le ha hablado usted de nosotros a alguien?

—Sólo a mi secretaria, la señora Ashcroft. Pero no es mujer dada a las habladurías.

—Está bien —dijo Travis—. No creo que las autoridades descubran por ahora la licencia de matrimonio; así pues, tardarán algún tiempo en dar con el nombre de Nora. Pero cuando lo hagan, averiguarán también que usted es su abogado. Si hacen inspeccionar mis cuentas en busca de cheques cancelados con la esperanza de descubrir adónde he ido, se enterarán de que le pagué veinte mil dólares, y vendrán a por usted…

—Eso no me inquieta lo más mínimo —dijo Garrison.

—Tal vez no —contestó Travis—. Pero tan pronto como me relacionen con Nora y a nosotros dos con usted, le vigilarán de cerca. Si eso ocurre, será preciso que nos lo advierta de inmediato cuando le telefoneemos, para que podamos colgar y romper todo contacto.

—Le he comprendido perfectamente —dijo el abogado.

—Escuche, Garrison —intervino Nora—. Usted no tiene por qué complicarse la vida. Le estamos pidiendo demasiado.

—Escúcheme, querida. Tengo casi setenta y un años, disfruto ejerciendo mi profesión y navego todavía con todo el velamen…, pero, a decir verdad, encuentro la vida en la actualidad un poco aburrida. Este asunto es, justamente, lo que necesitaba para hacer circular más aprisa mi vieja sangre. Creo además que ustedes están obligados a defender la libertad de Einstein, no sólo por los motivos que mencionaron antes sino también porque…, la raza humana no tiene derecho a emplear así su ingenio para crear otras especies inteligentes y luego utilizarlas como si fuesen de su propiedad. Si nosotros hemos llegado tan lejos que podemos crear seres como lo hace Dios, también nos corresponderá actuar con la misma justicia y la misericordia de Dios. En este caso, la justicia y misericordia requieren que Einstein permanezca libre.

El perro alzó la cabeza de las rodillas de Garrison, le miró con admiración y luego frotó su fría nariz contra la barbilla del abogado.

En el garaje de tres vehículos, Garrison guardaba un «Mercedes 560 SEL», de color negro y nuevo, un «Mercedes 500 SEL», blanco y ya viejo y un «Jeep» verde que usaba sobre todo para ir al puerto deportivo en donde guardaba su embarcación.

—El blanco pertenecía a Francine, mi esposa —explicó el abogado guiándoles hacia el coche—. Yo no lo uso apenas, pero lo mantengo en condiciones y lo saco a menudo para impedir que los neumáticos se deterioren. Debí haberme deshecho de él cuando murió Franny. Después de todo, era su coche. Pero… ella lo quería tanto… su rutilante «Mercedes» blanco… ¡Aún recuerdo lo orgullosa que se sentaba detrás del volante! Me gustaría que ustedes lo utilizaran.

—Un coche de sesenta mil dólares para escapar —comentó Travis pasando una mano por el reluciente capó—. Será una fuga de gran estilo.

—Nadie lo buscará —dijo Garrison—. E incluso si lo relacionaran algún día con ustedes dos, no sabrían que yo les había cedido uno de mis coches.

—No podemos aceptar un vehículo tan caro —dijo Nora.

—Tómelo a título de préstamo —les propuso el abogado—. Cuando hayan terminado con él, cuando consigan otro coche, apárquenlo en cualquier parte, una terminal de autobús o aeropuerto…, y denme un telefonazo diciéndome dónde está. Así podré mandar a alguien para que lo recoja.

Einstein plantó las zarpas en la puerta del conductor del «Mercedes» y observó el interior del coche por la ventanilla lateral. Luego miró a Travis y a Nora soltando un resoplido, como si les dijera que serían unos insensatos si rechazaban semejante oferta.

***

Con Travis al volante, abandonaron la casa de Garrison Dilworth el viernes por la noche a las diez y cuarto y tomaron la carretera 101 en dirección norte. A las doce y media pasaron por San Luis Obispo y desfilaron por el Paso Robles a la una de la madrugada. Hacia las dos, se detuvieron para repostar en una estación de autoservicio que se hallaba a una hora de Salinas por el sur.

Nora se sentía como un ser inútil. No podía siquiera relevar a Travis al volante porque no sabía conducir. Hasta cierto punto la culpable era tía Violet y no ella, otro resultado fatal de una vida de reclusión y opresión. No obstante, Nora se sentía totalmente superflua y muy disgustada consigo misma. Sin embargo, no se proponía permanecer cual una inválida el resto de su vida. ¡Maldita sea, no! Pensaba aprender a conducir y a manejar armas. Travis podría enseñarle ambas cosas. Y considerando sus antecedentes podría también darle clases de artes marciales, judo o karate. Él era un buen profesor. Ciertamente, había hecho un espléndido trabajo al enseñarle el arte de amarse. Este pensamiento la hizo sonreír, y poco a poco su talante autocrítico se vino abajo.

Durante las dos horas y media siguientes, mientras se dirigían por el norte a Salinas y luego hacia San José, Nora dormitó un poco. Cuando no dormía se regodeaba con los kilómetros que iban dejando atrás sin pausa. A ambos lados de la carretera, vastas extensiones de tierra de cultivo parecían desplegarse hacia el infinito bajo el pálido resplandor de la luna. Cuando la luna se esfumó, recorrieron largos trechos en completa oscuridad, hasta vislumbrar la luz ocasional de una granja o un caserío a orillas de la carretera.

La cosa de ojos amarillos había seguido a Einstein desde las colinas de Santa Ana, en el condado de Orange, hasta Santa Bárbara, una distancia de ciento noventa y tres kilómetros en línea recta, según había dicho Travis, y, probablemente, unos cuatrocientos ochenta y tres kilómetros a campo través… en tres meses. Así que si ellos recorrían cuatrocientos ochenta y tres kilómetros en línea recta al norte de Santa Bárbara hasta encontrar un lugar cercano a la bahía de San Francisco, quizás el perseguidor no les diera alcance hasta dentro de siete u ocho meses. O tal vez no les alcanzara jamás. ¿A qué distancia sería capaz, de olfatear a Einstein? Porque, sin duda esa habilidad misteriosa para localizar al perro tendría sus limitaciones. ¡Sin duda!

***

El jueves por la mañana, a las once en punto, Lemuel Johnson se plantó en el dormitorio principal de la pequeña casa que Travis Cornell tenía alquilada en Santa Bárbara. El espejo del tocador había sido pulverizado. El resto del aposento estaba también hecho trizas, como si el alienígena hubiese sufrido un furioso ataque de envidia al comprobar que el perro vivía rodeado de comodidades domésticas mientras él, por contra, se veía forzado a merodear por la espesura y vivir en condiciones primitivas.

Entre los escombros que cubrían el suelo, Lem encontró cuatro fotografías con marco plateado que, probablemente, estarían sobre el tocador o las mesillas de noche. La primera era de Cornell y una atractiva rubia. A esas alturas, Lem había averiguado ya lo suficiente sobre Cornell para saber que aquella rubia debía ser Paula, su difunta esposa. Otra foto, una instantánea en blanco y negro de un hombre y una mujer, era lo bastante antigua como para que Lem dedujese que las personas que sonreían a la cámara debían ser los padres de Cornell. La tercera era de un muchacho, de once o doce años, también en blanco y negro, que podría ser del propio Travis Cornell o más probablemente de un hermano que murió joven.

La última de esas cuatro fotos representaba a diez soldados formando grupo en lo que parecían unos escalones de madera de un barracón, todos ellos sonriendo a la cámara. Uno de los diez era Travis Cornell. Y en dos o tres de los uniformes, Lem percibió el distintivo de la Fuerza Delta, la tropa de élite del cuerpo antiterrorista.

Algo intranquilo por esta última fotografía, Lem la colocó sobre el tocador y se dirigió hacia la sala, en donde Cliff seguía inspeccionando los despojos teñidos de sangre. Buscaban algo que no tuviese el menor significado para la Policía pero que pudiera ser significativo para ellos.

