Capítulo IV

Al día siguiente de su encuentro con Art Streck, Nora Devon se dispuso, mediante un largo paseo, a explorar diversos lugares de la ciudad que jamás había visto. Ella solía pasear en compañía de Violet cada semana, aunque brevemente. Desde el fallecimiento de la anciana, Nora todavía salía a la calle, pero con menos frecuencia, y nunca se aventuraba más allá de seis u ocho manzanas de casa. Hoy se proponía ir mucho más lejos. Ésta sería su primera tentativa hacia la liberación y la dignidad.

Antes de partir, consideró la posibilidad de tomar un almuerzo ligero en cualquier restaurante elegido al azar durante el trayecto. Pero ella no había estado nunca en un restaurante. La perspectiva de tratar con un camarero y comer en compañía de extraños fue desalentadora. En su lugar, puso dentro de una bolsa de papel, una manzana, una naranja y dos pastelillos de avena. Almorzaría sola en cualquier parque. Incluso eso sería revolucionario. Mejor ir paso a paso.

El cielo estaba despejado. El aire era tibio. Los árboles con sus verdes brotes primaverales daban una impresión de frescura; los agitaba una brisa lo bastante fuerte para atemperar la cálida luz solar.

Mientras Nora desfilaba ante casas distinguidas, construidas en su mayor parte con un estilo u otro de la arquitectura hispánica, miró con renovada curiosidad sus puertas y ventanas, se hizo preguntas sobre las personas que las habitaban. ¿Serían felices? ¿Estarían tristes? ¿Enamoradas? ¿Cuál sería su música y cuáles sus libros preferidos? ¿Qué comerían? ¿Estarían proyectando unas vacaciones en lugares exóticos, o veladas teatrales o visitas a los clubes nocturnos?

Ella nunca se había preguntado sobre esa gente porque sabía que sus vidas y la de ella jamás se cruzarían. Así pues, el hacerse tales preguntas habría sido una pérdida de tiempo, un esfuerzo vano. Pero ahora…

Cuando Nora se cruzó con otros paseantes, mantuvo la cabeza baja, y escondió la cara, como siempre hiciera, pero al cabo de un rato halló el valor suficiente para mirarles. Y se sorprendió cuando muchos le sonrieron y dijeron hola. Más adelante su sorpresa fue aún mayor cuando se oyó a sí misma dando respuesta.

En la Audiencia del condado hizo una pausa para admirar los capullos amarillos de las yucas y el rojo cálido de las buganvillas que trepaban por la pared estucada y se entrelazaban con la verja de hierro forjado ante uno de los altos ventanales.

En la misión de Santa Bárbara, construida el año 1815, Nora se detuvo al pie de los escalones de entrada y examinó la bella y antigua fachada de la iglesia. Deambuló por el claustro, con su jardín sagrado, y subió al campanario.

Empezó a comprender por qué se catalogaba a Santa Bárbara, en algunos de los muchos libros que había leído, como uno de los lugares más hermosos de la Tierra. Ella había residido aquí casi toda su vida, pero, como quiera que se hubiese refugiado con Violet en la casa Devon, y en las contadas exploraciones hubiera visto las puntas de los propios zapatos o quizás un poco más, podía afirmar que estaba contemplando por primera vez la ciudad. Esto la encantó y excitó a un tiempo.

A la una, en el parque Alameda, Nora se sentó en un banco ante el estanque, cerca de tres datileros viejos e imponentes. Aunque ya le dolían un poco los pies, no quería de ninguna manera volver temprano a casa. Abrió la bolsa de papel e inició su almuerzo con la manzana amarilla. Nunca nada le supo ni la mitad de delicioso. Casi famélica, se comió también a toda prisa la naranja, dejando caer las peladuras dentro de la bolsa, y cuanto estaba empezando el primero de los pastelillos de avena, Art Streck se sentó a su lado.

—Hola, preciosa.

