Capítulo V

El jueves 2 de mayo, por la mañana, Vince Nasco regresó de sus vacaciones de veinticuatro horas en Acapulco. Al llegar al aeropuerto internacional de Los Ángeles, compró el Times, antes de tomar el autobús (algunos lo llamaban limousine, aunque fuera un simple autobús) de enlace con el condado de Orange. Durante el recorrido hasta su domicilio eventual en Huntington Beach, leyó el periódico y encontró en la página tres una reseña en la que se describía el incendio de los laboratorios «Banodyne» en Irvine. El siniestro se había desencadenado poco después de las seis del día anterior, justo cuando Vince había enfilado el camino del aeropuerto para tomar el avión a Acapulco. Uno de los dos edificios «Banodyne» había quedado arrasado antes de que los bomberos pudieran controlar las llamas.

La gente que contratara a Vince para desembarazarse de Davis Weatherby, Lawton Haines, los Yarbeck, y los Hudston había dado trabajo con toda probabilidad a un incendiario para que hiciera arder «Banodyne». Sí, aquella gente parecía dispuesta a erradicar todos los datos referentes al Proyecto Francis, tanto los existentes en el archivo «Banodyne» como aquéllos que los científicos que realizaban la investigación retenían en la memoria.

El periódico no mencionaba los contratos de «Banodyne» con el Departamento de Defensa, que, al parecer, no eran del dominio público. Su reseña describía a la compañía como «una pionera en la industria de la ingeniería genética, con un enfoque especial en el desarrollo de nuevas drogas innovadoras resultantes de la investigación del ADN recompuesto».

Un vigilante nocturno había muerto en el siniestro. El Times no ofrecía ninguna explicación sobre las circunstancias de esa muerte, aunque pareciera extraño que la víctima no hubiese podido librarse del fuego. Vince supuso que los intrusos habrían dado muerte al vigilante e incinerado el cadáver para encubrir su crimen.

El autobús de enlace dejó a Vince ante la entrada de su domicilio. Le acogieron unas habitaciones frescas, en penumbra. Cada pisada sobre el piso sin alfombras resonó contundente, bien definible, levantando ecos de caverna en la casa semivacía.

Hacía ya dos años que la tenía en propiedad, pero no la había amueblado por completo. De hecho, el comedor, el estudio, y dos de los tres dormitorios carecían de todo salvo unas cortinas baratas para preservar la intimidad.

Vince creía que aquella casa era sólo una estación de paso, una residencia temporal desde la cual se trasladaría algún día a una vivienda en la playa de Rincón, donde las olas rompientes y quienes cabalgaban sobre ellas eran legendarios, donde el mar vasto y ondulante constituía un hecho abrumador de la vida. No obstante, esa falta de interés por amueblar su residencia actual no se debía al carácter temporal que ésta ocupaba en sus planes. Lo cierto era que a él le agradaban las paredes blancas, desnudas, los suelos de cemento, despejados, y las habitaciones desiertas.

Cuando comprase su casa soñada, Vince se proponía cubrir suelos y paredes con rutilantes azulejos blancos en cada una de sus amplias habitaciones. Allí no habría madera, piedra, o ladrillo, ni superficies de materia sintética que poseyeran ese «calor» visual tan preciado, al parecer, por otras personas. Se diseñaría el mobiliario con arreglo a sus indicaciones, se aplicaría a cada pieza varias capas de brillante esmalte blanco y se la tapizaría en vinilita blanca. La única desviación de esas superficies blancas refulgentes que permitiría, sería el empleo indispensable de cristal y acero excepcionalmente pulimentado. Entonces, encapsulado de esa guisa hallaría al fin la paz y un hogar por vez primera en su vida.

Después de deshacer la maleta, bajó a la cocina a prepararse el almuerzo: Atún, tres huevos duros, seis galletas de centeno, dos manzanas y una naranja, más una botella de «Gatorade».

En un rincón de la cocina había una mesa pequeña y una silla, pero prefirió comer arriba, en el dormitorio principal parcamente amueblado. Puso una silla junto a la ventana, orientada al oeste. El océano estaba tan sólo a una manzana de distancia, por el otro lado de la autopista costera, y desde la ventana del segundo piso se podían ver las olas más allá de la espaciosa playa pública.

El cielo estaba cubierto en parte, de modo que la luz solar y las sombras moteaban el mar. Éste semejaba cromo derretido en algunos lugares, pero por otros podría haber sido una masa encrespada de sangre negruzca.

Hacía un día cálido, aunque, por alguna extraña razón parecía frío, ventoso.

Contemplando absorto el océano, sintió como siempre que el flujo y reflujo de la sangre a través de sus venas y arterias estaba en perfecta armonía con el ritmo de la pleamar y bajamar.

Cuando terminó de comer, permaneció sentado un buen rato en comunión con el mar, canturreando para sí, observando su propia imagen reflejada en el cristal como si atisbara a través de la pared de un acuario, aunque él creyera, incluso ahora, estar dentro del océano, mucho más allá de las olas, en un mundo de silencio, puro, frío, e infinito.

Hacia el atardecer, Vince condujo su furgoneta hasta Irvine, y allí localizó los laboratorios «Banodyne». Sus dependencias se hallaban asentadas en las estribaciones de los montes de Santa Ana. La compañía tenía dos edificios en un terreno de muchos acres, sorprendentemente vasto para una zona de costosas propiedades inmobiliarias: una estructura de dos plantas en forma de «L» y otra mayor de una sola planta en forma de «V» y con unas cuantas ventanas angostas, que la asemejaban a una fortaleza. Ambas edificaciones eran de diseño muy moderno, una combinación asombrosa de planos escuetos y curvas sensuales revestidos de mármol verdinegro y gris que resultaba muy atractiva. Rodeados de un aparcamiento para empleados más unas zonas inmensas de césped bien cuidado, entre palmeras y arbustos, los dos edificios eran más grandes de lo que aparentaban, pues su verdadera magnitud quedaba empequeñecida y desvirtuada por la enorme extensión de terreno llano.

El incendio se había limitado al edificio en forma de «V», que contenía los laboratorios. Las únicas señales externas de destrucción eran unas pocas ventanas rotas y diversas manchas de hollín en el mármol sobre esas estrechas aberturas.

La propiedad no estaba circundada de muros ni vallas, así que Vince podría haber entrado directamente desde la calle si lo hubiese querido, aunque había una sencilla cancela y una caseta de guarda a la entrada de una carretera con tres carriles. Al observar el arma en el cinto del guarda y el sutil aire prohibitivo del edificio en donde estaba instalado el laboratorio de investigación, Vince supuso que las vías de acceso se hallaban bajo vigilancia electrónica y que por la noche algún sofisticado sistema de alarma alertaría a los vigilantes sobre la presencia de un intruso tan pronto como éste pisara el césped. «Banodyne» tenía algo que le daba una apariencia portentosa e incluso un poco siniestra. Vince no creía que esa percepción fuera fruto de todo cuanto sabía sobre la investigación que allí se estaba realizando.

Tras ese breve reconocimiento, emprendió el camino hacia casa, a Huntington Beach.

Como había ido a «Banodyne» con la esperanza de que esa exploración somera le ayudase a determinar la forma de proceder, se llevó una decepción. Seguía sin saber qué hacer. No podía imaginar a quién podría vender su información por un precio que le resarciera del previsible riesgo. Por lo pronto, no al Gobierno de los Estados Unidos porque, en principio, esta información era de ellos. Y tampoco a los soviéticos, los enemigos naturales, porque habían sido ellos quienes le habían pagado por matar a Weatherby, los Yarbeck, los Hudston y Haines.

Desde luego, él no podría demostrar que había estado trabajando para los soviéticos. Éstos procedían con astucia cuando contrataban a un profesional autónomo como él. Había trabajado para esa gente tan a menudo como había aceptado contratos de la mafia, y, fundándose en docenas de claves acumuladas al paso de los años, había llegado a la conclusión de que eran soviéticos. Algunas veces, trataba con personas que no eran los tres contactos usuales en Los Ángeles, y éstas hablaban invariablemente con un acento que sonaba a ruso. Por añadidura, sus objetivos solían ser políticos, al menos hasta cierto grado…, o militares, como en el caso de las muertes «Banodyne». Y su información resultaba ser siempre más minuciosa, precisa y elaborada que la de la mafia, cuando ésta le contrataba para un simple golpe relacionado con la guerra de bandas.

Así pues, ¿quién pagaría, aparte de los Estados Unidos y los soviéticos, por una información tan delicada en materia de defensa? ¿Algún dictador tercermundista buscando un medio para sobrepujar la capacidad nuclear de países más poderosos? El Proyecto Francis otorgaría esa facultad a cualquier Hitler de bolsillo, le elevaría al nivel del poderío mundial, y él pagaría bien ese servicio. Pero ¿quién se arriesgaría a tratar con tipos como Gadafi? ¡Él no, por descontado!

Además, poseía información sobre la existencia de una investigación revolucionaria en «Banodyne» pero no tenía archivos detallados acerca de los milagros que habían sido consumados mediante el Proyecto Francis. Podía ofrecer en venta bastante menos de lo que imaginara al principio. Sin embargo, desde ayer estaba germinando una idea en el fondo de su mente. Y ahora, mientras cavilaba sobre un posible comprador de su información, la idea floreció.

¡El perro!

Llegado a casa, se acomodó en su dormitorio y contempló ensimismado el mar. Siguió allí sentado incluso después de caer la noche, cuando ya no pudo resistir por más tiempo la contemplación del agua y siguió pensando en el perro.

Hudston y Haines le habían revelado tantas cosas acerca del perdiguero que él había empezado a darse cuenta de que sus conocimientos sobre el Proyecto Francis, aunque potencialmente explosivos e inapreciables, eran mil veces menos valiosos que el mismo perro.

Ese perro podría ser objeto de explotación en muy diversas áreas; era una máquina de hacer dinero con rabo. Por un lado, cabría la posibilidad de revenderlo al Gobierno o a los rusos por una barcaza llena de dinero contante y sonante. Si él pudiera dar con el perro, alcanzaría la independencia económica.

Pero ¿cómo localizarlo?

A estas alturas, se habría emprendido por todo el sur de California una indagación sigilosa, casi secreta y, no obstante, gigantesca. El Departamento de Defensa habría mandado una ingente cantidad de efectivos humanos de cacería, y si la senda de esos detectives se cruzaba con la suya, ellos querrían conocer su identidad. Y él no podía permitirse atraer sobre sí la atención general.

Además, si él exploraba las colinas más próximas de Santa Ana, adónde habrían huido con toda probabilidad los dos fugitivos del laboratorio, podría encontrar al que no quería. Quizá le pasara inadvertido el perdiguero dorado y se diera de bruces con el alienígena…, lo cual podría ser peligroso. Letal.

Más allá de la ventana, el cielo nocturno pertrechado de nubes y el mar se fundieron en una negrura tan densa como la del otro lado de la luna.

***

El jueves, un día después de que Einstein acorralara a Art Streck en la cocina de Nora Devon, Streck compareció ante los tribunales bajo los cargos de allanamiento con fractura e intento de violación con lesiones. Como ya hubiese sido sentenciado tiempo atrás a tres años de cárcel por haber sido convicto de violación, no pudo satisfacer la elevada fianza que se le exigió y, como quiera que le fuese imposible encontrar un fiador que confiara en él, pareció condenado a permanecer en la cárcel hasta que se viera su causa, lo cual representó un gran alivio para Nora.

El viernes, ella fue a almorzar con Travis Cornell.

Nora se asombró al oír su propia voz aceptando la invitación. Era cierto que Travis había parecido verdaderamente consternado al saber cuánto terror y tormento había soportado ella en manos de Streck, y no era menos patente que hasta cierto punto ella debía su dignidad y quizá también su vida a la intervención de Travis en el penúltimo instante. Ahora bien, los muchos años de adoctrinamiento en la paranoia de tía Violet no era cosa que pudiera erradicarse a los pocos días, y por tanto, a Nora le quedaba un residuo de recelo y cautela irrazonables. Ella se habría espantado, desmoronado incluso, si Travis hubiese intentado de improviso imponerle su voluntad, pero lo que no habría hecho sería sorprenderse. Habiéndosela incitado desde su primera infancia a esperar lo peor de los humanos, lo único que podía sorprenderla era la afabilidad o la compasión.

No obstante, Nora fue a almorzar con él.

Al principio no supo explicarse el porqué.

Sin embargo, no necesitó pensar mucho para hallar la respuesta: el perro. Ella deseaba tener cerca al perro, porque el animal la hacía sentirse segura y porque no había sido nunca objeto de un afecto tan incondicional como el que le testimoniara Einstein. Nadie le había mostrado el menor cariño en ninguna época anterior, y esto la encantaba, aunque procediese de un animal. Además, en el fondo de su corazón Nora sabía que Travis Cornell resultaría ser una persona totalmente digna de confianza porque Einstein se fiaba de él y el perro no parecía fácil de engañar.

Almorzaron en un café que tenía algunas mesas con mantel en un patio exterior de ladrillo, debajo de sombrillas de rayas blancas y verdes, donde se les permitió atar la correa del perro a la pata de una mesa de hierro forjado para que les hiciera compañía. Einstein se comportó bien, manteniéndose tranquilo durante casi todo el tiempo. A ratos levantó la cabeza para mirarles con sus expresivos ojos hasta que le daban algún desperdicio de comida, pero en ningún momento resultó agobiante.

Aunque no tuviera mucha experiencia con perros, Nora pensó que Einstein era un animal inquisitivo, siempre en estado de alerta, muy poco común. Con frecuencia cambió de posición para observar a otros comensales, que parecieron intrigarle.

A su vez Nora se sintió intrigada con todo. Ésta era la primera vez que comía en un restaurante, y aun cuando hubiese leído sobre muchas personas que acudían a millares de restaurantes para almorzar y cenar en incontables novelas, quedó sorprendida y cautivada por cada detalle. La rosa solitaria en el búcaro de un blanco lechoso. Las cajitas de cerillas con el nombre del establecimiento grabado. La forma de moldear la mantequilla para imitar flores, y el modo de servirla sobre un cuenco lleno de hielo triturado. La raja de limón en el agua helada. El contacto con el tenedor glacial de la ensalada le procuró una sorpresa muy especial.

—¡Mira! —dijo a Travis después de que les sirvieran los entremeses y el camarero se retirara.

Él frunció el ceño y miró su plato.

—¿Has encontrado algo desagradable?

—¡No, no! Me refiero… a estas verduras.

—Zanahorias liliputienses, cidras liliputienses.

—¿En dónde las cogerán tan pequeñas? Y fíjate cómo han festoneado el borde de este tomate. ¡Todo es tan bonito…! ¿Cómo tienen tiempo y paciencia para embellecer todo esto?

Ella comprendió que esas cosas tan sorprendentes a su juicio eran comunes para él, y supo que su estupor delataba falta de experiencia y picardía, haciéndola pasar por una niña. Enrojeció con frecuencia, algunas veces balbuceó apurada pero no pudo contener sus comentarios sobre tales maravillas. Travis le sonreía casi sin cesar, pero no era una sonrisa condescendiente, a Dios gracias; parecía encantarle de verdad el placer con que ella hacía nuevos descubrimientos y disfrutaba de pequeños lujos.

Cuando finalizaron el café y el postre, una tarta de kiwi para ella, fresas con nata para Travis y una bomba de chocolate que Einstein no necesitó compartir con nadie, Nora se había embarcado ya en la conversación más larga de su vida. Ambos pasaron allí dos horas y media sin un instante de silencio embarazoso, departiendo casi siempre sobre libros, porque, dada la vida de Nora, los libros eran lo único que ellos tenían en común. Eso y la soledad. Él pareció muy interesado en conocer su opinión sobre diversos novelistas, y también demostró poseer ideas fascinantes acerca de varios libros, ideas que le habían pasado desapercibidas. Durante aquella tarde, Nora rió mucho más de lo que había reído a lo largo del año, pero la experiencia fue tan estimulante que algunas veces se sintió mareada y cuando abandonaron el restaurante no pudo recordar con exactitud nada de lo que habían dicho; todo se le antojó una mancha llena de colorido. En realidad, ella estaba soportando una sobrecarga sensorial, algo análogo a lo que pudiera sentir un primitivo tribal si se le depositara de improviso en plena ciudad de Nueva York, y necesitaba tiempo para absorber y digerir todo cuanto le había acontecido.

Como habían ido andando hasta el café desde su casa, en donde Travis había aparcado la camioneta, ahora hicieron el camino de regreso a pie, y durante ese recorrido Nora llevó al perro por la correa. Einstein no hizo el menor intento de resistirse ni le enredó la correa entre las piernas, marchó silencioso y dócil a su lado o delante de ella levantando la cabeza de vez en cuando para mirarla con una expresión tan sumisa que la hizo sonreír.

—Es un buen perro —dijo ella.

—Muy bueno —convino Travis.

—¡Y qué, bien educado!

—Habitualmente, sí.

—Además, ¡tan listo!

—No lo halagues demasiado.

—¿Temes que se envanezca?

—Ya está bastante envanecido —dijo Travis—. Si se envaneciera todavía más, sería imposible convivir con él.

El perro volvió la cabeza y miró a Travis, luego soltó un gran resoplido, como si ridiculizara el comentario de su amo.

Nora se rió.

—A veces casi parece que entiende cada una de las palabras que pronuncias.