La NSA había reaccionado con lentitud en el asesinato de Santa Bárbara, y a él no se le había alertado hasta casi las seis de aquella mañana. Como resultado, la Prensa había informado ya sobre los horripilantes detalles del asesinato de Ted Hockney. Los periodistas, entusiasmados, estaban divulgando las más disparatadas especulaciones sobre lo que podría haber matado a Hockney, centrándose en la teoría de que Cornell debía tener un animal exótico y peligroso, quizás un leopardo o una pantera, y que ese animal había atacado al desprevenido casero cuando éste había entrado en la casa. Las cámaras de televisión se habían recreado con los libros destrozados y salpicados de sangre. Éstos eran los temas del National Enquirer, lo cual no sorprendió a Lem, porque él creía que la línea divisoria entre los rotativos sensacionalistas como el Enquirer y la llamada «prensa legítima», particularmente los medios de comunicación electrónicos, a menudo era mucho más sutil de lo que aseveraban casi todos los periodistas.

Él había planificado y aplicado una campaña de «desinformación» para reforzar la historia descaminada de la Prensa sobre felinos selváticos en libertad. Unos informadores pagados por la NSA aparecían en primer plano asegurando conocer bien a Cornell, y declararían que este hombre en realidad mantenía una pantera en su casa, además de un perro. Otros, que no habían visto jamás a Cornell, se harían pasar por amigos suyos e informarían entristecidos que ellos le habían aconsejado quitarle los colmillos y las garras a la pantera antes de que alcanzase la madurez. La Policía querría interrogar a Cornell y a la mujer no identificada en relación con esa pantera y su paradero.

Lem esperaba poder desviar limpiamente a la Prensa de todas las pesquisas que pudieran aproximarla a la verdad.

Desde luego, desde el condado de Orange, Walt Gaines oiría hablar de este nuevo asesinato, emprendería indagaciones amistosas entre las autoridades locales de aquí y llegaría rápidamente a la conclusión de que el alienígena había seguido la pista del perro hasta este lugar tan distante del norte. Lem se tranquilizó al pensar que contaba con la colaboración de Walt.

Al entrar en la sala donde trabajaba Cliff Soames, Lem dijo:

—¿Has encontrado algo?

El joven agente se levantó de los escombros, dio unas palmadas para sacudirse el polvo y dijo:

—Sí. Lo he puesto en la mesa del comedor.

Lem le siguió hasta el comedor, en cuya mesa había un grueso cuaderno de oruga. Cuando lo abrió y echó una ojeada a su contenido, vio fotografías que habían sido recortadas de revistas satinadas para pegarlas en las páginas de la izquierda; las páginas de la derecha contenían el nombre del objeto fotografiado, escrito en grandes letras de molde: ÁRBOL, CASA, COCHE…

—¿Qué opinas de esto? —preguntó Cliff.

Frunciendo el ceño en silencio, Lem continuó hojeando el cuaderno, sabiendo por intuición que era algo importante, pero incapaz de adivinar por qué. Por fin le llegó la idea:

—Es un catón. Para enseñar a leer.

—Exacto —dijo Cliff.

Lem observó que su ayudante estaba sonriendo.

—¿Acaso crees que ellos conocen la inteligencia del perro, que el animal les ha revelado sus habilidades? ¿Y que ellos decidieron…, enseñarle a leer?

—Así parece —dijo Cliff todavía sonriente—. ¡Dios santo! ¿Lo crees posible? ¿Se le podría enseñar a leer?

—Sin duda —dijo Lem—. De hecho, ésa era una de las misiones que había programado el doctor Weatherby para este otoño.

Riendo por lo bajo, Cliff, maravillado dijo:

—¡Que me aspen!

—Antes de divertirte con este descubrimiento —dijo Lem—, es preferible que analices la situación. Ese tipo sabe que el perro es más listo que el hambre. Tal vez consiguiera enseñarle a leer. Por tanto hemos de suponer que él ha ideado algún medio para comunicarse con el perro. Sabe que se trata de un animal experimental, y debe saber que le está buscando un montón de gente.

Cliff dijo:

—Además conocerá, con toda seguridad, la existencia del alienígena, porque el perro habrá encontrado la forma de comunicárselo.

—Sí. No obstante, aun sabiendo todo eso, ha optado por eludir la publicidad; podría haber vendido la historia al mejor postor, pero tampoco lo ha hecho. O si fuese un pacifista, podría haber llamado a la Prensa para estigmatizar al Pentágono por patrocinar semejante investigación.

—Y no lo hizo —dijo Cliff, ceñudo.

—Ello significa, primero y ante todo, que se ha encariñado con el perro y ha decidido quedárselo e impedir por todos los medios su captura.

Cliff asintió.

—Eso tiene sentido si lo que hemos oído decir sobre él es cierto. Quiero decir, que ese individuo perdió a toda su maldita familia cuando era joven, a su esposa hace menos de un año y a todos sus camaradas de la Fuerza Delta. Y se convirtió en un recluso, se aisló de todos sus amigos. Debió sentirse endiabladamente solo. Entonces se presentó el perro…

—Justo —dijo Lem—. Y para un hombre entrenado en la Fuerza Delta, no resultará difícil mantenerse a cubierto. Y si le encontramos, sabrá cómo luchar por el perro. ¡Vaya si sabrá luchar, Dios mío! —suspiró Lem.

—No se ha confirmado todavía el rumor sobre la Fuerza Delta —murmuró esperanzado Cliff.

—Yo lo sé —dijo Lem. Le describió la fotografía que había hallado en el maltrecho dormitorio.

Cliff suspiró.

—Ahora sí que estamos cubiertos de mierda.

—Ya lo creo —convino Lem.

***

Habían alcanzado San Francisco a las seis en punto de la mañana del jueves, y a las seis y media habían encontrado un motel adecuado…, un amplio complejo que parecía moderno y limpio. Allí no se admitían animales domésticos, pero les resultó fácil meter a Einstein a hurtadillas.

Aunque existiera el pequeño riesgo de que ya hubiese sido distribuida una orden de arresto contra Travis, se registró en el motel usando su DNI. No tenía elección, porque Nora no poseía tarjetas de crédito ni permiso de conducir. Hoy día los empleados están dispuestos a aceptar dinero contante y sonante, pero no sin DNI; la cadena de ordenadores exigía datos sobre sus huéspedes.

Ahora bien, no dio la marca ni la verdadera matrícula de su coche, pues lo había aparcado muy lejos de la oficina, para ocultar esos datos al empleado.

Pagaron sólo una habitación, pues mantendrían a Einstein con ellos, ya que no iban a necesitar intimidad para hacer el amor. Exhausto y dolorido, Travis consiguió dar un beso a Nora antes de caer en un profundo sueño. Soñó con cosas de ojos amarillos, cabezas deformes y bocas de cocodrilo armadas con dientes de tiburón.

Despertó cinco horas después, a las doce y diez de la mañana del jueves.

Nora, que se había levantado antes, estaba duchada y vestida otra vez con la única ropa que llevaba. Su pelo, aún húmedo, colgaba tentador sobre la nuca.

—El agua sale caliente y a gran presión —le informó.

—Lo mismo me pasa a mí —dijo él, abrazándola y besándola.

—Entonces más valdrá que te enfríes —contestó ella apartándose—. El orejitas está escuchando.

¿Einstein? Pero si tiene unas orejas enormes. En el cuarto de baño encontró a Einstein bebiendo en un cuenco lleno de agua fría que le había preparado Nora.

—Oye, cara peluda, el retrete es una fuente perfectamente adecuada para que beban agua la mayoría de los perros.

Einstein resopló desdeñoso y salió del baño con aire altivo.

Travis no tenía con qué afeitarse pero pensó que la barba de un día le daría el aspecto que necesitaba para el trabajo que se proponía hacer aquella noche en el distrito de Tenderloin.

