Capítulo VI

Durante la última semana de mayo y la primera de junio, Nora, Travis y Einstein estuvieron juntos casi cada día.

Al principio, ella se había preguntado inquieta si Travis no sería también peligroso, no tanto como Art Streck pero, así y todo, temible; no obstante, superó muy pronto ese ramalazo de paranoia. Ahora se reía de ella misma cuando recordaba lo cautelosa que había sido con él. Travis era simpático y afable, precisamente ese tipo de hombre que, según tía Violet, no existía en ninguna parte del mundo. Una vez vencida su paranoia, Nora había llegado al convencimiento de que si Travis continuaba viéndola, era tan sólo porque se apiadaba de ella. Siendo un hombre compasivo por naturaleza, no volvería nunca la espalda a nadie que necesitase desesperadamente ayuda o estuviera en aprietos. Casi todas las personas que conocían a Nora no la creerían desesperada… quizá rara, tímida y patética, pero no desesperada. Sin embargo, lo estaba, o lo había estado, al verse incapaz de afrontar el mundo más allá de sus cuatro paredes, desesperadamente temerosa ante el futuro, desesperadamente solitaria. Por ser tan perceptivo como afable, Travis vio su desesperación y respondió a ella. Paulatinamente, a medida que mayo se desvanecía hasta fundirse con junio, y los días se hacían cada vez más calurosos bajo el sol estival, ella se atrevió a considerar la posibilidad de que Travis no la estuviese ayudando por piedad, sino porque la encontraba de su gusto.

Pero Nora no podía entender lo que un hombre como él podía ver en una mujer como ella, pues no parecía tener nada que ofrecer.

Sufría problemas relacionados con su propia imagen, ese punto lo tenía claro. Tal vez no fuera, verdaderamente, tan gris y obtusa como se sentía; sin embargo, a todas luces Travis merecía —y era seguro que podría conseguirlo si quisiera— una compañía femenina bastante más grata de la que ella podía aportar.

Nora decidió no hacerse más preguntas sobre los intereses de él. Todo cuanto tenía que hacer era relajarse y disfrutar de ello.

Como quiera que Travis hubiese traspasado el negocio de inmobiliaria tras la muerte de su esposa y, por decirlo así, estuviese jubilado, y como quiera que Nora no tuviese tampoco un trabajo, ambos tenían plena libertad para estar juntos casi todo el día si lo deseaban… y así era. Así pues, visitaban galerías de arte, rebuscaban en librerías, daban largos paseos, se recreaban en sus recorridos automovilísticos por el pintoresco valle de Santa Inés o por la encantadora costa del Pacífico.

En dos ocasiones partieron de madrugada hacia Los Ángeles y pasaron allí una larga jornada. Nora se había sentido abrumada no sólo por el tamaño descomunal de la ciudad sino también por las actividades que allí habían llevado a cabo: gira por unos estudios cinematográficos, una visita al inmenso Zoológico y asistencia a la matiné de un famoso espectáculo musical.

Cierto día Travis le sugirió que se cortase el pelo y se lo peinase a la moda. La llevó a un instituto de belleza, el mismo que frecuentara su difunta esposa, y Nora estuvo tan nerviosa que balbuceó cada vez que habló con la esteticista, una pizpireta rubia llamada Melanie. Tía Violet le había cortado siempre el pelo en casa, y una vez muerta, ella misma se lo cortaba con sus propias manos. El que la atendiese una esteticista fue una experiencia tan insólita e inquietante como el comer por primera vez en un restaurante. Melanie hizo algo que ella denominaba «entresacar», cortándole infinidad de pelo y, sin embargo, dejándole la cabeza llena. No le permitieron mirarse en el espejo, ni siquiera echar una ojeada, hasta que se la hubo secado y peinado. Entonces la hicieron girar en el sillón para enfrentada con su propia imagen. Cuando ella vio el reflejo de sí misma, se quedó estupefacta.

—Tienes un aspecto imponente —dijo Travis.

—Una transformación total —opinó Melanie.

—¡Imponente! —exclamó Travis.

—Tienes unas facciones muy lindas, excelente estructura ósea —dijo Melanie—, todo ese pelo largo y lacio alargaba y agudizaba tus rasgos. Este peinado te enmarca el rostro y hace resaltar lo mejor de él.

Incluso a Einstein pareció gustarle el cambio operado en ella. Cuando los dos abandonaron el instituto de belleza, el perro les esperaba atado al contador del aparcamiento donde lo dejaran. Apenas vio a Nora, dio una voltereta canina, luego saltó y poniéndole encima las zarpas le olfateó la cara y el pelo mientras gemía de felicidad y agitaba el rabo.

Sin embargo, ella aborrecía su nuevo aspecto. Cuando le hicieron mirarse en el espejo, lo único que vio fue una patética solterona intentando hacerse pasar por una jovencita bonita y vivaz. El peinado que le habían hecho no era para ella, tan sólo servía para resaltar que básicamente era una mujer vulgar e insignificante. Jamás seria sexy ni cautivadora, con ese «algo» y todas las demás cosas que el nuevo peinado intentaba denotar. Era como colocar plumas rutilantes multicolores en el dorso de un pavo y pretender hacerle pasar por un pavo real.

Y como no quisiera herir los sentimientos de Travis, fingió agrado por la ayuda prestada. Pero aquella misma, noche, se lavó el cabello, lo cepilló hasta secarlo, y tiró de él hasta hacerle perder el llamado estilo moderno. Pero, debido al dichoso «entresacado», el pelo no quedó tan lacio como antes, aunque ella hiciera lo imposible para devolverle su antigua condición.

Al día siguiente, cuando Travis la recogió para almorzar, se quedó pasmado al observar que ella había recobrado su aspecto anterior. Sin embargo, no dijo nada ni hizo preguntas. Durante las dos primeras horas, ella se sintió tan incómoda y temerosa de haberle herido en sus sentimientos que no osó sostenerle la mirada más de un segundo o dos.

Pese a las repetidas objeciones, cada vez más enérgicas, Travis insistió en llevarla de compras para la adquisición de un traje nuevo, algún vistoso vestido veraniego que ella podría ponerse para almorzar en «Talk of the Town», un elegante restaurante en la calle Gutiérrez Oeste, adonde, según él, solían acudir algunas estrellas cinematográficas que vivían en las cercanías, una colonia de cineastas cuya fama era sólo inferior a la de Beverly Hills-Bel Air. Así que visitaron unos caros almacenes en donde Nora se probó una veintena de trajes, exhibiéndolos delante de Travis para conocer su opinión, ruborosa y mortificada a un tiempo. La vendedora parecía ser sincera al comentar lo bien que le sentaban, se pasó todo el tiempo diciéndole que su figura era perfecta, pero Nora no podía desechar la impresión de que aquella mujer se estaba burlando de ella.

El vestido que más le gustó a Travis fue uno de la colección «Diane Freis». Nora no pudo negar su encanto: aunque sus colores predominantes eran el rojo y el amarillo dorado, tenía un fondo casi revolucionario de otros muchos colores que parecían combinarse bastante mejor de lo que aparentaban (característica primordial de los diseños de Freis). Era sobremanera femenino. Lucido por una mujer hermosa habría sido sensacional, pero aquello no era para ella. Colores oscuros, cortes sin forma, tejidos sencillos sin adornos de ninguna clase… ¡ése era su estilo! Intentó decirle lo que mejor le sentaba a su personalidad, le explicó por qué no podría llevar nunca semejante vestido, pero él se limitó a contestar:

—Estás cautivadora con él, de verdad, cautivadora.

Ella le dejó comprarlo. ¡Dios santo, se lo permitió! A sabiendas de que era un gran error, una equivocación fatal, porque nunca se lo pondría. Mientras le empaquetaban el vestido, Nora se preguntó por qué habría consentido, y entonces comprendió que, a pesar de su mortificación, se sentía halagada de que un hombre le comprara ropa, de que un hombre se interesara por su apariencia. Jamás soñó que semejante cosa le ocurriera a ella y le hizo sentirse abrumada.

No pudo reprimir el rubor. El corazón le martilleaba. Se sentía aturdida, pero era un aturdimiento grato.

Luego, cuando abandonaron los almacenes, Nora se enteró de que él había pagado quinientos dólares por el vestido. ¡Quinientos dólares! Ella se había propuesto colgarlo en el armario, utilizándolo como punto de partida para agradables ensueños, lo cual habría sido estupendo si hubiese costado cincuenta dólares, pero por quinientos habría de llevarlo aunque la hiciese sentirse ridícula, aunque la hiciese parecer una fregona pretendiendo pasar por princesa.

A la tarde siguiente, dos horas antes de que Travis la recogiera para llevarla al «Talk of the Town», Nora se puso el vestido y se lo quitó media docena de veces. Rebuscó repetidamente en el interior de su armario, en una búsqueda frenética de cualquier otra cosa que llevar algo más razonable, pero no encontró nada a propósito porque nunca había necesitado ropa para restaurantes elegantes.

Mirándose ceñuda en el espejo del baño, dijo:

—Te pareces a Dustin Hoffman en Tootsie.

De repente se rió, porque comprendió que estaba siendo demasiado severa consigo misma; no obstante, no podía tratarse con más benignidad porque así era como se sentía: cual un tipo raro disfrazado de mujer. En esta ocasión, los sentimientos fueron más fuertes que los hechos y su risa se agrió deprisa.

Por fin se desmoronó y lloró dos veces, y consideró la conveniencia de telefonear a Travis para cancelar la cita. Pero, pese a todo, ella quería verle, por muy humillante que resultara ser la velada. Se valió de «Murine» para disimular los enrojecidos ojos e intentó vestirse otra vez… pero se desvistió de nuevo.

Cuando llegó Travis, pocos minutos después de las siete, parecía muy apuesto con un traje negro.

Nora llevaba un traje recto azul con zapatos azul marino.

—Esperaré —dijo él.

—¿Uh? ¿A qué?

—Ya sabes —contestó él, dando a entender «a que te cambies».

Las palabras se le escaparon con nerviosa precipitación, y su disculpa fue vacua.

—Escucha, Travis, lo siento, ha ocurrido algo horrible, lo siento mucho, pero he derramado el café sobre el traje nuevo.

—Esperaré ahí —dijo él dirigiéndose hacia el arco de la sala.

—Toda la cafetera —murmuró ella.

—Más vale que te apresures. Nuestra reserva es para las siete y media.

Intentando sacar fuerzas de flaqueza para poder soportar los murmullos mordaces cuando no la risa declarada de todos cuantos la vieran, diciéndose que la opinión de Travis era la única importante, Nora se puso el traje «Diane Freis».

Deseó no haber deshecho el peinado que le hiciera Melanie dos o tres días antes. Tal vez eso la hubiera ayudado.

No, con toda probabilidad la hubiera hecho parecer aún más grotesca.

Cuando bajó de nuevo las escaleras, Travis sonrió y le dijo:

—Estás encantadora.

Nora no sabía si la comida de «Talk of the Town» era tan buena como su reputación. No le supo a nada. Más tarde, tampoco podía recordar claramente la decoración del local, si bien las caras de los demás comensales, incluida la del actor Gene Hackman, le abrasaban la memoria, porque estaba segura de que durante toda la velada ellos la miraban sin cesar con estupor y desdén.

A mitad de la cena, percibiendo evidentemente su desazón, Travis dejó aparte el vaso de vino e inclinándose hacia ella le murmuró:

—Me da igual lo que pienses, Nora, pero, verdaderamente tienes un aspecto encantador. Y si tuvieras la experiencia necesaria para captar tales cosas, te darías cuenta de que casi todos los hombres de la sala se sienten atraídos por ti.

Pero ella conocía la verdad y podía afrontarla: Si los hombres la miraban de verdad, no era porque les pareciese bonita; era lógico que la gente mirase estupefacta a un pavo con un plumero que pretendiese pasar por pavo real.

—Sin el menor rastro de maquillaje —prosiguió él—, tienes mejor presencia que cualquier mujer en esta sala.

Ni pizca de maquillaje. Ésa era otra razón de que la miraran con tanto descaro. Cuando una mujer se ponía un traje de quinientos dólares para que la llevaran a un costoso restaurante, se acicalaba lo mejor posible: con lápiz de labios, rímel, maquillaje, colorete y Dios sabe cuántas cosas más. Sin embargo, a ella ni siquiera se le había ocurrido lo del maquillaje. El mousse de chocolate, aunque delicioso, sin la menor duda, le supo a pasta de librero y se le atascó repetidas veces en la garganta.

Durante las últimas dos o tres semanas, Travis y ella habían conversado largas horas y ambos habían encontrado muy fácil el revelarse mutuamente los sentimientos y pensamientos más íntimos. Ella supo por qué él estaba solo, a pesar de su apostura y su relativa holgura económica, y él había sabido por qué ella se tenía en tan baja estima. Así pues, cuando Nora no pudo tragar ni un gramo más de mousse, cuando imploró a Travis que la llevara a casa sin tardanza, él murmuró conmovido:

—Sí de verdad existe la justicia, Violet Devon estará asándose en el infierno esta noche.

Nora exclamó consternada:

—¡Oh, no! No era tan mala.

Durante todo el camino de regreso, Travis estuvo cavilando silencioso.

Cuando la dejó delante de su puerta, Travis insistió en que concertara una reunión con Garrison Dilworth, el que fuera abogado de su tía y ahora llevaba los pequeños asuntos legales de Nora.

—Por lo que me has contado —dijo— conocía mejor que nadie a tu tía, y apuesto dólares contra rosquillas a que él puede revelarte algunos pormenores sobre ella que romperán ese collar férreo con que te tiene sujeta incluso desde la tumba.

—¡Pero si no hay ningún secreto tenebroso acerca de tía Violet! —dijo Nora—. Ella era lo que parecía ser. Una mujer muy sencilla, de verdad. Una especie de mujer triste.

—Narices triste —gruñó Travis.

Él insistió hasta que Nora le prometió pedir una entrevista a Garrison Dilworth.

Más tarde, en su dormitorio, cuando ella se disponía a quitarse su «Diane Freis», descubrió que no deseaba desvestirse. Durante toda la velada, había esperado con impaciencia el momento de librarse del disfraz, pues eso era lo que aquello parecía. Y ahora, al analizarlo de forma retrospectiva, la velada había irradiado un resplandor reconfortante y ella quiso prolongar esa irradiación. Cual una colegiala sentimental, se durmió con el traje de quinientos dólares puesto.

El despacho de Garrison Dilworth había sido decorado concienzudamente para infundir respetabilidad, estabilidad y fiabilidad: hermoso revestimiento de roble en las paredes, pesados cortinajes de un azul real colgando de barras de bronce, estanterías repletas de libros encuadernados en cuero, una mesa de roble macizo.

El propio letrado era un cruce enigmático entre la personificación de la dignidad y la probidad por una parte… y Santa Claus por la otra. Alto, más bien corpulento, y setentón, pero trabajando sin descanso semana tras semana, Garrison prefería los trajes con chaleco y las corbatas discretas. Pese a sus muchos años en California, su voz profunda, suave y culta le traicionaba como un producto de la clase alta de los círculos del Éste, donde naciera, se formara y educara. Sin embargo, en sus ojos había también un guiño alegre, y su sonrisa era pronta, cálida y muy semejante a la de Santa Claus.

No se distanció manteniéndose impertérrito detrás de su mesa, sino que se sentó con Nora y Travis en confortables butacas alrededor de un velador sobre el cual había un gran cuenco Waterford.

—No sé qué esperan ustedes averiguar aquí —dijo—. No hay ningún secreto acerca de su tía. Ni sensacionales ni tenebrosas revelaciones que puedan alterar su vida…

—Eso ya lo sé —respondió Nora—. Siento haberle molestado.

—Aguarda —terció Travis—. Deja terminar al señor Dilworth.

El abogado dijo:

—Violet Devon era mi clienta, y un letrado debe asumir la responsabilidad de preservar las confidencias de sus clientes incluso después de muertos. Al menos, ésa es mi opinión, aunque muchos profesionales no se sientan comprometidos con una obligación tan onerosa. No obstante, como quiera que estoy hablando con la heredera y familiar más cercana de Violet, supongo que me queda muy poca cosa por divulgar… si es que hubiera un secreto. Y, ciertamente, no veo ningún impedimento moral que me prohíba formular una opinión sincera sobre su tía. Incluso los abogados, sacerdotes y médicos tienen derecho a emitir juicios acerca de la gente —dicho esto hizo una inspiración profunda y frunció el ceño—: Ella no me gustó jamás. A mi entender, era una mujer muy estrecha de miras y egocéntrica, que además sufría una, por lo menos leve…, bueno, inestabilidad mental. Y la forma de educarla a usted, Nora, fue criminal. No abusiva, en el sentido legal que pudiera interesar a las autoridades, pero, así y todo, criminal. Y cruel.

Desde la fecha hasta donde alcanzaba su memoria, Nora recordaba un gran nudo dentro de su ser que atenazaba sus órganos vitales y arterias, manteniéndola siempre tensa, limitando la afluencia de sangre, obligándola a vivir con todos sus sentidos aletargados, forzándola a pugnar sin tregua como si fuera una máquina carente de la necesaria energía, y, de repente, las palabras de Garrison Dilworth habían desatado ese nudo, y una corriente vital comenzó a circular sin restricciones por todo su cuerpo.

Ella había sabido lo que Violet le estaba haciendo, pero el saberlo no era suficiente para superar los efectos de esa torva educación. Necesitaba oír que alguien más condenaba a su tía. Travis había denunciado ya a Violet, y Nora había sentido un pequeño alivio, al escuchar sus reflexiones. Sin embargo, eso no había bastado para liberarla, porque Travis no había conocido a Violet y, en consecuencia, hablaba sin pleno conocimiento de causa. Ahora bien, Garrison había conocido lo suficiente a tía Violet, y sus palabras ponían fin a la esclavitud.

En este momento Nora temblaba ostensiblemente y las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no se apercibió de su reacción hasta que Travis alargó una mano desde su butaca y se la colocó, consoladora, sobre el hombro. Revolvió en su bolso y sacó un pañuelo.

—Lo siento.

—Querida —dijo Garrison—, no se disculpe por haber roto la coraza férrea que la ha oprimido durante toda su vida. Ésta es la primera vez que la veo exteriorizar una emoción intensa, la primera vez que la veo en un estado ajeno al de la timidez extrema, y me es muy grato observarlo. —Volviéndose hacia Travis para dar tiempo a que Nora se secara los ojos, dijo:

—¿Qué más esperaba usted oírme decir?