El hombre sólo llevaba pantalones cortos azules de deporte, zapatillas para correr y gruesos calcetines blancos de atletismo. Estaba claro que no había corrido nada pues no sudaba lo más mínimo. Era un tipo musculoso, con pecho ancho y bronceado, extremadamente masculino. Su indumentaria tenía por exclusiva finalidad exhibir el físico. Por tanto Nora desvió al instante la mirada.

—¿Asustada? —preguntó él.

Ella no pudo hablar porque tenía pegado al paladar el primer bocado del pastelillo. Le fue imposible hacer saliva. Temía ahogarse si intentaba tragar en seco el trozo de pastelillo, pero no le parecía correcto escupirlo.

—Mi dulce y tímida Nora —susurró Streck.

Mirando hacia abajo, vio el temblor ingobernable de su mano derecha, observó cómo el pastelillo se le estaba desmigajando entre los dedos y las migajas caían sobre el pavimento entre sus pies.

Ella se había propuesto pasear durante toda el día como un primer paso hacia la liberación, pero en ese momento hubo de reconocer que había tenido otro motivo para salir de casa. Había intentado evitar el acoso de Streck, temía quedarse en casa, temía que él le telefoneara hasta la saciedad. No obstante, ahora el hombre la había encontrado en campo abierto, sin la protección de sus ventanas y puertas herméticas, lo cual era peor que el teléfono, infinitamente peor.

—Mírame, Nora.

—No.

—¡Mírame!

Los restos del pastelillo desmenuzado se le cayeron de la mano. Streck le cogió la mano izquierda y ella intentó resistirse, pero él se la estrujó sin piedad hasta rendirla. Luego le hizo poner la mano sobre su muslo desnudo. Su carne era caliente y firme.

Se le revolvió el estómago y el corazón le latió desacompasado. Nora no supo qué haría primero…, si vomitar o desmayarse.

Mientras le metía mano, él dijo:

—Yo tengo lo que necesitas, preciosa. Puedo cuidar de ti.

El trozo de pastelillo seguía sellándole la boca como si fuera una masa de engrudo.

Streck le levantó la mano de su muslo y la puso sobre su pecho desnudo, mientras decía:

—¿Has tenido un paseo agradable? ¿Te ha gustado la Misión? ¿Eh? ¿A que te han encantado los capullos de yuca de la Audiencia? El hombre seguía perorando con su voz fría, vanidosa. Le preguntó si le habían gustado otras cosas del trayecto, y Nora comprendió que él la había seguido durante toda la mañana, bien en su coche o a pie. Aunque ella no le hubiese visto, con toda seguridad el hombre había estado presente, puesto que conocía cada uno de sus movimientos desde que abandonara la casa. Eso la enfureció y asustó mucho más que cualquier otra cosa.

Su respiración se hizo penosa y agitada; sintió que se quedaba sin aliento. Los oídos le silbaron, y, no obstante, pudo oír con claridad cada palabra que él le decía. Aun cuando creyera poder golpearle y arañarle, se sintió paralizada, deseando golpear pero incapaz de hacerlo, fortalecida por la rabia y debilitada por el miedo a un tiempo. Quiso gritar, no para pedir ayuda, sino de pura frustración.

—Ahora —prosiguió él— que ya has tenido un paseo delicioso de verdad, un almuerzo satisfactorio en el parque, y te encuentras de excelente humor… ¿Sabes lo que sería muy agradable? ¿Sabes lo que redondearía esta estupenda jornada, preciosa? ¿Lo que haría de ella un realmente especial? Pues bien, lo que vamos a hacer es subir a mi coche, regresar a tu casa e instalarnos en tu dormitorio amarillo, en tu cama de baldaquín…

¡Él había estado en su dormitorio! Debió de haberlo hecho el día anterior. Cuando se le suponía en la sala reparando el televisor, debió escaparse escaleras arriba, el muy bastardo, para escudriñar su rincón más íntimo, para invadir su santuario y hurgar en sus efectos personales.