Dejaron el motel y almorzaron en el primer «McDonald’s» que encontraron. Después del almuerzo se dirigieron a una sucursal del Banco de Santa Bárbara en donde Travis tenía su cuenta corriente. Utilizaron su tarjeta Mastercard y dos de sus tarjetas Visa para reunir un total de mil cuatrocientos dólares. Esto, junto con los dos mil cien en metálico y los cheques de viaje que les habían sobrado de su luna de miel hizo un total de ocho mil quinientos dólares.

Durante el resto de la tarde y primeras horas de la noche estuvieron haciendo compras. Con las tarjetas de crédito adquirieron un juego de maletas y ropa suficiente para llenarlas. Luego, artículos de tocador para ambos y una maquinilla eléctrica para Travis.

Él también compró un juego de «Scrabble».

—¡No me digas que tienes humor para jueguecitos! —exclamó Nora.

—No —respondió él enigmático, disfrutando con su desconcierto—. Te lo explicaré más tarde.

Media hora antes del ocaso, con sus compras atestando el espacioso maletero del «Mercedes», Travis se dirigió hacia el centro neurálgico de Tenderloin, la zona de San Francisco situada por debajo de la calle O’Farrell, entre la calle Market y la avenida Van Ness. Era un distrito de bares sórdidos donde se exhibían bailarinas de striptease, antros go-go cuyas chicas no llevaban ninguna clase de ropa, consultorios en donde los hombres pagaban por minuto para sentarse con jóvenes desnudas y hablar de sexo y en donde, normalmente, se hacía algo más que charlar.

Semejante degeneración fue una revelación perturbadora para Nora, quien había empezado a creerse experimentada y de mundo, pero no estaba preparada para los sumideros de Tenderloin. Sin poderlo remediar, se quedó boquiabierta ante los chillones anuncios de neón que aireaban los espectáculos subidos de tono, la lucha libre femenina, los imitadores de estrellas, los baños sibaríticos y los consultorios con masaje. El significado de los reclamos de algunos de los peores bares la turbaron, y no pudo por menos que preguntar:

—¿Qué quieren decir cuando escriben en la marquesina «echa un vistazo al capazo»?

Mientras buscaba un lugar en donde aparcar, Travis dijo:

—Quiere decir que las chicas bailan completamente desnudas y que durante el baile se abren los labios de la vulva para revelarse hasta el mismísimo fondo.

—¡No!

—Si.

—¡Dios mío, no puedo creerlo! Quiero decir que no lo creo…, vamos que no. ¿Y que significa, «cercanía extrema»?

—Las chicas bailan entre las mesas de los clientes. La ley no autoriza el contacto, pero las chicas bailan muy cerca balanceando los pechos desnudos en la cara del cliente. Entre sus pezones y los labios del hombre puedes introducir una hoja de papel, tal vez dos, pero no tres.

En el asiento trasero, Einstein resopló como si expresara disgusto.

—Conforme, compadre —le dijo Travis.

Desfilaron ante un local de aspecto canceroso con rutilantes bombillas rojas y amarillas y ondulantes bandas azules y purpúreas de neón, cuyo letrero prometía un ESPECTÁCULO DE SEXO EN VIVO.

Horrorizada, Nora preguntó:

—¡Dios santo! ¿Acaso hay otros espectáculos donde se muestran actos sexuales con los muertos?

Travis se rió con tantas ganas que estuvo a punto de chocar contra un coche repleto de adolescentes pasmados.

—No, no, no. Incluso Tenderloin tiene sus límites. En este caso, «en vivo» quiere decir lo contrario a una película. Se puede ver mucho en filmes, cine que proyectan sólo pornografía, pero este local promete sexo en vivo en el escenario. Ignoro si cumplen su promesa.

—¡Y yo no tengo ningún interés en averiguarlo! —exclamó Nora como si fuese una Dorothy de Kansas que hubiese ido a caer en un vecindario de Oz totalmente despreciable—. Bueno, ¿y qué estamos haciendo aquí?

—Éste es el lugar adonde se acude cuando intentas adquirir cosas que no venden en Nob Hill: como jóvenes donceles o cantidades verdaderamente grandes de droga. O también matrículas falsas de coches o DNI falsificados.

—¡Ah! —murmuró ella—. ¡Ya entiendo! Esta zona está dominada por el hampa, por gentes como los Corleone de El padrino.

—Estoy seguro de que la mafia poseerá la mayoría de estos locales —dijo él, mientras hacía maniobras con el «Mercedes» para aparcarlo en un espacio libre junto al bordillo—. Pero no cometas nunca el error de pensar que la «verdadera» mafia es un puñado de cursis «honorables» como los Corleone.

Einstein no tuvo inconveniente en permanecer dentro del «Mercedes».

—Te diré una cosa, cara peluda —bromeó Travis—. Si tenemos suerte de verdad, te conseguiremos también una nueva identidad. Haremos de ti un gran caniche.

Nora se sorprendió al descubrir que, al caer el crepúsculo sobre la ciudad, la brisa de la bahía se hizo lo bastante fresca como para que sintiesen la necesidad de las chaquetas acolchadas de nailon que habían comprando poco tiempo antes.

—Las noches suelen ser frescas aquí, incluso en verano —dijo él—. Pronto caerá la niebla. El calor almacenado durante el día la hace surgir del agua.

Él se habría puesto su chaqueta aunque el aire vespertino hubiese sido cálido, porque llevaba su revólver cargado debajo del cinturón y necesitaba la chaqueta para ocultarlo.

—En realidad, ¿tendrás que usar el arma? —preguntó ella mientras se alejaban del coche.

—No es probable. La llevo sobre todo a modo de DNI.

—¿Eh?

—Ya lo verás.

Nora miró hacia atrás y vio que Einstein les observaba con aire melancólico desde la ventanilla trasera del coche. A ella le dolió dejarle solo; no obstante, estaba segura de que, aun cuando esos establecimientos admitiesen perros, no eran los locales adecuados para la moral de Einstein.

Travis pareció interesarse únicamente por aquellos bares cuyos letreros estaban escritos en inglés y español o sólo en español. Algunos locales eran sórdidos de verdad y no disimulaban las calvas de la pintura ni el moho de las alfombras, mientras que otros resplandecían de espejos y luces deslumbrantes para disimular su auténtica condición de ratoneras. Sólo unos pocos llamaban la atención por su limpieza y costosa decoración. Travis habló en español con cada barman, a veces con los músicos, cuando los había o estaban descansando, y en dos o tres ocasiones distribuyó bajo mano billetes de veinte dólares. Como Nora no hablaba español, no sabía lo que él estaba preguntando ni por qué pagaba a esa gente.

Cuando iban otra vez por la calle en busca de un nuevo tugurio, Travis le explicó que la mayoría de los inmigrantes ilegales eran mexicanos, salvadoreños, nicaragüenses…, gentes desesperadas que huían del caos económico y la represión política. Por consiguiente, en el mercado de los documentos falsos había más ilegales de habla hispana que vietnamitas, chinos y elementos de otros grupos lingüísticos.

—Así que el medio más rápido de encontrar una pista hasta el expedidor de documentos falsos, es el recurrir al hampa latina.

—¿Has encontrado ya la pista?

—Todavía no. Sólo retazos. Y, probablemente, el noventa y nueve por ciento de los informes que he pagado, serán sandeces, mentiras. Pero no te preocupes…, encontraremos lo que necesitamos. Ésa es la razón de que Tenderloin no quede nunca marginado del negocio: las personas que acuden aquí encuentran siempre lo que necesitan.

Las personas que acudían allí sorprendieron a Nora. En las calles, en los bares de topless se veía toda clase de rasgos étnicos. Asiáticos y latinos, negros y blancos e incluso indios se mezclaban en una bruma alcohólica, como si la armonía racial fuera un benéfico efecto secundario de la persecución del pecado. Había individuos que se contorneaban por todas partes con sus cazadoras de cuero y sus vaqueros, otros que parecían rufianes, lo cual ya no la extrañaba; sin embargo había también hombres con pulcros trajes de calle, estudiantes de aspecto inconfundible, gente vestida de cowboys y saludables tipos playeros que parecían haber surgido de una vieja película de Annette Funicello. Vagabundos sentados sobre la acera o apostados en las esquinas, vetustos adictos al vino con ropas malolientes, y algunos de ellos, incluso entre los bien trajeados, tenían una mirada tan espeluznante que te daban ganas de salir corriendo, pero, aparentemente, casi todos los viandantes podrían pasar por ciudadanos respetables en cualquier vecindario decente. Nora quedó estupefacta.