—A veces —convino Travis.

Cuando llegaron a la casa, Nora deseó invitarle, pero no estuvo segura de que esa invitación pudiera parecer demasiado audaz, y temió que Travis le diera una interpretación errónea. Tuvo la certeza de estar comportándose cual una solterona nerviosa, y comprendió que podía y debía confiar en él, pero tía Violet apareció súbitamente en su memoria, llena de espantosas prevenciones contra los hombres, y ella no pudo decidirse a hacer lo que tenía por justo. El día había sido perfecto, y Nora no quiso prolongarlo porque temía que ocurriera algo que empañara su grata impresión, dejándola sin buenos recuerdos. Así que se limitó a darle las gracias por el almuerzo, sin osar siquiera estrecharle la mano.

Sin embargo, se agachó para darle un abrazo al perro. Einstein le hocicó el cuello y le lamió una vez la garganta, haciéndola reír entre dientes. ¡Ella no había oído jamás esa risilla suya! Se habría quedado abrazada a él acariciándole durante horas si su entusiasmo por el perro no hiciera aún más evidente, por comparación, su cautela respecto a Travis.

Plantada en el umbral, Nora les miró hasta que ambos subieron a la camioneta y se alejaron.

Antes de partir, Travis la saludó con la mano. Ella correspondió al saludo.

Luego el vehículo alcanzó la esquina, la dobló y se perdió de vista. Nora se arrepintió de su cobardía y deseó haber pedido a Travis que se quedara un rato. Estuvo a punto de correr tras ellos, de vocear su nombre, de precipitarse escalones abajo y emprender la persecución por la acera; sin embargo, la camioneta desapareció y ella se quedó sola otra vez. Entró disgustada en la casa y dio con la puerta en las narices al luminoso mundo exterior.

***

El helicóptero «Bell Jet Ranger», reservado a ejecutivos, sobrevoló raudo los barrancos repletos de arboledas y las crestas calvas de las colinas de Santa Ana, su silueta corrió delante de él porque el sol se perdía ya por el oeste en aquel atardecer de viernes. Al aproximarse a la cima del desfiladero Holy Jim, Lemuel Johnson miró por la ventanilla del compartimento de pasajeros y vio cuatro vehículos del sheriff del condado alineados a lo largo de un estrecho y polvoriento camino allá abajo. Otros dos, concretamente el furgón del juez instructor y un «Jeep Cherokee» perteneciente, probablemente, a la víctima, se hallaban aparcados ante la cabaña de piedra. El piloto encontró apenas espacio en el claro para depositar su aparato. Incluso antes de que el motor enmudeciera y el rotor comenzara a aminorar sus revoluciones, Lem saltó de la aeronave y corrió hacia la cabaña, seguido de cerca por su mano derecha, Cliff Soames.

Walt Gaines, el sheriff del condado, salía de la cabaña cuando Lem se aproximó. Walt era un hombrón, metro noventa y cien kilos por lo menos, con enormes espaldas y un tórax como un barril. Su pelo rubio y sus ojos azules habrían hecho de él un ídolo cinematográfico de no haber tenido un rostro tan aplastado y unas facciones tan inexpresivas. Tenía cincuenta y cinco años aunque aparentaba cuarenta y llevaba el pelo un poco más largo que cuando sirvió, durante veinte años, en el cuerpo de infantería de Marina.

Aunque Lem Johnson fuera de raza negra y tuviese una piel tan oscura como blanca era la de Walt, aunque fuese diez centímetros más bajo y pesara veinticinco kilos menos, aunque procediera de una distinguida familia negra mientras que los ascendientes de Walt habían sido «basura blanca» de Kentucky y aunque Lem fuera diez años más joven que el sheriff, pues bien, a pesar de todo eso, eran amigos. Más que amigos. Compadres. Los dos formaban pareja en el bridge, iban juntos a pescar en aguas profundas y disfrutaban ocupando cómodas tumbonas en el patio de uno o del otro bebiendo cerveza «Corona» y resolviendo juntos todos los problemas del mundo. Incluso sus esposas habían trabado la mejor de las amistades, con nexos serenos y profundos, un verdadero milagro según Walt, porque, como él mismo decía, «esta mujer (su esposa) no ha hecho migas con ninguna de las personas que le he presentado a lo largo de treinta y dos años».

Para Lem, su amistad con Walt Gaines era también un milagro, porque él era hombre poco dado a hacer amigos. Al ser un fanático del trabajo, tenía poco tiempo libre para cultivar una amistad pasajera hasta establecer unos lazos más sólidos y duraderos. Desde luego, ese paciente cultivo había sido indispensable con Walt; ambos se habían llevado bien apenas se conocieron. Cada uno había percibido actitudes y puntos de vista similares en el otro. Al cabo de seis meses, los dos creían haberse conocido desde la adolescencia. Lem valoraba esa amistad casi tanto como su matrimonio con Karen. La presión ejercida por su trabajo sería todavía más difícil de soportar si él no tuviera, a ratos, esa válvula de escape con Walt.

Ahora, cuando las palas del aparato enmudecieron también, Walt Gaines dijo:

—Me es difícil imaginar por qué os interesa tanto a vosotros, los federales, el asesinato de un canoso furtivo que vivía en el desfiladero.

—Bueno —dijo Lem—, nadie te obliga a imaginarlo, y, en realidad, tú no quieres saberlo.

—Sea como fuere, te aseguro que no esperaba verte por aquí. Aunque hayas enviado a algunos de tus criados.

—A los agentes NSA no les gusta que se les llame criados —respondió Lem.

Walt, le contestó mirando a Cliff Soames:

—Pero ¿no es así como os trata él, como criados? ¿No es verdad, colega?

—Es un auténtico tirano —dijo categórico Cliff. Éste era un hombre de treinta y un años, con pelo color zanahoria y pecas. Parecía un predicador joven y prudente más bien que un agente de la National Security Agency.

—Bueno, Cliff —dijo Walt—, antes necesitas comprender cuál es la procedencia de Lem. Su padre era un comerciante negro oprimido que no ganó nunca más de doscientos mil al año. Lleno de privaciones, fíjate. Por consiguiente, Lem se figura que haciéndoos pasar por el aro a vosotros, los muchachos blancos, siempre que pueda, se resarcirá de tantos años de opresión brutal.

—Me hace llamarle «amo» —observó Cliff.

—No lo dudo.

Lem suspiró y dijo:

—Vosotros dos sois tan divertidos como una patada en la espinilla. ¿Dónde está el cuerpo?

—Por aquí, amo —dijo Walt.

Mientras una ráfaga de viento cálido matutino sacudía los árboles circundantes y la quietud del desfiladero daba paso al murmullo del follaje, el sheriff condujo a Lem y a Cliff hacia la primera de las dos habitaciones de la cabaña.

Lem comprendió al instante por qué Walt había optado por mostrarse tan jocoso. El humorismo forzado había sido una reacción contra el horror reinante dentro de la cabaña. Aquello había sido algo así como reír a mandíbula batiente en un cementerio de noche para sobreponerse al pánico.

Había dos sillones patas arriba con toda la tapicería desgarrada. Los almohadones del sofá habían sido destripados y mostraban sus entrañas de espuma blanca. Varios libros en rústica habían sido arrancados de su lugar en una biblioteca de rincón y estaban esparcidos, hechos jirones, por todo el aposento. Esquirlas de cristal procedentes del gran ventanal refulgían como gemas en el dantesco escenario. Escombros y paredes estaban salpicados de sangre y, asimismo, grandes manchas de sangre seca oscurecían el suelo claro de pino.

Dos técnicos de laboratorio, con trajes negros, husmeaban laboriosos entre las ruinas, parecían un par de cuervos en busca de fibras coloreadas con que revestir su nido. De cuando en cuando uno de ellos dejaba escapar un graznido muy bajo y pescaba algo con unas pinzas para depositarlo acto seguido en un sobre de plástico.

Resultaba evidente que ya se había examinado el cuerpo, pues estaba dentro de una bolsa mortuoria de plástico opaco sobre el suelo, cerca de la puerta, esperando que lo trasladasen a la furgoneta de los fiambres.

Bajando la vista hacia el cuerpo apenas visible en el saco, una forma humana muy vaga debajo del lechoso plástico, Lem dijo:

—¿Cómo se llamaba?

—Wes Dalberg —contestó Walt—. Vivía aquí desde hacía diez años o quizá más.

—¿Quién lo encontró?

—Un vecino.

—¿Cuándo lo mataron?

—Hace tres días más o menos según nuestro cálculo aproximado. Habremos de esperar los análisis del laboratorio para precisarlo. Tal vez fuera el martes por la noche. Últimamente el tiempo ha sido bastante caluroso y ahí estriba la diferencia en el grado de descomposición.

La noche del martes… En la madrugada del martes había tenido lugar el allanamiento de «Banodyne». El alienígena podría haber llegado hasta allí hacia la noche del martes.

Lem caviló sobre ello… y se estremeció.

—¿Tienes frío? —inquirió sarcástico Walt.

Lem no respondió. Ellos eran amigos, por supuesto, y ambos representantes de la ley, uno local, el otro federal, pero en este caso servían intereses contrapuestos. Walt tenía la misión de averiguar la verdad y ofrecerla al público, mientras que su propio trabajo consistía en ponerle una tapadera al caso y apretarla todo lo posible.

—¡Aquí apesta, vaya que sí! —exclamó Cliff Soames.

—Deberías haberlo olido antes de que metiéramos el fiambre en la bolsa —dijo Walt—. Bien maduro.

—¿No sólo… descomposición? —inquirió Cliff.

—No. —Walt señaló diversas manchas aquí y allá que no eran de sangre—. También hay orina y excrementos.

—¿De la víctima?

—No lo creo —dijo Walt.

—¿Se ha hecho algún examen preliminar de ellas? —preguntó Lem, procurando disimular su inquietud—. ¿Algún examen microscópico sobre la marcha?

—¡Quiá! Llevaremos las muestras al laboratorio. Creemos que pertenecen a lo que fuera que entró en tromba por la ventana.

Levantando la vista desde la bolsa del cadáver, Lem le corrigió:

—Querrás decir al hombre que mató a Dalberg.

—No fue un hombre —dijo Walt—, y me figuro que ya lo sabes.

—¿No fue un hombre?

—Al menos no un hombre como tú o yo.

—Entonces, ¿qué fue a tu juicio?

—¡Maldito si lo sé! —exclamó Walt, frotándose con una mano enorme su erizada coronilla—. Pero a juzgar por el estado del cadáver, el asesino tenía dientes agudos, quizá garras y una naturaleza malévola. ¿Te suena eso a lo que estás buscando?

No hubo forma de que Lem mordiera el anzuelo. Durante unos momentos nadie habló.

Una brisa fresca, perfumada de pino, penetró por la maltrecha ventana disipando algo del pernicioso hedor.

—¡Ah! —exclamó uno de los técnicos mientras pescaba con sus pinzas algo de entre los escombros.

Lem suspiró hastiado. Aquella situación no era nada buena. Ellos no encontrarían lo suficiente para averiguar lo que mató a Dalberg, pero sí reunirían bastantes evidencias para despertar su curiosidad de una forma endiablada. Ahora bien, éste era un asunto de defensa nacional con el que ningún civil debería saciar su curiosidad. Sería preciso detener cuanto antes su investigación. Esperaba poder intervenir sin irritar a Walt. Una auténtica piedra de toque para probar su amistad.

Mientras miraba absorto la bolsa del cadáver, Lem descubrió de improviso que algo no encajaba con la forma del cuerpo.

—Ahí falta la cabeza —dijo.

—A vosotros, los federales, no se os escapa nada, ¿eh? —observó Walt.

—¿Acaso lo han decapitado? —preguntó contrariado Cliff Soames.

—Venid por aquí —dijo Walt, conduciéndoles hacia la segunda habitación.

Era una cocina espaciosa aunque primitiva, con una bomba manual de agua en el fregadero y una anticuada estufa de leña.

A excepción de la cabeza, no había ninguna señal de violencia en aquella cocina. Desde luego, con la cabeza bastaba y sobraba. Ocupaba el centro de la mesa. Sobre una bandeja.

—¡Jesús! —murmuró Cliff.

Cuando los tres entraron en la habitación, un fotógrafo de la Policía local estaba fotografiando la cabeza desde diversos ángulos, pero interrumpió su trabajo y se echó hacia atrás para dejarles verla bien.

Los ojos del muerto habían desaparecido, arrancados de cuajo. Las cuencas vacías semejaban pozos insondables.

Cliff Soames palideció hasta tal punto que sus pecas resaltaban en la piel como ascuas que estuviesen quemándola.

Lem sintió náuseas, no sólo por lo que le había acontecido a Wes Dalberg, sino también al pensar en todas las muertes por venir. Como siempre le enorgullecieron sus dotes para el mando y la pesquisa, tuvo la certeza de que él encauzaría aquel caso mejor que cualquier otro; no obstante, al ser también un pragmático insobornable, supo asimismo que no subestimaría al enemigo ni prometería poner fin rápido a aquella pesadilla. Necesitaría tiempo, paciencia y suerte para dar con el rastro del asesino, y entretanto, los cadáveres se irían apilando.

La cabeza no había sido separada del cuerpo con un simple tajo. Nada tan limpio como eso. Parecía haber sido objeto de zarpazos, masticación y tirones para arrancarla.

Lem sintió que se le humedecían súbitamente las palmas de las manos.

Aunque se le antojara extraño, inexplicable…, las cuencas de aquella cabeza le miraron con tanta atención como si contuviesen todavía unos ojos con pupilas dilatadas, estáticas.

Una gota solitaria de sudor le trazó un reguero desde la nuca hasta el centro de la columna vertebral. Jamás había estado tan atemorizado ni había creído dejarse dominar así por el temor…, pero no quiso que se le relevara, en modo alguno, de aquella obligación. Para la seguridad misma de la nación y del ciudadano, en general, el afrontar con tino aquella situación crítica tenía una importancia vital, y estaba seguro de que nadie sabría hacerlo como él. Y aquí no había nada de egocentrismo. Todos afirmaban que Lem Johnson era el mejor, y él sabía que estaban en lo cierto; tenía un orgullo justificable y despreciaba la falsa modestia. Este caso era suyo y él lo llevaría hasta el fin.

Sus padres le habían inculcado un sentido casi excesivo del deber y la responsabilidad.

—Un hombre negro —solía decirle su padre—, necesita hacer su trabajo dos veces mejor que uno blanco si quiere tener credibilidad. No hay por qué sentir amargura. Ni vale la pena protestar. Es tan sólo una condición de la vida. El rebelarse equivaldría a protestar porque haga frío en invierno. Lo que importa, en vez de protestar, es afrontar los hechos y trabajar el doble. Así llegarás a donde te propongas. Y tú debes tener éxito porque llevas la bandera en nombre de todos tus hermanos. —Como resultado de semejante educación, Lem era incapaz de aceptar nada que no fuese un compromiso total en cada misión asignada. Temía el fracaso, aunque se encontrara con él raras veces; sin embargo, cuando le aludía la conclusión feliz de un caso, solía atenazarle un pánico cerval durante semanas.

—¿Puedo hablar contigo ahí fuera un minuto? —preguntó Walt mientras se dirigía a la puerta trasera de la cabaña.

Lem asintió.

—Quédate aquí —le dijo a Cliff—. Cuida de que nadie…, patólogos, fotógrafos, policías uniformados…, en fin, nadie, abandone este lugar sin hablar antes conmigo.

—Sí, señor —dijo Cliff. Acto seguido marchó presuroso hacia la parte delantera de la cabaña para informar a todo el mundo de que se les imponía una cuarentena temporal… y para perder de vista cuanto antes aquella cabeza sin ojos.

Lem siguió a Walt Gaines hasta el claro detrás de la cabaña. Le llamaron la atención un capacho de malla metálica y unos cuantos leños desperdigados por el suelo y se detuvo a examinarlos.

—Creemos que todo comenzó aquí —dijo Walt—. Quizá Dalberg estuviera recogiendo leña para la chimenea, viese surgir algo por detrás de esos árboles y, después de arrojarle el capacho, corriera hacia la casa.

Ambos hicieron alto en el perímetro de árboles, bajo la luz entre anaranjada y sanguínea del sol poniente, y escudriñaron las sombras purpúreas y las misteriosas profundidades verdes del bosque.

Lem sintió inquietud. Se preguntó si el fugitivo de los laboratorios de Weatherby estaría todavía allí cerca vigilándolos.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Walt.

—No puedo decírtelo.

—¿Seguridad nacional?

—Eso es.

Las píceas, los pinos y los sicomoros susurraron en la brisa. Lem creyó haber oído algo moviéndose furtivo entre los arbustos.

La imaginación, por supuesto. No obstante, celebró que él y Walt Gaines estuviesen pertrechados con dos revólveres fiables en unas cómodas pistoleras de hombro.

—Puedes mantener los labios cerrados con cremallera si lo prefieres —dijo Walt—, pero no dejarme a oscuras en este asunto. Yo puedo adivinar dos o tres cosas por mis propios medios. No soy estúpido.

—Jamás pensé que lo fueras.