—Hay ciertas cosas que Nora desconoce, cosas que ella debería saber y que no creo violenten su estricto código sobre los derechos del cliente si usted las divulga.

—¿Qué cosas?

Travis dijo:

—Violet Devon no trabajó jamás y, sin embargo, su vida fue acomodada dentro de lo razonable, dejando, además, los fondos suficientes para mantener bien a Nora durante el resto de su vida, siempre y cuando Nora resida en esa casa y vegete como una reclusa. ¿De dónde provenía su dinero?

—¿Que de dónde provenía? —Garrison pareció sorprendido—. Sin duda Nora lo sabe.

—El caso es que no lo sabe —dijo Travis.

Nora levantó la vista y descubrió que Garrison Dilworth la contemplaba atónito. Luego el abogado parpadeó y dijo:

—El marido de Violet tenía una posición económica relativamente buena. Murió muy joven y ella lo heredó todo.

Nora le miró boquiabierta y apenas si encontró el aliento suficiente para hablar.

—George Olmstead —dijo el abogado.

—Jamás oí semejante nombre.

Garrison parpadeó, como si le hubiese entrado arena en los ojos.

—¿Es que ella no mencionó nunca a su marido?

—Nunca.

—Pero ¿no hubo ningún vecino que…?

—Nosotras no nos relacionábamos con nuestros vecinos —dijo Nora—. Tía Violet no los aprobaba.

—Y de hecho, ahora que lo pienso —dijo Garrison—, quizás hubiese vecinos nuevos a ambos lados de la casa cuando usted fue a vivir con Violet.

Nora se sonó y guardó el pañuelo. Los temblores no cesaban. La sensación súbita causada por el fin de la esclavitud había suscitado poderosas emociones, pero ahora éstas remitieron un poco para dar paso a la curiosidad.

—¿Satisfecha? —inquirió Travis.

Ella asintió, luego le miró severa y dijo:

—Tú lo sabías, ¿verdad? Lo del marido, quiero decir. Por eso me trajiste aquí.

—Sólo lo sospechaba —contestó Travis—. Si ella hubiese heredado todo de sus padres, lo habría mencionado. El hecho de que no hablara sobre el origen del dinero, bueno, me pareció que dejaba solamente una posibilidad…, un marido, y muy probablemente un marido con quien ella había tenido conflictos. Lo que da incluso más lógica a la cuestión cuando se piensa cómo ella menospreciaba a la gente en general y a los hombres en particular.

El abogado mostró tal desconcierto y agitación que no pudo permanecer en su asiento. Se levantó y paseó arriba y abajo ante un enorme globo terráqueo iluminado desde dentro que parecía hecho de pergamino.

—Estoy pasmado. ¿Así que usted no comprendió nunca el porqué de su amargura misantrópica, ni por qué sospechaba ella que todo el mundo actuaba siempre contra sus intereses?

—No —dijo Nora—. Yo no necesitaba averiguar el porqué, supongo. Me bastaba con saber que ése era su modo de ser.

Sin cesar en sus paseos, Garrison dijo:

—Sí. Eso es cierto. Estoy convencido de que ella bordeaba la paranoia, incluso en su juventud. Y más tarde, cuando descubrió que George la había engañado con otras mujeres, el interruptor se cerró totalmente en su interior. Violet se hizo mucho peor después de eso.

Travis dijo:

—¿Y por qué siguió usando su nombre de soltera, Devon, si había estado casada con Olmstead?

—Violet no quería saber ya nada de su apellido. Lo odiaba. Ella le obligó a hacer las maletas y marcharse. ¡Casi le echó de la casa a bastonazos! Estaba a punto de solicitar el divorcio, cuando él murió —dijo Garrison—. Como les he dicho, ella había descubierto sus amoríos con otras mujeres. Estaba furiosa, además de avergonzada y enloquecida. Debo decir que…, no puedo culpar por entero al pobre George, porque no creo que encontrara mucho amor y afecto en casa. Un mes después de la boda, ya sabía que el matrimonio había sido un error.

Garrison se detuvo junto al globo terráqueo y, descansando una mano sobre la cúpula del mundo, miró fijamente hacia el lejano pasado. Normalmente, no aparentaba la edad que tenía, pero ahora, al mirar a través de los años, las arrugas de su rostro parecieron más hondas y sus ojos azules más turbios. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza y prosiguió:

—Sea como fuere, aquellos tiempos eran diferentes, una mujer engañada por su marido era objeto de piedad y ridículo. No obstante, incluso en aquellos días, yo pensé que la reacción de Violet era exagerada. Quemó toda la ropa de él y cambió todas las cerraduras de la casa…, incluso mató al perro, un spaniel, al que él quería mucho. Lo envenenó. Y se lo envió por correo en una caja.

—¡Dios santo! —murmuró Travis.

Garrison continuó:

—Violet recobró su apellido de soltera porque no quería llevar por más tiempo el suyo. Como ella misma decía, le repugnaba el mero pensamiento de llevar durante toda su vida el apellido Olmstead, incluso después de muerto. Era una mujer implacable.

—Sí —convino Nora.

Con gesto de disgusto al rememorarlo, Garrison añadió:

—Cuando George murió repentinamente, ella no se molestó en disimular su satisfacción.

—¿Repentinamente, dice? —Nora casi esperaba oír que Violet había asesinado a George Olmstead y por una razón u otra había escapado al proceso.

—Un accidente automovilístico hace cuarenta años —dijo Garrison.

Perdió el control del coche cuando se dirigía a casa por la autopista de la costa hacia Los Ángeles, y cayó por un precipicio pues en aquellos días había muchos trechos sin barandilla amortiguadora. El barranco tenía más de veinte metros de profundidad, casi cortado a pico. El coche de George, un «Packard» negro, rodó hasta el fondo dando varias vueltas de campana sobre las peñas. Violet lo heredó todo porque, aunque ella hubiese iniciado las gestiones preliminares para el divorcio, George no había hecho nada todavía para cambiar su testamento.

Travis dijo:

—Así que George Olmstead no sólo traicionó a Violet sino que además, al morir, la dejó sin un blanco para desfogarse. Por consiguiente, ella orientó su cólera hacia el mundo en general.

—Y hacia mí en particular —puntualizó Nora.

Aquella misma tarde, Nora le contó a Travis lo de su pintura. No le había hablado con anterioridad de su pasatiempo artístico, y como él no conociera todavía su dormitorio, no había podido ver el caballete, la vitrina con los útiles ni el tablero de dibujo. Nora no estaba segura de saber por qué le había ocultado ese aspecto de su vida. Sí le había mencionado su interés por el arte, y ésa fue la razón por la que visitaron tantos museos y galerías, pero quizá no había querido hablarle de su propio trabajo por temor a que, al ver sus lienzos, él se quedara como antes.

¿Y qué pasaría si Travis descubría que ella no tenía verdadero talento?

Aparte del escape que le procuraban los libros, una cosa que había mantenido a Nora durante los muchos años lúgubres y solitarios era su pintura. Ella la creía buena, quizá muy buena, aun cuando su excesiva timidez y vulnerabilidad le impidieran expresar su convicción a quienquiera que fuese. ¿Qué pasaría si estuviera equivocada, si no tuviese talento y hubiera estado, simplemente, matando el tiempo? Ese arte suyo era el módulo primario para definirse a sí misma. Ella tenía poco más para sustentar, si acaso, su propia imagen, tan difusa y mediocre; así que necesitaba, desesperadamente, creer en su talento. La opinión de Travis significaba para ella mucho más de lo que pudiera decir, y si la reacción de él ante su pintura fuera negativa, ella se desmoronaría.

Pero una vez hubieron abandonado el despacho de Garrison Dilworth, Nora se dijo que había llegado la hora de correr ese riesgo. La verdad sobre Violet Devon había sido una llave con la que podía abrirse su hermética prisión emocional. Necesitaría largo tiempo para trasladarse desde su celda al vasto vestíbulo del mundo exterior, y el viaje se prorrogaría inevitablemente. Por consiguiente debería abrirse a todas las experiencias que le procuraba su nueva vida, incluida la terrible posibilidad de una grave decepción y rechazo. Sin riesgo, no había esperanza de ganancias.

De vuelta en casa, Nora consideró la conveniencia de llevar a Travis escaleras arriba para que inspeccionara media docena de sus obras más recientes. No obstante, la idea de tener a un hombre en su dormitorio, aunque fuera con la más inocente de las intenciones, le resultó demasiado perturbadora. Las revelaciones de Garrison Dilworth la habían liberado, cierto, y su mundo se estaba ensanchando aprisa, pero ella no se sentía todavía tan libre como para hacer eso. En cambio, insistió en que Travis y Einstein ocuparan uno de los grandes sofás en la sala atestada de muebles, adonde se propuso llevar algunos de sus lienzos para la mencionada inspección. Por consiguiente, encendió todas las luces, abrió totalmente las cortinas: y dijo:

—Volveré enseguida.

Sin embargo, una vez arriba, Nora se eternizó examinando nerviosa las diez pinturas de su dormitorio, incapaz de elegir dos, por lo pronto, para enseñárselas. Por fin, escogió cuatro, aunque le resultara algo incómodo llevarlas todas a la vez. A mitad de camino, escaleras abajo, se detuvo temblorosa y decidió dejar aquellas pinturas en su sitio y seleccionar otras; pero cuando aún no había retrocedido cuatro pasos, comprendió que si seguía vacilando se pasaría así todo el día. Recordando que no se puede hacer nada sin arriesgarse, respiró profundamente y siguió descendiendo con las cuatro pinturas.

A Travis le gustaron. Es más: Le entusiasmaron.

—Dios mío, Nora, esta pintura no es de aficionada. Aquí hay talento. Es auténtico arte.

Ella colocó los cuadros sobre otras tantas sillas, pero él no se contentó con admirarlos desde el sofá. Se levantó para observarlos más de cerca, uno por uno, y les dio un segundo repaso.

—Eres una fotorrealista soberbia —dijo—. Yo no soy crítico de arte, vale, pero por Dios que tienes tanta habilidad como Wyeth. Pero, además, es otra cosa… Esa calidad misteriosa en estos dos.

Sus cumplidos la hicieron enrojecer rabiosamente, y hubo de tragar varias veces saliva para recobrar la voz.

—Un toque de surrealismo.

Ella había bajado dos paisajes y dos bodegones. Uno de cada clase representaba, ciertamente, el trabajo fotorrealista; sin embargo, los otros dos eran fotorrealismo con marcados elementos de surrealismo. En la naturaleza muerta, por ejemplo, había sobre una mesa varios vasos de agua, un cántaro, cucharas y una raja de limón, todo ello representado con minucia, tanta que a primera vista el conjunto parecía muy realista; pero al volverlo a observar, se apreciaba que uno de los vasos parecía fundirse con la superficie en donde se asentaba, y que la raja de limón se insertaba en el borde del vaso como si el cristal se hubiese formado a su alrededor.

—Son geniales, de verdad —dijo él—. ¿Tienes más?

¡Que si tenía más…!

Nora hizo otros dos viajes a su dormitorio, reapareciendo con seis pinturas más.

Con cada nuevo lienzo, la exaltación de Travis crecía. Su contento y entusiasmo eran genuinos. Al principio, Nora pensó que él le estaba siguiendo la corriente, pero pronto tuvo la certeza de que Travis no simulaba su reacción.

Moviéndose de un lienzo a otro y volviendo a observarlos de nuevo, dijo:

—Tu sentido del color es excelente.

Einstein escoltaba a Travis por toda la estancia, poniendo de su parte un leve resoplido para subrayar cada dictamen de su amo y agitando vigorosamente el rabo como si expresara pleno acuerdo.

—Estas piezas tienen una atmósfera peculiar —dijo Travis.

—¡Puf!

—Tu dominio del medio es asombroso. No me parece estar mirando millares de pinceladas. Es como si la imagen surgiera, mágicamente, del lienzo.

—¡Puf!

—Es difícil creer que no hayas asistido a una academia.

—¡Puf!

—Escucha, Nora, son lo bastante buenos para la venta. Las galerías te los quitarían de la manos.

—¡Puf!

—Tú podrías no sólo vivir de esto…, sino también adquirir una gran fama.

Como no se hubiera atrevido nunca a reconocer la seriedad con que ejecutaba su trabajo, Nora había pintado unos cuadros sobre otros utilizando así varias veces el mismo lienzo. De resultas, muchas obras suyas habían desaparecido para siempre. No obstante, había almacenado en el ático ochenta de sus mejores pinturas. Luego, a instancias de Travis, bajaron una veintena larga de esos lienzos embalados, rasgaron sus envolturas y los fueron distribuyendo entre los diversos muebles de la sala. Por primera vez, que recordara Nora, aquel aposento sombrío parecía luminoso y acogedor.

—Cualquier galería estaría encantada de poder exponerlos —dijo Travis—. De hecho, mañana mismo cargaremos algunos de ellos en la furgoneta y los llevaremos por unas cuantas galerías. ¡Ya verás lo que dicen!

—¡Oh, no, no!

—No quedarás decepcionada, te lo aseguro Nora.

Ella se vio atrapada, inesperadamente, por las garras de la ansiedad. Aunque emocionada ante la perspectiva de una carrera artística, también la asustó el gigantesco paso que iba a dar. Era como caminar por el borde de un precipicio.

Así que dijo:

—Todavía no. Dentro de una semana…, o un mes…, los cargaremos en la furgoneta y los llevaremos a una galería. Pero todavía no, Travis. Es que no me es posible…, no me es posible digerir esto tan aprisa.

Él sonrió:

—¿Sobrecarga sensorial otra vez?

Einstein se le acercó y se frotó contra sus piernas, mirándola con una expresión tan amorosa que hizo sonreír a Nora.

Y mientras rascaba las orejas del perro, dijo:

—Han ocurrido tantas cosas y tan aprisa, que no puedo asimilarlo todo de golpe. Estoy luchando todo el tiempo contra los ataques de vértigo. Me siento un poco como si marchara en un carrusel que girase cada vez más aprisa, fuera de control.

Lo que dijo Nora era verdad hasta cierto punto, pero no la única razón que le hiciera desear un aplazamiento de su presentación en público como artista. También quería actuar con tiento para saborear cada instante del glorioso acontecimiento. Si ella precipitara las cosas, esa transformación de la solterona aislada en una participante flamante de la vida se realizaría demasiado deprisa, y más adelante sería sólo un torbellino. Quería disfrutar de cada fase de su metamorfosis.

Nora Devon estaba saliendo, cautelosa, a un mundo nuevo como si fuera una inválida que hubiese sido confinada desde su nacimiento en una habitación oscura repleta de material para cuidados intensivos y hubiera resultado curada por puro milagro.

Travis no fue el único que lograra hacer salir a Nora de su reclusión. Einstein había representado un papel no menos importante en esa transformación.

Era obvio que el perdiguero había decidido que podía confiar a Nora el secreto de su extraordinaria inteligencia. Después de los episodios referentes a la Novia Moderna y al bebé en Solvang, el perro la dejaba entrever, progresivamente, su mente nada canina en acción. Adoptando la pauta de Einstein, Travis explicó a Nora cómo había encontrado al perdiguero en el bosque y cómo algo extraño, jamás visto, los había estado persiguiendo. Le refirió también todas las cosas sorprendentes que había hecho el perro desde entonces, así como los ocasionales accesos de ansiedad que asaltaban a Einstein en plena noche cuando se abalanzaba a cualquier ventana y escrutaba la oscuridad como si temiera que la criatura desconocida del bosque pudiera darle alcance.

Los tres solían pasar veladas en la cocina de Nora, bebiendo café, comiendo tarta de piña hecha en casa y discutiendo diversas sugerencias para explicar la misteriosa inteligencia del perro. Cuando no conseguía algún trozo de tarta, Einstein les escuchaba interesado, como si entendiese lo que ellos decían sobre él, y algunas veces gemía y se paseaba impaciente como si le doliese que su aparato vocal canino no le permitiera hablar. Sin embargo, la mayoría de las veces ambos dialogaban en vano porque no exponían ninguna hipótesis merecedora de una discusión.

Un día Nora dijo:

—Creo que él mismo podría explicarnos de dónde procede porque ¡es tan endiabladamente diferente de cualquier otro perro…!

Einstein agitó el aire con su cola.

—¡Ah, estoy seguro de ello! —dijo Travis—. Él tiene una perceptividad casi humana para verse a sí mismo. Sabe que es diferente y sospecho que también sabe por qué. A mi parecer, él podría aclararnos algo al respecto si pudiera descubrir el modo de hacerlo.

El perdiguero dio un ladrido, corrió hasta el otro extremo de la cocina y regresó al trote, luego les miró atento, ejecutó unas piruetas frenéticas de pura desazón humana y por último se echó al suelo con la cabezota entre las zarpas y así se quedó entre gemidos y resoplidos.

A Nora le intrigó sobremanera el relato de la noche en que el perro se alterara tanto con la biblioteca de Travis.

—Él sabe que los libros son un medio de comunicación —dijo—, y tal vez intuya que hay un modo de usarlos para llenar la laguna existente en las relaciones entre él y nosotros.

—¿Cómo? —inquirió Travis mientras pinchaba con el tenedor otro trozo de tarta.

Nora se encogió de hombros.

—Lo ignoro. Pero quizás el problema estribara en que tus libros no eran los más adecuados. ¿Novelas, dijiste?

—Sí. Literatura.

—Quizá lo que necesitemos sean libros con fotografías, imágenes que puedan hacerle reaccionar. Tal vez si reuniéramos libros ilustrados de todo tipo y revistas con fotos y lo extendiéramos sobre el suelo para trabajar con Einstein, podríamos encontrar algún método para comunicarnos con él.

El perdiguero se plantó sobre sus cuatro patas y marchó directamente hacia Nora. Por la expresión de su cara y la mirada incisiva de sus ojos, Nora dedujo que la antedicha propuesta era acertada. Así pues, dijo que mañana mismo seleccionaría docenas de libros y revistas para poner en marcha su plan.

—Requerirá infinita paciencia —le advirtió Travis.

—Yo tengo océanos de paciencia.

—Puedes creer que los tienes, pero algunas veces el tratar con Einstein da un significado absolutamente inédito a la palabra.

Volviéndose hacia Travis, el perro soltó aire por las ventanas de la nariz.