No se veían muchas mujeres por la calle, ni acompañando a hombres en los bares. No, corrijamos eso: se veían también mujeres, pero éstas parecían aún más lascivas que las bailarinas desnudas, y sólo unas pocas daban la impresión de no estar en venta.

En un bar topless llamado «Hot Tips», cuyos letreros alternaban el español con el inglés, la música rock era tan potente que a Nora le produjo una fuerte jaqueca. Seis chicas muy bonitas, de cuerpos exquisitos y que tan sólo llevaban tacones puntiagudos y bragas de lentejuelas, se bamboleaban, retorcían y balanceaban los pechos ante las caras sudorosas de unos hombres que o bien estaban hipnotizados o silbaban y batían palmas. Otras chicas en topless, no menos bonitas que las otras, servían las mesas.

Mientras Travis hablaba en español con el camarero, Nora observó que algunos clientes la miraban con interés. Y eso le produjo escalofríos. No soltó ni por un momento el brazo de Travis. Nadie habría podido separarla de él, ni con una palanca.

La peste a cerveza agria y whisky, el olor de los cuerpos, los efluvios de diversos perfumes baratos y el humo del tabaco hacían el aire tan denso como el de un baño turco, aunque menos saludable.

Nora apretó los dientes y pensó: «No vomitaré ni me haré pasar por una idiota. No lo haré, ni más ni menos».

Tras unos minutos de rápida conversación, Travis dejó dos billetes de veinte dólares en las manos del camarero, que le condujo hacia el fondo del salón, en donde un tipo tan grande como Arnold Schwarzennegger ocupaba una silla junto a una puerta que estaba cubierta por una espesa cortina de cuentas. Llevaba pantalones de cuero negro y una camiseta blanca. Sus brazos eran como troncos. Su rostro parecía haber sido moldeado en cemento y los ojos grises tenían casi la transparencia del cristal. Travis habló en español con él y le pasó otros dos billetes de veinte dólares.

La música se atenuó desde un estrépito atronador hasta un mero rugido. Una voz femenina que hablaba por un micrófono dijo:

—Está bien, muchachos, si os gusta lo que habéis visto, que se note…, empezad a rellenar a esas gatitas.

Nora respingó consternada pero, cuando la música ascendía otra vez, vio lo que el burdo anuncio significaba: se esperaba que los clientes introdujeran billetes de cinco y diez dólares en las bragas de las bailarinas.

El gigantón de los pantalones de cuero negro se levantó y los condujo por la cortina de cuentas a una habitación que mediría tres metros de anchura y seis u ocho de longitud, en donde otras seis jóvenes de tacones puntiagudos y exiguas bragas se preparaban para relevar a las bailarinas de la pista. Estaban retocándose el maquillaje en diversos espejos, pintándose los labios o, simplemente, charlando. Todas ellas (Nora lo comprobó) eran tan guapas como las chicas de fuera. Algunas tenían rasgos duros; sin embargo, otras tenían unas caras tan frescas como maestras de escuela. Todas pertenecían a ese tipo femenino que, probablemente, estaba en el pensamiento de los hombres cuando hablando entre ellos de mujeres decían que estaban «muy buenas».

El gigantón condujo a Travis —y Travis a Nora de la mano— por el gran vestuario hacia la puerta del otro extremo. Mientras caminaban, una de las bailarinas en topless, una rubia impresionante, puso una mano sobre el hombro de Nora y caminó a su lado.

—¿Eres nueva, cariño?

—¿Quién, yo? No. ¡Oh, no! Yo no trabajo aquí.

La rubia, que estaba tan bien dotada que Nora se sentía a su lado como un chico, dijo:

—Pues tienes el equipo necesario, cariño.

—¡Oh, no! —fue todo cuanto pudo contestar.

—¿Te gusta mi equipo? —preguntó la rubia.

—¡Oh! Bueno, eres muy guapa —dijo Nora.

—Desiste, hermana —terció Travis dirigiéndose a la rubia—. La señora no se balancea de ese modo.

La rubia mostró una sonrisa muy dulce.

—Si lo probara, podría gustarle.

Por una puerta estrecha salieron del vestuario a un pasillo sórdido y mal alumbrado, y fue entonces cuando Nora se dio cuenta de que le había hecho proposiciones ¡una mujer!

No supo si reír o rendirse a las náuseas. Probablemente le hubieran convenido ambas cosas.

El gigantón los llevó hasta un despacho en la parte trasera del edificio y los dejó allí, diciendo:

—El señor Van Dyne estará con ustedes dentro de un minuto.

El despacho tenía paredes grises, sillas metálicas grises, archivadores del mismo color y una mesa metálica gris llena de golpes y arañazos. No había cuadros ni calendarios en las paredes desnudas. Ni plumas ni agendas ni informes sobre la mesa. Parecía como si aquella estancia se utilizara raras veces.

Nora y Travis se sentaron en dos sillas metálicas frente a la mesa. La música del bar era todavía audible pero no ensordecedora. Cuando recuperó el aliento, Nora preguntó:

—¿De dónde proceden?

—¿Quiénes?

—Todas esas chicas tan guapas con sus pechos perfectos, sus pequeños y apretados traseros; sus largas piernas, y todas ellas dispuestas a hacer… eso. ¿De dónde viene tal cantidad de ellas?

—En las afueras de Modesto hay una granja que las cría —dijo muy serio Travis.

Nora le miró escandalizada.

Él rió y dijo:

—Lo, siento. Siempre me olvido de lo inocente que eres, señora Cornell. —La besó en la mejilla. La barba le rascó un poco pero fue agradable. Pese a llevar todavía la ropa del día anterior y no haberse afeitado, él parecía un bebé limpio y bien restregado en comparación con los esperpentos que habían encontrado hasta llegar a aquel despacho—. Debería darte respuestas claras porque no distingues todavía cuándo estoy bromeando —añadió.

Ella parpadeó.

—Entonces, ¿no hay granja de cría fuera de Modesto?

—No. Hay todo tipo de chicas que hacen eso. Chicas que quieren abrirse camino en el mundo del espectáculo, ir a Los Ángeles para ser estrellas de cine, pero no lo consiguen y recalan en locales de Los Ángeles parecidos a éste, o se dirigen hacia el norte, a San Francisco, o van a Las Vegas. Muchas son chicas bastante decentes. Ven esto como algo temporal. Pueden hacer mucho dinero y rápido. Es un medio de formar un buen fajo antes de hacer otra tentativa en Hollywood. Algunas aborrecen su propia estampa y hacen esto para humillarse. Otras se rebelan contra sus padres, contra sus maridos, contra el condenado mundo. Y algunas son ganchos.

—Y esos ganchos…, ¿encuentran aquí a sus capturas? —preguntó ella.

—Tal vez sí, tal vez no. Probablemente, algunas bailen para poder explicar su fuente de ingresos cuando los de Hacienda llamen a su puerta. Declaran sus ganancias como bailarinas, lo cual les da la oportunidad de ocultar lo que hacen de manera soterrada.

—Es muy triste —dijo Nora.

—Claro, En algunos casos…, o mejor dicho en muchos, es bastante triste.

Ella preguntó fascinada:

—¿Obtendremos el DNI falso de ese Van Dyne?

—Así lo espero.

—En realidad, tú sabes arreglártelas por ahí, ¿verdad? —le preguntó ella, solemne.

—¿Te molesta que yo conozca lugares… como éste?

Nora caviló unos instantes y luego dijo:

—No. De hecho…, si una mujer se casa, supongo que él debería ser un hombre capaz de desenvolverse en cualquier situación. Eso me da mucha confianza.