—… esa cama enorme y antigua, y te desnudaré de arriba abajo, cariño, te desnudaré de arriba abajo y te follaré…

Nora no podría explicarse jamás si la indujo el horrible descubrimiento de que aquel hombre había violado su santuario o el oír por primera vez una obscenidad en su boca o ambas cosas a la vez, pero el hecho es que, sacando fuerzas de flaqueza, irguió la cabeza, le miró iracunda y le escupió en plena cara el trozo de pastelillo todavía por tragar. Pegotes de saliva y migas empapadas se le quedaron adheridos a la mejilla derecha, al ojo derecho y en el lado correspondiente de la nariz. Algunas partículas de avena se le quedaron prendidas del pelo y le motearon la frente. Cuando percibió la ira en los ojos de Streck y las contorsiones del rostro, Nora se aterrorizó de lo que había hecho. Pero también la enorgulleció el haber sido capaz de romper las ligaduras de esa parálisis emocional que la había inmovilizado, incluso si sus acciones le acarreaban perjuicios, incluso si Streck se desquitaba.

Y Streck se desquitó, rápido, brutal. Como aún le tenía aferrada la mano, ella no pudo zafarse. Streck se la oprimió tal como había hecho antes, a ella le crujieron los huesos. ¡Dios, cómo dolía! Pero no quiso darle la satisfacción de verla llorar, y no pensó ni por asomo en gimotear o suplicar, de modo que apretó los dientes y aguantó. Notó el sudor corriéndole por el cuero cabelludo y temió perder el conocimiento. Pero el dolor físico no fue lo peor de su aprieto; lo peor fue mirar los ojos de Streck, ojos fríos de un azul glacial. Al estrujarle los dedos, él no la retuvo sólo con la mano, sino también con la mirada, que era fría e infinitamente extraña. Él estaba intentando intimidarla, acobardarla, y su plan funcionaba (¡vaya si funcionaba!), porque Nora percibió en él una demencia que jamás podría afrontar por sí sola.

Cuando él atisbó su desesperación, evidentemente mucho más satisfactoria para sus designios que un grito de dolor, cesó de apretar la mano pero no la dejó escapar.

—Pagarás por esto —dijo—, por escupirme en la cara. Y disfrutarás con tu pago.

Ella replicó sin mucha convicción:

—Me quejaré a su jefe, y le haré perder su empleo.

Streck se limitó a sonreír. Nora se preguntó por qué el hombre no se tomaría la molestia de quitarse los trozos de pastelillo de la cara, pero apenas se hubo hecho tal pregunta comprendió la razón: él se proponía obligarla a hacerlo. Pero antes dijo:

—¿Perder mi empleo? ¡Bah! He dejado ya de trabajar para la «Wadlow TV». Me despedí ayer tarde. Para poder dedicarte más tiempo, Nora.

Ella bajó la mirada, pero no pudo ocultar su miedo porque los temblores la sacudieron hasta el punto de que creyó oír el castañeteo de sus dientes.

—Yo no permanezco nunca demasiado tiempo en un empleo. Un hombre como yo, rebosante de energía, se aburre pronto de todo. Necesito movimiento. Además, la vida es demasiado corta para desperdiciarla trabajando, ¿no crees? Así que conservo cada empleo algún tiempo hasta ahorrar el dinero suficiente y luego vagabundeo mientras puedo. A veces me tropiezo con alguna dama como tú, necesitada de mis cuidados, alguien que está pidiendo a gritos un hombre como yo. Por consiguiente, la ayudo a salir del atolladero.

«Propínale una patada, muérdele, arráncale los ojos», —se dijo Nora.

Pero no hizo nada.

Sintió un dolor sordo en la mano. Recordó lo ardiente e intenso que había sido ese dolor.

La voz de él cambió, se hizo más suave, tranquilizadora, sedante, pero eso la asustó aún más.

—Y yo me propongo ayudarte, Nora. Me instalaré algún tiempo contigo. Será muy divertido. Ahora estás un poco irritada conmigo, claro, lo comprendo, de verdad. Pero créeme, esto es lo que necesitas, chica, esto transformará tu vida de arriba abajo, nada volverá a ser lo mismo. Es lo mejor que puede ocurrirte.