Las perspectivas de una comunicación más directa parecieron nulas durante las primeras sesiones con el perro el miércoles y el jueves, pero la gran oportunidad no se hizo esperar. El viernes 4 de junio por la tarde, ambos encontraron el medio, y a partir de ahí sus vidas ya no pudieron ser nunca más las mismas.

***

… «Parte dando cuenta de un gran griterío en un solar de viviendas a medio construir, Bordeaux Ridge»…

El viernes 4 de junio por la tarde, una hora antes del ocaso, el sol teñía de oro y cobre el condado de Orange. Era el segundo día de temperaturas abrasadoras rozando los treinta y cinco grados, y el pavimento y los edificios irradiaban el calor acumulado durante el largo día estival. Los árboles parecían inclinarse exhaustos. El aire se mantenía estático. En autopistas y calles el estruendo de la circulación quedaba amortiguado, como si el denso aire filtrara los rugidos de motores y los estampidos de bocinas.

… «Repito, Bordeaux Ridge, viviendas en construcción al Este»…

En las ondulantes colinas del noreste, una zona no incorporada al condado adyacente a Yorba Linda, donde acaba de alcanzar la urbanización suburbana, había escasa circulación. Los comisarios del sheriff, Teel Porter y Ken Dimes. —Teel conduciendo, Ken empuñando su arma—, estaban en un coche patrulla con el sistema de ventilación averiado: nada de aire acondicionado, ni siquiera aire a través de las ventanillas. Éstas estaban totalmente abiertas, pero el sedán era un horno.

—Apestas como un perro muerto —dijo Teel Porter a su compañero.

—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Ken Dimes—. Bueno, tú no apestas como un cerdo muerto, sino que pareces un cerdo muerto.

—¡Ah! ¿Sí? Bueno, tú tienes citas con cerdas muertas.

Ken sonrió a despecho del calor.

—¿Con que ésas tenemos? Pues bien, yo oigo decir a tus mujeres que hacemos el amor como un cerdo muerto.

Su cansino buen humor no podía disimular el hecho de que ambos se sentían hartos e incómodos, y estaban respondiendo a una llamada que no prometía muchas emociones: con toda probabilidad, unos pequeños gamberros haciendo diabluras; ellos disfrutaban jugando en los solares. Los dos comisarios tenían treinta y dos años, fornidos ex jugadores de fútbol universitario. No eran hermanos, pero, como compañeros constantes durante seis años, podrían serlo.

Teel dejó la carretera del condado para entrar en un camino polvoriento con algo de grasa que conducía a la urbanización de Bordeaux Ridge. Allí había unas cuarenta viviendas en diversas fases de construcción. La mayoría eran meros esqueletos, pero se habían estucado ya unas cuantas.

—¡Vaya! —exclamó Ken—. Ahí tienes una especie de mierda que me cuesta creer atraiga a la gente. Quiero decir, diablos, ¿qué tipo de nombre es «Bordeaux» para una urbanización en la California meridional? ¿Acaso intentan convencer a alguien de que ahí habrá viñedos algún día? Y le llaman también «Ridge»: cuando toda la urbanización está en esta planicie entre colinas. El letrero promete quietud. Quizá la haya ahora. Pero ¿qué será cuando monten otras tres mil viviendas en las cercanías en los próximos cinco años?

—Sí. Pero lo que más me indigna es lo de «minihaciendas» —dijo Teel—. ¿Qué coño es una «minihacienda»? Nadie en su sano juicio creerá que esto son haciendas, salvo…, quizá los rusos que se han pasado la vida hacinados a razón de doce por apartamento. Esto son viviendas de urbanización.

En las calles de Bordeaux Ridge se habían puesto aceras y alcantarillas a raudales, pero el pavimento estaba todavía por ver. Teel condujo despacio, procurando no levantar una polvareda, y levantándola de todos modos. Él y Ken miraban a derecha e izquierda escudriñando las formas esqueléticas de casas sin terminar, buscando a los mozalbetes de las diabluras.

Hacia el oeste, en el límite de Yorba Linda y en los contornos adyacentes a Bordeaux Ridge, había urbanizaciones acabadas en donde vivía ya gente. Esos residentes eran quienes habían telefoneado a la policía de Yorba Linda para notificar el griterío en esta urbanización en embrión. Y como quiera que la zona no había sido incorporada todavía a la ciudad, tales quejas correspondían a la jurisdicción del sheriff y su departamento.

Ambos comisarios vieron al final de la calle una camioneta blanca que pertenecía a la compañía propietaria de Bordeaux: «Tulemann Brothers». Estaba aparcada frente a tres modelos de vivienda casi completos.

—Al parecer, el capataz está todavía ahí —dijo Ken.

—O tal vez sea el vigilante nocturno que ha llegado al trabajo un poco temprano —opinó Teel.

Pararon detrás del vehículo, se apearon del asfixiante coche patrulla y estuvieron quietos un momento con el oído atento. Silencio.

—Hola —gritó Ken—. ¿Hay alguien aquí?

Su voz levantó ecos por toda la calle desierta.

—¿Quieres que miremos por los alrededores? —dijo Ken.

—No, mierda —dijo Teel—. Pero hagámoslo.

Ken seguía sin creer que ocurriese algo anómalo en Bordeaux Ridge. La camioneta pudiera haber sido abandonada allí al término de la jornada. Después de todo, otro material se quedaba en la urbanización durante la noche: dos gatos sobre la larga caja de un camión y una pequeña excavadora. Y continuaba siendo probable que el aludido griterío hubiera sido causado por los chicos en sus juegos.

Los dos cogieron linternas del coche porque, aunque se hubiera dado servicio eléctrico a la urbanización, no había bombillas en los techos de las estructuras inacabadas.

Ajustándose el cinto del arma en la cadera, más por hábito que otra cosa, pues no esperaban verse obligados a emplear el revólver, Ken y Teel caminaron por la más cercana de las casas construidas a medias. No buscaban nada en particular, sólo realizaban los movimientos rutinarios, lo cual representa la mitad de todo el trabajo policial.

De pronto, una tibia brisa se levantó, la primera del día, e introdujo fantasmas de polvo por los costados abiertos del edificio. Entretanto, el sol caía rápidamente por el oeste, y los puntales de futuras paredes arrojaban sombras carcelarias sobre el suelo. La última luz del día, que estaba pasando del amarillo oro a un rojo turbio, daba una tonalidad suave a la atmósfera, como suele ocurrir en torno a la puerta abierta de un horno.

El piso de cemento estaba sembrado de clavos que hacían guiños con la luz llameante y crujían bajo los pies.

—Por ciento ochenta mil pavos —dijo Teel mientras escudriñaba los rincones oscuros con el rayo de su linterna—, cabría esperar habitaciones algo mayores que éstas.

Haciendo una inspiración cargada de polvo, Ken exclamó:

—¡Qué diablos! Yo esperaría habitaciones tan grandes como el vestíbulo de un aeropuerto.

Por la parte posterior del edificio los dos salieron a un modesto patio trasero en donde apagaron sus linternas. La tierra, desnuda y reseca, no había sido trabajada para darle forma de jardín, estaba sembrada con escombros de la construcción: grandes virutas, trozos de cemento, jirones de papel alquitranado, marañas de alambre, más clavos, pedazos de tubería inservible, láminas de cedro descartadas por los techadores, contenedores, «Big Mac», y otros desechos menos identificables.

Como no se hubiese levantado todavía ninguna cerca, los dos tenían un amplio panorama de los doce patios traseros, a lo largo de aquella calle. Sombras purpúreas se deslizaban por el suelo arenoso, pero ambos pudieron ver que todos los patios estaban desiertos.

—Ni la menor señal de actos criminales —dijo Teel.

—Ninguna damisela en apuros —dijo Ken.

—Bueno, demos un paseo por aquí y miremos entre los edificios —propuso Teel—. Debemos dar algo al público por su dinero.

Dos casas más allá, en el pasillo de nueve metros entre las estructuras, hallaron al hombre muerto.

—Maldita sea —rezongó Teel.

Aquel tipo estaba tendido boca arriba, con casi todo el cuerpo en la sombra, bajo la turbia luminosidad rojiza sólo se veía su parte inferior; de modo que a primera vista ni Ken ni Teel supieron el horror con que se habían tropezado. No obstante, cuando Ken se arrodilló junto al cadáver, descubrió consternado que le habían abierto el vientre de par en par.

—¡Mira sus ojos, Dios santo! —exclamó Teel.

Ken apartó la vista de aquel abdomen destrozado y vio unas cuencas vacías en donde debieran haber estado los ojos de la víctima.

Mientras retrocedía unos pasos en el cochambroso patio, Teel desenfundó su revólver.

Ken se distanció también del cadáver mutilado y asimismo sacó su arma de la funda. Aunque se había pasado todo el día sudando, ahora se sentía de repente más húmedo y pegajoso, con una clase de sudor diferente, el sudor frío y agrio del miedo.

«PCP —pensó Ken—. Sólo un cerdo atiborrado de PCP acumularía la violencia suficiente para hacer una cosa así».

Bordeaux Ridge pareció quedar absolutamente silenciosa.

—Algún toxicómano cargado de polvo blanco debe haber sido el autor —dijo Ken, expresando con palabras sus temores sobre el PCP.

—Yo estaba pensando lo mismo —dijo Teel—. ¿Quieres examinarlo a fondo?

—Sí, pero ayuda.

Empezaron a desandar camino sin perder de vista los contornos de la vía por donde avanzaban, y no habían recorrido mucho trecho cuando oyeron ruidos. Un golpazo estrepitoso. Tintineo de metal. Rotura de vidrios.

Con ningún sospechoso a la vista y sin clave alguna para saber por dónde empezar, nadie les habría reprochado que hubiesen vuelto al coche patrulla para telefonear pidiendo ayuda. Sin embargo, ahora que habían localizado la perturbación en una de las viviendas piloto, su entrenamiento y su instinto les dictaron que actuaran con más audacia. Así pues, se encaminaron hacia la parte trasera del edificio.

Allí se habían clavado a los puntales grandes láminas de contrachapado para que las paredes no quedasen abiertas a los elementos, y la casa estaba ya estucada a medias. De hecho, el estuco estaba aún húmedo, como si se hubiese comenzado ese trabajo pocas horas antes. Casi todas las ventanas estaban terminadas; sólo unos cuantos vanos estaban tapados todavía con hojas bastante maltrechas de plástico opaco.

A otro golpetazo más estruendoso que el primero siguió el sonido de más vidrio roto en el interior.

Ken Dimes probó la puerta corredera acristalada que comunicaba el patio con la vivienda. No estaba cerrada.

Desde fuera, Teel examinó la estancia a través del cristal. Aunque entrase todavía algo de luz en la casa por puertas y ventanas, las sombras reinaban allí dentro. Ambos comprobaron que la estancia estaba vacía, así que Teel se coló por la puerta medio abierta, con la linterna en una mano y la otra empuñando firmemente el «Smith & Wesson».

—Tú ve por delante —susurró—, para que el bastardo no pueda escapar por ahí.

Agachándose para no rebasar el nivel de las ventanas, Ken dobló aprisa la esquina, recorrió el costado de la casa hasta la fachada delantera, esperando a cada paso que alguien le saltara encima desde el tejado o surgiera a través de una de las ventanas aún por acabar.

El cuarto de estar se prolongaba con una pequeña estancia para desayunar, contigua a la cocina, de modo que el conjunto era una superficie vasta y fluida sin divisiones. En la cocina se habían instalado armarios de roble, pero no se había colocado todavía el suelo de mosaico. El ambiente olía a cal y a la pasta para secar paredes, con un tufo de fondo que se debía al colorante para la madera.

Plantado en el rincón del desayuno, Teel oyó más ruido de destrucción y cierto movimiento.

Nada.

Si aquello fuera como casi todas las viviendas de urbanizaciones californianas, él encontraría el comedor a la izquierda, más allá la cocina, luego la sala de estar, el vestíbulo a la entrada y un estudio. En el caso de dirigirse por el pasillo al que daba el cuarto del desayuno, hallaría, probablemente, un lavadero, el baño de la planta baja, un ropero y luego el vestíbulo. Ni una ruta ni otra le parecían ofrecer ventajas, de modo que fue al vestíbulo e inspeccionó primero el lavadero.

Aquella habitación oscura no tenía ventanas. La puerta estaba medio abierta, y la linterna mostraba sólo armarios amarillos y los espacios en donde estarían más adelante la lavadora y la secadora. Sin embargo, Teel quiso revisar la sección detrás de la puerta, en donde se figuró habría un fregadero y un espacio para trabajar. Abrió de par en par la puerta y entró aprisa, enfocando la linterna y el arma en esa dirección. Encontró el fregadero de acero inoxidable y la mesa plegable que él esperaba, pero ni rastro del asesino.

Se sintió nervioso, como jamás lo había estado desde hacía años. No podía borrar de su mente la persistente imagen del hombre muerto: ¡esas cuencas vacías de sus ojos!

No simplemente nervioso, se dijo. Afróntalo, estás cagado de miedo.

Por la fachada delantera, Ken saltó una zanja estrecha y se dirigió hacia la entrada de la casa, una puerta de dos batientes todavía cerrada. Observó los alrededores y comprobó que nadie intentaba escapar. Bajo la declinante luz crepuscular, Bordeaux Ridge no parecía una urbanización en vías de construcción, sino más bien un barrio bombardeado. Sombras y polvo creaban la ilusión de edificaciones derruidas.

En el lavadero, Teel Porter dio media vuelta para entrar en el vestíbulo y entonces, a su derecha, donde estaba el grupo de armarios amarillos, se abrió súbitamente la puerta de un escobero, que medía sesenta centímetros de ancho y metro y medio de alto, y como procedente de una caja de sorpresas salió aquella «cosa»… ¡Dios santo!, durante una fracción de segundo estuvo seguro de que sería un mozalbete con una máscara de goma para asustar. No pudo comprobarlo a la luz de la linterna, ya que no estaba enfocando al atacante, pero sí reconocer que era algo real, porque aquellos ojos semejantes a los círculos de una lamparilla humeante no eran plástico ni vidrio, nada de eso.

Disparó su revólver, pero como estaba apuntando hacia el vestíbulo, el proyectil se hundió en la pared; así que intentó volverse, pero la cosa se hallaba ya sobre él, silbando como una serpiente. Hizo fuego de nuevo, hacia el suelo esta vez, el estampido fue ensordecedor en el reducido recinto, y luego se le oprimió contra el fregadero y se le arrebató el arma. Entretanto, perdió la linterna, que rodó hacia un rincón. Lanzó un puñetazo, mas antes de que su puño trazara el arco completo, sintió un dolor horrible en el vientre, como si le hubiesen hundido al mismo tiempo varios estiletes, y comprendió al instante lo que le estaba sucediendo. Dio un alarido, otro, y en la penumbra la cara deforme de aquella cosa se cernió sobre él, con ojos de un amarillo radiante… Teel aulló otra vez, se agitó, y más estiletes le atravesaron la suave piel de la garganta…

Ken Dimes estaba a cuatro pasos de la entrada cuando oyó el alarido de Teel. Fue un grito de sorpresa, pánico, dolor.

—¡Mierda!

Era una puerta de roble pulimentado. El batiente de la derecha estaba asegurado mediante pernos a la solera y al tizón, mientras que el de la izquierda era la puerta activa…, y sin cerrar. Ken irrumpió impetuoso, olvidando por un instante la cautela, luego se detuvo en el sombrío vestíbulo.

Los alaridos habían cesado.

Encendió la linterna. Sala de estar, vacía, a la derecha. Estudio, vacío, a la izquierda. Una escalera que conducía a la segunda planta. Nadie a la vista.

Silencio. Absoluto silencio. Como en el vacío.

Por un momento Ken titubeó en llamar a Teel, temiendo delatar su posición. Entonces comprendió que la linterna, sin la cual no podría proseguir, era suficiente para delatarle; así pues, poco importaba que hiciese ruido.

El grito levantó ecos en todas las habitaciones.

—¿Dónde estás, Teel?

No hubo respuesta.

Teel debía de estar muerto. ¡Dios santo! Él respondería de no ser así.

O tal vez herido o inconsciente, herido y agonizando. En tal caso lo mejor sería volver al coche patrulla y pedir una ambulancia.

No, no si su compañero atravesaba momentos desesperados, tendría que encontrarle aprisa y procurarle los primeras auxilios. Teel podría morir mientras él pedía la ambulancia. Ese largo retraso implicaría un riesgo enorme.

Además, era preciso ajustar cuentas con el asesino.

Ahora, sólo entraba por las ventanas una luz brumosa y rojiza, pues el día estaba siendo engullido por la noche. Ken quedó a merced de la linterna, lo cual no era lo mejor, porque cada vez que se movía su rayo, las sombras saltaban y se retorcían, creando la ilusión de asaltantes. Y esos atacantes ficticios podrían distraerle del peligro real.

Dejando abierta la entrada, Ken avanzó sigiloso por el estrecho vestíbulo que conducía a la parte trasera. Iba pegado a la pared. La suela de los zapatos crujía a cada paso. Mantenía el arma apuntada hacia delante, no al suelo ni al techo, porque, al menos de momento, le importaba un rábano lo que decía el reglamento sobre el manejo seguro de las armas.

A la derecha, había una puerta abierta. Y se veía un armario. Vacío.

El olor de su propio aliento se hizo más intenso que el de la cal y el del pulimento de madera.

Alcanzó un cuarto de aseo a su izquierda. Un enfoque raudo con la linterna no reveló nada fuera de lo común, si bien su propio rostro horrorizado, reflejándose en el espejo, le hizo dar un respingo.

La parte trasera —cuartos de estar, zona del desayuno y cocina— estaba al frente, y a su izquierda había otra puerta, abierta. Bajo el rayo de la linterna, que empezó a temblarle en la mano, Ken vio el cuerpo de Teel sobre el suelo de un lavadero; con tanta sangre que no le cupo la menor duda de que estaba muerto.

Sin embargo, bajo las oleadas de miedo que barrieron la superficie de su mente, hubo corrientes subyacentes de pesadumbre y cólera, odio y un deseo incontenible de venganza.

Detrás de Ken algo dio un golpazo.

Él gritó y giró sobre sí mismo para hacer frente a la amenaza. Pero el vestíbulo a la derecha y la zona del desayuno a la izquierda estaban vacíos.

El sonido había provenido de la parte delantera. Cuando su eco se apagaba, Ken comprendió lo que había oído; la puerta de entrada cerrándose.