—¿En mí?

—En ti, sí, y confianza en que lograremos salir airosos de esto, de que nos salvaremos junto con Einstein.

—La confianza es algo bueno. Pero en la Fuerza Delta una de las primeras lecciones que aprendes es que el ser demasiado confiado puede depararte la muerte.

En esto, la puerta se abrió y el gigantón reapareció con un hombre de rostro redondo, vestido de gris con camisa azul y corbata negra.

—Van Dyne —dijo el recién llegado sin tenderles la mano. Contorneó la mesa y tomó asiento en una silla con respaldo de muelle. Tenía pelo rubio y ralo, y las mejillas rollizas de un bebé. Parecía un agente bursátil en un comercial de televisión: eficiente y sagaz, tan bien provisto de palabras como de modales—. He querido hablar con ustedes porque me gustaría saber quién está difundiendo tales falsedades sobre mí.

Travis, dijo:

—Necesitamos nuevos DNI, permisos de conducir, tarjetas de seguridad social, en fin, el equipo completo. De primera clase, con pleno respaldo, nada de chapuzas.

—Eso es justamente a lo que me refiero —dijo Van Dyne. Y alzó las cejas, burlón—. ¿Quién les sugirió la idea de que estoy embarcado en semejante negocio? Mucho me temo que les hayan informado mal.

—Necesitamos documentos de primera clase y con pleno respaldo —insistió Travis.

Van Dyne le miró de hito en hito, y luego a Nora.

—Permítame examinar su cartera. Y su bolso, señorita.

Mientras colocaba su cartera sobre la mesa, Travis dijo a Nora:

—Hazlo, no hay cuidado.

De mala gana, ella puso su bolso junto a la cartera.

—Ahora, por favor, levántense y dejen que César les registre —dijo Van Dyne.

Travis se puso en pie e indicó por señas a Nora que le imitase.

César, el gigantón con cara de cemento, registró a Travis con una minuciosidad embarazosa, encontró el «Magnum» calibre 357 y lo puso sobre la mesa. Fue incluso más escrupuloso con Nora, le desabotonó la blusa y tanteó muy desahogado las copas de su sujetador por si había algún micrófono, batería o grabador en miniatura. Ella se sonrojó y no habría tolerado semejante atrevimiento si Travis no le hubiese explicado lo que buscaba César. Además, éste permaneció impertérrito todo el tiempo, como si fuese una máquina sin el menor potencial para la reacción erótica.

Cuando César hubo terminado con ellos, los dos se sentaron mientras Van Dyne examinaba detenidamente la cartera de Travis y el bolso de Nora. Ella temía que aquel hombre les quitara el dinero sin darles nada a cambio, pero él pareció interesarse sólo por sus DNI y el cuchillo de carnicero que Nora llevaba todavía consigo.

Van Dyne dijo a Travis:

—Vale. Si usted fuese un poli no se le permitiría llevar un «Magnum». —Mientras decía esto, hizo girar el cilindro y miró las balas—. Y menos un «Magnum» cargado. El ACLU le haría sudar. —Luego sonrió a Nora—: Ninguna mujer policía lleva un cuchillo de cocina.

De pronto ella comprendió lo que Travis había querido decir con lo de que no llevaba el revólver como protección sino a modo de DNI.

Van Dyne y Travis regatearon un poco y por último fijaron en seis mil quinientos el precio de dos DNI con «pleno respaldo».

Sus pertenencias, incluyendo el cuchillo de carnicero y el revólver, les fueron devueltas.

Desde el despacho gris, los dos siguieron a Van Dyne hasta un reducido vestíbulo en donde él despidió a César, y luego por unas escaleras de cemento mal alumbradas que conducían a un sótano debajo del «Hot Tips», adonde aún llegaba la música rock, pero filtrada por el suelo de cemento.

Nora no estaba muy segura de lo que esperaba encontrar en aquel sótano: tal vez unos hombres parecidos a Edgar G. Robinson, con viseras verdes sujetas a la cabeza mediante bandas elásticas, que manipulaban anticuadas linotipias que producían no sólo documentos de identidad falsos, sino también gruesos fajos de billetes falsos. Pero lo que encontró en lugar de eso, la sorprendió.

Los escalones terminaban en un almacén de paredes pétreas con dimensiones aproximadas de doce por nueve metros. Las reservas del bar se apilaban hasta la altura del hombro. Los tres caminaron por un estrecho pasillo formado por cajas de whisky y cerveza, hasta una salida de incendios en la pared del fondo. Van Dyne pulsó un botón en el marco y una cámara de seguridad de circuito cerrado hizo un suave ronroneo al fotografiarlos.

La puerta se abrió desde dentro y los tres pasaron a una habitación más pequeña con luz tamizada donde dos jóvenes barbudos trabajaban con dos de las siete computadoras alineadas sobre mesas de trabajo a lo largo de la pared. El primero de ellos llevaba zapatos «Rockport», pantalones safari, cinturón de malla y una camisa safari de algodón. El otro llevaba «Reebock», vaqueros y una camiseta de manga corta donde aparecían impresos los Three Stooges. Los dos parecían gemelos y se diría que eran una versión juvenil de Steven Spielberg. Estaban tan inmersos en su trabajo con los ordenadores, que no levantaron la vista para mirar a Nora, Travis y Van Dyne, pero se estaban divirtiendo sin la menor duda porque hablaban eufóricos para sí, a sus máquinas o entre ellos, en un lenguaje tan técnico que no tenía ningún sentido para Nora.

Una mujer de veintitantos años trabajaba también en aquella habitación. Tenía el pelo rubio y unos ojos de extraña belleza, del mismo color que los peniques. Mientras Van Dyne hablaba con los dos tipos de los ordenadores, la mujer llevó a Travis y a Nora hasta el otro extremo de la estancia, los colocó frente a una pantalla blanca y les hizo sendas fotografías para los permisos de conducir falsos.

Cuando la rubia desapareció en una cámara oscura para revelar la película, Travis y Nora se reunieron con Van Dyne ante aquellos ordenadores que colmaban de felicidad a los jóvenes. Nora observó cómo se introducían en los ordenadores, supuestamente inviolables, del Departamento californiano de Vehículos de Motor y de la Administración de la Seguridad Social, así como en los de otras delegaciones federales, estatales y locales.

—Cuando le dije al señor Van Dyne que quería el DNI con «pleno respaldo» —le explicó Travis—, quise decir que los permisos de conducir deben soportar cualquier inspección si nos detuviera un motorista de carretera para examinarlos. Los permisos que recibamos no se distinguirán de los auténticos, Estos elementos están insertando nuestros nuevos nombres en los archivos DVM, en suma, están creando los pormenores de esos permisos en el banco de datos del estado.

Van Dyne dijo:

—Las señas son falsas, claro está. Pero cuando ustedes se asienten en alguna parte con sus nuevos nombres, deberán solicitar al DVM el cambio de dirección como requiere la ley, y entonces su situación será perfectamente legal. Nosotros estamos preparando los documentos para que expiren dentro de un año, y entonces ustedes irán a la oficina DVM, se someterán a las pruebas usuales y obtendrán permisos flamantes porque sus nuevos nombres estarán registrados en los archivos.

—¿Cuáles son nuestros nuevos nombres? —preguntó maravillada Nora.