***

A Einstein le encantaba el parque.

Cuando Travis le soltó la correa, el perdiguero trotó hasta el macizo de flores más cercano, enormes caléndulas amarillas con un cerco de prímulas purpúreas, y caminó despacio en derredor, cautivado a todas luces. Luego se dirigió a un macizo de ranúnculos de floración tardía, pasó aprisa a otro de impaciencias, y con cada descubrimiento su cola se agitaba más y más aprisa. Se dice que los perros sólo distinguen el negro y el blanco, pero Travis no apostaría contra la hipótesis de que Einstein poseyera visión para todos los colores. Por otra parte, Einstein lo olfateó todo, flores y arbustos, árboles y rocas, cubos de basura y desechos, la base de la fuente para beber y cada palmo de terreno por donde pasaba, sin duda sacando «fotografías» olfativas de cada persona y cada perro que hubiesen transitado por aquel camino, imágenes tan claras para él como las instantáneas lo fueran para Travis.

A lo largo de la mañana y a primeras horas de la tarde, el perdiguero se había comportado con toda normalidad, sin hacer cosas sorprendentes. De hecho su conducta como perro común y corriente, e incluso algo lelo, fue tan convincente que Travis se preguntó si la inteligencia casi humana del animal no se manifestaría solamente a ráfagas, un equivalente, aunque benigno, de los accesos epilépticos. Pero, después de todo lo acontecido ayer, la naturaleza excepcional de Einstein estaba al margen de toda duda, aun cuando se revelara en raras ocasiones.

Mientras proseguían su paso alrededor del estanque, Einstein se puso rígido de improviso, alzó la cabeza, enderezó un poco sus colgantes orejas y miró fijamente a una pareja sentada en un banco a unos dieciocho metros de distancia. El hombre llevaba pantalones cortos de corredor, y la mujer un vestido gris demasiado holgado; él le cogía la mano y ambos parecían enfrascados en una conversación.

Travis les volvió la espalda para dirigirse hacia el campo abierto del parque y no perturbar su intimidad.

Pero Einstein lanzó un ladrido y corrió en línea recta hacia la pareja.

—¡Einstein! ¡Aquí! ¡Vuelve aquí!

El perro hizo caso omiso y cuando estuvo cerca de la pareja del banco, empezó a ladrar con furia.

Travis le siguió deprisa y, cuando alcanzó el banco, el sujeto de pantalón corto estaba ya de pie, con los brazos alzados en actitud defensiva y los puños apretados, mientras retrocedía cauteloso un paso o dos ante el perdiguero.

—¡Einstein!

El perro dejó de ladrar y, esquivando a Travis antes de que éste pudiera sujetarle con la correa, corrió junto a la mujer del banco y le puso la cabeza sobre el regazo. La transformación del can gruñidor en cariñoso perrito faldero fue tan súbita que dejó atónitos a todos.

—Lo siento —dijo Travis—. Él no había hecho nunca…

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el hombre—. ¡No se puede dejar suelto por el parque a un perro agresivo!

—El animal no es agresivo —contestó Travis—. Tan sólo…

—¡Mierda! —farfulló el corredor, salpicando saliva—. El condenado bicho ha intentado morderme. ¿Acaso le gustan a usted los pleitos o qué?

—No comprendo lo que le…

—Sáquelo de aquí —exigió el corredor.

Asintiendo aturdido, Travis se volvió hacia Einstein y vio que la mujer había invitado al perdiguero a subir al banco. Einstein estaba sentado a su lado mirándola y con una pata sobre su regazo, y ella no sólo lo acariciaba sino que lo abrazaba. De hecho, parecía haber algo de desesperación en su forma de rodearlo con los brazos.

—¡Sáquelo de aquí! —repitió furioso el corredor.