Otro sonido, no tan fuerte como el primero pero más inquietante, rompió la quietud: el clic del cerrojo que cerraba el batiente inutilizado.

¿Habría partido el asesino cerrando la puerta desde fuera con llave? Pero ¿de dónde habría sacado la llave? ¿Se la habría quitado al capataz asesinado? ¿Y por qué se habría entretenido en cerrar?

Parecía más probable que hubiese cerrado la puerta por dentro, no sólo para impedir la huida de Ken, sino también para hacerle saber que la cacería no había concluido.

Ken consideró la conveniencia de apagar la linterna, porque le traicionaba ante el enemigo, pero en esos momentos la luz crepuscular en las ventanas se tornaba gris y no alcanzaba a entrar ya en la casa. Sin la linterna él estaría ciego.

¿Cómo diablos se las arreglaría el asesino para hallar su camino en aquella oscuridad creciente? ¿Sería posible que la visión de un drogadicto mejorase por la noche cuando estuviese cargado, tal como su fuerza igualaba a la de diez hombres bajo los efectos del polvo blanco?

La casa seguía tranquila.

Ken se plantó con la espalda apoyada en la pared del vestíbulo. Olfateó la sangre de Teel. Un tufo algo metálico.

Clic, clic, clic.

Ken se puso rígido y aguzó el oído, pero no captó nada más que esos tres ruidos rápidos. Habían sonado como pisadas fugaces atravesando el piso de cemento, ocasionadas por alguien que calzase botas con tacón duro… o claveteadas.

Esos sonidos habían comenzado y concluido de forma tan abrupta, que él no pudo calcular de dónde provenían. Entonces los oyó otra vez… clic, clic, clic, clic…, cuatro pisadas, ahora, y procedían del vestíbulo y se dirigían hacia el pasillo, en donde él se encontraba.

Ken se apartó inmediatamente de la pared y se volvió para dar cara al adversario, agazapándose y adelantando la linterna y el revólver hacia el lugar donde le parecían llegar las pisadas. Pero el vestíbulo estaba desierto.

Clic, clic, clic, clic.

Ahora los ruidos provenían de una dirección totalmente distinta, de la fachada posterior de la casa, del espacio reservado para el desayuno. Al parecer, el asesino había abandonado sigiloso el vestíbulo para alcanzar esa zona a través de la sala y el comedor, es decir, había recorrido toda la casa con el fin de reaparecer a sus espaldas. Y aunque el fulano hubiese sido silencioso en su desplazamiento por las otras habitaciones, estaba haciendo otra vez ese ruido, y era obvio que no porque su calzado fuera tan ruidoso como el suyo, sino porque quería hacer ese ruido una vez más, quería burlarse de él, como si dijera: «Eh, ahora estoy detrás de ti, y aquí llego, estés dispuesto o no, aquí llego».

Clic, clic, clic.

Ken Dimes no era cobarde; al contrario, era un buen policía que no había rehuido nunca el peligro. En tan sólo siete años en el Cuerpo, ya había tenido dos citaciones por actos de valor. No obstante, aquel hijo de perra sin rostro, de una violencia demencial, que se deslizaba por la casa en plena oscuridad, silencioso cuando quería serlo, desconcertó y atemorizó a Ken. Y aunque fuera valiente como cualquier otro policía, no era un insensato, y sólo a un insensato se le ocurriría arrostrar con audacia una situación que no entendiese.

Así pues, en lugar de volver al vestíbulo y enfrentarse con el asesino, Ken se encaminó hacia la puerta principal y accionó el picaporte dispuesto a salir de estampida. Sin embargo, entonces descubrió que, además del seguro, también había un alambre que sujetaba firmemente las dos hojas de la puerta, de modo que no se pudiese abrir. Tendría que desenrollar el alambre para salir, lo cual le llevaría medio minuto.

Clic, clic, clic.

Abrió fuego hacia el pasillo sin mirar siquiera; luego corrió en dirección opuesta cruzando el salón vacío. Oyó al asesino detrás de él, moviéndose veloz en las tinieblas, acompañado del clic. Sin embargo, cuando Ken alcanzó el comedor y casi la puerta que conducía a la cocina, dispuesto a llegar hasta el cuarto de estar y la puerta del patio por donde entrara Teel, oyó que el clic provenía de delante. Estaba seguro de que el asesino le había perseguido hasta la sala, pero ahora el fulano parecía haber retrocedido por el tenebroso pasillo para salir a su encuentro desde la dirección contraria, convirtiendo aquello en un disparatado juego del escondite. A juzgar por los sonidos que hacía el bastardo, debía estar entrando en el espacio del desayuno, con lo que sólo se interponía entre él y Ken la cocina. Así que Ken optó por plantarle cara allí mismo, decidió volarle los sesos a aquel psicópata tan pronto como se perfilara en el rayo de su linterna…

Entonces el asesino gritó.

Acompañado de su clic a lo largo del pasillo, todavía sin dejarse ver pero avanzando hacia Ken, el atacante lanzó un alarido estridente, no humano, que pareció la esencia del odio, del furor ancestral, el sonido más extraño que Ken oyera jamás. No era el sonido de un hombre, ni de un lunático siquiera. Ken renunció a todo enfrentamiento, proyectó su luz hacia la cocina a modo de artimaña desorientadora, dio media vuelta ante su enemigo y escapó otra vez, aunque no nuevamente a la sala, ni hacia ninguna parte de la casa en donde pudiera prolongarse ese juego del gato y el ratón, sino derecho hacia el comedor y la ventana que relucía apenas con la última chispa de luz crepuscular. Allí hundió la cabeza entre los hombros, apretó los brazos contra el pecho y, colocándose de costado, se lanzó contra el cristal. La ventana estalló, y él cayó rodando en el patio trasero entre los escombros de la construcción. Restos insignificantes de chatarra y trozos de ladrillo se le clavaron, con el consiguiente dolor, en piernas y costillas. Se levantó a gatas y, girando el cuerpo hacia la casa, vació el cargador del revólver contra la ventana rota por si el asesino tuviera la ocurrencia de perseguirle.

No vio ni rastro del enemigo en las densas tinieblas.

Imaginándose que no habría hecho blanco, no perdió tiempo en maldecir su mala suerte. Rodeó a la carrera la casa y salió a la calle. Tenía que llegar cuanto antes al coche patrulla… en donde le esperaba la radio y un arma antidisturbios de largo alcance.

***

Durante el miércoles y el jueves, 2 y 3 de junio, Travis, Nora y Einstein buscaron diligentes un medio para mejorar la comunicación humano-canina, y en ese proceso, el hombre y el perro empezaron casi a comerse los muebles de pura decepción. Sin embargo, Nora demostró tener paciencia suficiente y sobrada para todos ellos. Se avecinaba ya el ocaso en la tarde del viernes, 4 de junio, cuando se abrió la esperanza, y Nora pareció menos sorprendida que Travis o Einstein.

Habían comprado para la ocasión cuarenta revistas, desde Time y Life hasta McCall’s y Redbook, y cincuenta libros de arte y fotografías, y los habían llevado a la sala del piso de Travis, en donde había suficiente espacio para extenderlos sobre el suelo. Asimismo, habían puesto cojines para trabajar con comodidad al nivel del can.

Einstein había observado con interés esos preparativos. Sentada en el suelo y recostándose contra el sofá de vinilo, Nora retuvo con ambas manos la cabeza del perdiguero y acercándole la cara hasta que sus narices casi se tocaron, dijo:

—Ahora escúchame, Einstein. ¿Vale? Tenemos que averiguar muchas cosas acerca de ti: de dónde procedes, por qué eres más listo que un perro ordinario, qué te causaba temor en el bosque cuando te encontró Travis, por qué miras de noche por la ventana con bastante frecuencia como si te asustara algo… y muchas cosas más. Pero tú no puedes hablar ¿verdad? No. Y, que nosotros sepamos, tampoco puedes leer. Y aunque supieras leer, no puedes escribir. Así que debemos conseguirlo con imágenes, creo yo.

Desde su cojín, cerca de Nora, Travis observó que los ojos caninos no la perdieron de vista ni un instante mientras hablaba. Einstein se mantuvo rígido, con la cola caída, estático. No sólo parecía comprender lo que ella le decía sino también que aquel experimento le electrizaba.

¿Cuántas de esas palabras entenderá en realidad el chucho?, se preguntó Travis. ¿Y cuántas de sus reacciones serán producto de mi imaginación, por puras ganas de creer lo inexistente? La gente tiene una tendencia natural a atribuir el antropomorfismo a sus animales domésticos predilectos, asignándoles percepciones e intenciones humanas, cuando la verdad es que no hay tales. Y en el caso de Einstein, donde se trasluce realmente una inteligencia excepcional, la tentación de ver un significado profundo en cada monería canina, es mayor de lo usual.

—Nosotros vamos a estudiar todas estas imágenes buscando cosas que te interesen, cosas que nos ayuden a comprender de dónde provienes y cómo llegaste a ser lo que eres. Cada vez que veas algo que pueda ayudarnos a solucionar el rompecabezas, háznoslo saber de alguna forma. Ladra, pon encima la pata o mueve el rabo.

—Esto es una locura —murmuró Travis.

—¿Me entiendes, Einstein? —preguntó Nora.

El perdiguero soltó un leve resoplido.

—No funcionará jamás —dijo Travis.

—Sí, funcionará —insistió Nora—. Él no puede hablar ni escribir, pero sí apuntarnos cosas. Si él señala una docena de imágenes, nosotros podremos entender inmediatamente qué significado tienen para él, cómo se relacionan con sus orígenes, y a su debido tiempo, hallaremos un método para asociarlas entre sí y con él, y entonces sabremos lo que intenta decirnos.

El perro, con la cabeza inmovilizada todavía entre las manos de Nora, hizo girar las pupilas hacia Travis y resopló otra vez.

—¿Preparado? —preguntó Nora a Einstein.

El animal volvió a mirarla y movió la cola.

—Está bien —dijo ella soltándole la cabeza—. Empecemos.

Durante varias horas del miércoles, jueves y viernes, los dos hojearon veintenas de publicaciones, mostrando imágenes de todo tipo a Einstein… personas, árboles y flores, perros y otros animales, máquinas y calles de ciudad, caminos rurales y coches, barcos y aviones, alimentos y anuncios de centenares y centenares de productos, esperando enseñarle algo que le sobresaltara. El problema fue que el animal vio muchas cosas que le sobresaltaron, demasiadas. Ladró, plantó encima la pata y resopló, hurgó con el hocico y agitó la cola a, quizás, un centenar de las mil fotografías, y sus preferencias eran tan diversas que Travis no podía ver en ellas ningún esquema ni nada que las ligara con sus designios ni ningún significado divino derivado de su asociación.

Einstein quedó fascinado ante un anuncio de automóviles que equiparaba el coche a un poderoso tigre y lo mostraba dentro de una jaula. No se veía claro si el objeto de su interés era el coche o bien el tigre. El animal respondió también a varios anuncios de ordenadores, de alimentos para perros, tales como «Alpo» y «Purina», de un casete estéreo portátil, e imágenes de libros, y mariposas, de un loro, de un melancólico individuo encarcelado en una celda, cuatro jóvenes jugando con un balón de playa, Mickey Mouse, un violín, un hombre en una rueda de molino y muchas otras cosas. Pareció cautivarle la fotografía de un perdiguero dorado como él mismo, le causó verdadera excitación la imagen de un cocker spaniel, pero, extrañamente, no mostró interés o si acaso muy poco ante otras razas de perros.

La más rara y desconcertante de sus respuestas fue la suscitada por un artículo de revista que comentaba el inminente estreno de un filme de la «20th Century-Fox». Su argumento tenía que ver con lo sobrenatural y elementos tales como espectros, duendes y demonios salidos del averno, y la fotografía que tanto le agitó fue la de una aparición diabólica con ojos de fuego, quijadas como losas y colmillos malignos. La criatura no era más aborrecible que otras del filme y bastante menos que algunas, pero a Einstein pareció impresionarle sólo aquel demonio.

El perdiguero ladró a aquella fotografía. Luego se escabulló detrás del sofá y asomó el ojo por una esquina como si temiera que la criatura de la foto pudiera escapar de la página y perseguirle. Ladró otra vez, gimió y fue preciso que se le halagara para que volviera a la revista. Después de ver a aquel demonio por segunda vez, Einstein gruñó amenazador, pateó frenético la revista, volviendo las páginas hasta cerrarla por completo dejándola algo maltrecha.

—¿Qué tiene de especial esta fotografía? —preguntó Nora al perro.

Einstein se limitó a mirarla fijamente… y se estremeció un poco. Con gran paciencia, Nora volvió a abrir la revista por la misma página.

Einstein la cerró de nuevo. Nora la abrió una vez más.

Einstein la cerró por tercera vez y, apresándola entre los dientes, la sacó de la habitación.

Travis y Nora siguieron al perdiguero hasta la cocina, en donde le vieron meterla directamente en el cubo de la basura. El cubo era uno de esos que está provisto de un pedal con el que se acciona el eje de una tapadera. Ellos observaron cómo el perro apoyaba una zarpa sobre el pedal, abriendo la tapadera, dejaba caer la revista dentro del cubo y soltaba el pedal.

—¿Qué significará todo eso? —preguntó atónita Nora.

—En definitiva, que no quiere ver esa película, supongo.

—¡Ah! Nuestro peludo crítico de cuatro patas.

Aquel incidente tuvo lugar el jueves por la tarde. A primeras horas del viernes, la decepción de Travis y del perro se aproximaron a un punto crítico.

Algunas veces Einstein mostraba una inteligencia inquietante, pero otras se comportaba como un perro vulgar, y estas oscilaciones entre el genio canino y la terquedad del chucho hubieran sido indignantes para cualquiera que intentase averiguar cómo podía ser el animal tan espabilado. Travis empezó a pensar que la mejor forma de tratar con el perdiguero era la de tomarle tal cual era: estar avizor para observarle en sus sorprendentes y ocasionales actos, pero sin esperar que los ejecutara a cada instante. Posiblemente, el misterio tras la desusada inteligencia de Einstein no se desvelaría jamás.

Sin embargo, Nora continuó siendo paciente. Ella les recordó con frecuencia que Roma no fue construida en un día, y que cualquier logro digno de esfuerzo requería determinación y persistencia, tenacidad y tiempo.

Cuando ella se lanzaba a esas conferencias sobre constancia y aguante, Travis suspiraba harto… y Einstein bostezaba.

Nora se mantuvo imperturbable. Después de examinar las imágenes en todos aquellos libros y revistas, seleccionó aquellas a las que respondiera Einstein, las extendió sobre el suelo y le animó a establecer relaciones entre unas imágenes y otras.

—Todo esto son imágenes de cosas que representaron papeles importantes en su pasado —dijo.

—No creo que podamos estar seguros de eso —replico Travis.

—Bueno —dijo ella—, eso es lo que le hemos pedido que haga. Le hemos pedido que indique las imágenes que puedan revelarnos algo sobre su lugar de procedencia.

—Pero ¿crees que él entiende semejante juego?

—Sí —contestó ella con plena convicción.

El perro resopló.

Nora levantó una zarpa de Einstein y la colocó sobre la fotografía del violín.

—Adelante, perrito. ¿Recuerdas un violín de alguna parte? ¿Fue importante para ti de una forma u otra?

—Quizás actuara en el «Carnegie Hall» —dijo Travis.

—Cállate —dijo Nora, y dirigiéndose al perro añadió—: Veamos ahora. ¿Se relaciona el violín con algunas de esas imágenes? ¿Hay alguna conexión con otra imagen que pudiera ayudarnos a comprender lo que el violín significa para ti?

Por un momento, Einstein la miró absorto como si ponderara su pregunta. Luego cruzó la habitación, caminó con tientos por los estrechos pasillos entre las hileras de fotografías, olfateando, mirando a izquierda y derecha hasta llegar al tocadiscos estéreo portátil «Sony». Puso una zarpa sobre él y volvió la cabeza hacia Nora.

—Ahí hay una conexión evidente —dijo Travis—. El violín hace música, y el tocadiscos reproduce la música. Es una demostración impresionante de asociación mental para un perro. ¿Pero acaso significa realmente otra cosa acerca de su pasado?

—¡Ah! ¡Seguro que sí! —dijo Nora. Y dirigiéndose a Einstein agregó—: ¿Es que en tu pasado alguien tocó el violín? El perro la miró estático.

Ella dijo:

—¿Acaso tu amo anterior tenía un tocadiscos como éste?

El perro la miró estático.

Ella añadió:

—Quizás el violinista en tu pasado soliera grabar su propia música en un sistema de casete.

El perro parpadeó y gimió.

—Está bien —dijo ella—. ¿Hay aquí otra imagen que puedas asociar al violín y al tocadiscos?

Einstein miró el «Sony» por un momento como si cavilara y luego caminó por otro pasillo entre nuevas hileras de imágenes deteniéndose esta vez junto a una revista abierta por un anuncio de la Cruz Azul, en donde se mostraba un médico con bata blanca junto a la cama de una nueva madre que acunaba a su hijo recién nacido. Doctor y madre eran todo sonrisas y el bebé parecía tan sereno e inocente como el niño Jesús.

Acercándose a gatas, Nora dijo al perro:

—¿Te recuerda esa imagen la familia que te poseía?

El perro la miró estático.

—¿Vivías en una familia donde había una madre y su bebé?

El perro la miró estático.

Sentado todavía en el suelo con la espalda contra el sofá, Travis dijo:

—¡Diantre! ¡Tal vez estemos ante un caso auténtico de reencarnación! Tal vez el viejo Einstein recuerde haber sido un doctor, una madre o un bebé en su vida anterior.

Nora no se dignó comentar esa sugerencia.

—Un bebé que toque el violín —agregó Travis.

Einstein gimoteó descontento.

Apoyada sobre manos y rodillas, en la posición de un perro, Nora quedó sólo a noventa centímetros del perdiguero, prácticamente cara a cara con él.

—Conforme. Esto no nos conduce a ninguna parte. Tenemos que hacer algo más que ayudarte a asociar una imagen con otra. Debemos esforzarnos por hacer preguntas sobre estas imágenes y obtener respuestas de alguna forma.

—Dale papel y pluma —sugirió Travis.

—Va en serio —dijo Nora, impacientándose con Travis como no lo hiciera en ningún instante con el perro.