—Fíjese —dijo Van Dyne, hablando con al aplomo y la paciencia de un agente bursátil al explicar el mercado a un nuevo inversor—, nosotros hemos de empezar por las partidas de nacimiento. Tenemos archivadas en los ordenadores las defunciones de infantes en todos los Estados Unidos occidentales, remontándonos por lo menos a unos cincuenta años. Hemos indagado ya esas listas para los años correspondientes a los nacimientos de ustedes dos, procurando encontrar niños fallecidos que tuviesen su pelo, color de ojos… y sus nombres de pila, ya que será más fácil para ustedes no cambiar su primer y segundo nombre. Hemos encontrado una niña, Nora Jean Aimes, nacida el 12 de octubre del año en que nació usted y fallecida un mes después, aquí mismo, en San Francisco. Tenemos una impresora láser con infinitas posibilidades prácticamente de estilos y tamaños, mediante la cual hemos producido ya un facsímil del tipo de partida de nacimiento que se utilizaba a la sazón en San Francisco y lleva los nombres Nora y Jean, estadísticas vitales. Ahora haremos dos xerocopias de él y usted recibirá ambas. Luego nos infiltraremos en los archivos de la Seguridad Social y nos apropiaremos de un número para Nora Jean Aimes, a quien no se le dio nunca uno, y asimismo crearemos un historial de pago de impuestos en la Seguridad Social. —Al decir esto sonrió—: Usted ha pagado suficientes cuartos como para recibir una pensión cuando se jubile. Asimismo, Hacienda tiene ahora unos datos según los cuales usted ha trabajado como camarera en media docena de ciudades y ha pagado religiosamente sus impuestos cada año.

Travis dijo:

—Con la partida de nacimiento y el número legitimado de la Seguridad Social, ellos obtendrán un permiso de conducir que llevará al dorso el auténtico DNI.

—Así que, ¿ahora soy Nora Jean Aimes? Pero si está registrada su partida de nacimiento también lo estará su certificado de defunción. Si alguien quisiera verificar…

Van Dyne negó con la cabeza.

—En aquellos días tanto la partida como el certificado eran meros documentos, no datos de ordenador. Y como el Gobierno hace más despilfarros que gastos juiciosos, nunca ha tenido los fondos necesarios para transferir los datos anteriores a los ordenadores en el banco electrónico de datos. Así pues, si alguien recela de usted, revisará los datos de defunciones en el ordenador y averiguará la verdad en solo dos minutos. De lo contrario tendrá que ir al Registro Civil, y bucear en los archivos de aquel año para encontrar el certificado de defunción de Nora Jean. No obstante, así y todo, no lo encontrará, porque nuestros servicios incluyen la sustracción y destrucción de ese certificado ahora que usted ha comprado ya su identidad.

—Ya estamos dentro de la TRW, la agencia de investigación crediticia —dijo muy satisfecho uno de los gemelos parecidos a Spielberg.

Nora vio titilar unos datos a través de las pantallas verdes, pero ninguno de ellos tuvo el menor significado para ella.

—Están creando sólidos historiales de crédito para nuestras nuevas identidades —le dijo Travis—. Cuando nos establezcamos donde sea y solicitemos un cambio de dirección al DVM y al TRW, nuestro buzón quedará inundado con ofertas de tarjetas de crédito: «Visa», «Mastercard» y, probablemente, incluso «American Express» y «Carte Blanche».

—Nora Jean Aimes —murmuró aturdida intentando comprender la celeridad con que se había constituido su nueva vida.

Y como no pudiera localizar ningún infante que hubiese muerto en el año que nació Travis y con su nombre de pila, él tuvo que resignarse a ser Samuel Spencer Hyatt, que había nacido en Portland, Oregón, un mes de enero y había fallecido allí mismo un mes de marzo. El fallecimiento sería eliminado del Registro Civil, y la nueva identidad de Travis soportaría cualquier escrutinio de mediana intensidad.

Y sólo para divertirse (según dijeron ellos mismos), los jóvenes y barbudos operadores crearon un historial militar para Travis, adjudicándole seis años en la infantería de Marina y condecorándole con el Corazón Púrpura, más dos citaciones al valor durante una misión de paz en Oriente Medio que se tornó violenta. Encantados, ambos le oyeron preguntar que si podían crear también una licencia válida de agente inmobiliario bajo su nuevo nombre, y al cabo de veinte minutos la pareja dio con el banco de datos idóneo e hicieron también ese trabajo.

—Bizcocho y pastel —comentó uno de los jóvenes.

—Bizcocho y pastel —le coreó el otro.

Nora frunció el ceño, intrigada.

—Tan blando como un trozo de bizcocho —le explicó uno.

—Tan fácil de ingerir como un pastel —sentenció el otro.

—Claro —asintió Nora—, bizcocho y pastel.

La rubia de los ojos de color penique reapareció trayendo los permisos de conducir impresos con las fotografías de Travis y Nora.

—Ustedes dos son muy fotogénicos —dijo.

Dos horas y veinte minutos después de haber conocido a Van Dyne, ambos abandonaron el «Hot Tips» con dos sobres grandes que contenían diversos documentos que daban validez a sus nuevas identidades. Ya en la calle, Nora se sintió un poco mareada y apoyándose en el brazo de Travis no lo soltó hasta que estuvieron en el coche.

Durante su permanencia en el «Hot Tips», la niebla había envuelto la ciudad. Las luces parpadeantes y el neón alternante de Tenderloin parecían tamizados y extrañamente engrandecidos por la bruma, y todo esto daba la impresión de que cada centímetro cúbico de aire nocturno se bañaba en una luminosidad esotérica, una aurora boreal que descendía al nivel del suelo. Aquellas calles sórdidas cobraban cierto misterio, un atractivo barato en la niebla hacia el anochecer, pero este efecto no se producía si ya las habías visto a la luz del día y recordabas bien su apariencia.

Einstein esperaba impaciente en el «Mercedes».

—Después de todo, nos fue imposible conseguir que te convirtieran en un caniche —le dijo Nora mientras se ponía el cinturón—. Sin embargo, en lo referente a nosotros, todo salió de primera. Así pues, Einstein, saluda a Sam Hyatt y a Nora Aimes.

Apoyando la cabeza sobre el respaldo delantero, el perdiguero la miró, luego miró a Travis y resopló una vez, como si dijera que no podían engañarle, que sabía muy bien quiénes eran.

Nora dijo a Travis:

—¿No será tu adiestramiento antiterrorista…, lo que te enseñara a conocer locales como «Hot Tips» o personas como ese Van Dyne? ¿Es ahí donde los terroristas obtienen nuevos DNI una vez se introducen en el país?

—Sí, algunos recurren a tipos como Van Dyne, aunque no es lo normal. Los soviéticos procuran documentos a casi todos los terroristas. Van Dyne sirve, sobre todo, a los inmigrantes ilegales corrientes, aunque no a los pobres ni a los criminales que intenten eludir las órdenes de arresto.

Mientras él ponía en marcha el coche, Nora dijo:

—Pero si tú pudiste encontrar a Van Dyne, tal vez lo encuentre también la gente que nos busca.

—Tal vez. Les costará, pero tal vez lo logren.

—Entonces ellos lo descubrirían todo acerca de nuestras nuevas identidades.

—No —dijo Travis. Hizo funcionar el ventilador y las escobillas del parabrisas para limpiar la condensación en la cara externa del cristal—. Van Dyne no conserva archivos. No quiere que se le sorprenda con pruebas de lo que hace. Si las autoridades descubrieran sus manejos y entraran allí con órdenes de registro, no encontrarían nada en los ordenadores de Van Dyne…, nada salvo los datos de contabilidad y ventas del «Hot Tips».

Mientras cruzaban la ciudad camino del puente «Golden Gate», Nora miró fascinada a la gente que atestaba las calles u ocupaba otros coches, no sólo en Tenderloin, sino en cada barrio por el que pasaban. Se preguntaba cuántas de esas personas vivirían con los nombres y las identidades que tenían al nacer y cuántas habrían cambiado los suyos como ella y Travis.

—En menos de tres horas nos han rehecho de pies a cabeza —dijo.

—En qué mundo vivimos, ¿eh? La alta tecnología significa máxima fluidez… esto más que nada. El mundo entero se está haciendo cada vez más fluido, más mutable. Hoy día se manipulan casi todas las transacciones financieras con dinero electrónico desde Nueva York a Los Ángeles o alrededor del mundo en cuestión de segundos. Casi todos los datos se conservan en forma de cargas eléctricas que sólo los ordenadores pueden leer. Así que todo es mutable. Las identidades son mutables. El pasado es mutable.

—Incluso la estructura genética de una especie es moldeable en estos tiempos —agregó Nora.

Einstein resopló su conformidad.