—El martes por la mañana cada maldita comisaría en los condados de Orange y San Bernardino recibe una comunicación urgente de vuestra NSA pidiéndonos que nos dispongamos a cooperar en la caza de un hombre, y prometiéndonos más detalles en breve. Lo cual nos tiene a todos nosotros sobre ascuas. Sabemos que se ha puesto bajo vuestra responsabilidad…, el preservar la investigación de Defensa e impedir que esos meones de vodka, los rusos, roben nuestros secretos. Y como quiera que la California meridional es lugar de residencia para casi la mitad de los contratistas de la Defensa en el país, cabe suponer que aquí se pueden robar muchísimas cosas.

Lem mantuvo los ojos fijos en el bosque y la boca cerrada.

—Así pues —prosiguió Walt—, nos figuramos que iríamos en busca de un agente ruso con los bolsillos llenos de cosas candentes y nos felicitamos por esa oportunidad de ayudar al tío Sam dando un tirón de orejas a alguien. Pero, hacia el mediodía, en vez de los detalles prometidos nos llega una cancelación de la susodicha solicitud. En definitiva, no hay caza del hombre. Todo se halla bajo control, según nos comunica vuestra agencia. La alerta inicial fue anunciada por error. Así lo decís.

—Y es cierto. —La Agencia se había apercibido de que no sería posible controlar lo suficiente a la Policía local, y por tanto no se podría confiar plenamente en ella. Era un trabajo para los militares—. Anunciada por error.

—¡Al diablo con ese cuento! Hacia el atardecer del mismo día supimos que varios helicópteros de la Armada procedentes de El Toro habían asentado sus reales en las colinas de Santa Ana. Y el miércoles por la mañana han llegado allí cien marines aerotransportados procedentes de Camp Pendleton y provistos con material de rastreo sumamente especializado para emprender la búsqueda por tierra.

—Ya he oído hablar de eso, pero no tiene nada que ver con mi agencia —observó Lem.

Walt se esforzó por no mirar a Lem; clavó la vista en los árboles. Él sabía, por descontado, que Lem le estaba mintiendo, que estaba obligado a mentirle, e intuyó que si él le dejaba hacerlo mientras se cruzaban sus miradas, cometería un atentado contra las buenas maneras. Walt Gaines era un hombre excepcionalmente considerado y con un talento singular para la amistad.

No obstante, al ser también el sheriff del condado tenía el deber de seguir indagando, aun cuando supiese que Lem no le revelaría nada. Así que dijo:

—Los marines nos comunicaron que se trataba sólo de unas maniobras.

—Eso es lo que he oído.

—A nosotros se nos notifica siempre con diez días de antelación el comienzo de unas maniobras.

Lem no contestó. Le parecía haber visto algo en el bosque, el tránsito fugaz de sombras, una presencia tenebrosa moviéndose entre coníferas tan oscuras como ella.

—Así pues, los marines se pasaron todo el miércoles y la mitad del jueves allá fuera, en las colinas. Mas cuando los periodistas se enteraron de esos «ejercicios» y acudieron a fisgar, los coriáceos militares levantaron el campamento y se volvieron a casa. Fue casi como si…, lo que estuviesen buscando fuera tan inquietante, tan endiabladamente secreto, que prefirieran no encontrarlo si ello les acarrease la intromisión de la Prensa.

Mientras miraban sin pestañear el bosque, Lem se esforzó por penetrar con la vista entre aquellas sombras cada vez más densas, intentando vislumbrar otra vez lo que le llamara la atención poco antes.

Walt continuó:

—Y entonces, ayer tarde, la NSA nos pide que la mantengamos informada sobre cualquier acontecimiento peculiar… asaltos desusados o asesinatos llamativos por su violencia. Nosotros solicitamos una aclaración sin conseguir lo más mínimo.

¡Allí! Una ondulación momentánea debajo del follaje de hoja perenne. A unos veinticuatro metros del perímetro delineado por el bosque. Algo se movía veloz y sigilosamente de un escondite a otro. Lem se llevó la mano derecha a la pistolera debajo de su chaqueta y aferró la culata del revólver.

—Pero luego, sólo un día después —dijo Walt—, encontramos a ese pobre hijo de perra, ese Dalberg, y el acontecimiento resulta ser tan peculiar como el mismísimo diablo y extraordinariamente «llamativo por su violencia», hasta el punto de que yo no desearía ver nunca más nada parecido. Y ahora, aquí nos encontramos, señor Lemuel Asa Johnson, director de la oficina NSA para la California meridional, y sé bien que no descendiste aquí en helicóptero para preguntarme si prefiero una cebolla a un trozo de aguacate en el vermú que tomemos mañana por la noche durante la partida de bridge.

El movimiento se acercó a menos de veinticuatro metros, mucho menos. A Lem le habían confundido las sucesivas capas de sombras y la luz solar vespertina, extrañamente deformadora, que se filtraba por el ramaje. La cosa no se hallaba a más de doce metros, quizá menos, y súbitamente se les echó encima a través de la maleza. Lem desenfundó el revólver y, sin proponérselo, retrocedió tambaleante unos cuantos pasos y adoptó la posición del tirador con las piernas bien abiertas y ambas manos empuñando el arma.

—¡Es sólo un ciervo! —exclamó Walt.

El ciervo se detuvo a unos doce pies, bajo las ramas colgantes de una pícea, les atisbó con inmensos ojos castaños, relucientes de curiosidad. Mantuvo alta la testa y enderezó las orejas.

—Están tan habituados a la gente en estos desfiladeros que parecen casi domésticos —dijo Walt.

Lem dejó escapar un aliento algo impuro mientras guardaba el arma.

Intuyendo la tensión nerviosa de ambos, el ciervo dio media vuelta y se alejó dando saltos por la senda hasta perderse en las profundidades del bosque.

Walt se quedó mirando muy severo a Lem.

—¿Qué ocurre ahí fuera, compadre?

Lem no respondió. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. La brisa arreció y se hizo más fría. Comenzó a anochecer y rápidamente cayó la noche.

—No te he visto nunca tan alterado como ahora —dijo Walt.

—Llevo encima una buena dosis de cafeína. Hoy he bebido demasiado café.

—Excusas.

Lem se encogió de hombros.

—Parece ser que cierto animal mató a Dalberg. Algo con muchos dientes y garras, virulento y salvaje —dijo Walt—. Ahora bien, ningún maldito animal colocaría cuidadosamente la cabeza de ese infeliz sobre una bandeja en el centro de la mesa de la cocina. Eso es una broma enfermiza. Pero los animales no gastan bromas, sean enfermizas o de cualquier otra clase. Quienquiera que matase a Dalberg… dejó la cabeza así para mofarse de nosotros. Así pues, en nombre de Dios, ¿con quién estamos tratando?

—Tú no querrías saberlo. Y tampoco necesitas saberlo porque yo asumo toda la jurisdicción en este caso.

—¡Narices!

—Poseo la autoridad precisa —dijo Lem—. Esto es desde ahora un asunto federal, Walt. Confiscaré todas las pruebas que hayáis reunido vosotros, todos los informes que hayáis escrito hasta el momento. Ni tú ni tus hombres hablaréis con nadie sobre lo que habéis visto aquí. Con nadie. Tendréis un expediente sobre el caso, pero lo único que contendrá será un memorándum mío confirmando la prerrogativa federal según los estatutos vigentes. Tú saldrás por la puerta falsa. Cualesquiera que sean los avatares, nadie podrá culparte, Walt.

—¡Mierda!

—Olvida el asunto.

Walt frunció el ceño.

—Tengo que saber…

—Olvídalo.

—¿Corre peligro la gente de mi condado? ¡Dime eso por lo menos, maldita sea!

—Sí.

—¿Peligro serio?

—Sí.

—Y si yo me opusiera a ti, si intentara aferrarme a lo jurisdiccional en este caso, ¿me sería posible hacer algo para paliar el peligro, para salvaguardar la seguridad pública?

—No, nada —contestó Lem sin faltar a la verdad.

—Entonces es inútil oponerme a ti.

—Por completo —dijo Lem.

Tras estas palabras, Johnson emprendió el regreso hacia la cabaña porque la luz diurna se extinguía deprisa y no quería estar en aquella zona forestal cuando la oscuridad se adueñase de ella. La última aparición había sido sólo un ciervo. Pero ¿y la próxima vez?

—Espera un instante —dijo Walt—. Déjame, decirte lo que pienso, y tú limítate a escucharme. No necesitarás confirmar ni refutar lo que yo diga. Todo cuanto has de hacer es escucharme hasta el fin.

—Adelante —murmuró impaciente Lem.

Las sombras de los árboles reptaron sin cesar por la hierba reseca del claro. El sol pareció quedar en equilibrio sobre la línea del horizonte occidental.

Walt pasó de las sombras a la luz solar declinante, hundiendo las manos en los bolsillos traseros del pantalón, tomándose tiempo para concentrar sus pensamientos mientras escrutaba el polvoriento suelo. Por fin dijo:

—El martes por la tarde, alguien allanó una casa en Newport Beach, disparó contra un hombre llamado Yarbeck y apaleó a su esposa hasta matarla. Aquella misma noche alguien asesinó a la familia Hudston en Laguna Beach…, marido, mujer e hijo, un adolescente. Las policías de ambas comunidades utilizaron el mismo laboratorio forense y, por ello, se descubrió que se había empleado una sola pistola para perpetrar los dos crímenes. Pero eso fue todo lo que la Policía pudo averiguar en un caso y otro porque tu NSA ha asumido tranquilamente la jurisdicción sobre esos delitos. En interés de la seguridad nacional.

Lem no respondió. Sintió incluso el haber convenido tan sólo escuchar. De cualquier forma él no se haría cargo, directamente, de la investigación emprendida para esclarecer los asesinatos de los científicos, crímenes que habían sido, casi sin duda, de inspiración soviética. Él había confiado esa tarea a otros agentes al objeto de tener las manos libres para concentrarse en la búsqueda del perro y del alienígena.

Entretanto, la luz solar se teñía de naranja. Las ventanas de la cabaña ardían con los reflejos de aquel fuego agonizante.

—Vale —dijo Walt—. Y por si fuera poco, un tal doctor Davis Weatherby de Corona del Mar estaba en paradero desconocido desde el martes. Esta mañana, el hermano de Weatherby ha encontrado el cuerpo del doctor en el portaequipajes de su coche. Los patólogos locales se han personado en el escenario del crimen poco antes de que aparecieran los agentes NSA.

Lem se desconcentró algo ante la celeridad con que el sheriff había reunido, coordinado y asimilado los informes procedentes de varias comunidades que no figuraban en el sector no corporativo del condado y, por ende, no se hallaban bajo su autoridad.

Walt gesticuló, pero con muy pocas ganas, por no decir ninguna.

—No me creías capaz de establecer semejantes nexos, ¿eh? Cada uno de esos hechos aconteció en una jurisdicción policial diferente, pero en lo que a mí concierne, este condado es una ciudad en expansión de dos millones de habitantes y por tanto tengo el deber de tratar con guante blanco a todas las instituciones locales.

—¿Qué pretendes al contarme todo eso?

—Lo que quiero es señalar que ha habido un número sorprendente de asesinatos en un solo día: seis ciudadanos relevantes. Después de todo, esto es el condado de Orange y no Los Ángeles. Y todavía resulta más sorprendente que las seis muertes estén relacionadas con asuntos urgentes de la seguridad nacional. Ello despierta mi curiosidad. Comienzo a escudriñar los antecedentes de esas personas buscando alguna conexión entre ellas…

—¡Por los clavos de Cristo, Walt!

—… y descubro que todas ellas trabajan… o mejor dicho, trabajaban… para una entidad denominada «Laboratorios Banodyne».

Lem no se enfadó. Él no podía enfadarse con Walt, pues ambos estaban más unidos que hermanos…, pero la sagacidad del hombretón le resultaba molesta en aquel momento. Así que dijo:

—Escúchame. Tú no tienes ningún derecho a abrir una investigación.

—Soy el sheriff, ¿recuerdas?

—Para empezar, ninguno de esos asesinatos, salvo este de Dalberg, cae dentro de tu jurisdicción —dijo Lem—. Y aunque no fuera así…, una vez interviene la NSA queda invalidado tu derecho a continuar. De hecho, la ley te prohíbe, expresamente, que continúes.

Haciendo caso omiso, Walt prosiguió:

—Así pues, visito «Banodyne», observo la clase de trabajo que se hace allí y descubro que están metidos de lleno en la ingeniería genética, ADN combinatorio por partida doble…

—Eres incorregible.

—No hay ningún indicio de que «Banodyne» trabaje en proyectos de la Defensa, pero eso no significa nada. Podrían ser contratos implícitos, proyectos tan secretos que su concepción no apareciese siquiera en los archivos públicos.

—¡Dios! —exclamó irritado Lem—. ¿Es que no comprendes lo malévolos que podemos ser con las leyes de la seguridad nacional de nuestro lado?

—Ahora no hago más que especular —señaló Walt.

—Pues sigue especulando hasta que des con tu cochino trasero en una celda.

—Vamos, Lemuel, no tengamos aquí un vituperable enfrentamiento racial.

—Eres incorregible.

—Sí, y tú te repites. Sea como fuere, he hecho algunos cálculos serios y, a mi juicio, los asesinatos de esas personas que trabajan en «Banodyne» tienen alguna relación con la caza del hombre emprendida por los marines el miércoles y el jueves. Y con el asesinato de Wesley Dalberg.

—No hay ninguna similitud entre el asesinato de Dalberg y los otros.

—Claro que no. No fue el mismo asesino. Eso puedo verlo. Los Yarbeck, los Hudston y Weatherby fueron atacados por un profesional mientras que el pobre Wes Dalberg resultó hecho jirones. Sin embargo, existe una conexión o de lo contrario tú no te mostrarías tan interesado, y esa conexión debe ser «Banodyne».

A todo esto el sol se sumergió. Las sombras se congregaron y condensaron.

Walt prosiguió:

—Y he aquí lo que yo me figuro: ésos de «Banodyne» estaban atareados con un nuevo artificio, algún germen alterado genéticamente que se desmandó y contaminó a alguien, pero…, no se redujo a hacerle enfermar. Lo que hizo fue lesionar seriamente su cerebro, transformarle en un salvaje o algo parecido…

—¿Un doctor Jekyll actualizado en la era de la biotecnología? —le interrumpió sarcástico Lem.

—… y entonces ese alguien se escapó del laboratorio sin dar tiempo a que el personal se enterara de lo que le había sucedido y huyó a las colinas. Así que llegó aquí y atacó a Dalberg.

—¿Qué te ocurre? ¿Ves demasiadas películas de terror o qué?

—Respecto a los Yarbeck y los demás, tal vez los eliminaran porque conocían lo sucedido y estaban tan asustados acerca de las consecuencias que se proponían divulgarlo.

En algún rincón del lóbrego desfiladero resonó un aullido apagado. Probablemente un coyote.

Lem quería salir de allí, abandonar cuanto antes el bosque. Sin embargo, se creía obligado a resolver antes la cuestión con Walt Gaines, desviar al sheriff de la trayectoria emprendida en materia de reflexión e investigación.

—Veamos si lo he entendido, Walt. ¿Estás sugiriendo que el Gobierno de los Estados Unidos ha hecho asesinar a sus propios científicos para cerrarles la boca?

Walt frunció el ceño al comprender cuán improbable, si no absolutamente imposible, era el escenario pintado por él.

—¿Acaso la vida es, verdaderamente, una novela de Ludlum? ¿Matando a nuestra propia gente? ¿Se celebra el año de la paranoia nacional o algo por el estilo? ¿Crees, realmente, en tales disparates?

—No —dijo compungido Walt.

—¿Y cómo se explica que el asesino de Dalberg pudiera ser un científico contaminado y con lesiones cerebrales? ¡Por Dios, tú mismo dijiste que algún animal habría matado a Dalberg, algo con garras y dientes afilados!

—Vale, vale, yo no me lo he figurado así. Al menos, no la totalidad. Pero estoy seguro de que todo se relaciona de un modo u otro con «Banodyne». Y ahí no me equivoco de rastro, ¿eh?

—Te equivocas —dijo Lem—. Por completo.

—¿De verdad?

—De verdad. —Lem se sintió molesto por tener que mentir y manipular a Walt, pero, así y todo, lo hizo—. Yo no debería advertirte siquiera que sigues una pista falsa, pero como amigo tuyo creo deberte algo.

Mientras tanto otras voces silvestres se habían incorporado al espeluznante aullido en el bosque, confirmándose así que aquellos gritos eran sólo de coyotes y, no obstante, los sonidos dieron escalofríos a Lem Johnson y le hicieron desear un rápido despliegue.

Frotándose con una mano su cuello de toro a la altura de la nuca, Walt dijo:

—Entonces, ¿no tiene nada que ver con «Banodyne»?

—Nada. El hecho de que Weatherby y Yarbeck trabajaran allí es una mera coincidencia…, y también Hudston. Si insistes en establecer esas conexiones no harás más que desgastar los engranajes de tu cerebro…, lo cual no es asunto mío.

El sol se puso, y al hacerlo pareció abrir una puerta por la cual entró en el bosque una brisa bastante más fresca, barriendo con aspereza el tenebroso mundo.

Frotándose todavía el cuello, Walt añadió:

—Conque nada de «Banodyne», ¿eh? —Dio un suspiro—. Te conozco demasiado bien, compadre. Tienes un sentido tan estricto del deber que mentirías a tu propia madre si ello redundara en interés del país.

Lem no dijo nada.