Ella quedó cabizbaja por un momento, como un perro bajo el calor canicular, pero de repente levantó la vista y dijo a Einstein:

—¿Hasta dónde llegan de verdad tus entendederas, chucho? ¿Quieres demostrar de verdad que eres un genio? ¿Ansías ganarte nuestro respeto y admiración para la eternidad? Pues bien, he aquí lo que has de hacer: aprende a responder con un sencillo sí o no a mis preguntas.

El perro la miró de cerca, expectante.

—Si la respuesta a mi pregunta es sí, agita la cola —dijo Nora—. Pero sólo si es sí. Mientras dure este ensayo, evitarás menear la cola por puro hábito o sólo porque te emociones. Utilizarás únicamente este meneo cuando desees decir sí. Y cuanto tengas que decir no, ladra una vez. Un ladrido tan sólo.

Travis añadió por su cuenta:

—Dos ladridos significarán que prefieres ir a cazar gatos, y tres ladridos que te sirvamos una «Budweiser».

—No le confundas —objetó severa Nora.

—¿Por qué no, si él me confunde a mí?

El perro no se dignó mirar a Travis siquiera. Sus enormes ojos castaños estaban fijos en Nora mientras ésta le explicaba otra vez la forma de dar respuesta con meneos de cola y ladridos.

—Está bien —dijo ella—. Hagamos una prueba. A ver, Einstein, ¿has entendido las señales de sí y no?

El perdiguero agitó el rabo dos o tres veces, luego lo inmovilizó.

—Pura coincidencia —dijo Travis—. Eso no significa nada.

Nora titubeó unos instantes mientras ideaba su siguiente pregunta, luego dijo:

—¿Conoces mi nombre?

Meneo de cola e inmovilización.

—¿Me llamo… Ellen?

El perro ladró.

—¿Me llamo… Mary?

Nuevo ladrido.

—¿Me llamo… Nona?

El perro hizo girar sus pupilas como si la reprendiese por intentar engañarle. Nada de meneos. Un ladrido.

—¿Me llamo… Nora?

Einstein agitó la cola con furia.

Riendo encantada, Nora reptó un poco, hacia adelante, se sentó y abrazó al perdiguero.

—¡Diablos! —exclamó Travis, reptando a su vez para unirse a ellos.

Nora señaló la foto que el perdiguero pisaba todavía con una zarpa.

—¿Te hizo reaccionar esta imagen porque te recuerda a la familia con la cual vivías?

Un ladrido. Señal negativa.

Travis dijo:

—¿Has vivido alguna vez con una familia?

Un ladrido.

—Pero tú no eres un perro salvaje —dijo Nora—. Debes haber vivido en alguna parte antes de que Travis te encontrara.

Mientras echaba una ojeada al anuncio de la Cruz Azul, Travis supo de improviso que él conocía todas las preguntas pertinentes.

—¿Te hizo reaccionar esta foto por causa del bebé?

Un ladrido.

—¿De la mujer?

No.

—¿Del hombre con la bata blanca?

Mucho agitar de cola. SÍ, SÍ, SÍ.

—Así que vivía con un médico —dijo Nora—. Tal vez con un veterinario.

—O tal vez un científico —opinó Travis, siguiendo el curso de ideas intuitivo que le pasara por la cabeza.

Apenas oyó mencionar al científico, Einstein agitó el rabo afirmativamente.

—¿Científico investigador? —dijo Travis.

SÍ.

—¿En un laboratorio? —dijo Travis.

SÍ, SÍ, SÍ.

—¿Eres un perro de laboratorio? —preguntó Nora.

SÍ.

—¿Eres un animal de experimentación? —dijo Travis.

SÍ.

—¿Y eso es lo que te hace tan inteligente?

SÍ.

—¿Porque te han hecho algo?

A Travis se le aceleró el corazón. —¡Santo Dios!—, se estaban comunicando, y no de la forma comparativamente rudimentaria con que él y Einstein se comunicaran la noche en que el perro formase un signo de interrogación con «Milk-Bone». Ésta era una comunicación con especificación extrema. Aquí estaban hablando como si hubiera tres personas, bueno… casi hablando, y cuando menos lo esperaban, resultó que nada sería igual otra vez. Nada podría ser lo mismo en un mundo donde hombres y animales poseían intelectos equiparables (aunque con diferencias), donde afrontaban la vida en igualdad de condiciones, con los mismos derechos, con esperanzas y sueños similares.

—«Está bien —pensó—, vale. Tal vez esté sacando todo esto de quicio. No se ha dado repentinamente a todos los animales un nivel humano de conciencia e inteligencia; esto es sólo un perro, un animal experimental, quizás el único en su especie. Así y todo ¡Dios santo!» —Travis se quedó mirando petrificado al perdiguero, y sintió un escalofrío de pies a cabeza, no un escalofrío de temor sino de pasmo.

Nora habló al perro, y en su voz hubo una sombra del mismo asombro que dejara sin habla a Travis durante unos instantes:

—Ellos no te dejaban marchar, ¿verdad?

Un ladrido.

—¿Así que te escapaste?

SÍ.

—¿El martes por la mañana, cuando te encontré en el bosque? —preguntó Travis—. ¿Escapaste entonces?

Einstein no movió la cola ni ladró.

—¿Algunos días antes?

El perro gimió.

—Probablemente, tiene algún sentido del tiempo —apuntó Nora—, porque, prácticamente, todos los animales siguen el ritmo natural día-noche, ¿no es cierto? Ellos tienen relojes instintivos, relojes biológicos. Sin embargo, con toda probabilidad, él no tiene la menor idea del calendario y sus días. Y, realmente, tampoco entiende cómo dividimos el tiempo en días, semanas y meses, así que no puede contestar de ninguna forma a tu pregunta.

—Entonces eso es algo que habremos de enseñarle —dijo Travis.

Einstein agitó con vigor la cola.

—Escapó… —murmuró pensativa Nora.

Travis le adivinó el pensamiento. Y dijo a Einstein:

—Ellos estarán buscándote, ¿verdad?

El perro gimió y movió la cola, lo que Travis interpretó cual una respuesta afirmativa con un tono especial de ansiedad.

***

Una hora después del atardecer, Lemuel Johnson y Cliff Soames, escoltados por otros dos coches sin distintivo, en donde iban ocho agentes NSA, llegaron a Bordeaux Ridge. La calle sin pavimentar, que atravesaba el centro de la urbanización aún por acabar, estaba flanqueada por numerosos vehículos, en su mayor parte los blanquinegros con el escudo del departamento del sheriff, más algunos coches y una furgoneta pertenecientes a la oficina del juez instructor.

Lem se desanimó al observar que la Prensa ya estaba allí. Tanto los periodistas de la letra impresa como los equipos de televisión con minicámaras se mantenían a la expectativa detrás de un cordón policial a media manzana del presunto escenario del crimen. Silenciando los detalles sobre la muerte de Wesley Dalberg en el desfiladero de Holy Jim y procediendo del mismo modo con los asesinatos asociados de los científicos de «Banodyne», la NSA había conseguido ocultar a la Prensa toda conexión entre esos acontecimientos. Lem esperó que los comisarios al frente de esos cordones policiales fueran los hombres más capaces de Walt Gaines y supieran soslayar con un silencio hermético las preguntas de los periodistas hasta que se pudiera concebir un relato convincente.

Se levantaron las barreras para dar paso a los coches NSA sin distintivo a través de los cordones policiales, y luego fueron colocadas de nuevo en su sitio.

Lem aparcó al final de la calle, pasado el escenario del crimen. Hizo que Cliff Soames diera instrucciones a los demás agentes y se encaminó hacia la casa aún por acabar que parecía ser el centro de la atención general.

Las radios de los coches patrulla llenaron el cálido aire nocturno con códigos, jergas y un chisporroteo tan intenso como si el mundo entero estuviera asándose en una parrilla cósmica.

Algunos proyectores portátiles se alzaban sobre trípodes, inundando de luz la fachada principal para facilitar la investigación. Lem se sintió como si estuviera en un gigantesco escenario teatral. Numerosas mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de los reflectores. Sus sombras amplificadas cruzaban raudas el suelo en mil direcciones.

Proyectando su propia sombra desmesurada, Lem atravesó el patio para entrar en la casa. Una vez dentro, encontró más reflectores, cuyos cegadores rayos rebotaban en las blancas paredes. También encontró, con rostros pálidos y sudorosos bajo la cruda luminosidad, a dos jóvenes comisarios, varios hombres a las órdenes del juez instructor y los habituales tipos absortos de la División de Investigación Científica.

La máquina de un fotógrafo relampagueó una vez, dos, al fondo de la casa. Como el vestíbulo pareciera atestado, Lem se dirigió hacia la parte trasera atravesando la sala, el comedor y la cocina.

Walt Gaines estaba en pie en el espacio para desayunar, entre las penumbras que se formaban más allá del último reflector. No obstante, incluso en esas sombras eran perceptibles su cólera y su dolor. Era evidente que se encontraba en casa al recibir la noticia sobre el asesinato del comisario, pues llevaba unas raídas zapatillas deportivas, unos pantalones arrugados de color caqui y una camisa de manga corta de cuadros rojos y marrones. Pese a su gran volumen, sus brazos musculosos, enormes manos y cuello de toro, la ropa que llevaba y los hombros abatidos le daban la apariencia de un niño perdido.

Desde el espacio para desayunar, Lem no podía ver el interior del lavadero, en donde yacía todavía el cuerpo.

—Lo siento, Walt —dijo—. Lo siento mucho.

—Se llamaba Teel Porter. Su padre, Red Porter, y yo somos amigos desde hace veinte años. Precisamente Red se jubiló el año pasado y dejó el departamento. ¿Cómo voy a explicárselo? ¡Dios santo! Y debo hacerlo yo mismo por razón de esa amistad. Esta vez, no puedo pasarle el mal trago a otro.

Lem sabía que Walt no pasaba nunca el mal trago a otro cuando uno de sus hombres resultaba muerto en el cumplimiento del deber. Él visitaba siempre a la familia para darle la mala noticia, y le hacía compañía durante los pésimos momentos iniciales.

—Casi pierdo dos hombres —dijo Walt—. El otro sufre un grave trastorno.

—¿Qué le pasó a Teel?

—Destripado, igual que Dalberg. Y decapitado.

«El alienígena —pensó Lem—. Ahora ya no hay duda».

Algunas mariposas nocturnas habían invadido también el interior y se estrellaban contra la lente, del reflector instalado detrás de Lem y Walt.

Con voz ronca de ira, Walt dijo:

—No han encontrado todavía… su cabeza. ¿Cómo le diré a su padre que le falta la cabeza?

Lem no supo qué decir.

Walt le lanzó una mirada dura.

—Ahora no puedes seguir apartándome del asunto. Ahora que ha muerto uno de mis hombres, no puedes hacerlo.

—Escucha, Walt, mi agencia trabaja en la oscuridad a propósito. ¡Diablos!, incluso algunos agentes de la nómina son información confidencial. Por otra parte, tu departamento está sometido a una vigilancia pertinaz por parte de la Prensa. Para saber cómo proceder en este caso, tu gente necesitará saber exactamente lo que está buscando. Para ello será preciso revelar secretos de la defensa nacional a un grupo muy considerable de comisarios.

—Todos tus hombres saben lo que se cuece —le rebatió Walt.

—Sí, pero mis hombres han firmado un juramento secreto, han sido objeto de un examen exhaustivo por parte de Seguridad y se les ha adiestrado para mantener la boca cerrada.

—Mis hombres también saben guardar un secreto.

—Estoy seguro de ello —dijo cauteloso Lem—. También estoy seguro de que ellos no hablan fuera de la tienda sobre los casos ordinarios. Pero éste no es un caso ordinario; debe permanecer en nuestras manos.

—Mis hombres pueden firmar juramentos secretos —dijo Walt.

—Tendríamos que investigar los antecedentes personales de cada uno en tu departamento, no sólo comisarios sino también empleados civiles. Ello requeriría semanas, meses.

Mirando a través de la cocina por la puerta abierta del comedor, Walt vio que Cliff Soames y otro agente NSA estaban hablando con dos comisarios.

—Tú has empezado a hacerte cargo un minuto después de llegar aquí, ¿verdad? Antes de hablarme sobre ello, ¿no?

—Sí. Necesitamos asegurarnos de que tu gente comprenda la obligación de no hablar sobre nada de cuanto se ha visto aquí esta noche, ni con sus propias esposas siquiera. Así pues, estamos recordando las leyes federales al respecto a cada agente, porque queremos asegurarnos de que saben bien cuáles son las multas y penas correspondientes.

—¿Amenazándome otra vez con la cárcel? —dijo Walt. Sin embargo, esta vez no había buen humor en su voz como cuando departieron días atrás en el garaje del hospital «St. Joseph», después de ver a Tracy Keeshan.

Lem se sintió deprimido, no sólo por la muerte del comisario, sino también por la cuña que aquel caso estaba introduciendo entre él y Walt.

—No quiero ver a nadie en la cárcel. Y por eso deseo asegurarme de que todos saben a ciencia cierta cuáles podrían ser las consecuencias…

—Acompáñame —le dijo Walt frunciendo el ceño.

Lem le siguió afuera hasta el coche patrulla aparcado ante la casa. Ambos se acomodaron en los asientos delanteros, Walt detrás del volante, y con las puertas cerradas.

—Sube el cristal; así tendremos aislamiento total.

Lem se quejó de que se asfixiarían con aquel calor y sin ventilación. No obstante, incluso en la penumbra percibió cuán pura y volátil era la cólera de Walt, lo cual le hizo verse como un hombre rodeado de gasolina y con una cerilla encendida. Decidió subir el cristal de la ventanilla.

—Vale —dijo Walt—. Ya estamos solos. No el director NSA de distrito y el sheriff, sino dos viejos amigos, dos camaradas; así que cuéntamelo.

—No puedo, Walt. Maldita sea.

—Cuéntamelo y me mantendré a distancia del caso. No interferiré.

—Sea como fuere, te mantendrás a distancia del caso. Estás obligado a hacerlo.

—¡Maldito sea si lo hago! —replicó encolerizado Walt—. Puedo dirigirme, directamente, a esos chacales. —El coche estaba mirando hacia Bordeaux Ridge, en dirección a las barreras en donde aguardaban los periodistas. A ellos señaló Walt detrás del polvoriento cristal—. Puedo decirles que los «Laboratorios Banodyne» están trabajando en un proyecto de defensa que se les ha escapado de las manos. Puedo decirles que alguien o algo extraño escapó de dichos laboratorios pese a las medidas de seguridad, y ahora anda suelto matando gente.

—Hazlo y terminarás de verdad en la cárcel —dijo Lem—. Perderás tu trabajo, arruinarás toda tu vida.

—No lo creo. Alegaré ante el tribunal que me vi obligado a elegir entre dos alternativas: o bien quebrantar la seguridad nacional, o traicionar la confianza que depositaron en mí los ciudadanos de este condado al elegirme. Alegaré que en momentos de crisis como éstos tuve que anteponer la seguridad pública local a las inquietudes de los burócratas en Washington. Creo que cualquier jurado me absolvería. No iría a la cárcel, y en las próximas elecciones ganaría incluso por más votos de los que obtuve la última vez.

—Mierda —gruñó Lem porque sabía cuánta razón tenía Walt.

—Si me lo cuentas ahora, si me convences de que tu gente está más capacitada que la mía para afrontar esta situación, me apartaré de tu camino. Pero si no quieres contármelo, me despacharé a mi gusto.

—Tendré que romper mi juramento. Meteré mi propio cuello en el lazo.

—Nadie sabrá jamás que me lo contaste.

—Sí, claro. Veamos, Walt, ¿por qué has de ponerme en una posición tan incómoda sólo para satisfacer tu curiosidad?

Walt se molestó.

—No es ninguna menudencia, como tú lo pintas, maldita sea. No es sólo curiosidad.

—Entonces, ¿qué es?

—¡Uno de mis hombres ha muerto!

Apoyando la cabeza sobre el respaldo del asiento, Lem cerró los ojos y suspiró. Walt necesitaba saber por qué se le pedía que desistiera de vengar las muerte de uno de sus hombres. Su concepto del deber y del honor no le permitiría quedar al margen sin hacer eso por lo menos. Su actitud no era del todo irrazonable.

—¡Qué! —preguntó muy pausado Walt—. ¿Me voy allí para charlar con los periodistas?

Lem abrió los ojos, se pasó la mano por el rostro húmedo. El interior del coche estaba caldeado, el ambiente era bochornoso. A él le hubiera gustado bajar el cristal, pero los hombres pasaban camino de la casa o viniendo de ella, y no podía arriesgarse a que alguien escuchara sin quererlo lo que se proponía decir a Walt.

—Acertaste al centrar tu atención en «Banodyne». Desde hace algunos años vienen realizando investigaciones relacionadas con la defensa.

—¿Guerra biológica? —inquirió Walt—. ¿Utilizando el ADN para hacer nuevos virus letales?

—Quizá también eso —dijo Lem—. Pero la guerra de gérmenes no tiene nada que ver con este caso, y voy a contarte tan sólo lo de la investigación que se relaciona con nuestros problemas aquí.

Los cristales se empañaron. Walt puso en marcha el motor. Aunque no hubiese aire acondicionado, la niebla de las ventanillas se fue extendiendo, e incluso la leve corriente cálida y húmeda que entraba por el respiradero fue bien acogida.

Lem explicó:

—Ellos estaban trabajando en varios programas de investigación bajo el encabezamiento Proyecto Francis. Habían escogido como título el nombre de San Francisco de Asís.

—¿Un nombre de santo para un proyecto relacionado con la guerra? —exclamó Walt parpadeando de sorpresa.

—Es adecuado —le aseguró Lem—. San Francisco podía hablar a los pájaros y otros animales. Y en «Banodyne», el doctor Davis Weatherby estaba a cargo de un proyecto que consistía en hacer posibles la comunicación humano-animal.

—¿Aprender el lenguaje de las marsopas… y ese tipo de cosas?

—No. La idea era aplicar los conocimientos más recientes en materia de ingeniería genética a la creación de animales con un coeficiente mucho más alto de inteligencia, animales capaces de pensar casi al nivel humano, animales con los que sería posible la comunicación.

Walt le miró boquiabierto, sin poder darle crédito.