—Inquietante, ¿no crees?

—Un poco —dijo Travis cuando se aproximaban a la entrada sur bañada en luz del «Golden Gate», cuya silueta casi desaparecía bajo la niebla—. Sin embargo, la mutabilidad es, fundamentalmente, beneficiosa. La mutabilidad social y financiera garantiza la libertad. Creo que estamos avanzando hacia una era en que el papel de los gobiernos disminuirá sin remedio, pues no habrá forma de reglamentar y controlar a la gente con la precisión que permiten los recursos actuales. Los gobiernos totalitarios no podrán mantener el poder.

—¿Por qué no?

—Bien, ¿cómo podrá controlar a sus ciudadanos una dictadura que se desenvuelva en una sociedad de alta tecnología y máxima fluidez? El único medio es impedir que la alta tecnología se entrometa, sellar las fronteras y vivir por completo en una edad anterior. Pero eso sería un suicidio nacional para cualquier país que lo intentase. Sus ciudadanos no podrán competir. Al cabo de pocas décadas, serían los aborígenes modernos, básicamente primitivos, comparados con los niveles del mundo de alta tecnología. Ahora mismo, por ejemplo, los soviéticos intentan circunscribir los ordenadores a su industria de defensa, lo cual no puede durar. Deberán computerizar toda su economía y enseñar el uso del ordenador a su gente…, y entonces, ¿cómo podrán apretar los tornillos si sus ciudadanos cuentan ya con los medios para manipular el sistema y desbaratar el control que tienen sobre ellos?

A la entrada del puente, en dirección norte, no se pagaba peaje. Iniciaron el recorrido de la estructura metálica; el límite de velocidad había sido reducido drásticamente a causa del tiempo.

Contemplando el esqueleto espectral del puente que relucía con el agua condensada y se desvanecía en la niebla, Nora dijo:

—Pareces creer que el mundo será un paraíso dentro de una década o dos.

—Un paraíso, no —contestó él—. No obstante, sí más cómodo y rico, más seguro y feliz; pero no un paraíso. Después de todo, subsistirán los problemas del corazón humano y las dolencias potenciales de la mente humana. Ese mundo nuevo nos deparará nuevos prodigios, así como nuevas bendiciones.

—Como la cosa que mató a tu casero —dijo ella.

—Eso.

En el asiento de atrás, Einstein gruñó.

***

Aquel jueves, 26 de agosto, por la tarde, Vince Nasco se dirigió al domicilio de Johnny Santini, el Alambre, para recoger el informe de la semana pasada, que fue cuando él averiguara lo referente al asesinato de Ted Hockney en Santa Bárbara la noche anterior. La condición del cadáver, particularmente la falta de los ojos, lo relacionaba con el alienígena. Asimismo, Johnny había verificado que la NSA estaba asumiendo calladamente la jurisdicción sobre el caso, lo cual convenció a Vince de que el asunto tenía que ver con los fugitivos de «Banodyne».

Aquella noche él compró un periódico y, ante una cena de enchiladas marineras y «Dos Equis» en un restaurante mexicano, leyó el reportaje sobre Hockney y el hombre que le alquilara la casa en donde ocurrió el asesinato…, un tal Travis Cornell. La crónica periodística decía que Cornell, ex agente inmobiliario que fuera antaño miembro de la Fuerza Delta, mantenía una pantera en la casa y que este felino había matado a Hockney, pero Vince sabía que lo del gato era un camelo para redondear la historia. Los polis decían que querían hablar con Cornell y con una mujer no identificada que le acompañaba, aunque nadie había presentado cargos contra ellos.

El cronista escribía también unas líneas sobre el perro de Cornell: «Es posible que Cornell y la susodicha mujer estén viajando con un perro, un perdiguero dorado».

«Si consigo encontrar a Cornell —pensó Vince—, daré también con el perro».

Por fin se abría la primera brecha, y esto confirmaba su impresión de que el poseer al perdiguero formaba parte de su gran destino. Para celebrarlo, pidió más enchilada marinera y cerveza.

***

Travis, Nora y Einstein pasaron la noche del jueves en un motel del condado de Marín. Compraron seis «San Miguel» en un almacén abierto toda la noche, luego eligieron pollo, galletas y ensalada de col en un restaurante automático y tomaron una cena tardía en la habitación.

Einstein disfrutó del pollo y mostró considerable interés por la cerveza.

Travis decidió verter media botella en el nuevo cuenco amarillo de plástico que habían comprado para el perro en su eufórico recorrido por las tiendas al comenzar el día.

—Pero no más de media botella, por mucho que te guste. Te quiero bien sobrio para una sesión de preguntas y respuestas.

Después de cenar, los tres se aposentaron en la regia cama y Travis desenvolvió el juego de «Scrabble». Colocó el tablero boca abajo sobre el colchón, dejando oculta la superficie de juego, y Nora le ayudó a ordenar en veintiséis montones todas las fichas singularizadas con letras.

Einstein les observó interesado; no parecía que su media botella de «San Miguel» le hubiese mareado apenas.

—Vale —dijo Travis—. Necesito respuestas más detalladas que ese mero sí o no como contestación a nuestras preguntas. Se me ocurrió que esto podría funcionar.

—Ingenioso —convino Nora.

Travis le dijo al perro:

—Te haré una pregunta, y tú indicarás cuáles son las letras que se necesitan para escribir la respuesta; una letra cada vez, palabra por palabra. ¿Lo has entendido?

Einstein parpadeó a Travis, ojeó los montones de fichas con letras, miró otra vez a Travis y pareció gesticular.

—Está bien —dijo Travis—. ¿Sabes el nombre del laboratorio del cual escapaste?

Einstein apoyó la nariz en el montón de las «B».

Nora sacó una ficha del montón y la colocó sobre el espacio de tablero que Travis había dejado despejado.

En menos de un minuto el perro deletreó «BANODYNE».

—«Banodyne» —murmuró pensativo Travis—. Jamás lo he oído mencionar. ¿Es ése su nombre completo?

Einstein vaciló y por fin empezó a seleccionar más letras, hasta deletrear «LABORATORIOS BANODYNE INC».

En un bloc del motel Travis anotó la respuesta y luego devolvió cada ficha a su montón.

—¿Dónde está situado «Banodyne»?

IRVINE.

—Eso tiene sentido —dijo Travis—. Yo te encontré en el bosque al norte de Irvine. Está bien… Te encontré el martes, 18 de mayo. ¿Cuándo escapaste de «Banodyne»?

Einstein miró las fichas, gimió y no eligió nada.

—En tus variadas lecturas has aprendido lo que son meses, semanas, días y horas. Ahora tienes sentido del tiempo.

Mirando esta vez a Nora, el perro gimió de nuevo.

Nora dijo:

—Ahora tiene sentido del tiempo, pero no lo tenía cuando escapó, y le resulta difícil recordar cuánto tiempo estuvo huyendo.

Inmediatamente, Einstein empezó a indicar con las letras: ESO ES VERDAD.

—¿Conoces el nombres de alguno de los investigadores de «Banodyne»?

DAVIS WEATHERBY.

Travis anotó ese nombre.

—¿Algún otro?

Entre muchos titubeos para encontrar las letra precisas, Einstein deletreó al fin LAWTON HAINES, AL HUDSTON y unos cuantos más.

Después de anotarlos todos en el bloc del motel, Travis dijo:

—Ésas serán algunas de las personas que están buscando.

SÍ Y JOHNSON.

—¿Johnson? —inquirió Nora—. ¿Es uno de los científicos?

NO. El perdiguero pensó durante un momento, examinó los montones de letras y, finalmente, deletreó: SEGURIDAD.

—¿Es el jefe de seguridad de «Banodyne»? —inquirió Travis.

NO. MÁS IMPORTANTE.

—Probablemente, algún agente federal de una u otra rama —dijo Travis a Nora mientras ella devolvía cada letra a su montón.

Entonces Nora dijo a Einstein.

—¿Conoces el nombre de ese Johnson?