—Está bien —terminó Walt—. Dejaré el caso. Desde ahora es tuyo. Al menos que se asesine a más gente dentro de mi jurisdicción. Si ocurriera tal cosa…, bueno, quizá yo intentara recobrar el control de los acontecimientos. Me es imposible prometerte que no lo haga así. Yo tengo también mi sentido del deber, tú lo sabes.

—Lo sé —contestó Lem, sintiéndose culpable, sintiéndose una mierda absoluta.

Por fin los dos se encaminaron hacia la cabaña.

El cielo —que se había oscurecido al este, estaba teñido todavía de luz anaranjada, roja y púrpura al oeste— pareció descender cual la tapadera de una caja.

Los coyotes aullaron.

Algo en el bosque nocturno les devolvió el aullido.

«Un puma», —pensó Lem. Pero a aquellas alturas sabía que estaba mintiéndose a sí mismo.

***

El domingo, dos días después de su esclarecedor almuerzo del viernes, Travis y Nora fueron en coche a Solvang, una aldea de estilo danés en el valle de Santa Inés. Se trataba de un lugar turístico, con centenares de tiendas en donde se vendía de todo: desde el exquisito cristal escandinavo hasta las imitaciones plásticas de las célebres jarras de cerveza danesa. La extraña, aunque calculada, arquitectura y las calles flanqueadas de árboles daban realce al sencillo placer de mirar escaparates.

En algunos momentos Travis sintió la apremiante necesidad de tomar la mano de Nora y continuar así el paseo. Le pareció lo natural, lo lógico. Sin embargo, intuyó que ella no estaba dispuesta todavía a aceptar un contacto tan inofensivo como el pasear con las manos entrelazadas.

Nora llevaba otro traje insustancial, esta vez de un azul desvaído, casi sin forma, como un saco. Zapatos baratos. Su espesa melena negra le colgaba lacia sin el menor estilo de peinado, tal como él la viera cuando se conocieron.

El estar con ella era todo un placer. Nora tenía un carácter dulce, era en cada momento sensible y afable. Su inocencia resultaba refrescante. Su timidez y modestia, aunque excesivas, inducían a quererla. Contemplaba todo con un estupor que tenía mucho de encantador, y él se recreaba sorprendiéndola con las cosas sencillas: por ejemplo, una tienda que vendía tan sólo relojes de cuco; otra, especializada en animales disecados, o una caja de música cuya puertecilla de nácar se abría para dar paso a una bailarina haciendo piruetas.

Travis le regaló una camiseta en donde hizo imprimir un mensaje personal que no le dejó ver hasta que todo estuvo terminado: NORA QUIERE A EINSTEIN. Aunque ella asegurara firmemente que no se pondría jamás una camiseta, porque ese no era su estilo, Travis supo que lo haría, pues ella quería al perro de verdad.

Quizás Einstein no pudiera leer las palabras de la camiseta, pero sí pareció adivinar su significado. Cuando salieron de la tienda y desanudaron su correa del contador del aparcamiento en donde lo habían atado, Einstein miró con expresión solemne el mensaje de la camiseta mientras Nora sostenía ésta para que él la inspeccionara, luego la acarició con el hocico y la lamió muy contento. Aquella jornada sólo tuvo un mal momento para ellos. Cuando doblaron una esquina y se aproximaban a otro escaparate, Nora se detuvo de súbito y miró a su alrededor, vio la multitud atestando las aceras: unos comiendo helados en grandes barquillos cónicos de confección casera, otros devorando tartas de manzana envueltas en papel encerado, diversos individuos luciendo los sombreros de vaquero adornados con plumas que acababan de comprar en alguno de aquellos comercios, jóvenes muy bonitas llevando por toda ropa shorts extremadamente cortos y sujetadores, una mujer muy gruesa vestida con un pelele amarillo, gentes hablando español e inglés, japonés y vietnamita, y todos los idiomas que se pueda oír en cualquier lugar turístico del sur de California…, y entonces ella miró a lo largo de la bulliciosa calle hacia una tienda de regalos construida con piedra y madera cual molino de viento, y se quedó rígida, casi petrificada. Travis tuvo que conducirla hasta un banco en un pequeño parque, allí Nora se sentó y permaneció temblorosa durante unos minutos sin poder explicarle siquiera lo que la afectaba.

—Una sobrecarga —dijo al fin con voz trémula—. Tantos sonidos nuevos… imágenes nuevas… tantas cosas diferentes y todas a la vez. Lo siento.

—No hay por qué preocuparse —murmuró él, conmovido.

—Estoy habituada a unas pocas habitaciones, a cosas familiares. ¿Me mira la gente?

—Nadie se ha apercibido de nada. Además, no hay nada que mirar.

Ella continuó con la espalda encorvada, cabizbaja y las manos apretadas sobre el regazo… hasta que Einstein le puso la cabeza encima de las rodillas. Cuando acarició al perro, empezó a tranquilizarse.

—Yo estaba disfrutando —dijo a Travis, aunque sin levantar la cabeza—, disfrutando de verdad, y pensé en lo lejos que estaba de casa, maravillosamente lejos de casa…

—No tanto —le aseguró él—. Menos de una hora por carretera.

—Un recorrido largo, larguísimo —dijo ella.

Travis supuso que para ella sí sería una gran distancia.

—Y cuando me di cuenta de lo lejos que estaba de casa y… lo diferente que era todo… me agarroté, atemorizada como una niña.

—Si quieres, regresamos ahora mismo a Santa Bárbara.

—¡No! —exclamó ella buscando al fin su mirada. Luego sacudió la cabeza. Por fin osó levantar la mirada y observar a la gente que recorría el parque y la tienda que semejaba un molino—. No. Quiero quedarme aquí un rato. Todo el día. Quiero almorzar en un restaurante, pero no al aire libre, sino dentro, como hacen otras personas, y luego quiero ir a casa, después que haya oscurecido. —Nora parpadeó y repitió maravillada esas últimas palabras—. Después de que haya oscurecido.

—Muy bien.

—A menos, claro está, que tú hubieses pensado volver más temprano.

—No, no —se apresuró a contestar él—. Yo pensaba disfrutar de todo el día.

—Muy amable por tu parte.

Travis enarcó una ceja.

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo sabes?

—Me temo que no.

—Ayudándome a ver el mundo —dijo ella—. Desperdiciando tu tiempo para ayudar a alguien… como yo, Es muy generoso por tu parte.

Él se quedó atónito.

—Nora, ¡esto no es una obra de caridad, puedo asegurártelo!

—Estoy segura de que un hombre como tú tendrá mejores cosas que hacer en una tarde dominical de mayo.

—¡Ah, sí! —respondió irónico él—. Podía haberme quedado en casa, y dar un repaso a mis zapatos con un cepillo de dientes. O podía haber contado los macarrones que vienen en una caja.

Ella le miró escandalizada, incrédula.

—¡No digas cosas raras, por Dios! —dijo Travis—. ¿Acaso crees que estoy aquí porque me causas lástima?

Nora se mordió el labio y dijo:

—Está, bien. —Miró otra vez al perro—. No me importa.

—¡Pero si no estoy aquí porque me causes lástima, Dios mío! Estoy aquí porque me gusta estar contigo, de verdad. Me gusta, y mucho.

Aunque estuviese con la cabeza baja, se vio claramente que el rubor enrojecía sus mejillas. Durante un rato ambos permanecieron en silencio.

Einstein la miró extasiado mientras ella le acariciaba, pero volviendo los ojos de vez en cuando hacia Travis como si dijera: Está bien, tú has abierto la puerta a una amistad, de modo que no te quedes ahí sentado como un bobo, di algo, muévete, conquístala.

Ella le rascó las orejas al perdiguero, le siguió acariciando durante dos o tres minutos y luego dijo:

—Ya me encuentro mejor.

Abandonaron el pequeño parque, desfilaron otra vez ante las tiendas, y al poco tiempo todo transcurrió como si no hubiese habido ningún momento de pánico para ella ni testimonios de afecto por parte de él.

Travis se sintió como si estuviera cortejando a una monja. A su debido tiempo se percató de que la situación era aún peor. Había mantenido el celibato desde la defunción de su esposa, hacía ya tres años, y el tema de las relaciones sexuales se le antojaba otra vez asombroso y nuevo. De modo que era como si él, casi un sacerdote, estuviese galanteando a una monja.

Casi en cada manzana había una pastelería, y las exquisiteces exhibidas en los escaparates de cada tienda parecían aún más deliciosas que las que vendía el establecimiento anterior. Los aromas de canela y azúcar cande, nuez moscada y almendra, manzana y chocolate saturaban el cálido aire primaveral.

Einstein se alzaba sobre las patas traseras ante cada pastelería, plantaba las zarpas sobre el alféizar del escaparte y miraba ansioso a través de la luna aquellas delicias expuestas con gran arte. Pero no entró en ninguna de las tiendas y no dejó escapar ni un ladrido. Cuando suplicaba un bocado, su lastimero gemido era discreto en grado sumo, para no importunar a los festivos turistas. Después de que se le hubo premiado con un trozo de pastel de nueces y una pequeña tarta de manzana, quedó satisfecho y no insistió en sus súplicas.

Diez minutos después, Einstein le reveló su excepcional inteligencia a Nora. Él se había comportado como un buen perro en torno a ella, afectuoso, vivaz y bien educado, había mostrado una iniciativa muy considerable al perseguir y acorralar a Arthur Streck, pero no había dejado entrever todavía su inquietante inteligencia. Y cuando ella lo presenció no quiso creer al principio lo que estaba viendo.

A la sazón pasaban por una farmacia en donde también vendían periódicos y revistas, algunas de las cuales estaban expuestas en la acera junto a la entrada. Einstein sorprendió a Nora con una escapada súbita a la farmacia, arrancándole la correa de la mano. Antes de que Nora o Travis pudieran atraparle, el animal tomó una revista de la estantería y se la trajo, dejándola caer a los pies de Nora. Era Novia Moderna. Cuando Travis quiso cogerle, Einstein le eludió y arrebató otro ejemplar de Novia Moderna que depositó ante los pies de Travis justamente cuando Nora se agachaba para recoger su ejemplar y devolverlo a la estantería.

—¿Qué te pasa ahora, chucho tonto? —dijo ella.

Recogiendo la correa, Travis se abrió paso entre los viandantes y puso el segundo ejemplar de la revista en el lugar de donde lo cogiera el perro. Él creía saber lo que Einstein se proponía, pero no dijo nada por temor a incomodar a Nora, así que reanudaron su paseo.

Einstein se fijaba en todo, olfateando a la gente que pasaba, y parecía haber olvidado súbitamente su entusiasmo por las publicaciones matrimoniales.

Sin embargo, apenas hubieron andado unos veinte pasos, el perro dio media vuelta de repente y se escurrió entre las piernas de Travis arrancándole la correa de la mano y casi derribándole. Einstein corrió en línea recta hasta la farmacia, arrebató la revista de la estantería y regresó.

Novia Moderna.

Nora seguía sin captar la idea. Sólo la encontró cómica, y se inclinó para alborotar la pelambrera del perdiguero.

—¿Acaso es ésa tu lectura favorita, chucho tonto? Quizá la leas cada mes, ¿verdad? Fíjate, apuesto cualquier cosa a que lo haces. Me das la impresión de ser un romántico recalcitrante.

Una pareja de turistas que observaban al juguetón perro sonrieron, pero tenían todavía menos posibilidades que Nora de adivinar el designio complejo que entrañaba el juego del animal con la revista.

Cuando Travis se agachó para recoger Novia Moderna y devolverla a la farmacia, Einstein, se le adelantó y, aferrándola entre las quijadas, sacudió furioso la cabeza.

—¡Qué perro tan malo! —exclamó Nora con evidente sorpresa al descubrir esa vena diabólica en Einstein.

—Supongo que ahora tendremos que comprarla —dijo Travis.

El perdiguero se sentó, jadeante, en la acera y, ladeando la cabeza, pareció sonreír a Travis.

Nora continuaba ignorando, cándidamente, que el perro intentaba decirles algo. Desde luego, ella no tenía ningún motivo racional para dar una interpretación portentosa al comportamiento de Einstein. Desconocía el grado de su ingenio y no podía esperar de él que realizara milagros de comunicación.

Mirando furioso al perro, Travis dijo:

—No sigas adelante, cara peluda. Esto se acabó. ¿Entendido? Einstein bostezó.

Una vez pagada la revista y puesta a buen recaudo en una bolsa de la farmacia, todos prosiguieron su gira por Solvang, pero antes de alcanzar el final de aquella manzana, el perro empezó a elaborar su mensaje.

De repente, apresó la mano de Nora entre los dientes, con dulzura no exenta de firmeza, y, ante su asombro, la llevó por la acera hasta una galería de arte en donde una pareja joven admiraba las pinturas expuestas en el escaparate. La pareja llevaba un bebé en un cochecito, y ese niño era, evidentemente, el objetivo que se había propuesto Einstein para suscitar la atención de Nora. El animal no le soltó la mano hasta hacerle tocar el rollizo brazo del infante vestido de rosa.

Molesta y turbada, Nora dijo:

—Cree que su bebé es muy guapo, supongo…, y sin duda lo es.

Al principio, los padres recelaron del perro, pero comprobaron muy pronto que era inofensivo.

—¿Qué edad tiene su hijita? —preguntó Nora.

—Diez meses —contestó la madre.

—¿Cómo se llama?

—Lana.

—Bonito nombre.

Por fin Einstein accedió a soltarle la mano.

Pocos pasos más allá de la joven pareja, frente a una tienda antigua que parecía haber sido transportada ladrillo a ladrillo desde la Dinamarca del siglo XVII, Travis se acuclilló junto al perro y levantándole una oreja le susurró:

—Basta ya. Déjate de tonterías si no quieres quedarte para siempre sin tu «Alpo».

Nora se mostró desconcertada.

—Pero ¿qué le habrá ocurrido de pronto?

Einstein bostezó, y entonces Travis tuvo ya el convencimiento de que estaban en apuros.

Durante los diez minutos siguientes, el perro asió nuevamente dos veces la mano de Nora para conducirla, en ambos casos, ante sendos bebés.

Novia Moderna y bebés.

El mensaje resultaba ya de una claridad meridiana, incluso para Nora: «Tú y Travis debéis permanecer juntos. Casaos. Tened hijos, cread una familia. ¿A qué estáis esperando?».

Ella se puso de un rojo súbito y pareció incapaz de mirar directamente a Travis. Él también se turbó lo suyo.

Al fin, Einstein pareció creer que había alcanzado su objetivo y dejó de comportarse mal. Hasta entonces, Travis habría dicho, si se le hubiese preguntado, que un perro no puede parecer pagado de sí mismo.

Más tarde, a la hora del almuerzo, como el día continuaba siendo caluroso pero agradable, Nora cambió de idea sobre lo de comer en el interior de cualquier restaurante corriente. Eligió un local con mesas al aire libre, debajo de sombrillas rojas protegidas a su vez por las ramas de un roble gigantesco. Travis intuyó que ella había procedido así, no porque le intimidara la perspectiva de un restaurante convencional con toda su etiqueta, sino porque quería comer al aire libre para poder tener a Einstein con ellos. Durante el almuerzo, Nora miraba con frecuencia al perro, unas veces de manera furtiva, otras abiertamente y con detenimiento.

Travis no hizo ninguna referencia a lo sucedido y fingió haber olvidado por completo el asunto. No obstante, cuando conseguía atraer la atención del perro y Nora no miraba, susurraba amenazas al can: Se acabaron las tartas de manzana. Cadena de castigo. Bozal. Y derechito a la perrera.

Einstein soportó cada amenaza con verdadero estoicismo, unas veces sonriendo con quijadas abiertas, otras bostezando o resoplando.

***

El domingo, a primera hora de la tarde, Vince Nasco hizo una visita a Johnny Santini, el Alambre. A éste se le apodaba así por varias razones, no sólo porque fuera enteco, nervudo, larguirucho y pareciese estar hecho de alambres retorcidos de diversos calibres. Además, tenía un pelo crespo de color cobrizo. A la tierna edad de quince años, ya había ajustado sus cuentas cuando, para complacer a su tío, Religio Faustino, «don» de una de las Cinco Familias neoyorquinas, había estrangulado a un traficante independiente de coca que operaba en el Bronx sin autorización de la Familia. Johnny había utilizado una cuerda de piano para hacer esa faena. Semejante prueba de iniciativa y dedicación a los principios de la Familia, había llenado de orgullo y amor a «don» Religio, incluso le había hecho llorar por segunda vez en su vida, tras lo cual había prometido a su sobrino el eterno respeto de la Familia y un empleo bien remunerado en sus negocios.

Ahora, Johnny el Alambre tenía treinta y cinco años y poseía en San Clemente una casa de veraneo valorada en un millón de dólares. Las diez habitaciones y los cuatro cuartos de baño habían sido remozados por un diseñador de interiores, quien recibiera en su día el encargo de crear un auténtico y costoso retiro privado «Art Deco» para aislarse del mundo moderno. Cada cosa estaba concebida en tonalidades negra, argentada y azul marino, con leves pinceladas de turquesa y melocotón. Johnny había dicho a Vince que le agradaba el «Art Deco» porque le recordaba los «arrolladores años veinte», y a él le gustaban esos años porque representaban una era romántica del legendario gangsterismo. Para Johnny el Alambre el crimen no era sólo un medio de hacer dinero o simplemente una forma de rebeldía contra los imperativos de una sociedad civilizada, tampoco consistía en una mera compulsión genética, sino ante todo y sobre todo era una magnífica tradición romántica. Se veía como hermano de cada pirata con parche en el ojo y garfio por mano que navegase en busca del saqueo, de cada bandolero que asaltase a una diligencia, de cada maníaco y secuestrador, desfalcador y criminal en todas las gamas del comportamiento delictivo. Según sus propias palabras, era pariente místico de Jess James, Dillinger y Al Capone, los hermanos Dalton, Lucky Luciano y legiones de otros personajes similares, pues Johnny idolatraba a todos esos hermanos legendarios, hermanos de sangre y delito.