Lem continuó:

—Ha habido varios equipos científicos trabajando en experimentos muy diversos, bajo la denominación común de Proyecto Francis, y todos ellos han sido iniciados hace cinco años por lo menos. Para empezar, estaban los perros de Davis Weatherby…

El doctor Weatherby había estado trabajando con el esperma y los óvulos de perdigueros de pelaje dorado que él había elegido porque esta raza canina había sido criada con el máximo refinamiento desde hacía más de cien años. Por lo pronto, ese refinamiento significaba que en la más pura de las razas se habían erradicado todas las enfermedades y afecciones de naturaleza hereditaria en lo referente al código genético del animal, lo cual aseguraba a Weatherby unos ejemplares saludables y despiertos para sus experimentos. Y entonces, si los cachorros experimentales nacían con anormalidades de cualquier tipo, Weatherby podía distinguir más fácilmente entre las mutaciones de tipo natural y las que eran un efecto secundario resultante de sus manipulaciones secretas con la herencia genética del animal, y, como resultado, aprender de sus propios errores.

Con el paso de los años, tratando de acrecentar la inteligencia de la raza sin provocar cambios en su apariencia física, Davis Weatherby había fertilizado in vitro centenares de óvulos alterados genéticamente y luego había transferido huevos fértiles al útero de las hembras que servían como madres accidentales. Esas hembras desarrollaban todo el proceso de la procreación, y entonces Weatherby analizaba a esos perros jóvenes buscando indicios de mayor inteligencia.

—Hubo un endiablado número de fallos —dijo Lem—. Mutaciones físicas verdaderamente grotescas que fue preciso destruir: cachorros nacidos muertos, cachorros que parecían normales pero tenían menos inteligencia de la normal. Después de todo, Weatherby estaba empleando esa ingeniería para el cruce de especies, así que, como puedes figurarte, se hicieron realizables una serie de posibilidades horribles.

Walt se quedó mirando el parabrisas, ahora totalmente opaco. Luego frunció el ceño a Lem.

—¿Cruce de especies distintas? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes, él estaba aislando esos determinantes genéticos de la inteligencia en especies más inteligentes que el perdiguero…

—¿Como los monos? Éstos son más inteligentes que los perros, ¿verdad?

—Sí. Monos… y seres humanos.

—¡Dios santo!

Lem ajustó un respiradero del salpicadero para dirigir la corriente de aire tibio hacia su cara.

—Weatherby estaba insertando ese material genético extraño en el código genético del perdiguero y, simultáneamente, suprimiendo los propios genes del perro que limitan su inteligencia a la de un can.

Walt se sublevó:

—¡Eso es imposible! Ese material genético, según lo llamas tú, no se puede traspasar de una especie a otra.

—Eso sucede continuamente en la Naturaleza —contestó Lem—. El material genético se transfiere de una especie a otra, y el vehículo es por lo general un virus. Supongamos que un virus medra en los macacos. Mientras habite en el mono, adquirirá material genético de las células del animal. Estos genes de mono adquiridos acaban siendo parte del propio virus. Más tarde, ese virus infectado en un anfitrión humano está capacitado para dejar el material genético del mono en su anfitrión humano. Considera, por ejemplo, el virus del SIDA. Se cree que el SIDA es una enfermedad transmitida por ciertos monos y seres humanos desde hace décadas, aunque ninguna de las dos especies fuera susceptible de padecerla; quiero decir que nosotros éramos, estrictamente, vehículos… y nunca enfermábamos de lo que acarreábamos. Pero, de improviso, sucedió algo inexplicable en los monos, un cambio genético negativo que los hizo no sólo vehículos sino también víctimas del virus del SIDA. Los monos empezaron a morir de esa enfermedad. Luego, cuando el virus pasó a los humanos, traía consigo ese nuevo material genético que suponía vulnerabilidad al SIDA, y por tanto no pasó mucho tiempo sin que los seres humanos corrieran también peligro de contraer el SIDA. Así es como funciona la Naturaleza. Y se ha hecho incluso más eficaz en el laboratorio.

Mientras la condensación creciente seguía oscureciendo las ventanillas, Walt dijo:

—Así pues, Weatherby tuvo éxito realmente al crear un perro con inteligencia humana, ¿no?

—Fue un proceso largo y lento, pero consiguió progresos graduales. Y hace poco menos de un año, nació el cachorro milagro.

—¿Piensa como un ser humano?

—No como un ser humano, pero quizá tan bien como un ser humano.

—Y sin embargo, ¿tiene la apariencia de un perro ordinario?

—Eso era lo que quería el Pentágono. Lo que hizo mucho más arduo el trabajo de Weatherby, supongo. Aparentemente, el tamaño del cerebro tiene un poco que ver con la inteligencia, y Weatherby pudiera haber abierto brecha mucho antes si hubiese desarrollado un perdiguero con un cerebro algo mayor. Sin embargo, un cerebro más grande hubiera hecho preciso el configurar un cráneo también mayor, de modo que el perro habría tenido un aspecto endiabladamente desusado.

Ahora todas las ventanillas impedían la visión. Ni Walt ni Lem intentaron limpiar el cristal empañado. Imposibilitados de ver el exterior, confinados a su húmedo y claustrofóbico interior, ambos parecían haber quedado excluidos del mundo real, a la deriva, en el espacio y en el tiempo, una condición que inducía, extrañamente, a considerar los portentosos e infames actos de creación que la ingeniería genética hiciera posibles.

Walt dijo:

—¿Y el Pentágono quería un perro que pareciese un perro pero pudiera pensar como un hombre? ¿Por qué?

Imagínate las posibilidades para el espionaje —dijo Lem—. En tiempo de guerra, los perros penetrarían sin dificultad en territorio enemigo, explorarían las instalaciones y el potencial de sus efectivos. Perros inteligentes con los que podríamos comunicar de alguna manera, regresarían de su periplo y nos referirían lo que habían visto y oído al enemigo.

—¿Nos referirían? ¿Estás diciendo que se podría hacer hablar a los perros como si fueran versiones de la mula Francis y el señor Ed? ¡Un poco de seriedad, Lem!

Lem fue comprensivo con la dificultad de su amigo para asimilar esas increíbles posibilidades. La ciencia moderna estaba avanzando con tal velocidad y tantos descubrimientos revolucionarios por explorar cada año que, para los profanos, habría cada vez menos diferencia entre la aplicación de esa ciencia y la magia. Pocas personas no científicas lograban vislumbrar cuánto se diferenciaría el mundo de los próximos veinte años del mundo actual, que se diferenciaba ya de los años 1980 tanto como de los años 1780. El cambio se estaba produciendo a un ritmo incomprensible, y cuando se lograba echar una ojeada fugaz a lo que podría sobrevenir, tal como había hecho Walt, se tenía una visión deprimente e inspiradora, inquietante y estimuladora.

Lem dijo:

—De hecho, es muy probable que se pudiera alterar a un perro por la vía genética de tal modo que se le capacitara para hablar. Incluso sería fácil, aunque yo no tengo ni idea. Pero el procurarle un aparato vocal, el tipo justo de lengua y labios… significaría alterar de forma drástica su apariencia, lo cual no conviene a los designios del Pentágono. Así pues, esos perros no hablarían. Sin duda, se deberá establecer la comunicación mediante un elaborado lenguaje de signos.

—Veo que no te ríes —dijo Walt. Esto tiene que ser un jodido chiste, y siendo así ¿por qué no te ríes?

—Piensa en esto —contestó paciente Lem—. Imagínate al presidente de los Estados Unidos, en tiempo de paz, regalando al Primer Ministro soviético un perdiguero dorado de un año en nombre del pueblo americano. Imagínate a ese perro viviendo en el hogar y en el despacho del Primer Ministro, teniendo acceso a las conversaciones más secretas entre las máximas autoridades del Partido de la URSS. De vez en cuando, tantos meses o semanas, el perro procuraría escabullirse de noche para reunirse con un agente estadounidense en Moscú y dejarse «descifrar».

—¡Descifrar! ¡Esto es demencial! —exclamó Walt, soltando una carcajada. No obstante, su risa tenía a juicio de Lem, una calidad estridente, hueca, innegablemente nerviosa que indicaba que el escepticismo del sheriff se iba a la deriva, aunque él pretendiese conservarlo.

—Te estoy diciendo que es posible que un perro así haya sido concebido mediante la fertilización in vitro de un óvulo alterado genéticamente por esperma alterado del mismo modo, y que ha seguido su proceso normal en el útero de una madre adoptiva. Y después de un año de confinamiento en los laboratorios «Banodyne», hacia la madrugada del lunes, 17 de mayo, ese perro escapó. Mediante una serie de acciones increíblemente sagaces, burló los obstáculos del sistema de seguridad.

—Y ahora, ¿ese perro anda suelto?

—Sí.

—¿Y es lo que ha estado matando por…?

—No —dijo Lem—. El perro es inofensivo, afectuoso, un animal admirable. Yo visité los laboratorios cuando Weatherby trabajaba con el perdiguero. Y me comuniqué con el animal hasta cierto límite, claro. Te juro por Dios, Walt, que cuando ves a ese cuadrúpedo en acción, cuando ves lo que creó Weatherby, sientes una esperanza enorme acerca de esta triste especie nuestra.

Walt le miró atónito; sin comprender.

Lem buscó palabras para expresar sus sentimientos. Cuando encontró el lenguaje justo con que describir lo que el perro significaba para él, la emoción le oprimió el pecho.

—Bueno…, quiero decir, si nosotros podemos hacer eso, tendremos el poder y, potencialmente, la sabiduría de Dios. No sólo seremos fabricantes de armas, sino también fabricantes de vida. Si pudiéramos elevar a otras especies hasta nuestro nivel, crear una raza equiparable a nosotros para compartir el mundo… nuestras creencias y nuestra filosofía cambiarían para siempre. Con ese acto de alterar al perdiguero, nos hemos alterado a nosotros mismos. Aupando al perro hasta un nuevo nivel de percepción, hemos acrecentado, inevitablemente, nuestra propia percepción.

—Dios santo, Lem, pareces un predicador.

—¿Sí? Eso es porque he tenido más tiempo que tú para pensar en todo eso. En su momento entenderás lo que te estoy explicando. Empezarás a sentirlo también…, esa sensación increíble de que la Humanidad va camino de la divinidad… y de que merecemos llegar a ella.

Walt Gaines contempló con mirada fija el cristal empañado, como si estuviera leyendo algo de notable interés en los arabescos de la condensación. Al cabo de un rato dijo:

—Tal vez sea cierto cuanto dices, tal vez nos hallemos bajo el dintel de un nuevo mundo pero, por lo pronto, debemos vivir en el antiguo mundo y afrontarlo. Así que, si no fue el perro lo que mató a mi comisario, ¿qué fue?

—Otro ser escapó de «Banodyne» durante la misma noche en que lo hizo el perro —dijo Lem. Su euforia se entibió de repente ante la necesidad de admitir que había habido un lado oscuro en el Proyecto Francis.

—Le llamaban el alienígena.

***

Nora alzó el anuncio de la revista que comparaba un automóvil con un tigre y mostraba al vehículo dentro de una jaula. Entonces dijo a Einstein:

—Veamos qué más puedes esclarecernos. ¿Qué me dices de esto? ¿Por qué te ha interesado tanto esta fotografía? ¿Fue el coche?

Einstein ladró una vez: NO.

—¿El tigre entonces? —inquirió Travis.

Nuevo ladrido.

—¿La jaula? —dijo Nora.

Einstein agitó la cola: SI.

—¿Elegiste esta fotografía porque ellos te encerraron en una jaula? —preguntó Nora.

SÍ.

Travis caminó a cuatro patas por el suelo hasta encontrar la foto de un melancólico individuo en una celda. Regresando con ella, se la mostró al perdiguero y dijo:

—¿Y elegiste esta otra porque la celda se asemeja a una jaula?

SÍ.

—¿Y porque el preso de la fotografía te recordó cómo te sentías cuando estabas en una jaula?

SÍ.

—Ahora el violín —dijo Nora—. ¿Había alguien en el laboratorio que tocara el violín para ti?

SÍ.

—Me pregunto por qué harían eso —dijo Travis.

El perro no podía responder a esa pregunta con un sencillo sí o no.

—¿Te gustaba el violín? —preguntó Nora.

SÍ.

—¿Te gusta la música en general?

SÍ.

—¿Te gusta el jazz?

El perro no ladró ni agitó la cola.

—Él no sabe lo que significa jazz —dijo Travis—. No le hablarían jamás de eso, pienso yo.

—¿Te gusta el rock and roll? —inquirió Nora.

Un ladrido y, simultáneamente, mucho agitar la cola.

—Quizá quiera decir sí y no —dijo Travis—. Le gusta cierto rock and roll pero no todo.

Einstein movió la cola para confirmar la interpretación de Travis.

—¿La música clásica? —preguntó Nora.

Sí.

Travis dijo:

—Entonces tenemos un perro esnob, ¿eh?

SÍ, SÍ, SÍ.

Nora se rió encantada y también Travis, mientras Einstein les husmeaba y lamía no menos encantado.

Travis miró a su alrededor en busca de otra fotografía y encontró la del hombre que hacía ejercicio con la noria.

—Ellos no querían dejarte salir del laboratorio, supongo. Y sin embargo, desearían mantenerte en forma. ¿Es así cómo hacías ejercicio? ¿En una noria?

SÍ.

La sensación de haber descubierto algo fue estimulante. Travis no se habría sentido más emocionado ni más aterrorizado si hubiese logrado comunicar con una inteligencia extraterrestre.

***

«Estoy cayendo en una madriguera», —pensó inquieto Walt Gaines mientras escuchaba a Lem Johnson.

Ese nuevo mundo altamente tecnificado de vuelos espaciales, ordenadores a domicilio, comunicación telefónica mediante satélites, fabricación de autómatas y, ahora, ingeniera biológica, se le antojó absolutamente desconectado de ese otro mundo en donde él naciera y se formara. Pero, por Dios, ¡si él había sido un niño durante la Segunda Guerra Mundial, cuando no había todavía aviones a reacción! Él había aclamado un mundo más sencillo: con «Chryslers» semejantes a embarcaciones de aletas caudales, teléfonos de disco y no botones selectores, relojes con manecillas y no digitales. Cuando él nació, no existía la televisión, y la posibilidad del «Armagedón» nuclear durante su vida era algo que nadie podría haber predicho. Se sintió como si hubiese franqueado una barrera invisible desde su mundo a esta otra realidad que circulaba por una pista más rápida. Este nuevo reino de alta tecnología podía ser seductor o aterrador…, y algunas veces, ambas cosas.

Como ahora.

La idea de un perro inteligente le resultaba atractiva al niño que había en él, e incluso le hacía sonreír.

Pero algo más, el alienígena había escapado de esos laboratorios, lo cual le ponía los pelos de punta.

—El perro no tiene nombre —siguió diciendo Lem Johnson—. Lo cual es normal. Casi ningún científico de los que trabajan con animales de laboratorio les ponen nombre. Si así lo hiciesen, empezarían a atribuirles una personalidad, y entonces sus relaciones con ellos cambiarían, y él no sería tan objetivo como antes en sus observaciones. De modo que ese perro tuvo sólo un número, hasta que resultó ser el éxito cuya consecución requiriera tanto trabajo por parte de Weatherby. E incluso entonces, cuando se hizo evidente que no sería necesario eliminar al perro cual un fiasco, tampoco se le dio nombre. Todo el mundo le llamó «perro», sin más, lo cual fue suficiente para diferenciarlo de todos los demás cachorros de Weatherby que estaban clasificados con números. Sea como fuere, la doctora Yarbeck estaba trabajando al mismo tiempo en otra investigación muy diferente al amparo del Proyecto Francis, y ésta también tuvo al final cierto éxito.

Yarbeck tenía por objetivo crear un animal con inteligencia acrecentada de forma espectacular…, pero concebido también para acompañar al hombre en la guerra como perro policía, y también a los agentes en las vecindades urbanas peligrosas. Yarbeck se propuso producir una bestia que fuese inteligente pero también letal, un verdadero horror en el campo de batalla: feroz y furtiva, astuta e inteligente, en proporciones suficientes que la hicieran tan eficaz para las escaramuzas militares como las callejeras.

Desde luego, no tan inteligente como un ser humano ni tan espabilado como el perro creado por Weatherby, pues sería pura demencia concebir una máquina asesina cuya inteligencia fuera equiparable a la del ser humano encargado de utilizarla y refrenarla. Todo el mundo había leído Frankenstein o había visto alguna vieja película de Karloff, y nadie subestimaba los peligros inherentes a la investigación de Yarbeck.

Prefiriendo trabajar con cuadrumanos por su inteligencia natural de muy alto coeficiente y porque poseían manos similares a las humanas, Yarbeck seleccionó en última instancia a los babuinos como especie básica para sus esotéricos actos de creación. Los babuinos estaban entre los primates más inteligentes, constituían una excelente materia prima. Eran por naturaleza unos luchadores letales y efectivos, con impresionantes garras y colmillos, tremendamente motivados por el imperativo territorial y ansiosos de atacar a quienes tenían por enemigos.

—La primera obra de Yarbeck respecto a la alteración física del babuino, fue darle mayores dimensiones, el tamaño suficiente para amenazar a un hombre adulto —dijo Lem—. La doctora creía que el animal debería medir por lo menos un metro cincuenta en posición vertical y pesar entre cincuenta y sesenta kilos.

—Eso no es tanto —observó Walt.

—Lo suficiente.

—Yo podría noquear fácilmente a un hombre de esa envergadura.

—A un hombre, sí; pero no a esa cosa. Toda ella es músculo compacto, sin pizca de grasa, y mucho más rápida que un hombre. Piensa por un momento cómo un mastín de veinticinco kilos puede hacer picadillo a un hombre adulto, y podrás imaginarte la amenaza que representa un guerrero de Yarbeck con sus sesenta kilos.

El parabrisas del coche patrulla, plateado por el vapor, parecía una pantalla cinematográfica en donde Walt vio proyectadas las imágenes de personas brutalmente asesinadas: Wes Dalberg, Teel Porter… Cerró los ojos y, no obstante, siguió viendo cadáveres.

—Vale, coincido con tu criterio. Sesenta kilos serían suficientes si se hablase de algo concebido para luchar y matar.

—Pues bien, Yarbeck creó una variedad de babuinos que crecerían hasta adquirir un tamaño superior al normal. Luego se consagró a la alteración del esperma y los óvulos de sus primates gigantes en otros terrenos: unas veces modificando el propio material genético del babuino, otras incorporándole genes de especies distintas.