Aquel sujeto, que era más alto, más ancho de espaldas y fornido que Travis, avanzó dos pasos y se plantó imperioso ante él, aprovechando su mayor tamaño para intimidarle, pues estaba habituado a salirse con la suya mostrándose agresivo, aparentando ser un hombre peligroso y actuando en consonancia. Travis despreciaba a semejantes sujetos.

Einstein volvió la cabeza para mirar al corredor, enseñó los dientes y lanzó un gruñido sordo desde el fondo de la garganta.

—Escuche, amigo, —dijo irritado el corredor—, ¿está usted sordo o qué? Le he dicho que debe ponerle la correa al perro, y veo que sigue con la correa en la mano. ¿Qué diablos está esperando?

Travis empezó a darse cuenta de que algo marchaba mal. La indignación del corredor resultaba exagerada, como si se le hubiese cogido en un acto deshonroso e intentara disimular su culpa pasando de inmediato a la ofensiva. Y el comportamiento de la mujer era peculiar. No había abierto la boca y estaba pálida. Sus frágiles manos temblaban. A juzgar por su forma de aferrarse al perro, Einstein no era lo que la asustaba. Y Travis se preguntó por qué aquellos dos irían al parque vestidos de forma tan diferente entre sí, uno con pantalón corto de corredor y la otra con una bata sin forma. Observó que la mujer miraba furtiva y temerosa al corredor. Y entonces se le ocurrió que no formaban pareja, al menos no por deseo de la mujer, y que el hombre, sin duda alguna, había intentado hacer algo reprobable, lo cual le hacía sentirse culpable.

—¿Se encuentra bien, señorita? —dijo Travis.

—¡Cómo se va a encontrar bien! —terció el corredor—, su maldito perro llegó aquí ladrando y tirando bocados…

—Ahora no parece que la aterrorice —observó Travis sosteniendo la mirada del individuo.

En la mejilla de su interlocutor había unas partículas que parecían de comida. También había una bolsa en el banco junto a la mujer, de la cual surgía un pastelillo de avena y otro desmigajado en el suelo entre sus pies. ¿Qué diablos habría ocurrido aquí?

El corredor miró colérico a Travis y abrió la boca para hablar, pero entonces observó a la mujer con Einstein y obviamente pensando que su indignación ficticia estaba ya fuera de lugar, dijo hosco:

—Debería vigilar usted mejor a ese maldito perro.

—Bueno, ya no creo que les moleste —respondió Travis mientras enrollaba la correa—. Solo ha sido una ofuscación.

Todavía furibundo, pero inseguro, el corredor miró a la amilanada mujer y dijo:

—¿Nora…?

Ella no contestó. Siguió acariciando a Einstein.

—Te veré más tarde —dijo el corredor. Y como siguiera sin obtener respuesta, se concentró en Travis y le dijo contrayendo los ojos—: Si ese chucho intenta pisarme los talones…

—No lo hará —le interrumpió Travis—. Puede continuar usted su carrera. No le molestará.

Mientras el hombre se alejaba a trote lento por el parque hacia la salida más cercana, volvió la cabeza varias veces. Por último, desapareció.

Entretanto, Einstein se había echado en el banco descansando la cabeza sobre el regazo de la mujer.

—Es evidente que le gusta usted —dijo Travis.

Sin levantar la vista y pasando la mano por el pelaje de Einstein, ella murmuró:

—Es un perro encantador.

—Lo tengo solo desde ayer.

Ella no hizo comentario alguno.

Él se sentó en el otro extremo del banco con Einstein entre ambos.

—Me llamo Travis.

Sin reaccionar, ella rascó a Einstein detrás de las orejas. El perro emitió un ronquido de satisfacción.

—Travis Cornell.

Por fin ella alzó la cabeza y le miró:

—Nora Devon.

—Celebro conocerla.

Ella sonrió, pero nerviosa.

Aunque llevase una melena lacia y no usara maquillaje, era muy atractiva. Tenía el pelo oscuro y lustroso, el cutis impecable y sus ojos grises estaban animados por unas estrías verdes que parecían iluminarse con el sol radiante de mayo.