Johnny recibió a Vince en la puerta principal y dijo:

—Adelante, adelante, grandullón. ¡Cuánto celebro verte de nuevo! Se dieron un abrazo. Vince no era amigo de abrazos, pero había trabajado para Religio, el tío de Johnny, cuando vivía en Nueva York, y realizaba todavía algún que otro encargo para la Familia Faustino en la costa occidental, de modo que él y Johnny se conocían hacía tiempo, lo suficiente para darse un abrazo.

—Tienes buen aspecto —dijo Johnny—. Se ve que te cuidas bien. ¿Sigues siendo tan mortal como una serpiente?

—Pero de cascabel —indicó Vince, sintiéndose algo cohibido al oírse decir semejante estupidez, pero él sabía cuál era el tipo de léxico canallesco que le gustaba escuchar a Johnny.

—Como hacía tanto tiempo que no te veía, pensé que quizá los polis hubiesen puesto a buen recaudo tu trasero.

—Nunca he tenido tiempo —dijo Vince, como si tuviera la certeza de que la cárcel no formaba parte de su destino.

Johnny, que había interpretado tales palabras como si Vince hubiera expresado el propósito de caer disparando antes de someterse a la ley, frunció el ceño y asintió aprobador.

—Si te acorralan alguna vez, cárgate el mayor número posible de ellos antes de que te echen el guante. Es la única manera «limpia» de caer. Johnny el Alambre era un hombre de asombrosa fealdad, lo cual explicaba, probablemente, la necesidad que tenía de sentirse parte de una tradición romántica. Con el paso de los años, Vince había observado que los criminales más apuestos no idealizaban jamás sus acciones. Mataban a sangre fría porque les gustaba matar o lo creían necesario, robaban, desfalcaban y extorsionaban porque necesitaban dinero fácil, y ahí concluía todo: no había justificaciones ni autobombo, que es como debiera ser. No obstante, algunos tenían facciones que parecían haber sido moldeadas torpemente en cemento, se asemejaban a Cuasimodo en sus peores momentos; en fin, muchos intentaban resarcirse de su infortunada apariencia arrogándose el protagonismo de un Jimmy Cagney en El enemigo público.

Johnny llevaba un mono negro y zapatos de lona negros. Siempre vestía de negro, probablemente porque pensaba que esto le hacía parecer siniestro, en vez de simplemente horrendo.

Desde el vestíbulo, Vince siguió a Johnny hasta la sala de estar, cuyo mobiliario estaba tapizado de negro y cuyas mesas auxiliares tenían un lustroso acabado de laca negra. Había lámparas de bronce diseñadas por Ranc, grandes jarrones «Deco» espolvoreados de plata por Daum, dos o tres sillones antiguos por Jacques Ruhltnann. Si Vince conocía la historia de aquellos objetos era sólo porque, en visitas precedentes, Johnny el Alambre había renunciado a su personalidad de coriáceo el tiempo suficiente para parlotear sobre sus tesoros de época.

Una atractiva rubia estaba reclinada en una tumbona argentada y negra leyendo una revista. No tendría más de veinte años y, sin embargo, su aparente madurez resultaba casi embarazosa. Su melena color platino era corta, peinada a estilo paje. Llevaba un holgado pijama chino de seda roja que se ceñía, no obstante, al contorno de sus senos. Cuando la muchacha levantó la vista e hizo un mohín a Vince, pareció intentar asemejarse a Jean Marlow.

—Ésta es Samantha —dijo Johnny el Alambre. Y a ella le señaló—: Pequeña, aquí tienes a un hombre que se ha hecho a sí mismo, y con el que nadie se atreve a buscar pelea; una verdadera leyenda de su tiempo.

Vince se sintió como un asno.

—¿Qué es un «hombre hecho a sí mismo»? —inquirió la rubia, con una voz estridente que estaba copiando sin duda de la vieja actriz cinematográfica Judy Holliday.

Plantándose junto a la tumbona y rodeando con ambas manos los rotundos pechos de la rubia a través del sedoso pijama, Johnny dijo:

—Ella no conoce la jerga, Vince. No pertenece a la fratellanza. Es una chica del valle, recién llegada a la vida, desconocedora de nuestras costumbres.

—Quiere decir —terció Samantha con tono agrio— que no soy una sebosa gallina de Guinea.

Johnny le asestó un revés tan violento que casi la hizo salir despedida de la tumbona.

—Cuida tu lengua, perra.

Ella se llevó una mano a la cara y las lágrimas le anegaron los ojos.

—Lo siento, Johnny —susurró con voz infantil.

—Perra estúpida —gruñó él.

—No sé lo que me pasa —dijo ella—. Tú eres muy bueno conmigo, Johnny, y cuando actúo así me siento aborrecible.

Aquello le pareció a Vince el ensayo de una escena, pero supuso que sería sólo porque la pareja había tenido muchas veces la misma reyerta, tanto en privado como a la vista del público. Vince dedujo que a juzgar por el brillo en los ojos de Samantha a ella le gustaba el vapuleo; se mostraba descarada con Johnny sólo para que él le pegara. Era obvio que Johnny disfrutaba también golpeándola.

Vince sintió repugnancia.

Johnny el Alambre la llamó perra otra vez, y luego condujo a Vince desde la sala al gran estudio, cuya puerta cerró apenas entraron. Entonces le guiñó un ojo y dijo:

—Es un poco engreída, pero capaz de extraerte el cerebro a través de la polla.

Algo asqueado con la sordidez de Johnny Santini, Vince no quiso dejarse arrastrar a una conversación semejante. En lugar de eso se sacó un sobre de la chaqueta y dijo:

—Necesito información.

Johnny cogió el sobre, examinó su interior, manoseó indiferente el fajo de billetes de cien dólares, y dijo:

—Tendrás lo que quieres, sea lo que fuere.

El estudio era el único aposento de la casa que «Art Deco» no había tocado. Era estrictamente funcional. Sólidas mesas metálicas alineadas a lo largo de tres paredes, con ocho ordenadores sobre ellas, de diferentes marcas y modelos. Cada ordenador tenía línea telefónica y módem propios, y todas las pantallas estaban encendidas. En algunas, los programas estaban funcionando; los datos titilaban de un lado a otro o desfilaban de arriba abajo. Se habían echado las cortinas en todas las ventanas, y las dos lámparas de flexor tenían una gruesa capucha para impedir que se reflejaran en los monitores, de modo que la luz predominante era un verde eléctrico que le dio a Vince la peculiar sensación de hallarse bajo la superficie del mar. Tres impresoras láser estaban sacando copias y emitían apenas un leve susurro que, por alguna razón inexplicable, evocaba imágenes de peces nadando a través de la flora del suelo oceánico.

Johnny el Alambre había matado a media docena de hombres, dirigido negocios de apuestas y loterías clandestinas, proyectado y ejecutado robos de Bancos y joyerías. Asimismo había estado envuelto en el tráfico de drogas dirigido por la Familia Faustino, en extorsiones, secuestros, corrupción de sindicatos, falsificación de cintas de vídeo, contrabando entre Estados, sobornos políticos y pornografía infantil. Había hecho y visto de todo, y aunque no se le hubiese molestado jamás por ninguna empresa criminal, pese a estar implicado en ellas con notable frecuencia, era objeto de cierto acoso. Durante la última, década, cuando los ordenadores abrieron nuevos e impresionantes campos a la actividad criminal, Johnny había aprovechado la oportunidad para orientarse a donde ningún mafioso avispado se había desenvuelto antes, hacia las fronteras retadoras del robo por medios electrónicos. Él parecía tener un don para ello y pronto se convertiría en el primer depredador del hampa.

Con tiempo y motivos suficientes, podría birlar cualquier sistema de seguridad por ordenador y fisgar mediante los de corporaciones o agencias gubernamentales la información más confidencial. Si alguien quisiera organizar un grandioso escamoteo con tarjetas de crédito, cargando un millón de pavos por compras realizadas en cuentas ajenas de «American Express», Johnny el Alambre podría extraer algunos nombres convenientes más los correspondientes antecedentes crediticios de los archivos TRW, y luego, emparejando los números de tarjeta del banco de datos «American Express», quedaría en inmejorables condiciones para hacer el negocio. Y si un «don» estuviese inculpado esperando su comparecencia ante los tribunales para responder de cargos muy graves y temiese el testimonio que pudiera prestar uno de sus compinches que hubiese sido citado como testigo de cargo por el ministerio fiscal, Johnny podría invadir las bases de datos mejor custodiadas del Departamento de Justicia, descubrir la nueva identidad que se hubiere asignado al soplón mediante el «Federal Witness Relocation Program» y recomendarle adónde enviar al verdugo. Johnny quería hacerse llamar, con cierta grandilocuencia, el «Mago del silicio», pero todo el mundo seguía llamándole el Alambre.

Como depredador del hampa era más inestimable que nunca para todas las Familias de la nación, tan inestimable que nadie se soliviantó cuando él decidió trasladarse a un presunto remanso como San Clemente, en donde podía disfrutar de la buena vida de la playa sin dejar de trabajar para ellos. En la era del microchip, solía decir Johnny, el mundo es un pueblo pequeño, y tú puedes residir en San Clemente, u Oshkosh si viene al caso, y limpiar los bolsillos de cualquier neoyorquino.

Johnny se dejó caer sobre una butaca de cuero negro con respaldo alto y ruedas de goma, mediante la cual podía trasladarse velozmente de un ordenador a otro.

—¡Bien! —dijo—. ¿En qué puede servirte el «Mago del silicio», Vince?

—¿Puedes meterte en los ordenadores de la Policía?

—Eso está tirado.

—Necesito saber si, desde el pasado martes, algún estamento policial del condado ha abierto un archivo sobre ciertos asesinatos singulares.

—¿Quiénes son las víctimas?

—Lo ignoro. Sólo estoy buscando asesinatos extraños.

—¿Extraños en qué sentido?

—No lo sé a ciencia cierta. Quizás… alguien con el gaznate abierto de oreja a oreja. O algún cuerpo descuartizado. O alguien desgarrado y masticado por un animal.

Johnny le lanzó una mirada peculiar.

—Eso sí que es extraño. Algo así habría salido en los periódicos.

—Tal vez no —replicó Vince. Y pensó en el ejército de agentes gubernativos que se estaría devanando los sesos para mantener a la Prensa apartada del Proyecto Francis y ocultar los peligrosos acontecimientos del martes en los laboratorios «Banodyne»—. Tales asesinatos deberían ser noticia y tal vez sean publicados, pero es muy probable que la Policía suprima los detalles cruentos, haciéndolos pasar por homicidios ordinarios. Así que no me será posible averiguar por la letra impresa cuáles son las víctimas que me interesan.

—Está bien. Puedo hacerlo.

—También convendría que entrases en el «Animal Control Authority» del condado para saber si se ha recibido allí algún informe sobre ataques desusados de coyotes o pumas o cualquier otro animal carnicero. Podría haber algunos en el vecindario, probablemente en el confín oriental del condado, donde muchos animales domésticos están desapareciendo o sufriendo serias mutilaciones causadas por algo salvaje. Si encuentras datos de ese estilo, quiero conocerlos.

Johnny sonrió irónico.

—¿Estás siguiendo la pista de un hombre lobo?

Tan sólo era una broma; ni espera ni deseaba respuesta. Él no le había preguntado por qué necesitaba semejante información, y jamás lo haría, porque la gente dedicada a su especialidad no se entrometía en los negocios ajenos. Tal vez Johnny sintiera cierta curiosidad, pero Vince sabía que el Alambre no intentaría nunca satisfacerla.

No fue la pregunta lo que soliviantó a Vince, sino la sonrisa. La luz verdosa de las pantallas se reflejó en los ojos de Johnny, en la saliva que tenía entre sus dientes y también un poco en el pelo color cobrizo de apariencia metálica. Y, considerando su horrenda facha, la terrible luminiscencia le hizo parecer un cadáver redivivo de una película de Romero.

—Otra cosa —dijo Vince—. Necesito saber si alguna agencia policial del condado busca sin grandes alardes un perro perdiguero color dorado.

—¿Un perro?

—Sí.

—Por lo general, la Policía no busca perros extraviados.

—Lo sé —dijo Vince.

—¿Tiene algún nombre ese perro?

—Nada de nombres.

—Lo comprobaré. ¿Algo más?

—Eso es todo. ¿Cuándo tendrás listo el rompecabezas?

—Te llamaré por la mañana. Temprano.

Vince asintió.

—Y según sea lo que descubras, tal vez necesite que les sigas el rastro a esas cosas durante algunos días.

—Un juego de niños —dijo Johnny haciendo un giro con su butaca de cuero negro y saltando al suelo—. Ahora voy a joder con Samantha —dijo con una mueca sonriente—. ¡Oye! ¿No querrías incorporarte a la fiesta? Dos sementales como nosotros atacándola al mismo tiempo…, bueno, podríamos convertir a esa perra en un pequeño montón de jalea, podrías hacerla implorar misericordia. ¿Qué me dices?

Vince se sintió agradecido a la espectral luminosidad verdosa porque sirvió para disimular su repentina palidez. La idea de juguetear con aquella zorra infectada, aquella puta enferma, aquella piltrafa podrida y supurante, fue suficiente para darle náuseas.

—Tengo una cita a la que no puedo faltar —dijo.

—Lástima —murmuró Johnny.

Vince hizo un esfuerzo para decir:

—Habría sido divertido.

—Quizá la próxima vez.

El mero pensamiento de los tres metidos en harina…, bueno, hizo que Vince se sintiera sucio. Le dominó el deseo apremiante de ducharse con agua hirviendo.

***

El domingo por la noche, Travis, sintiendo un cansancio grato tras la larga jornada en Solvang, esperaba caer dormido nada más poner la cabeza sobre la almohada, pero no fue así. No podía dejar de pensar en Nora Devon y sus ojos grises moteados de verde, su brillante pelo negro, la graciosa y esbelta curva de su garganta, el sonido musical de su risa, la curvatura sonriente de sus labios…

Mientras tanto, Einstein se había tendido en el suelo, bajo la pálida luz plateada que provenía de la ventana e iluminaba un pequeño sector del oscuro aposento. Pero, después de que Travis se revolviera intranquilo durante una hora, el perro se le reunió por fin en la cama y descansó la cabezota y las zarpas sobre el pecho de Travis.

—¡Es tan dulce, Einstein! Quizá la mujer más afable y dulce entre todas las que he conocido.

El perro permaneció mudo.

—Y además es muy sagaz. Tiene una mente despierta, bastante más de lo que ella supone. Ve cosas que yo no veo. Tiene una forma tan singular de describir los objetos, que los hace nuevos para mí. El mundo entero parece nuevo cuando lo veo en su compañía.

Aunque permanecía callado e inmóvil, Einstein no cayó dormido. Se mostraba muy atento.

—Cuando pienso que toda esa vitalidad e inteligencia, todo ese asomarse a la vida han sido reprimidos durante treinta años, me dan ganas de llorar. ¡Treinta años en esa casa vieja, tenebrosa! ¡Dios santo! Y cuando pienso que ella ha soportado sin rechistar esos treinta años, sin dejarse amargar la vida, siento deseos de abrazarla y decirle que es una mujer increíble, una mujer fuerte, valerosa e increíble.

Einstein permanecía en silencio, inconmovible:

Un recuerdo vívido asaltó a Travis; el olor limpio a champú del pelo de Nora cuando él se inclinara sobre su cabeza frente al escaparate de una galería en Solvang. Entonces él había hecho una inspiración profunda, y ahora lo olió otra vez, y aquel aroma aceleró los latidos de su corazón.

—Maldita sea —dijo—. La conozco desde hace apenas unos días y que me condenen si no me he enamorado ya de ella.

Einstein levantó la cabeza y resopló sólo una vez, como si quisiera decir que ya era hora de que Travis comprendiera lo sucedido, como si quisiera decir que él los había unido y estaba satisfecho de haber sido el forjador de su felicidad futura y, en fin, como si quisiera decir que todo aquello formaba parte de algún gran designio, por lo que Travis debería cesar de lamentarse y dejarse llevar por la corriente.

Durante otra hora, Travis habló sobre Nora, de su forma de mirar y moverse, de la calidad melódica de su voz suave, de su perspectiva incomparable de la vida y su forma de pensar, y Einstein le escuchó con esa atención, ese interés genuino que caracteriza a un buen amigo verdaderamente preocupado. Fue una hora estimulante. Travis no hubiera esperado jamás que amaría a alguien otra vez. Y desde luego, no con semejante apasionamiento. Hacía menos de una semana que su larga soledad había parecido inalterable.

Más tarde, exhausto por completo, tanto física como emocionalmente, Travis se durmió.

Y más tarde aún, en el vacío corazón de la noche, se despertó a medias y tuvo la vaga impresión de que Einstein estaba ante la ventana. Las zarpas del perdiguero se apoyaban sobre el alféizar, el morro contra el vidrio. Estaba escudriñando la oscuridad, avizor.