—O sea los mismos remiendos en el cruce de especies que culminaron con el perro espabilado —dijo Walt.

—Yo no los llamaría remiendos…, pero, bueno, esencialmente las mismas técnicas. Yarbeck quería una mandíbula grande y malévola en su guerrero, algo así como la de un perro pastor alemán, o incluso un chacal, para dar espacio a más dientes, y también quiso que estos dientes fueran más grandes, puntiagudos y, quizá más ganchudos de lo normal, lo cual implicaba la necesidad de agrandar la cabeza del babuino y alterar totalmente su estructura facial para adaptarla a esas innovaciones. En cualquier caso, fue preciso agrandar el cráneo para permitirle alojar un cerebro mayor. La doctora Yarbeck no se vio constreñida por los condicionamientos que hubo de aceptar Davis Weatherby para mantener inmutable la apariencia del perro. De hecho, Yarbeck se figuró que si su creación fuera aborrecible, monstruosa, sería un guerrero más eficaz si cabía, pues no serviría sólo para acechar y matar a sus enemigos, sino también para aterrorizarlos.

A pesar del calor ambiental y del bochorno, Walt Gaines sintió escalofríos en el estómago, como si hubiese tragado un trozo de hielo.

—Pero, por Dios, ¿es que ni Yarbeck ni ningún otro han considerado la inmoralidad de todo esto? ¿Ninguno de ellos ha leído La isla del doctor Moreau? Lem, tú tienes la maldita obligación moral de hacer llegar al público todo este enredo, de ponerlo al descubierto. Y yo también.

—Nada de eso —replicó Lem—. La noción de que hay unos conocimientos buenos y otros nocivos… bueno, eso es un punto de vista estrictamente religioso. Las acciones pueden ser morales o inmorales, conforme, pero no es posible poner una etiqueta análoga al conocimiento. Para los científicos, para toda persona culta, todo conocimiento es neutral en función de la moral.

—Pero ¡qué mierda dices! La aplicación del conocimiento en el caso de Yarbeck, no fue neutral desde un punto de vista moral.

Durante los fines de semana, cuando ambos estaban sentados en el patio del uno o del otro bebiendo «Corona» y analizando los grandes problemas del mundo, les encantaba discutir sobre ese tema. Filósofos de trastienda. Sabios de cerveza, que se recreaban en su sabiduría. Y a veces, los dilemas morales que discutían durante los fines de semana eran los mismos que se planteaban en el curso de su trabajo policial; sin embargo, Walt no pudo recordar ninguna discusión que hubiese tenido un nexo tan apremiante con su trabajo como ésta.

—El aplicar los conocimientos es parte del proceso del aprendizaje —dijo Lem—. El científico tiene que aplicar sus descubrimientos para verificar adónde conduce cada aplicación. La responsabilidad moral recae sobre las espaldas de aquellos que sacan la tecnología del laboratorio y la emplean con fines inmorales.

—¿Crees esa paparrucha?

Lem caviló unos instantes.

—Sí, la creo, Si hiciéramos responsables a los científicos de todo lo dañino que se derive de su trabajo, ellos se negarían por lo pronto a trabajar, pienso yo, y no habría ninguna clase de progreso.

Walt sacó un pañuelo limpio del bolsillo y se enjugó la cara mientras se tomaba unos momentos para meditar. Verdaderamente, no fue el calor ni la humedad lo que le abrumaron. La visión del guerrillero Yarbeck merodeando por las colinas de Orange County fue lo que le hizo sudar a raudales.

Quería divulgar la noticia, notificar al mundo desprevenido que algo insólito y peligroso andaba suelto por la tierra. No obstante, eso sería hacer el juego a los modernos cavernícolas, que aprovecharían al guerrillero Yarbeck para promover el pánico general y poner fin a toda la investigación con el ADN. Entretanto, la mencionada investigación había creado ya variedades de maíz y trigo que crecían con menos agua y en tierra mala, paliando así el hambre mundial; y años atrás se había desarrollado un virus de fabricación humana que, como elemento residual, producía insulina. Si él difundiera por el mundo los hechos sobre la monstruosidad de Yarbeck, quizá pudiera salvar dos o tres vidas a corto plazo, pero también representaría un lamentable papel negando al mundo los milagros benéficos de la investigación del ADN, lo que costaría millares de vidas a largo plazo.

—Mierda —murmuró—. Esto no es un dilema de blanco o negro, ¿eh?

—Eso es lo que hace interesante la vida —dijo Lem.

Walt esbozó una sonrisa agria.

—Ahora mismo es mucho más interesante de lo que me place. Vale, puedo comprender la sabiduría de mantener cerrada la tapadera en este caso. Además, si lo hiciésemos público tendrías un millar de aventureros medio lelos danzando por ahí en busca de la cosa, y todos terminarían siendo víctimas de su presunta presa o matándose unos a otros.

—Exacto.

—Pero mis hombres podrían ayudar a mantener cerrada la tapadera uniéndose a la búsqueda.

Lem le habló sobre los cien hombres pertenecientes a unidades de la Marine Intelligence que estaban peinando todavía las colinas vestidos de paisano, utilizando equipo de rastreo altamente tecnificado y algunos sabuesos excepcionales… Tengo ya muchos más hombres desplegados de lo que tú podrías proveer. Estamos haciendo todo cuanto podemos. Y ahora ¿te portarás bien? ¿Te mantendrás al margen?

Frunciendo el ceño, Walt contestó:

—Desde este instante; pero quiero que se me mantenga informado.

Lem asintió.

—Conforme.

—Y tengo más preguntas. Para comenzar, ¿por qué le llaman el alienígena?

—Bueno, el perro fue el primer hito, el primero de los sujetos de laboratorio que mostraba inteligencia desusada. Éste fue el siguiente. Fueron los dos únicos éxitos: el perro y el otro. Al principio, ellos hablaban de éste con mayúsculas, El Otro, pero a su debido tiempo fue el alienígena porque parecía encajar mejor. En este caso no se había mejorado la obra de Dios, como había ocurrido con el perro; era algo totalmente ajeno a la Creación, una cosa aparte. Una verdadera abominación…, aunque nadie osara decirlo así. Y la «cosa» se apercibió de su situación como tal engendro, se apercibió con plena conciencia.

—¿Y por qué no llamarle babuino sin más?

—Porque él no tiene ya ningún parecido con un babuino. A decir verdad, con nada conocido…, salvo en una pesadilla.

A Walt no le gustó la expresión en el rostro oscuro de su amigo, ni en sus ojos. Decidió no seguir pidiendo una descripción más concreta del alienígena. Quizá no le conviniese saberlo.

En vez de eso preguntó:

—¿Y qué me dices de los asesinatos de Hudston, Weatherby y Yarbeck? ¿Quién está detrás de todo eso?

—Ignoramos quién apretó el gatillo, pero sí sabemos que los soviéticos le contrataron. Ellos hicieron matar también a otro funcionario de «Banodyne» que estaba de vacaciones en Acapulco.

Walt se sintió como si se estuviera estrellando otra vez contra una de esas barreras invisibles, introduciéndose incluso en un mundo mucho más complicado.

—¿Soviéticos? ¿Acaso estamos hablando de soviéticos? ¿Qué papel representan en este acto?

—Creíamos que no sabían nada acerca del Proyecto Francis —dijo Lem—. Pero estaban al tanto. Al parecer, tenían un topo dentro de «Banodyne» que les informó sobre los progresos realizados. Cuando el perro y, a renglón seguido, el alienígena escaparon, dicho topo informó a los soviéticos, que decidieron aprovechar el caos para causarnos incluso más daño. Hicieron matar a cada líder del proyecto…, Yarbeck, Weatherby y Haines…, más Hudston, que antaño fuera líder del proyecto, aunque no trabajaba ya en «Banodyne». Creemos que lo hicieron por dos razones: primera, interrumpir el Proyecto Francis; y segunda, dificultarnos la búsqueda del alienígena.

—¿Cómo podrían dificultar semejante cosa?

Lem se derrumbó en su asiento, como si al hablar de la crisis percibiera con creciente claridad la carga sobre sus espaldas.

—Eliminando a Hudston, Haines y, especialmente, a Weatherby y Yarbeck, los soviéticos nos han aislado de las personas que tendrían nociones claras sobre la forma en que piensan el alienígena y el perro, las personas capaces de calcular cómo se podría capturar a esos animales.

—¿Habéis presentado ya cargos contra los soviéticos?

Lem suspiró.

—No del todo. Por lo pronto yo me centro en la recuperación del perro y del alienígena, y tenemos otro grupo de trabajo totalmente distinto intentando seguir la pista a los agentes soviéticos que hay detrás de los asesinatos, el incendio y el asalto. Por desgracia, los soviéticos parecen haber utilizado asesinos a sueldo fuera de su propia organización, de modo que no sabemos adónde ir a buscar a los pistoleros. Esa faceta de la investigación está estancada.

—¿Y el incendio en «Banodyne» un día o dos después? —preguntó Walt.

—Provocado, sin la menor duda. Otra acción soviética. Destruyó todos los documentos y archivos electrónicos del Proyecto Francis. Había discos de ordenador y otras reservas de información, por supuesto…, pero los datos que había en ellos han desaparecido.

—¿Otra vez los soviéticos?

—Así lo creemos. Los líderes del Proyecto Francis y todos sus archivos han sido borrados del mapa, dejándonos en la oscuridad cuando se pretende averiguar cómo piensan el perro o el alienígena, dónde pueden estar y cómo se les podría embaucar para atraparlos.

Walt meneó la cabeza.

—Nunca me imaginé que yo podría estar algún día a favor de los rusos, pero el poner fin a ese proyecto me parece una idea excelente.

—Ellos distan mucho de ser inocentes. Por lo que yo he oído decir, tienen un proyecto similar en unos laboratorios de Ucrania, y no dudo de que estemos trabajando con rapidez para destruir sus archivos y su gente, tal como ellos destruyeron los nuestros. Sea como fuere, los soviéticos disfrutarían no poco si el alienígena hiciera estragos en algún suburbio pacífico, destripando amas de casa y masticando cabezas de pequeñuelos…, porque si tal cosa sucede un par de veces más…, bueno, todo el asunto explotará ante nuestras narices.

—Masticando cabezas de pequeñuelos. ¡Dios santo!

Walt se estremeció y murmuró:

—¿Podría suceder semejante cosa?

—Nosotros no lo creemos. El alienígena es tan agresivo como el mismísimo diablo…, y reserva un odio especial para sus hacedores, lo cual es algo con lo que no contaba Yarbeck, o bien algo que ella esperaba poder corregir en futuras generaciones. El alienígena se recrea degollándonos. Pero también es avispado, y sabe que cada muerte nos da una pista sobre su paradero. Así que él no satisfará su odio con excesiva frecuencia. Se mantendrá alejado de la gente casi todo el tiempo, se moverá principalmente de noche. En ocasiones, la curiosidad le inducirá a fisgar por las zonas residenciales diseminadas en el flanco oriental del condado.

—¿Como hizo en la residencia Keeshan?

—Sí. Pero él no visitó aquello para matar a nadie. Fue pura curiosidad. No quiere que se le capture sin que haya cumplido su principal objetivo.

—¿Qué objetivo?

—Encontrar y matar al perro.

—¿Por qué tanta preocupación por el perro? —inquirió sorprendido Walt.

—A decir verdad, no lo sabemos —respondió Lem—. Sin embargo, en «Banodyne» cultivó un odio feroz hacia el perro, mucho peor que el que le inspirábamos los humanos. Cuando Yarbeck trabajaba con él ideando un lenguaje de signos para poder comunicar ideas complejas, el alienígena expresó varias veces el deseo de matar y mutilar al perro, pero no explicó nunca el por qué. El perro le obsesionaba.

—Entonces, ¿crees que ahora está siguiendo el rastro del perdiguero?

—Sí. Porque los indicios parecen denotar que el perro fue el primero en escapar de los laboratorios aquella noche de mayo, y su fuga enloqueció al alienígena. Éste se hallaba encerrado en un gran recinto dentro del laboratorio de Yarbeck, y todos los enseres: cama, muy diversos artificios educativos, juguetes…, en fin, todo apareció hecho trizas. Luego, dándose cuenta al parecer de que el perro se le escaparía para siempre si él mismo no conseguía fugarse, el alienígena aplicó todo su saber al problema y ¡por Dios que encontró la forma de salir!

—Pero si el perro le llevaba una ventaja, insalvable…

—Hay un nexo entre el perro y el alienígena que nadie comprende. Un nexo mental. Percepción intuitiva. Desconocemos su amplitud, pero nadie puede excluir la posibilidad de que tal nexo sea lo bastante consistente para que uno de ellos siga al otro, aunque la distancia entre ambos sea considerable. Al parecer, fue una especie de sexto sentido moderado que resultó ser, por decirlo así, un efecto secundario de la técnica empleada para acrecentar la inteligencia en las investigaciones de Weatherby y Yarbeck. No obstante, todo son conjeturas. Verdaderamente, no podemos asegurarlo. ¡Hay tantas jodidas cosas que ignoramos!

Durante un rato ambos guardaron silencio.

El bochorno húmedo del coche no parecía ya tan desagradable. Considerando los múltiples peligros del mundo moderno, aquel confín neblinoso daba la impresión de ser seguro, confortable, un verdadero abrigo.

Aunque no deseara hacer más preguntas por temor de las respuestas, Walt dijo a pesar de todo:

—«Banodyne» es un edificio de alta seguridad. Ha sido diseñado para impedir el paso a las personas no autorizadas, pero también debe ser muy difícil abandonar el lugar sin permiso. Sin embargo, tanto el perro como el alienígena escaparon.

—Sí.

—Y a todas luces, nadie se imaginó jamás que pudieran hacerlo. Lo cual significa que ambos son mucho más listos de lo que se pensaba.

—Sí.

—En el caso del perro… —dijo Walt—, bueno, si resulta ser más espabilado de lo que nadie se figuraba, ¿qué importa? El perro es un ser amistoso.

Lem, que había estado mirando ensimismado el empañado parabrisas, cruzó la mirada con Walt.

—Justo. Pero si el alienígena es más espabilado de lo que pensábamos, si es casi tan inteligente como un hombre, el capturarlo será muy arduo.

—¿Casi… o tan inteligente como un hombre?

—No, imposible.

—¿O incluso, más inteligente?

—No. Sería absurdo esperar tal cosa.

—¿No podría ser?

—No.

—¿Rotundamente no?

Lem suspiró, se frotó cansado los ojos y no dijo nada. No tenía el menor deseo de mentir otra vez a su mejor amigo.

***

Nora y Travis repasaron una por una las fotografías y averiguaron un poco más acerca de Einstein. Dando un ladrido o agitando con vigor el rabo, el perro respondió a diversas preguntas y pudo confirmar que había elegido los anuncios de ordenadores porque le recordaban los ordenadores del laboratorio donde había estado confinado. La foto de los cuatro jóvenes jugando con un balón de playa le interesó porque uno de los científicos del laboratorio había empleado balones de diversos tamaños en un test de inteligencia que le había gustado sobremanera a Einstein. Les fue imposible determinar los motivos de su interés por el loro, las mariposas, Mickey Mouse y otras muchas cosas, pero se debió únicamente a que no acertaron a hacer las preguntas pertinentes que con un sí o un no como respuesta les hubieran conducido a una aclaración.

Incluso cuando después de unas cien preguntas no lograron desentrañar el significado de cierta fotografía, los tres continuaron encantados y emocionados con el proceso de descubrimiento, porque el éxito les había sorprendido en suficientes casos como para que el esfuerzo valiese la pena. Sólo se desencantaron cuando interrogaron a Einstein sobre la fotografía que mostraba el demonio de una película de terror. El animal se agitó de manera especial, metió el rabo entre las patas y enseñó los colmillos mientras lanzaba hondos gruñidos. Se apartó varias veces de la fotografía, escondiéndose detrás del sofá o en otra habitación, donde permaneció uno o dos minutos antes de regresar a regañadientes para afrontar nuevas preguntas. Y tembló casi de continuo cuando se le interrogó sobre el demonio.

Por último, después de intentar determinar durante unos diez minutos la causa de semejante temor, Travis señaló las enormes quijadas provistas de malévolos colmillos, los luminosos ojos del monstruo cinematográfico y dijo:

—Tal vez tú no lo entiendes, Einstein, pero esto no es la fotografía de un ser real, viviente. Éste es el demonio ficticio de una película. ¿Me entiendes cuando digo «ficticio»?

Einstein agitó la cola: SÍ.

—Bien, entonces éste es un monstruo ficticio.

Un ladrido: NO.

—Sí —dijo Travis.

NO.

Einstein intentó huir otra vez detrás del sofá, pero Travis le sujetó por el collar.

—¿Quieres decir que tú has visto tal cosa?

El perro apartó la mirada de la fotografía, miró a Travis de hito en hito, se estremeció y gimió.

El lastimoso tono de pavor que se percibía en el gemido tenue de Einstein y la expresión enormemente conmovedora de sus ojos oscuros afectaron a Travis en tal medida que él mismo se sorprendió. Mientras sujetaba con una mano el collar y pasaba la otra por el dorso de Einstein, notó los estremecimientos que sacudían al perro y, de pronto, él mismo se estremeció. El animal le había transmitido su intenso temor, haciéndole pensar disparatadamente: ¡Santo Dios! Debe de haber visto de verdad una cosa así.

Intuyendo un cambio en Travis, Nora preguntó:

—¿Qué sucede?

En vez de contestar, Travis repitió la pregunta que esperaba una respuesta de Einstein:

—¿Quieres decir que tú has visto tal cosa?

SÍ.

—¿Algo que parece exactamente este demonio?

Un ladrido y balanceo de cola. SÍ y NO.

—¿Algo que se asemeja por lo menos un poco?

SÍ.

Al tiempo que soltaba el collar, Travis palmoteó el dorso del perro intentando tranquilizarle, pero Einstein siguió temblando.

—¿Fue ésa la razón de que vigilaras algunas noches por la ventana?

SÍ.

Desconcertada y alarmada ante la desazón del perro, Nora empezó también a acariciarle.

—Yo pensaba que estabas inquieto por temer que la gente del laboratorio te encontrase.

Einstein ladró otra vez.

—¿Acaso no temes que la gente del laboratorio te encuentre?

SÍ y NO.