Como si descubriera su aprobación y se asustara de ello, la mujer rompió al instante el contacto visual y humilló una vez más la cabeza.

—Señorita Devon —dijo él—, ¿ocurre algo?

Ella no dijo nada.

—¿La estaba…, molestando ese hombre?

—Estoy bien —dijo ella.

Con la cabeza gacha y los hombros encogidos, sentada allí bajo una tonelada de timidez, aquella mujer parecía tan vulnerable que Travis no fue capaz de levantarse y desaparecer dejándola allí sola con sus problemas. Así que dijo:

—Si ese hombre estaba molestándola, creo que deberíamos llamar a la policía…

—No —dijo ella en voz queda pero apremiante, y zafándose del peso de Einstein se levantó.

El perro saltó del banco y se plantó junto a ella, mirándola con adoración.

Travis se levantó también y dijo:

—No pretendo entrometerme, por supuesto…

Ella se alejó presurosa, eligiendo otro camino que el del corredor para salir del parque.

Einstein se dispuso a seguirla, pero se detuvo y volvió remiso cuando su dueño lo llamó.

Travis la miró desconcertado hasta verla desaparecer…, una mujer turbada y enigmática con un traje gris tan sórdido e informe como la indumentaria de una dama Amish o de cualquier otra secta que se esforzara por ocultar la figura femenina debajo de unos atavíos que no tentaran al hombre.

Einstein y él prosiguieron su paseo por el parque. Más tarde fueron a la playa, en donde el perdiguero pareció maravillado ante el panorama infinito del ondulante mar y de las olas espumosas que rompían sobre la arena. Mientras retozaba alegre por la orilla, se detuvo varias veces para mirar el océano durante un minuto o dos. Algún tiempo después, ya en casa, Travis intentó que Einstein se interesara de nuevo por los libros que tanto le agitaran la tarde anterior, esperando poder adivinar ahora lo que el perro buscaba en ellos. Einstein olfateó con desgana los volúmenes que Travis le enseñó y luego…, bostezó.

A lo largo de toda la tarde, Travis evocó sin proponérselo a Nora Devon con sorprendente frecuencia y precisión. Ella no requería ropas incitantes para captar el interés de un hombre. Aquel rostro y aquellos ojos grises moteados de verde eran más que suficientes.

***

Tras unas pocas horas de sueño profundo, Vince Nasco tomó un vuelo de madrugada a Acapulco, México. Allí fue a un inmenso hotel en primera línea de playa, un resplandeciente pero inane promontorio en donde todo era cristal, cemento y terrazo. Después de cambiarse, optando por un aireado Top Siders blanco, pantalones blancos de algodón y camisa «Ban-Lon» azul celeste, salió en busca del doctor Lawton Haines.

Haines estaba pasando sus vacaciones en Acapulco. Tenía treinta y nueve años, medía uno ochenta y pesaba setenta y dos kilos; todo ello, más el enmarañado pelo castaño oscuro, hacía que pareciera Al Pacino, si se exceptuaba una marca roja de nacimiento del tamaño de medio dólar en la frente. Él acudía a Acapulco por lo menos dos veces al año, y se alojaba siempre en el elegante hotel «Las Brisas», situado sobre el cabo, al este de la bahía; se regodeaba con frecuentes y prolongados almuerzos en un restaurante anexo al hotel «Caleta», cuyos margaritas y vistas sobre la playa de Caleta le hacían preferirlo a los demás.

A las doce y veinte, Vince tomó asiento en una silla de junco con cómodos almohadones amarillos y verdes, ante una mesa cercana a los enormes ventanales del susodicho restaurante. Apenas entró, localizó a Haines. El doctor ocupaba otra mesa también cercana a la ventana, tres más allá de la de Vince, semioculto por una maceta de palmas. Haines estaba comiendo langostinos y bebiendo margaritas con una beldad rubia. Ésta llevaba pantalones blancos y un alegre corpiño a rayas. Casi todos los hombres del comedor la miraban alelados.