Travis intuía que el perro estaba turbado.

Sin embargo, como quiera que en su sueño hubiese estado apretando la mano de Nora bajo la luna de agosto, no quiso despertar del todo por temor de no poder recobrar esa grata ensoñación.

***

El lunes 24 de mayo, por la mañana, Lemuel Johnson y Cliff Soames visitaron el pequeño zoológico, casi un zoo de juguete para niños enclavado en el vasto parque Irvine, sobre el límite oriental del condado de Orange. Había un cielo despejado con sol resplandeciente y tórrido. No se movía ni una hoja de los inmensos robles en el aire estático, pero los pájaros saltaban de rama en rama piando y trinando.

Había doce animales muertos. Formaban montones sanguinolentos.

Durante la noche, alguien o algo se había encaramado por las alambradas circundando los rediles y había sacrificado brutalmente a tres cabritos, una cierva de cola blanca junto con su cervatillo recién nacido, dos pavos reales, un conejo de orejas gachas, una oveja y dos corderos.

También había muerto un póney, aunque no de forma violenta. Al parecer la causa había sido el terror que le indujera a lanzarse repetidas veces contra la cerca para intentar huir de lo que acabara con los otros animales. Estaba tumbado sobre un costado, con el cuello doblado en un ángulo imposible.

Los jabalíes, habían sido respetados. Ahora todos ellos estaban hozando sin cesar en la polvorienta tierra alrededor de los comederos de su cercado exclusivo, buscando restos de comida que pudieran haberles pasado desapercibidos el día anterior.

A diferencia de los jabalíes, otros animales supervivientes estaban nerviosos.

Los empleados del parque, no menos nerviosos, se habían congregado cerca de un camión color naranja perteneciente al condado para cambiar impresiones con dos funcionarios del «Animal Control» y con un joven y barbudo biólogo del Departamento californiano, de «Vida silvestre».

Acuclillándose junto al delicado y sombrío cervatillo, Lem examinó las heridas de su cuello hasta que no pudo soportar por más tiempo el hedor. Pero esa peste no la causaban, exclusivamente, los animales muertos. Había pruebas concluyentes de que el asesino había depositado excrementos sobre sus víctimas regándolas después con orina, tal como hiciera en la casa de Dalberg.

Apretándose un pañuelo contra la nariz para filtrar el hediondo aire, se encaminó hacia uno de los pavos reales muertos. Le habían arrancado la cabeza y una pata. Tenía las dos alas rotas, y sus plumas iridiscentes estaban sucias y pegadas unas a otras con sangre.

—Señor —le llamó Cliff Soames desde el redil contiguo.

Lem dejó el pavo real, encontró una cancela que comunicaba con el recinto de al lado y se reunió con Cliff ante los despojos de la oveja.

Enjambres de moscas revoloteaban en torno a ambos, zumbando hambrientas, posándose sobre la oveja y saliendo disparadas cuando los dos hombres las espantaron.

El rostro de Cliff había perdido todo color, pero él no parecía tan consternado ni asqueado como lo estuviera el pasado viernes en el albergue de Dalberg. Quizás esta matanza no le había afectado tanto dado que las víctimas eran animales y no seres humanos. O quizás había procurado endurecer su mente contra la violencia extrema del adversario.

—Tendrá que pasar a este lado —dijo Cliff desde el lugar en donde estaba acuclillado junto a la oveja.

Lem rodeó los despojos y se acuclilló cerca de Cliff. Aunque la cabeza del animal estuviera en la sombra de una rama de roble que se extendía sobre el redil, Lem vio que el ojo derecho había sido arrancado.

Sin hacer comentarios, Cliff empleó un palo para levantar el lado izquierdo de la cabeza y mostrar que la otra cuenca estaba también vacía.

La nube de moscas se espesó alrededor de ambos.

—Parece haber sido obra de nuestro fugitivo —dijo Lem.

Apartándose su pañuelo de la cara, Cliff dijo:

—Todavía hay más. —Y condujo a Lem hacia los otros tres despojos: dos de cordero y uno de cabra, igualmente sin ojos—. La cuestión es tan evidente que no cabe discutirla. Esa maldita cosa mató a Dalberg el martes por la noche, luego merodeó por las colinas y los desfiladeros haciendo…

—¿Qué?

—Sólo Dios sabe qué. Pero anoche concluyó aquí su recorrido. Lem utilizó el pañuelo para enjugarse el sudor de sus oscuras facciones.

—Tan sólo estamos a unos kilómetros de la cabaña, de Dalberg por el nornoroeste.

Cliff asintió.

—¿Qué camino crees que habrá tomado?

Cliff se encogió de hombros.

—Claro —dijo Lem—. No hay forma de saber hacia dónde se dirige. Tampoco es posible anticipar sus movimientos porque no tenemos ni la menor idea de cómo piensa. Roguemos a Dios que permanezca aquí, en la zona deshabitada del condado. No quiero ni pensar lo que sucedería si esa cosa decidiese dirigirse hacia los suburbios del este, como Orange Park Acres y Villa Park.

En su camino fuera del recinto, Lem vio que las moscas se habían aglomerado de tal forma sobre el conejo muerto que semejaban un trozo de tela oscura tendido sobre los despojos y ondulándose con la leve brisa.

Ocho horas después, a las siete en punto de la tarde del lunes, Lem se plantó ante el atril de una gran sala de conferencias de la base aeronaval de El Toro. Se inclinó hacia el micrófono, le dio un ligero golpe para cerciorarse de que estaba abierto, oyó un sonido hueco y dijo:

—¿Tienen la bondad de escucharme, por favor?

Había cien hombres sentados en sillas metálicas plegables. Todos eran jóvenes, bien constituidos y de aspecto saludable, pues pertenecían a unas unidades escogidas del servicio de «Marine Intelligence». Cinco pelotones de dos escuadras habían sido reclutados en Pendleton y otras bases de California. Casi todos ellos habían participado en la búsqueda por las colinas de Santa Ana el miércoles y el jueves pasados, tras la fuga que se produjo en los laboratorios «Banodyne».

Todavía estaban buscando, acababan de regresar de una larga jornada en colinas y desfiladeros, pero ya no llevaban el uniforme para realizar la operación. Con el fin de eludir a periodistas y autoridades locales, se habían trasladado en coches, furgonetas y jeeps a los diversos puntos del perímetro marcado para la búsqueda. Se habían adentrado en la espesura en grupos de tres o cuatro, ataviados como excursionistas corrientes: vaqueros o pantalones caqui al estilo tosco de «Banana Republic»; camisetas o camisas de algodón tipo safari; gorras «Dodger», «Budweiser» o «John Deere», o bien sombreros de vaquero. Iban armados con potentes armas cortas de fuego que podían esconder aprisa en las mochilas de nailon o debajo de sus camisetas, en el caso de que se encontrasen con excursionistas auténticos o autoridades estatales. También llevaban escondidas en frigoríficos portátiles «Styrofoam» unas compactas metralletas «Uzi» con las que se podría abrir fuego en cuestión de segundos si se encontrase al adversario.

Cada hombre en la sala había prestado un juramento de silencio, y estaba expuesto a cumplir una larga condena si se le ocurría alguna vez divulgar la naturaleza de la operación. Sabían lo que estaban cazando, si bien Lem percibía cuánto les costaba creer a algunos que aquella criatura fuese real. No obstante, otros, particularmente aquellos que habían servido en el Líbano o en América central, estaban ya lo bastante familiarizados con la muerte y el horror como para dejarse alterar por la naturaleza de su nueva presa. Unos cuantos veteranos se remontaban nada menos que al último año de la guerra de Vietnam, y tendían a creer que aquella misión era un trozo de tarta. Sea como fuere, todos ellos eran hombres preparados y mostraban un respeto cauteloso por ese extraño enemigo al que acosaban. Así pues, si se podía encontrar al alienígena ellos darían con él.

Ahora, cuando Lem requirió su atención, todos enmudecieron.

—El general Hotchkiss me dice que ustedes han tenido ahí fuera otra jornada infructuosa —dijo Lem—, y sé que están tan desanimados como yo. Ya hace seis días que están trabajando durante largas horas en terreno escabroso, se encuentran cansados y se preguntan hasta cuándo se prolongará esto. Pues bien, todos seguiremos buscando hasta encontrar lo que perseguimos, hasta que acorralemos al alienígena y le demos muerte. No habrá otro modo de detenerle si anda todavía suelto. Ningún otro modo.

Ni uno solo de los cien emitió siquiera un gruñido de desacuerdo.

—Y recuerden siempre esto…, estamos buscando también al perro.

Probablemente, cada oyente esperaba ser él quien encontrara al perro mientras que cualquier otro sería el encargado de dar con el alienígena.

Lem siguió hablando:

—El miércoles haremos venir a otras cuatro escuadras de Marine Intelligence, pertenecientes a bases más distantes, que les relevarán en forma de turno rotatorio, lo que les proporcionará dos o tres días de descanso. Pero, por lo pronto, ustedes deberán salir mañana por la mañana. Además, se ha retocado la zona de búsqueda.

Mientras hablaba, se extendió un mapa del condado sobre la pared detrás del atril, y Lem Johnson lo señaló, con un puntero.

—Nos desplazaremos hacia el nornoroeste para internarnos en las colinas y los desfiladeros alrededor del parque Irvine.

A renglón seguido les refirió la matanza en el zoológico. Hizo una descripción muy gráfica de las condiciones en que se hallaban los despojos, pues no quiso que ninguno de aquellos hombres se mostrara descuidado.

—Lo que les ha sucedido a esos animales del Zoo —dijo Lem— podría ocurrirle a cualquiera de ustedes si baja la guardia en el lugar y el momento más inoportunos.

Un centenar de hombres le miraron con suma seriedad, y él descubrió en sus ojos cien versiones diferentes de su propio miedo, reprimido a fuerza de disciplina.

***

El martes 25 de mayo, por la noche, Tracy Leigh Keeshan no conseguía dormir. Estaba tan agitada que se sentía como si fuera a estallar. Se veía cual un diente de león en germinación, un bejín de etérea pelusa blancuzca, e inopinadamente, soplaba una ráfaga y las distintas hebras de pelusa salían volando en todas direcciones hasta los recónditos confines del mundo, y Tracy Keeshan dejaba de existir, destruida por su propia agitación.

Era una adolescente de trece años e imaginación poco común.

Mientras estaba tendida en la cama de su oscura habitación, no necesitaba cerrar los ojos para verse cabalgando a lomos de su alazán. —Buen Corazón para ser exactos—, avanzando estruendosos a lo largo del hipódromo, pasando cual una flecha ante el raíl, dejando atrás a los demás caballos, la línea de llegada está sólo a cien metros, y la multitud enfervorizada la ovaciona estrepitosa en la tribuna…

En el colegio, normalmente obtenía buenas calificaciones, no por ser una estudiante aplicada, sino porque le resultaba fácil aprender y podía hacer un buen papel sin necesidad de esforzarse. A decir verdad, el colegio no le interesaba. Era esbelta, rubia, muy bonita, sus ojos tenían esa tonalidad precisa de un cielo estival despejado, y los chicos se sentían atraídos por ella, pero Tracy dedicaba tantos pensamientos a los chicos como a las tareas del colegio, es decir, muy pocos, por lo menos hasta el momento, aunque sus amigas estuvieran tan obsesionadas por los muchachos, tan «consumidas» con el tema, que a veces la aburrían mortalmente.

Los que le entusiasmaban a Tracy de una forma profunda y apasionada eran los caballos de carreras, los pura sangre. Ella coleccionaba fotografías de caballos desde los cinco años, y recibía clases de equitación desde los siete, aunque hacía bastante más tiempo que sus padres no habían podido comprarle un caballo que fuera totalmente suyo. Sin embargo, durante los dos últimos años el negocio de su padre había florecido, y dos meses antes la familia se había mudado a una casa nueva mucho mayor, con dos acres de terreno, en Orange Park Acres, que era una comunidad aficionada a la hípica, con abundantes pistas para cabalgar. A espaldas de su parcela, había una cuadra privada con espacio para seis caballos, aunque sólo un compartimento estuviese ocupado. Pues bien, precisamente hoy martes, 25 de mayo, un día glorioso, una fecha que perviviría para siempre en el corazón de Tracy Keeshan, un día que demostraba por sí solo la existencia de Dios…, ella había recibido un caballo totalmente suyo, el espléndido, hermoso e incomparable Buen Corazón.

Tracy no podía dormir. Se había ido a la cama hacía las diez, y a media noche estaba tan despierta como al principio. Cuando sonó la una del miércoles, Tracy no pudo soportarlo por más tiempo. Necesitaba pasar por la cuadra y echar una ojeada a Buen Corazón. Asegurarse de que todo iba bien. Asegurarse de que el animal se encontraba cómodo en su nuevo hogar. Asegurarse, en fin, de que no era un sueño.

Apartó la sábana junto con la ligera manta y con sigilo descendió de la cama. Llevaba puestas las bragas y una camiseta del hipódromo de Santa Anita, así que le bastó con enfundarse unos vaqueros y deslizar los pies desnudos en unos zapatos deportivos azules «Nike».

La casa estaba a oscuras y muy silenciosa. Sus padres y su hermano de nueve años, Bobby, dormían a pierna suelta.

Tracy bajó al vestíbulo atravesando primero la sala y el comedor, sin encender luces, contentándose con el resplandor de la luna que se filtraba por las ventanas.

En la cocina, abrió cautelosa el cajón de los utensilios del secreter del rincón y sacó una linterna. Abrió la puerta trasera y se escurrió por ella al patio posterior, cerrándola después con sumo cuidado, sin encender todavía la linterna.

La noche primaveral era fresca pero no fría. Allá arriba, plateadas por la luna pero con rebordes oscuros, unas cuantas nubes panzudas navegaban cual galeones a todo trapo por el mar de la noche. Tracy las contempló durante un rato, disfrutando de ese momento. Quería absorber cada detalle de esa ocasión tan especial, dejando que se fuera acrecentando su expectación. Después de todo, este sería su primer momento a solas con su orgulloso y noble Buen Corazón, solo ellos dos compartiendo sus sueños de futuro.

Tracy cruzó el patio, rodeó la piscina en cuyas aguas doradas ondeaba el reflejo de la luna, y atravesó la zona de hierba. El césped humedecido por el rocío parecía reflejar los pálidos rayos lunares.

A derecha e izquierda los límites de la propiedad estaban definidos por una cerca blanca que mostraba cierta fosforescencia al resplandor lunar. Más allá de la cerca había otras fincas tan grandes como la de los Keeshan, algunas de un acre y pico por lo menos; a lo largo y ancho de Orange Park Acres, la noche era callada a excepción de unos cuantos grillos y ranas nocturnos.

Tracy caminó despacio hacia la cuadra, al otro extremo del campo, pensando en los triunfos que les tenía reservados el destino a ella y a Buen Corazón. Él no competiría más. Había hecho correr el dinero en Santa Anita, Del Mar, Hollywood Park y otras pistas por toda California, pero había sufrido una lesión que le impedía seguir participando en carreras con garantía. Sin embargo, el animal todavía podía servir como semental, y Tracy tenía la seguridad de que su caballo sería padre de futuros ganadores. Ellos esperaban añadir dos buenas yeguas a la cuadra dentro de dos semanas, y luego llevarían inmediatamente los caballos a un establecimiento de reproducción caballar, en donde Buen Corazón dejaría preñadas a las yeguas. Posteriormente, los tres volverían aquí, y desde ese instante Tracy cuidaría de ellos. Al año siguiente nacerían dos vivarachos potros, y entonces se confiaría la doma de estos animales jóvenes a un entrenador en un lugar lo bastante cercano para que Tracy pudiera hacer frecuentes visitas y cooperar en su entrenamiento así como aprender todo cuanto fuera necesario sobre la formación de un campeón, y luego sería cuando…, cuando ella y los retoños de Buen Corazón harían historia hípica. ¡Ah, sí, señor!, ella estaba absolutamente convencida de poder hacer historia hípica…

Sus ensueños quedaron interrumpidos cuando, hallándose a unos cuarenta metros de la cuadra, pisó algo blanduzco, resbaladizo y estuvo a punto de caer. Aquello no olía a estiércol, pero ella supuso que sería una boñiga dejada allí por Buen Corazón cuando le sacaron al campo la tarde anterior. Sintiéndose estúpida y torpe encendió la linterna y la enfocó al suelo: en lugar de boñiga vio los restos de un gato brutalmente mutilado.

Tracy dejó escapar un silbido de repugnancia y apagó la linterna al instante.

La vecindad rebosaba de gatos, en parte porque éstos eran útiles para controlar la población ratonil existente alrededor de cada cuadra. Los coyotes solían aventurarse por las colinas y los desfiladeros del este en busca de presas. Aunque los gatos fueran rápidos, los coyotes a veces lo eran todavía más; así pues, Tracy pensó al principio que un coyote habría abierto un boquete por debajo de la cerca o la habría saltado para apoderarse del infortunado felino, que, probablemente, habría salido a la caza de roedores.

Pero un coyote se habría comido el gato sobre la marcha, dejando poco más que un trozo de cola y algunos jirones de pelaje, pues el coyote es más un glotón que un «gourmet» y tiene un apetito voraz. O también se habría llevado el gato hasta un lugar tranquilo para devorarlo sin sobresaltos. Sin embargo, este gato no parecía haber sido devorado ni siquiera a medias, sino, simplemente, descuartizado, como si algo o alguien lo hubiese matado por el placer morboso de hacerle pedazos.