Einstein miró las letras y gimió. Cuando Travis se disponía a decirle que si no sabía el nombre de Johnson seguirían adelante, el perro intentó deletrearlo: LEMOOL.

—No existe semejante nombre —dijo Nora mientras retiraba las letras.

Einstein lo intentó otra vez: LAMYOUL. Y otra: LIMUUL.

—Tampoco hay tal nombre —dijo Travis.

Una tercera vez LEM YOU WILL.

Travis se apercibió de que el perro se esforzaba en deletrear el nombre en función de la fonética. Y escogió por su cuenta seis fichas: LEMUEL.

—Lemuel Johnson —dijo Nora.

Einstein se echó hacia delante y le hocicó el cuello. Luego se retorció de placer al haberles podido transmitir el nombre, y los muelles de la cama rechinaron.

Después, cesó de hocicar a Nora y deletreó: DARK LEMUEL.

—¿Oscuro? —dijo Travis—. ¿Por oscuro quieres decir que Johnson es… malo?

NO. OSCURO.

Mientras ponía las letras en su sitio, Nora sugirió:

—¿Peligroso?

Einstein le soltó un resoplido, luego otro a Travis, como si quisiera decirles que su dureza de mollera era intolerable.

OSCURO.

Durante un largo rato, ambos quedaron en silencio, cavilando, y al fin Travis exclamó:

—¡Negro! Quieres decir que Lemuel Johnson es un hombre negro.

Einstein manifestó moderada alegría, sacudió la cabeza arriba y abajo y barrió con el rabo la colcha. Acto seguido eligió diecinueve letras, su respuesta más larga: TODAVÍA HAY ESPERANZA.

Nora se rió.

—¡Sabelotodo! —dijo Travis.

A pesar de todo se sentía eufórico, rebosaba de alegría hasta tal punto que le habría sido difícil describirlo si se lo hubiesen pedido. Los dos habían estado comunicándose con el perdiguero durante muchas semanas, pero las fichas del «Scrabble» le daban a esa comunicación una dimensión mucho mayor que la anterior. Einstein, más que nunca, parecía ser su propio hijo. Pero, además, se producía la embriagadora sensación de haber franqueado las barreras de la experiencia humana normal, una cierta sensación de trascendencia. Einstein no era un chucho ordinario, por supuesto, y su elevado coeficiente de inteligencia era más humano que canino, pero, en definitiva, «era» un perro, más que ninguna otra cosa, un perro…, y su inteligencia se diferenciaba mucho en el orden cualitativo de la humana, por lo cual había, inevitablemente, una calidad muy acentuada de misterio y portento en ese diálogo entre especies. Mirando absorto la frase TODAVÍA HAY ESPERANZA, Travis pensó que en ese mensaje podría tener un significado más profundo, algo dirigido directamente a la Humanidad entera.

Durante la siguiente media hora, los dos continuaron interrogando Einstein, y Travis fue anotando las respuestas del perro. A su debido tiempo, se conversó sobre la bestia de ojos amarillos que había matado a Ted Hockney.

—¿Qué es esa condenada cosa? —preguntó Nora.

EL ALIENÍGENA.

—¿El alienígena? —dijo Travis—. ¿Qué quieres decir?

ASÍ LO LLAMAN ELLOS.

—¿La gente del laboratorio? —preguntó Travis—. ¿Y por qué lo llaman el alienígena?

PORQUE NO ENCAJA.

—No comprendo —dijo Nora.

DOS ÉXITOS. YO Y ESO. YO SOY PERRO. ESO NO ES NADA QUE PUEDA TENER NOMBRE. INTRUSO.

—Pero es también inteligente, ¿no?

SÍ.

—¿Tan inteligente como tú?

PUEDE SER.

—¡Dios santo! —exclamó consternado Travis.

Einstein hizo un sonido de desconsuelo y apoyó la cabeza sobre las rodillas de Nora, buscando la caricia que pudiera aliviarle. Travis preguntó:

—¿Por qué crearon semejante cosa?

PARA MATAR POR ELLOS.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Travis y profundizó en su cuerpo.

—¿A quién querían matar ellos?

AL ENEMIGO.

—¿Qué enemigo? —inquirió Nora.

EN GUERRA.

Al comprender lo que se le estaba explicando, la repugnancia bordeó las náuseas. Travis se dejó caer desmadejado contra el cabecero. Recordó haber dicho a Nora que incluso un mundo sin necesidades y con libertad universal distaría mucho del paraíso debido a los problemas del corazón humano y a las dolencias potenciales de la mente humana.

Y a Einstein le dijo:

—Nos estás revelando, pues, que el alienígena es un prototipo de soldado fabricado mediante la ingeniería genética. Una especie de… perro policial letal y muy inteligente concebido para el campo de batalla.

FUE HECHO PARA MATAR. DISFRUTA MATANDO.

Recapacitando sobre las palabras al tiempo que las formaba, Nora quedó horrorizada.

—¡Pero eso es una locura! ¿Cómo es posible controlar una cosa así? ¿Cómo se puede contar con que eso no se revuelva contra sus amos? Travis se inclinó hacia adelante desde el cabecero y dijo a Einstein:

—¿Por qué te persigue el alienígena?

ME ODIA.

¿Y por qué te odia?

NO LO SÉ.

Mientras Nora reorganizaba las letras, Travis inquirió:

—¿Y continuará buscándote?

SÍ. HASTA EL FIN.

—Pero ¿cómo puede moverse una cosa así sin ser vista?

DE NOCHE.

—Así y todo…

SE MUEVE SIN DEJARSE VER, COMO LAS RATAS.

Con gesto de incomprensión Nora preguntó:

—Pero ¿cómo te sigue el rastro?

ME INTUYE.

—¿Te intuye? ¿Qué quieres decir?

El perdiguero pareció desconcertado durante largo rato, inició varias veces la respuesta sin lograr terminarla, y por fin deletreó: NO PUEDO EXPLICARLO.

—¿Y puedes intuirle tú también?

A VECES.

—¿Lo intuyes ahora mismo?

SÍ. A GRAN DISTANCIA.

—¿Te sigue ahora la pista?

SE ESTÁ ACERCANDO.

El escalofrío de Travis se hizo glacial.

—¿Cuándo dará contigo?

NO LO SÉ.

El perro pareció abatido y volvió a temblar.

—¿Será pronto? ¿Encontrará pronto su camino?

TAL VEZ NO DEMASIADO PRONTO.

Travis observó que Nora palidecía. Le puso una mano sobre las rodillas y dijo:

—No huiremos de él durante el resto de nuestra vida. Maldito, si lo hago. Encontraremos un lugar para establecernos y esperar, un lugar en donde seamos capaces de preparar la defensa, en donde tengamos el aislamiento requerido para vérnoslas con el alienígena cuando llegue.

Estremeciéndose, Einstein señaló más letras con la nariz, y Travis colocó las fichas:

YO DEBO MARCHAR.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Travis retirando las fichas.

OS TRAIGO PELIGRO.

Nora rodeó con ambos brazos al perdiguero y le estrechó contra sí.

—No pienses nunca más semejante cosa. Tú formas parte de nosotros. Eres de la familia, maldita sea, nosotros somos la familia, todos estamos juntos en esto, y seguiremos juntos porque eso es lo que hacen las familias. —Dicho esto, cesó de abrazar al perro, le cogió la cabeza entre ambas manos y pegando la nariz a la suya le miró en lo más profundo de las pupilas—. Si un día me despierto por la mañana y descubro que nos has abandonado, se me partirá el corazón. —Las lágrimas le brillaron en los ojos y su voz sonó trémula—. ¿Me entiendes, cara peluda? Se me partirá el corazón si te vas por tu cuenta y riesgo.

El perro se apartó de ella y empezó a elegir otra vez fichas: YO MORIRÍA.

—¿Morirías si nos dejaras? —preguntó Travis.

El perro eligió más letras, esperó a que ellos estudiaran las palabras y luego miró solemnemente a cada uno para asegurarse de que le habían entendido: MORIRÍA DE SOLEDAD.