En opinión de Vince, Haines se parecía más a Dustin Hoffman que a Pacino. Tenía esas facciones audaces de Hoffman, incluida la nariz. Por otra parte, era tal y como se lo habían descrito. Vestía pantalones rosa de algodón, camisa amarillo limón y sandalias blancas, lo que era, según Vince, llevar a extremo la indumentaria tropical veraniega.

Vince terminó un almuerzo compuesto por sopa de albóndigas, enchiladas de marisco en salsa verde y un margarita sin alcohol; y pagó la nota justamente cuando Haines se disponía a partir con la rubia.

La mujer conducía un «Porsche» rojo. Vince les siguió en un «Ford» alquilado que tenía demasiados kilómetros en su estructura, repiqueteaba con tanto abandono como la percusión de una banda de mariachis y tenía un interior mohoso y maloliente.

Llegados a «Las Brisas», la rubia dejó a Haines en el aparcamiento, aunque no sin antes permanecer los dos de pie junto al coche durante cinco minutos, si no más, aferrándose mutuamente por el trasero y besándose con intensidad a plena luz del día.

Vince sufrió una decepción. Él había esperado que Haines tuviera un sentido más cabal del decoro. Después de todo, el hombre tenía un doctorado. Si las personas cultivadas no mantenían los preceptos tradicionales de conducta, ¿quién lo haría? ¿Acaso no se enseñaban modales y normas de comportamiento en las Universidades de hoy? No era de extrañar que cada año el mundo fuera más burdo y más vulgar.

La rubia partió en el «Porsche», y Haines abandonó el aparcamiento en un «Mercedes» deportivo de color blanco. ¡Seguro que no era alquilado! Vince se preguntó en dónde lo habría adquirido el doctor.

Haines dejó su coche al recepcionista de otro hotel y Vince le imitó. Siguió al doctor a través del vestíbulo hasta la playa, y allí emprendieron lo que parecía una caminata sin objeto a lo largo de la orilla. Pero por fin Haines se acomodó junto a una encantadora y joven mejicana con bikini de cordones. Era una mujer morena de soberbias proporciones y quince años más joven que el doctor. Estaba tomando el sol sobre una tumbona con los ojos cerrados. Haines la besó en el cuello, sobresaltándola. Evidentemente, ambos se conocían, pues ella le echó los brazos al cuello entre risas.

Vince se paseó arriba y abajo por la playa, y finalmente se sentó detrás de Haines y la chica con dos o tres bañistas interpuestos entre ellos. No le preocupaba que Haines le viera. El doctor parecía tener ojos tan sólo para la exquisita anatomía femenina. Además, a pesar de su tamaño, Vince tenía el don de pasar inadvertido en el paisaje de fondo.

Mar adentro, un turista daba un paseo en paracaídas a gran altura, remolcado por una lancha motora. El sol semejaba una granizada inacabable de doblones de oro sobre la arena y el mar.

Al cabo de veinte minutos, Haines besó a la chica en los labios y en las suaves curvas de los pechos y se marchó por donde había llegado. La joven le gritó:

—¡Esta tarde a las seis!

Y Haines contestó:

—Allí estaré.

Luego Haines y Vince dieron un placentero paseo en coche. Al principio Vince supuso que Haines tenía un destino específico, pero transcurrido un buen rato parecía que ambos habían escogido al azar la ruta de la costa para disfrutar del paisaje. Desfilaron ante la playa del Revolcadero y siguieron adelante, Haines en su «Mercedes» blanco, Vince siguiéndole lo más cerca posible con su «Ford».

Por fin llegaron a una atalaya panorámica en donde Haines se salió de la carretera y aparcó junto a un coche del que se estaban apeando cuatro turistas ataviados con ropas chillonas. Vince aparcó también y caminó hasta la barandilla de hierro, en el borde mismo de la escarpadura, desde donde se contemplaba un panorama verdaderamente magnífico del litoral y de las olas atronadoras que rompían contra los escollos treinta metros más abajo.