Tracy se estremeció.

Entonces recordó los rumores sobre el Zoológico.

En el parque Irvine, que se hallaba sólo a tres o cuatro kilómetros, alguien había matado, al parecer, varios animales enjaulados del pequeño Zoo, hacía dos noches. Vándalos enloquecidos por la droga. Asesinos vocacionales en busca de emociones. Ese episodio era sólo un rumor candente y nadie podía confirmarlo, pero diversos indicios lo mostraban como cierto. Ayer mismo, algunos chicos habían recorrido en bicicleta el parque después del colegio, y aunque no hubieran visto ningún despojo mutilado sí dijeron que en los cercados se notaba la falta de algunos animales. Y, desde luego, el póney «Shetland» había desaparecido. Los empleados del parque se habían mostrado muy poco comunicativos cuando se les preguntó al respecto.

Tracy se preguntó si esos mismos psicópatas no estarían rondando por Orange Park Acres, matando gatos y otros animales domésticos, una posibilidad verdaderamente tétrica y nauseabunda. De repente se le ocurrió que una gente que desvariaba lo suficiente como para matar gatos por el simple placer de hacerlo, también podría ser lo bastante retorcida como para divertirse matando caballos.

Una punzada de temor casi paralizante la asaltó al pensar que Buen Corazón estaba completamente solo allá en la cuadra. Durante unos instantes no pudo moverse.

A su alrededor la noche parecía incluso más silenciosa que antes. Y así era. No se oía ya el chirriar de los grillos. Y las ranas habían cesado también de croar.

Las nubes semejantes a galeones parecieron haber echado anclas en el cielo; fue como si la noche se hubiese congelado al resplandor pálido y glacial de la luna.

Algo se movió entre los arbustos.

Se había dedicado casi toda la enorme superficie del solar a los grandes espacios de césped, pero había una veintena de árboles formando artísticos grupos, principalmente laureles indios y jacarandas, más dos o tres corales, así como macizos de azaleas, arbustos de lilas californianas y madreselvas del Cabo.

Tracy oyó claramente el rumor producido al agitar los arbustos, como si algo muy presuroso los apartara de su paso sin contemplaciones.

La noche calló otra vez.

Sigilosa.

Expectante.

Tracy consideró la conveniencia de regresar a casa en donde podría despertar a su padre y pedirle que lo investigara, o bien podría irse a la cama y esperar hasta la mañana siguiente para investigar ella misma la situación. Pero ¿y si fuera sólo un coyote entre los arbustos? En tal caso, ella no correría peligro. Aunque un coyote hambriento atacara tal vez a un niño muy pequeño, huiría ante alguien del tamaño de Tracy. Además, a ella le preocupaba demasiado su noble Buen Corazón para seguir perdiendo así el tiempo; necesitaba estar segura de que el caballo se encontraba bien.

Usando la linterna para evitar otros gatos muertos que pudieran interponerse en su camino, se encaminó hacia la cuadra. Cuando había dado unos pasos, percibió el rumor otra vez y también algo peor, un gruñido horripilante que no se asemejaba a la voz de ningún otro animal que ella oyera hasta entonces.

Tracy dio media vuelta mientras pensaba que debería salir corriendo hacia casa, pero en la cuadra, el caballo lanzó un agudo relincho como si estuviera espantado, y coceó la madera de su compartimento. Ella se imaginó a un torvo psicópata encaminándose hacia Buen Corazón con aborrecibles instrumentos de tortura. Su preocupación por la seguridad propia no fue tan intensa como el miedo de que pudiera ocurrirle algo horrible a su adorado procreador de campeones, así que salió disparada a rescatarlo.

El pobre Buen Corazón empezó a patear con creciente frenesí. Sus cascos martillearon sin cesar las paredes. Era un tamborileo furioso y la noche pareció resonar con los truenos de una tormenta inminente.

Se encontraba todavía a unos quince metros de la cuadra cuando oyó otra vez el extraño y gutural gruñido y comprendió que algo la perseguía y se le abalanzaba por detrás. Patinó en la hierba húmeda, giró sobre sí misma y levantó la linterna.

Precipitándose hacia ella surgió una criatura que debía haberse escapado sin duda del mismísimo infierno. Dejó salir un alarido de demencia y rabia.

A pesar de la linterna, Tracy no pudo ver claramente al agresor. El rayo de luz tembló y la noche se oscureció aún más porque la luna se había deslizado detrás de una nube, y la odiosa bestia se movía deprisa y ella estaba demasiado asustada para entender lo que estaba viendo. No obstante, vio lo suficiente para saber que se hallaba ante algo que no había visto jamás. Pudo vislumbrar una cabeza oscura, deforme, con depresiones y bultos asimétricos, enormes mandíbulas llenas de dientes curvos y agudos y ojos ambarinos que relampagueaban al resplandor de la linterna tal como los ojos de un perro o un gato relucen al enfocarlos los faros de un coche.

Tracy gritó.

El asaltante lanzó otro alarido y saltó sobre ella.

Golpeó a Tracy con fuerza suficiente para cortarle el aliento. La linterna salió disparada de su mano y rodó por el césped. Ella cayó, y la criatura sobre ella, ambos rodaron y rodaron hacia la cuadra. Mientras rodaban Tracy golpeó desesperadamente con sus pequeños puños a aquella cosa y notó que las garras de ésta se le clavaban en la carne por el costado derecho. Vio ante su vista las fauces abiertas cuyo aliento caliente y apestoso la ahogaba, y comprendió que iban a por su garganta. «Estoy muerta, Dios mío —pensó—, me va a matar, estoy muerta como el gato». Y en verdad, lo habría estado en pocos segundos si Buen Corazón, ahora a menos de cinco metros, no hubiese coceado la mampara con pestillo de su compartimento para correr derecho hacia ellos, despavorido.

Al verlos, el semental relinchó y se alzó de manos como si se propusiera patearlos.

El monstruoso atacante de Tracy soltó otro alarido, pero esta vez no fue de rabia sino de sorpresa y pánico. Luego la soltó y se escabulló a un lado para no quedar debajo del caballo.

Los cascos de Buen Corazón golpearon la tierra rozando casi la cabeza de Tracy. El animal se alzó de manos una vez más y pateó el aire entre relinchos estridentes. Comprendiendo que una patada sería suficiente para convertir su cráneo en papilla, Tracy rodó sobre sí misma distanciándose del caballo y también de la bestia de ojos ambarinos, que, entretanto, se había zambullido en la oscuridad sorteando al semental.

Buen Corazón siguió encabritado y relinchando, Tracy gritó a su vez, los perros aullaron por toda la vecindad y pronto empezaron a encenderse luces en la casa, lo cual la hizo pensar esperanzada en la supervivencia. Sin embargo, ella intuyó que su atacante no estaba dispuesto a cejar, que estaba rodeando ya al frenético semental para intentar atraparla de nuevo. Tracy le oyó gruñir, salivar. Sabía que no podría alcanzar jamás la lejana casa antes de que aquel ser le diera alcance, así que se arrastró hacia la cercana cuadra y a uno de sus compartimentos vacíos. Mientras lo hacía oyó su propio canturreo:

—¡Oh, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús…!

Los dos batientes de la puerta estilo «Dutch» estaban unidos firmemente por el cerrojo. Un segundo cerrojo aseguraba toda la puerta al marco. Corrió este segundo cerrojo, abrió la puerta, se zambulló en la oscuridad saturada del olor a paja y cerrando la puerta se aferró a ella con todas sus fuerzas porque no se podía cerrar desde dentro.

Un instante después, su asaltante golpeó la puerta por el otro lado e intentó abrirla, pero el marco se lo impidió. Como la puerta se abría sólo hacia fuera, Tracy esperó que la criatura de ojos ambarinos no fuera lo bastante inteligente para imaginar cómo funcionaba su mecanismo.

Pero sí era lo bastante inteligente…

(Amado Señor del Cielo, ¿por qué no será tan torpe como horrenda?).

… y después de golpear dos veces más la barrera, comenzó a tirar hacia sí en lugar de empujar. La puerta casi se le escapa de las manos a Tracy.

Ella quería gritar pidiendo ayuda, pero necesitaba cada gramo de energía para clavar los talones en tierra y mantener cerrada la puerta. Ésta traqueteó y golpeó contra el marco cuando su demoníaco asaltante pugnó por abrirla. Afortunadamente, Buen Corazón continuó soltando gritos estridentes y relinchos, y el asaltante también gritó —un extraño sonido, animal y humano a un tiempo—, de modo que su padre deduciría sin duda de dónde partía el conflicto.

La puerta se abrió unos cuantos centímetros.

Ella aulló y haciendo un esfuerzo sobrehumano volvió a cerrarla.

Inmediatamente el atacante la abrió otra vez en parte y la mantuvo entornada esforzándose por dar un tirón definitivo mientras ella luchaba para cerrarla del todo. Tracy vio los sombríos rasgos de aquel rostro deforme. Los puntiagudos dientes tenían un brillo mate. Los ojos ambarinos estaban casi cerrados, apenas eran visibles. Lanzó un sonido sibilante y le gruñó, y su aliento acre era más intenso que el olor de la paja.

Gimiendo de horror y frustración, Tracy tiró de la puerta con todas sus fuerzas.

Pero los batientes se abrieron otro centímetro más.

Y otro.

El corazón le latió con la fuerza suficiente para ahogar en sus oídos el estampido del primer disparo. Ella no supo lo que había oído hasta que un segundo disparo resonó en la noche y entonces comprendió que su padre había cogido la escopeta del 12 antes de salir de casa.

La puerta de la cuadra se cerró de golpe cuando el atacante, alarmado por los disparos, la soltó. Tracy se aferró a ella.

Luego pensó que con tanta confusión su padre podría creer que Buen Corazón era el culpable, que el pobre caballo se había vuelto loco o algo parecido. Desde el interior de la cuadra gritó:

—¡No dispares contra Buen Corazón! ¡No mates al caballo!

No se oyeron más disparos, e inmediatamente Tracy se creyó una estúpida por pensar que su padre acabaría con Buen Corazón. Él era un hombre prudente, sobre todo con las armas cargadas, y a menos que supiese lo que estaba ocurriendo, no haría más que disparos de aviso. Con toda probabilidad habría hecho añicos algún arbusto.

Seguramente Buen Corazón estaría ya bien y el asaltante poniendo pies en polvorosa hacia las colinas o los desfiladeros, o adondequiera que fuese su punto de partida…

(¿Qué sería esa condenada y demencial cosa?).

… y la pesadilla había concluido, a Dios gracias.

Oyó rápidas pisadas y a su padre voceando su nombre.

Tracy abrió la puerta de la cuadra y vio que su padre corría hacia ella con unos pantalones azules de pijama, descalzo y con la escopeta al brazo. También apareció su madre con un camisón corto amarillo, trotando detrás de su padre, con una linterna.

Y vio, plantado en la parte más alta del terreno inclinado a Buen Corazón, el padre de futuros campeones, recuperado ya de su pánico e indemne.

Lágrimas de alivio le humedecieron los ojos a la vista del semental ileso, y salió tambaleante de la cuadra para poder verlo mejor. Al dar el tercer o cuarto paso, sintió un dolor insufrible por todo el costado derecho, acompañado de un mareo súbito. Dio un traspiés y cayó. Al ponerse la mano en el costado, notó algo húmedo y comprendió que estaba sangrando. Recordó las garras, clavándose en su cuerpo poco antes de que Buen Corazón saliera disparado de su cuadra y asustase al asaltante, y oyó su propia voz diciendo desde una gran distancia:

—Buen caballo… ¡Qué caballo tan bueno…!

Su padre se dejó caer de rodillas a su lado.

—¿Qué diablos te ha ocurrido, pequeña? ¿Te encuentras mal?

También se le acercó su madre.

Su padre vio la sangre.

—¡Pide una ambulancia!

Su madre, mujer nada proclive a la vacilación o al histerismo en los momentos conflictivos, se volvió rauda y corrió hacia la casa.

Tracy se sintió cada vez más mareada. Reptando en los confines de su visión apareció una oscuridad que no formaba parte de la noche. A ella no le atemorizó. Parecía una oscuridad acogedora, reconfortante.

—Pequeña —murmuró su padre, poniéndole una mano sobre las heridas.

Con voz débil, comprendiendo que deliraba un poco y preguntándose lo que iría a decir ahora, habló así:

—¿Recuerdas cuando era muy pequeña… sólo una niñita…? Entonces pensaba que una cosa horrible… habitaba en mi armario… durante la noche.

Él frunció el ceño, preocupado.

—Cariño, tal vez te convenga estar callada, quieta y callada.

Mientras perdía el conocimiento, Tracy se oyó decir con una seriedad que la divirtió y la horrorizó a un tiempo:

—Bueno…, creo que tal vez fuera el coco que solía vivir en el armario de la otra casa. Creo que quizás… él fuera real…, y ahora ha vuelto.

***

El viernes por la mañana, a las cuatro y veinte, pocas horas después del ataque a la casa de los Keeshan, Lemuel Johnson llegó al hospital de «St. Joseph», en Santa Ana, a la habitación de Tracy Keeshan. Sin embargo, a pesar de su celeridad, Lem descubrió que el sheriff Walt Gaines se le había adelantado. Walt estaba en el pasillo, abrumando con su estatura a un joven doctor ataviado con la bata verde de cirugía y una chaqueta blanca de laboratorio; ambos parecían estar discutiendo sin acalorarse.

El equipo NSA formado para afrontar la crisis «Banodyne» estaba supervisando todos los organismos policiales del condado, entre los cuales se encontraba la Comisaría de Orange, en cuya jurisdicción estaba incluida la casa de los Keeshan. El jefe del turno de noche había telefoneado a Lem a su casa para ponerle al corriente de las nuevas noticias sobre el caso, las cuales encajaban en el perfil de los incidentes esperados respecto a «Banodyne».

—Renunciaste a la jurisdicción —le recordó Lem a Walt en tono mordaz cuando se reunió con el sheriff y el doctor ante la puerta cerrada de la chica.

—Tal vez no sea parte del mismo caso.

—Sabes que lo es.

—Bueno, aún no se ha tomado tal determinación.

—Se hizo… allá en casa de los Keeshan, cuando hablé con tus hombres.

—Vale. Digamos entonces que estoy aquí como observador.

—¡Mis cojones! —exclamó Lem.

—¿Qué ocurre con tus cojones? —inquirió sonriente Walt.

—Que tengo un raro dolor ahí y el nombre de ese dolor es Walter.

—¡Qué interesante! —dijo Walt—. ¿Les pones nombre a los dolores? ¿También al dolor de muelas y a las jaquecas?

—Ahora mismo tengo una jaqueca y también se llama Walter.

—Eso es demasiado confuso, amigo mío. Más te vale llamar a esa jaqueca Bert, Harry o cualquier otra cosa.

Lem estuvo a punto de reírse…, porque quería a aquel tipo, pero también sabía que a pesar de esa amistad, Walt utilizarla su risa como palanca para auparse otra vez en el caso. Así que Lem permaneció impávido, aunque Walt supiera sin duda que Lem deseaba reírse. Semejante juego resultaba ridículo, pero era preciso llevarlo a cabo.

El doctor Roger Selbok parecía un joven Rod Steiger. Frunció el entrecejo al oírles alzar la voz, y entonces se comprobó que tenía asimismo la presencia impresionante de Steiger, porque su ceño fue suficiente para escarmentar e imponer silencio a ambos.

Selbok dijo que a la chica se le habían hecho multitud de análisis, estaba bajo tratamiento por sus heridas y se le había administrado un calmante. Estaba muy fatigada. Y él se disponía a hacerle tomar un sedante para garantizar un sueño reparador por lo cual no creía que fuese una buena idea el que un policía, cualquiera que fuese su rango, le hiciese preguntas en ese momento.

El continuo susurrar, el sigilo matutino del hospital, el olor a desinfectante, que saturaba el vestíbulo, y la aparición de una monja ataviada de blanco deslizándose silenciosa por su lado, fueron elementos suficientes para intranquilizar a Lem. Súbitamente temió que la pequeña estuviera en peor estado de lo que le habían dicho, y expresó su inquietud a Selbok.

—No, no. Ella está en muy buen estado —dijo el médico—. He hecho que sus padres vuelvan a casa, y no me hubiera permitido semejante cosa si hubiese algún motivo para inquietarse. El lado derecho de su cara ha sufrido algunos golpes, tiene el ojo amoratado, pero no es nada serio. Las heridas a lo largo del costado derecho requirieron treinta y dos puntos, así que necesitaremos tomar ciertas precauciones para reducir las cicatrices al mínimo; sin embargo, no hay peligro alguno. Ella se llevó un buen susto. Ahora bien, es una chica inteligente y muy segura de sí misma, de modo que no creo que padezca un trauma psicológico duradero. Así y todo, tampoco creo que sea una buena idea someterla a un interrogatorio esta noche.

—No será un interrogatorio —dijo Lem—. Sólo unas cuantas preguntas.

—Cinco minutos —dijo Walt.

—Menos —dijo Lem.

Ambos siguieron hostigando al doctor, y por fin le rindieron.