Travis dijo:

—Pero eso no te asusta tanto como… el que te encuentre esta otra cosa.

SÍ, SÍ, SÍ.

Travis miró a Nora. Ésta mostraba el ceño pensativo:

—Pero es sólo un monstruo cinematográfico. No existe nada semejante en el mundo real. Paseando a lo largo de la habitación, Einstein olfateó las fotografías escogidas, y se detuvo otra vez ante el anuncio de la Cruz Azul que mostraba a doctor, madre y niño en una habitación de hospital. Luego el animal les llevó la revista y la dejó caer en el suelo. Apuntó con el hocico al doctor de la foto y después miró a Nora, a Travis, puso otra vez el morro sobre el doctor y volvió a mirarles expectante.

—Antes —dijo Nora—, nos contaste que ese médico representaba a uno de los científicos del laboratorio.

SÍ.

Travis dijo:

—¿Quieres indicar, pues, que el científico encargado de ti sabe lo que es esa cosa del bosque?

SÍ.

Einstein repasó de nuevo las fotografías, y esta vez regresó con el anuncio que mostraba un coche enjaulado. Tocó con el morro la jaula y luego, algo dubitativo, tocó igualmente la fotografía del demonio.

—¿Quieres decir que la cosa del bosque estaba enjaulada? —preguntó Nora.

SÍ.

—¿De la misma forma que tú?

SÍ, SÍ, SÍ.

—¿Otro animal experimental del laboratorio? —insistió Nora.

SÍ.

Travis escrutó la fotografía del demonio: su cargado ceño sobre los hundidos ojos amarillentos, su nariz deforme que parecía un hocico, su boca erizada de dientes. Por fin dijo:

—¿Fue un experimento malogrado?

SÍ y NO, dijo Einstein.

Y entonces, cuando su agitación había alcanzado el punto más alto, el perro cruzó la sala hasta una ventana, plantó ambas zarpas sobre el alféizar y escudriñó el anochecer de Santa Bárbara.

Nora y Travis siguieron sentados en el suelo entre revistas y libros abiertos, sintiéndose contentos del progreso realizado y empezando a notar la fatiga que su agitación encubriera hasta entonces… Ambos fruncieron el ceño, desconcertados. Ella murmuró:

—¿Crees a Einstein capaz de mentir, de inventar historias disparatadas como los niños?

—No lo sé. ¿Pueden mentir los perros, o eso es sólo una habilidad humana? —Se rió al percibir lo absurdo de su propia pregunta—. ¿Pueden mentir los perros? ¿Es posible elegir a un alce para la Presidencia de la nación? ¿Puede cantar una vaca?

Nora rió también, y con mucha gracia por cierto.

—¿Pueden bailar un zapateado los patos?

En un arranque de estupidez, como una reacción natural tras la dificultad emocional e intelectiva de abordar una idea tan disparatada como la inteligencia de Einstein, Travis dijo:

—Una vez yo vi bailar un zapateado a un pato.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí. En Las Vegas.

Ella dijo riendo:

—¿En qué hotel actuaba?

—En el «Caesar’s Palace». También sabía cantar.

—¿El pato?

—Sí. Ahora pregúntame su nombre.

—¿Cómo se llamaba?

—Sammy Davis Duck, junior —dijo Travis, y ambos soltaron otra vez la carcajada—. Era una estrella tan notable que no se necesitaba poner su nombre entero en la marquesina para que la gente supiera que actuaba allí.

—Ponían sólo «Sammy», ¿verdad?

—No. Sólo «junior».

Entretanto Einstein había regresado de la ventana y les miraba atento ladeando la cabeza, intentando averiguar por qué se comportarían de una forma tan rara.

La expresión del estupefacto perdiguero se les antojó a Travis y Nora la cosa más cómica que habían visto desde hacía mucho tiempo, y apoyándose uno contra otro, sosteniéndose entre sí, rieron como locos. Con un desdeñoso resoplido el perdiguero volvió a su ventana.

Mientras los dos recobraban poco a poco, el dominio sobre sí mismos y su risa se extinguía, Travis se dio cuenta de que estaba abrazando a Nora, de que ella apoyaba la cabeza en su hombro, de que el contacto físico entre ambos era bastante mayor del que se permitieran hasta entonces. El pelo de ella tenía un olor limpio, fresco. Sentía el calor que irradiaba el cuerpo femenino. De pronto la deseó desesperadamente, y supo que la besaría tan pronto como ella levantase la cabeza de su hombro. Un momento después, ella levantó la cabeza, y él hizo lo que había pensado: besarla…, y ella le correspondió. Durante un segundo o dos, Nora no pareció apercibirse de lo que ello significaba; en suma, aquello no tenía importancia, una cosa absolutamente inocente, no un beso de pasión sino de amistad y mucho afecto. Pero entonces el beso cambió. Su boca pareció doblegarse. Ella empezó a respirar aprisa y le aferró el brazo intentando atraerle hacia sí. Luego se le escapó un murmullo de apremio…, pero el sonido de su propia voz le hizo recobrar el juicio. De repente se puso rígida, al percibir la proximidad de él como hombre, sus hermosos ojos se dilataron de asombro… y temor…, pensando en lo que había estado a punto de suceder. Travis se echó hacia atrás al instante porque intuyó que no era el momento oportuno. Cuando ellos hicieran el amor, debería ser la hora justa, sin titubeos ni distracciones, porque recordarían siempre esa primera vez hasta el final de sus vidas, y tal recuerdo debería ser magnífico y regocijante, merecedor de ser analizado una y mil veces mientras ellos fuesen envejeciendo. Aunque no hubiera llegado todavía el instante de definir con palabras su futuro y confirmarlo mediante las promesas mutuas, Travis no tuvo la menor duda de que él y Nora Devon pasarían juntos el resto de sus vidas, y comprendió que su subconsciente había previsto ya esa inevitabilidad, al menos durante los últimos días.

Tras unos momentos de estupor, mientras ambos se separaban sin saber a ciencia cierta si convenía comentar ese cambio súbito en sus relaciones, Nora rompió al fin la embarazosa situación diciendo:

—Sigue en la ventana.

Einstein apretó el hocico contra el cristal y continuó escudriñando la noche.

—¿Nos habrá dicho la verdad? —inquirió meditativa Nora—. ¿No habrá escapado también del laboratorio otra cosa, ese ente extraño?

—Si ellos han tenido un perro tan inteligente como él, también tendrán otras cosas, incluso más peculiares, pienso yo. Y, desde luego, algo había en el bosque aquel día.

—Pero él no correrá peligro de que lo encuentren, digo yo. Te lo has traído muy al norte.

—No, no habrá peligro —convino Travis—. No creo que Einstein comprenda lo que significa la gran distancia recorrida desde el bosque en donde lo encontré. Quienquiera que fuera el fugitivo del bosque, no podría seguirle el rastro hasta aquí. Ahora bien, apostaría cualquier cosa a que la gente de ese laboratorio ha organizado una búsqueda endiablada. Eso es lo que me inquieta. Y también a Einstein. Por eso finge ser un perro lerdo en público y sólo revela su inteligencia ante mí y ahora ante ti. No quiere volver a donde estaba.

—Pero si lo encuentran… —dijo Nora.

—No lo encontrarán.

—Pero, si lo encuentran, ¿qué pasará?

—Nunca me desprenderé de él —dijo Travis—. Jamás.

***

Aquella noche, a las once, los hombres del juez instructor retiraron de Bordeaux Ridge el cadáver decapitado del comisario Porter y el cuerpo mutilado del capataz. Mientras tanto, se había fraguado y entregado a los periodistas en los cordones policiales una historia para salir del paso, y la Prensa parecía habérsela tragado; casi todos habían hecho las preguntas de rigor, habían tomado dos centenares de fotografías y habían llenado videocintas por varios millares de metros con imágenes que serían proyectadas durante cien segundos en el telediario del día siguiente. (En esta era de asesinatos masivos y terrorismo, dos víctimas no requerían más de dos minutos en el aire: diez segundos de introducción, unos cien segundos para la película y otros diez segundos para que las bien ataviadas autoridades presentes mostraran respetable pesadumbre e ira…, y luego a continuar con una crónica sobre cierto certamen de bikinis, cierta convención de propietarios de «Edsel» o las declaraciones de un tipo que asegura haber visto un objeto volante no identificado con la forma de un birreactor). Ahora los reporteros se habían ido, así como los hombres del laboratorio, los agentes uniformados y los de Lemuel Johnson…, todos salvo Cliff Soames.

Algunas nubes ocultaban parcialmente la luna. Los reflectores de la policía ya habían desaparecido y la única luz provenía de los faros del coche de Walt Gaines. Éste había hecho girar en redondo su sedán para apuntar las luces hacia el coche de Lem, que estaba aparcado al final de la calle sin pavimentar; así ni Lem ni Cliff tendrían que andar a tientas en la oscuridad. Entre las tinieblas, más allá de ese espacio iluminado, se perfilaban casas inacabadas cual esqueletos fosilizados de reptiles antediluvianos.

Mientras se dirigía hacia su coche, Lem se sintió todo lo bien que podía sentirse dadas las circunstancias. Walt había accedido a que las autoridades federales asumieran la jurisdicción sin oposición por su parte. Aunque hubiese quebrantado una docena de leyes e incumplido su juramento de secreto al revelar a Walt los pormenores del caso Francis, estaba seguro de que Walt mantendría cerrada la boca. La tapadera estaba todavía firme sobre el caso, quizás algo más floja de lo que estuviera antes, pero todavía se hallaba en su lugar.

Cliff Soames llegó primero al coche, abrió la puerta y ocupó el asiento del pasajero, y cuando Lem abría la puerta del conductor, oyó exclamar a Cliff:

—¡Dios mío!

Acto seguido Cliff se escabulló fuera del coche, al tiempo que Lem miraba hacia dentro desde el lado opuesto y descubría la causa del alboroto. ¡Una cabeza!

La cabeza de Teel Porter sin duda.

Estaba en el asiento delantero del coche, colocada de tal forma que daba cara a Lem cuando éste abrió la puerta. La boca estaba abierta en un alarido silencioso, las cuencas de los ojos, vacías.

Apartándose del coche, Lem echó mano a su revólver debajo de la chaqueta.

Entretanto, Walt se había apeado ya del suyo y corría hacia Lem empuñando su propio revólver.

—¿Qué ocurre?

Lem se limitó a señalar.

Llegado al sedán NSA, Walt miró por la puerta abierta y dejó escapar un leve sonido de angustia al ver la cabeza.

Cliff apareció por el otro lado del coche enarbolando su arma con el cañón apuntando hacia arriba.

—Ese maldito ente estaba aquí cuando nosotros llegamos y durante nuestra permanencia dentro de la casa.

—Tal vez esté todavía —murmuró Lem, escudriñando ansioso la oscuridad que les cercaba por todas partes, más allá de los rayos proyectados por el coche patrulla.

Mientras observaba la urbanización envuelta por el manto nocturno, Walt dijo:

—Llamaremos a mis hombres e iniciaremos un registro.

—Eso no tendría ningún objeto —observó Lem—. El ente se esfumaría en cuanto viera regresar a tu gente…, si no lo ha hecho ya.

Los tres se hallaban en el límite de Bordeaux Ridge, y más allá había kilómetros de campo abierto, cerros y montañas de donde había llegado el alienígena y adonde volvería para desaparecer. Esos desfiladeros, colinas y alturas eran sólo formas vagas al tenue resplandor de una media luna más sentida que vista.

Desde algún lugar en la tenebrosa calle llegó un gran estrépito, como si se hubiese derrumbado una pila de troncos.

—Todavía sigue aquí —dijo Walt.

—Tal vez —convino Lem—. Pero no iremos a buscarle en plena oscuridad, no los tres solos. Eso es lo que quiere.

Aguzaron el oído.

No oyeron nada más.

—Nosotros registramos toda la urbanización cuando llegamos aquí, antes de vuestra llegada —dijo. Walt.

Cliff comentó:

—El ente debe haberse mantenido un paso por delante de vosotros, convirtiendo en un juego su habilidad para eludiros. Luego, al vernos llegar, reconoció a Lem.

—Me reconoció porque he visitado dos o tres veces «Banodyne» —explicó Lem—. De hecho…, es probable que el alienígena estuviese aquí esperándome. Es muy posible que haya comprendido mi papel en todo esto y sepa que estoy a cargo de la búsqueda emprendida para dar con los dos: con él y con el perro. Así que se propuso dejar aquí la cabeza del comisario a modo de recordatorio.

—¿Para burlarse de ti? —dijo Walt.

—Para burlarse de mí.

Quedaron en silencio, atisbando inquietos la negrura dentro y alrededor de las casas inacabadas.

El aire cálido de junio era estático. Durante un buen rato el único sonido fue el motor al ralentí del coche del sheriff.

—Vigilándonos —dijo Walt.

Otro derrumbamiento estrepitoso de materiales de construcción. Más cercano esta vez.

Los tres hombres quedaron petrificados, cada uno mirando en una dirección diferente, en guardia contra el ataque.

Durante un minuto reinó el silencio.

Cuando Lem se disponía a hablar, el alienígena gritó. Fue un alarido extraño, escalofriante. Esta vez los tres pudieron localizar la dirección de su procedencia: había llegado de campo abierto, de la noche hostil, más allá de Bordeaux Ridge.

—Ahora se marcha —dijo Lem—. Ha decidido que no puede tentarnos a buscarle, los tres solos, y se marcha antes de que traigamos refuerzos. El ente gritó otra vez desde la lejanía. Aquel grito pavoroso era como garras afiladas que rasgaban el alma de Lem.

—Por la mañana —dijo—, traeremos nuestros equipos de la Marine Intelligence a las colinas al este de aquí. Crucificaremos a esa maldita cosa. ¡Por Dios que lo haremos!

Volviéndose hacia el sedán de Lem, preparándose para la ingrata tarea de examinar la cabeza cortada de Teel Porter, Walt murmuró:

—¿Por qué los ojos? ¿Por qué arranca siempre los ojos?

Lem respondió:

—En parte porque la criatura es terriblemente agresiva, sanguinaria. Lo lleva en los genes. Y en parte, porque disfruta sembrando el terror, creo yo. Pero también…

—¿Qué?

—No me place rememorar esto, pero lo recuerdo con total claridad…

Durante una de sus visitas a «Banodyne», Lem había presenciado una conversación perturbadora (por llamarlo así) entre la doctora Yarbeck y el alienígena. Yarbeck y sus ayudantes habían enseñado al alienígena un lenguaje de signos similares al concebido por los investigadores que, allá por los años setenta, hacían los primeros experimentos para comunicarse con los primates superiores como el gorila. Por entonces, el sujeto más aventajado, un gorila hembra llamado Koko, que fuera objeto de incontables anécdotas durante la pasada década, tenía fama de poseer un vocabulario de unas cuatrocientas palabras. Cuando Lem lo vio por última vez, el alienígena se jactaba de tener un vocabulario mucho mayor que el de Koko, aunque todavía rudimentario. En el laboratorio de Yarbeck, Lem había observado cómo, en su amplia jaula, la monstruosidad de obra humana cambiaba una serie de señales complicadas con la científica, mientras un ayudante le susurraba la traducción simultánea. El alienígena expresaba una hostilidad feroz contra todo y todos. Interrumpía frecuentemente el diálogo con Yarbeck para agitarse por su jaula con rabia incontenible, sacudiendo los férreos barrotes, dando furiosos alaridos. Para Lem, aquella escena era horripilante y repelente a la vez, pero le embargaba también una tristeza terrible y se apiadaba del infortunado alienígena: la bestia estaría siempre enjaulada, sería siempre un engendro, sola en el mundo como ninguna otra criatura, ni siquiera el perro de Weatherby. Aquella experiencia le había afectado de forma tan profunda, que todavía recordaba casi palabra por palabra la conversación mantenida entre el alienígena y Yarbeck, y ahora, la parte más pertinente de esa espeluznante conversación le vino a la memoria:

En cierto momento el alienígena había dicho por signos:

Arrancarte los ojos.

—¿Quieres arrancarme los ojos? —había contestado por el mismo procedimiento Yarbeck.

—Arrancar los ojos de todos.

—¿Por qué?

—Para que no podáis verme.

—¿Por qué no quieres que te vean?

—Feo.

—¿Crees que eres feo?

—Muy feo.

—¿De dónde has sacado la idea de que eres feo?

—La gente.

—¿Qué gente?

—Todo el que me ve por primera vez.

—¿Como este hombre que está hoy con nosotros? Yarbeck indicó por signos a Lem.

—Sí. Todos me creen feo. Me odian.

—Nadie te odia.

—Todo el mundo.

—Nadie te ha dicho que seas feo. ¿Cómo puedes saber lo que piensan ellos?

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Lo sé, lo sé, lo sé!

El alienígena, había corrido por toda la jaula, sacudiendo los barrotes, dando alaridos, y luego se había enfrentado con Yarbeck.

Arráncame los ojos.

—¿Para que no puedas verte a ti mismo?

Para que no pueda ver a la gente que me mira. Había dicho a su modo la criatura. Y entonces Lem le había compadecido profundamente, aunque su compasión no atenuara lo más mínimo su temor.

Ahora, allí plantado en la calurosa noche de junio, refirió a Walt Gaines aquel intercambio de pensamientos en el laboratorio de Yarbeck, y el sheriff se estremeció.

—Dios santo —dijo Cliff Soames—. Se odia a sí mismo, aborrece su desemejanza y, por consiguiente, odia aún más a sus hacedores.

—Y ahora que me has contado eso —dijo Walt—, me sorprende que ninguno de vosotros haya comprendido por qué odia tan apasionadamente al perro. Esa pobre pero maldita cosa grotesca y el perro son, esencialmente, los dos hijos únicos del Proyecto Francis. El perro es el hijo predilecto, el bien amado, y el alienígena lo ha sabido siempre. El perro es ese hijo del que los padres se vanaglorian, mientras que el alienígena es el hijo que ellos preferirían mantener encerrado en una celda, y por tanto tiene celos del perro, hierve de resentimiento cada minuto de cada día.

—Por supuesto —dijo Lem—, tienes toda la razón. Así es.

—Y esto da también un nuevo significado a los dos espejos hechos añicos en los baños de la segunda planta de aquella casa donde Teel Porter fue asesinado —dijo Walt—. Esa criatura no puede soportar la visión de su propia imagen.

En lontananza, ahora ya muy lejos, algo gritó, algo que no era obra de Dios.