—Bueno… Supongo que ustedes tienen su trabajo que hacer, y si me prometen no ser demasiado insistentes con ella…

—La trataré como si estuviese hecha con burbujas de jabón —dijo Lem.

—La trataremos como si estuviese hecha con burbujas de jabón —dijo Walt.

—Díganme —dijo Selbok—. ¿Qué diablos le sucedió?

—¿No se lo ha contado ella misma? —preguntó Lem.

—Bueno, me dijo que la atacó un coyote…

Lem quedó sorprendido, y vio que Walt también estaba estupefacto.

Después de todo tal vez el caso no tuviera nada que ver con la muerte de Wes Dalberg y los animales muertos en el pequeño Zoo del parque Irvine.

—Pero —continuó el médico— ningún coyote atacaría a una niña tan grande como Tracy. Esos animales sólo son peligrosos para las criaturas muy pequeñas. Y no creo que sus heridas hayan sido causadas por un coyote.

Walt dijo:

—Tengo entendido que su padre espantó al asaltante con una escopeta. ¿Acaso no sabe él lo que la atacó?

—No —dijo Selbok—. No pudo distinguir lo que ocurría en la oscuridad, de modo que hizo sólo dos disparos de aviso. Según explica él, algo atravesó veloz el terreno, saltó la cerca y desapareció, pero no pudo ver más detalles. También dice que Tracy le mencionó al principio que había sido el coco, un ser que vivía en su armario, pero entonces estaba delirando. A mí me comentó que se trataba de un coyote. Por eso pregunto, ¿saben ustedes lo que está pasando aquí? ¿Pueden revelarme algo que necesite saber para el tratamiento adecuado de la chica?

—Yo no puedo —dijo Walt—. Pero aquí el señor Johnson conoce bien la situación.

—Muchas gracias —dijo Lem.

Walt se limitó a sonreír.

Y dirigiéndose a Selbok, Lem añadió:

—Lo siento, doctor, pero no estoy autorizado a discutir el caso. Sea como fuere, nada de lo que pudiera contarle alteraría el tratamiento que haya prescrito usted para Tracy Keeshan.

Cuando, al fin, Lem y Walt entraron en la habitación de Tracy, dejando al doctor Selbok en el corredor para cronometrar su visita, encontraron a una bonita adolescente de trece años llena de hematomas y tan pálida como la nieve. Estaba tendida en la cama con la sábana subida hasta los hombros. Aunque se le hubieran administrado calmantes estaba alerta, incluso nerviosa, y pareció lógico que Selbok quisiera darle un sedante. La muchacha trató de ocultar su temor.

—Yo desearía que te retiraras —dijo Lem a Walt.

—Si los deseos fuesen filet mignon, podríamos comer una estupenda cena —contestó Walt—. Hola, Tracy. Soy el sheriff Walt Gaines y este es Lemuel Johnson. Soy de lo más simpático que hay, pero aquí Lem es un verdadero aguafiestas, todo el mundo lo dice, pero tú no tienes que preocuparte porque yo le mantendré a raya y haré que te sea también simpático. ¿Vale?

Entre los dos la indujeron a conversar. Descubrieron en seguida que ella había dicho a Selbok lo del ataque del coyote porque no creía poder convencer ni al médico ni a nadie de lo que había visto en realidad.

—Yo temía que ellos me creyeran seriamente tocada de la cabeza, con la sesera hecha un revoltijo —dijo la muchacha—, y entonces me retuviesen aquí más de lo necesario.

Sentándose sobre el borde de la cama, Lem dijo:

—Escucha, Tracy, no necesitas temer que yo te crea loca. Creo saber lo que viste, y todo cuanto quiero de ti es una confirmación.

Ella le miró atónita e incrédula.

Walt se plantó a los pies de su cama, sonriéndole afectuoso, cual un inmenso «Teddy» dotado de vida. Y dijo:

—Antes de desvanecerte contaste a tu papá que habías sido atacada por el coco que solía vivir en tu armario.

—Sin duda era algo tan feo como él —contestó muy tranquila la niña—. Pero me imagino que no era eso.

—Cuéntame —dijo Lem.

Ella miró de hito en hito a Walt, a Lem, luego suspiró.

—Dime lo que crees que debería haber visto, y si aciertas, te contaré todo lo que pueda recordar. Pero no pienso ser la que empiece, porque entonces me tomarías por una chiflada.

Lem miró a Walt sin disimular su desencanto, pues se percató de que le sería imposible evitar la divulgación de algunos hechos referentes al caso.

Walt sonrió irónico.

Y Lem dijo a la chica:

—Ojos amarillos.

Ella quedó boquiabierta y se puso rígida.

—¡Sí! Tú lo sabes, ¿verdad? Sabes lo que había ahí fuera. —Intentó incorporarse, dio un respingo de dolor al forzar los puntos de sus heridas y se dejó caer otra vez—. ¿Qué era? ¿Qué era eso?

—Escucha, Tracy —contestó Lem—. Yo no puedo decírtelo. He firmado un juramento de secreto. Si lo quebrantase, se me encarcelaría y, lo que es más importante…, perdería la fe en mí mismo. Ella frunció el ceño y al fin asintió.

—Creo que lo comprendo.

—Bien. Ahora cuéntame todo cuanto sepas sobre tu asaltante.

En definitiva resultó que ella no había visto gran cosa porque la noche era muy oscura y su linterna había iluminado sólo unos instantes al alienígena.

—Bastante grande para un animal…, quizá tan grande como yo.

Ojos amarillos —la chica se estremeció—. Y su cara era… ¡tan extraña…!

—¿En qué sentido?

—Hecha a bultos…, deforme —dijo la niña.

Aun habiendo estado muy pálida desde el principio, ahora se acentuó su palidez, y unas finas gotas de sudor le aparecieron en la raíz del cabello humedeciéndole el entrecejo.

Walt, apoyado sobre el rodapié de la cama, se inclinó hacia adelante profundamente interesado, no queriendo perderse ni una sílaba.

Un vendaval súbito de Santa Ana fustigó al edificio, sobresaltando a la chica. Ella miró temerosa hacia la ventana vibratoria, en donde gemía el viento, como si esperara que algo entrase haciendo añicos el cristal.

Así había sido exactamente, recordó Lem, cómo el alienígena había alcanzado a Wes Dalberg.

La niña tragó saliva a duras penas.

—Su boca era enorme, y los dientes… No pudo evitar los temblores, y Lem le puso una mano tranquilizadora en el hombro.

—Todo está bien, cariño. Ahora todo ha terminado. Lo has dejado atrás.

Al cabo de una pausa para recobrar el dominio sobre sí misma, pero todavía temblorosa, Tracy dijo:

—Creo que era… melenudo… o velludo… No estoy segura, pero sí de que era muy fuerte.

—¿A qué clase de animal se parecía? —inquirió Lem.

Ella meneó la cabeza:

—No tenía el menor parecido con ninguno.

—Pero si hubieses de decir que se parecía a tal o cual animal, ¿dirías, por ejemplo, que se asemejaba a un puma más que a cualquier otro?

—No. Puma, no.

—¿Perro?

Ella titubeó.

—Tal vez…, un poco como un perro.

—¿Y quizás otro poco de oso…?

—No.

—¿Pantera?

—No. Nada felino.

—¿Cómo un mono?

Ella vaciló otra vez, frunció el ceño, cavilando.

—No sé por qué… pero, sí, quizás un poco como un mono. Salvo que ningún perro ni mono tiene unos dientes como aquéllos.

La puerta que daba al pasillo se abrió y el doctor Selbok apareció en el umbral.

—Ya han estado ustedes más de cinco minutos.

Walt se dispuso a hacerle salir con un ademán.

—No. Está bien —dijo Lem—. Ya hemos terminado. Sólo medio minuto más.

—Empiezo a contar los segundos —dijo Selbok mientras se retiraba.

Lem preguntó a la chica:

—¿Puedo confiar en ti?

Ella le miró de hito en hito y dijo:

—¿Para mantenerme callada? Lem asintió.

—Sí —dijo ella—. No deseo contárselo a nadie, seguro. Mis padres creen que soy muy madura para mi edad. Emocional y mentalmente madura, quiero decir. Pero si empiezo a contar historias disparatadas sobre… sobre monstruos, ellos creerán que no soy tan madura después de todo, y quizá se imaginen que no tengo el suficiente sentido de la responsabilidad para cuidar caballos, y entonces tal vez alteren sus planes sobre la cría. No me arriesgaré a eso, señor Johnson. No señor. Así pues, por lo que a mí concierne, era un coyote medio loco. Pero…

—Di…

—¿Puede decirme si hay alguna posibilidad de que regrese?

—No lo creo. Sin embargo, sería prudente no ir a la cuadra de noche durante algún tiempo. ¿Conforme?

—Conforme —dijo ella. Y a juzgar por su expresión se podía asegurar que ella permanecería dentro de casa después del anochecer durante muchas semanas.

Los dos abandonaron el aposento, dieron las gracias al doctor Selbok por su cooperación y se dirigieron hacia el garaje subterráneo del hospital. Entretanto, el alba no había llegado todavía y la cavernosa estructura de cemento estaba vacía, causando un efecto desolador. El eco de sus pisadas rebotó en las paredes.

Como sus coches estuvieran aparcados en el mismo piso, Walt acompañó a Lem hasta el sedán verde y sin marca de la NSA. Cuando Lem ponía la llave en la puerta para abrirla, Walt miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y luego dijo:

—Cuéntamelo.

—No puedo.

—Yo lo averiguaré.

—Estás apartado del caso.

—Llévame a los tribunales. Agénciate una citación.

—Sabes que podría hacerlo.

—¿Por poner en peligro la seguridad nacional?

—Sería un cargo justo.

—¿Y me harías sentar en una celda?

—Podría —dijo Lem a sabiendas de que jamás lo haría. Curiosamente, aunque la obstinación de Walt le decepcionara e irritara no poco, Lem la encontró también grata. Tenía pocos amigos y entre ellos Walt era el más importante, y le gustaba pensar que la causa de tener tan pocos amigos se debía a su carácter selectivo, su búsqueda de cualidades excepcionales. Si Walt se hubiese rendido por completo, si se hubiera acobardado ante la autoridad federal, si hubiese sido capaz de refrenar su curiosidad con tanta facilidad como se cierra un interruptor de la luz, habría tenido una pequeña mácula que le empequeñecería ante sus ojos.

—¿Qué es lo que te recuerda un perro y un mono y tiene ojos amarillos? —preguntó Walt—. Aparte de tu madre, claro está.

—Deja a mi madre en paz, so alcornoque —dijo Lem sonriendo a pesar suyo. Y subió al coche.

Walt mantuvo abierta la puerta y se agachó para mirarle.

—En nombre de Dios, ¿qué es lo que escapó de «Banodyne»?

—Te he dicho que esto no tiene nada que ver con «Banodyne».

—Y el incendio que tuvieron en los laboratorios al día siguiente, ¿lo provocaron ellos mismos para destruir las pruebas de lo que estaban maquinando?

—No seas ridículo —dijo Lem hastiado, mientras ponía en marcha el motor—. Cualquier prueba se podría destruir de una forma más eficaz y menos drástica. Suponiendo que hubiera pruebas que destruir. Que no es el caso, porque «Banodyne» no tiene nada que ver con esto.

Len puso en marcha el coche, pero Walt no cejó. Mantuvo abierta la puerta y se inclinó aún más para que se le oyera por encima del estrépito:

—Ingeniería genética. Eso es lo que están fraguando en «Banodyne». Enredando con bacterias y virus para crear nuevos microbios que hagan buenas obras, como fabricar insulina o comer capas de grasa. Y enredan asimismo con los genes de las plantas, supongo, para producir maíz que crezca en tierra ácida o trigo que florezca con la mitad del agua requerida. Siempre hemos creído que la experimentación con genes se hace a pequeña escala…, plantas y gérmenes. Pero ¿acaso no podrían rizar el rizo con genes animales hasta producir vástagos extraños, especies absolutamente nuevas? ¿Es eso lo que han hecho? ¿Y es eso lo que se ha escapado de «Banodyne»?

Lem sacudió la cabeza exasperado.

—Escucha, Walt, yo no soy un experto en ADN y sus derivaciones, pero no creo que la ciencia se utilice hasta el extremo de alcanzar cierto grado de confianza en ese campo. Y de todas maneras, ¿qué propósito tendría? Fíjate, supongamos que ellos pudieran crear un animal raro e inédito experimentando con la estructura genética de las especies existentes. ¿Qué utilidad tendría semejante descubrimiento? Aparte, claro está, de las exhibiciones en las ferias carnavalescas.

Walt entornó los ojos.

—Lo ignoro. Dímelo tú.

—Escucha, el dinero para la investigación es siempre limitado y hay una competencia feroz para adjudicarse una subvención de mayor o menor cuantía, de modo que nadie puede permitirse el sufragar unos experimentos con algo que no tiene utilidad alguna. ¿Me explico? Ahora bien, como quiera que yo estoy comprometido ahí, esto debe ser por fuerza, ya sabes, un asunto de defensa nacional, lo cual significa que los de «Banodyne» estaban despilfarrando el dinero del Pentágono para crear un engendro de feria.

—Las palabras «despilfarrar» y «Pentágono» —replicó secamente Walt— han sido empleadas algunas veces para formar una frase escueta.

—Vuelve a la realidad, Walt. Una cosa es que el Pentágono tolere a sus contratistas el derroche para producir unas armas necesarias en todo sistema de defensa, y otra muy distinta el entregar fondos para ciertos experimentos a sabiendas de que no tienen ningún potencial defensivo. A veces, el sistema es ineficaz, incluso corrupto, pero nunca totalmente estúpido. Te lo diré una vez más: esta conversación carece de finalidad porque no tiene ninguna relación con «Banodyne».

Durante largo rato Walt le miró, y luego exhaló un suspiro:

—¡Por Dios, Lem, lo haces muy bien! Sé que has de mentirme por necesidad, pero creo casi a medias que estás diciendo la verdad.

—La estoy diciendo.

—Lo haces muy bien. Entonces…, ¿qué me dices de Weatherby, Yarbeck y de los demás? ¿Diste ya con su asesino?

—No. —De hecho, el agente a quien Lem asignara el caso le había comunicado que, al parecer, los soviéticos habían empleado un asesino ajeno a sus propias agencias y también, quizás, al mundo político. La investigación parecía estancada, pero todo cuanto él dijo a Walt fue «no».

Walt empezó a enderezarse para cerrar la puerta del coche, mas, antes de hacerlo, se inclinó nuevamente para decir:

—Otra cosa. ¿Has observado que parece tener un destino concreto?

—¿De qué estás hablando?

—Se ha ido moviendo invariablemente en dirección norte o nornoroeste desde que escapó de «Banodyne».

—No escapó de «Banodyne», maldita sea.

Desde «Banodyne» al desfiladero Holy Jim, desde aquí a Irvine Park y desde este parque anoche a la casa de los Keeshan. Tú sabes ya lo que eso significa, supongo yo, hacia dónde podría encaminarse, pero no me atrevo a preguntártelo, claro está, porque me largarías directamente a la cárcel y me dejarías pudrirme allí.

—Te estoy contando la pura verdad acerca de «Banodyne».

—Eso dices tú.

—Eres imposible, Walt.

—Eso lo dices tú.

—Eso lo dice todo el mundo. Ahora, ¿me dejarás ir a casa? Estoy molido.

Por fin Walt cerró la puerta sonriente.

Lem abandonó el garaje camino de Main Street, luego tomó la autopista en dirección Placentia. Esperaba poder meterse en la cama.

Mientras conducía el sedán NSA a través de unas calles tan desiertas como rutas oceánicas, pensó en ese extraño ser alienígena poniendo rumbo Norte. Sí, también lo había observado él, y estaba seguro de saber lo que buscaba, incluso aunque la criatura no conociera exactamente su destino. Desde el principio, el perro y el alienígena habían tenido una percepción especial mutua, percibiendo cada cual de forma instintiva e inquietante la actitud y actividad del otro, aunque ambos no estuviesen en la misma habitación. Davis Weatherby había sugerido, no sin cierta seriedad, que pudiera haber algo telepático en las relaciones entre estos dos seres. Ahora bien, era muy probable que el alienígena estuviese sintonizado todavía con el perro y, gracias a una especie de sexto sentido, lo estuviera siguiendo.

Lem esperaba, por el bien del perro, que ése no fuera el caso.

En los laboratorios había resultado evidente que el perro había temido siempre al alienígena y por motivos bien fundados. Ambos eran el contrapunto del Proyecto Francis, el éxito y el fracaso, el bien y el mal. Todo lo que el perro tenía de admirable, ecuánime y bueno…, el alienígena lo tenía de aborrecible, inicuo y malévolo. Por otra parte, los investigadores habían comprobado que el alienígena no temía al perro, sino más bien lo odiaba con un apasionamiento que nadie había logrado comprender ni interpretar. Ahora ambos estaban en libertad, y el alienígena podía tener como único objetivo cazar al perro, porque su deseo más ferviente había sido siempre el de descuartizar al perdiguero miembro por miembro.

Lem se apercibió de que, en su ansiedad, había pisado con demasiada fuerza el acelerador. El coche salió disparado a lo largo de la autopista. Retiró el pie del pedal.

Adondequiera que hubiese ido el perro, con quienquiera que hubiese encontrado refugio, corría un gran riesgo, al igual que aquéllos que le hubieran dado cobijo.