Los turistas, con sus camisas de loro y pantalones a rayas, terminaron de proferir exclamaciones sobre la espléndida vista, tomaron sus últimas instantáneas y, desembarazándose de algunos desperdicios y envolturas vacías, partieron, dejando solos a Vince y Haines en el acantilado. El único vehículo que pasaba por la carretera era un «Trans Am». Vince pensó que pasaría de largo, y apenas lo hiciera él podría encargarse de Haines.

Pero en lugar de seguir adelante, el «Trans Am» frenó y se detuvo junto al «Mercedes» de Haines. Una encantadora muchacha de veinticinco años más o menos se apeó. Parecía mejicana, pero con algunas gotas de sangre china. Muy exótica. Llevaba un sujetador blanco y shorts del mismo color. Sus piernas eran las mejores que Vince viera jamás. Haines y ella se alejaron a lo largo de la barandilla hasta separarse unos doce metros de Vince y entonces se entrelazaron en un abrazo que le hizo enrojecer.

Durante los minutos siguientes, Vince se les fue acercando a lo largo de la barandilla y se asomó peligrosamente varias veces, estirando el cuello para echar un vistazo a las furiosas rompientes que despedían agua a seis metros de altura.

—¡Caray, chico! —exclamó cuando una de ellas, particularmente monstruosa, golpeó los ásperos acantilados. Intentaba fingir una actitud totalmente inocente en su movimiento hacia la pareja.

Aunque ellos le dieran la espalda, la brisa le hizo llegar fragmentos de su conversación. A la mujer parecía inquietarle que su marido descubriese la presencia de Haines en la ciudad, y éste la presionó para que tomase una decisión sobre lo de la noche del día siguiente. El tipo era un desvergonzado.

La carretera se despejó por un momento, y Vince se dijo que tal vez no tuviera otra oportunidad para hacerse con Haines. Así pues, salvó la distancia que le separaba de la chica, unos metros, la aferró por la nuca y por el cinturón de sus shorts y levantándola en vilo la lanzó por encima de la barandilla. Entre alaridos, la mujer cayó a plomo contra las rocas del fondo.

Todo fue tan rápido que Haines no tuvo tiempo de reaccionar. Apenas había salido por los aires la mujer, Vince se volvió hacia el estupefacto doctor y le golpeó dos veces en la cara, partiéndole ambos labios y rompiéndole la nariz. El hombre quedó inconsciente.

Mientras Haines se desplomaba, la mujer se estrelló contra las rocas y Vince recibió su obsequio energético, incluso a esa distancia.

A él le hubiera gustado asomarse por la barandilla para echar una buena ojeada al cuerpo destrozado sobre las rocas, pero, por desgracia, no tenía tiempo que perder. La carretera no estaría libre de circulación por mucho rato.

Cargando con Haines, se dirigió hacia el «Ford» y lo colocó en el asiento delantero, recostado contra la puerta, como si durmiese pacíficamente. No olvidó inclinarle la cabeza hacia atrás para que la sangre de la nariz le escurriera por la garganta.

Desde la carretera costera, que era sinuosa y con muchos trechos en mal estado para una vía tan importante, Vince tomó una serie de carreteras secundarias sin asfaltar, cada cual más angosta y escabrosa que la anterior, pasando de la grava a las superficies polvorientas y desiguales, adentrándose cada vez más en el bosque hasta detenerse ante una muralla de árboles inmensos y vegetación exuberante, un solitario callejón sin salida. Durante el recorrido, Haines había recobrado el conocimiento dos veces, pero Vince se lo había hecho perder otras tantas mediante el sencillo procedimiento de golpear la cabeza del doctor contra el salpicadero.

Ahora sacó al viajero inconsciente del «Ford» y lo arrastró por una brecha de la espesa maleza hasta encontrar un umbroso claro con suelo de musgo. Las aves canoras y chillonas enmudecieron, los animales desconocidos con voces peculiares se escabulleron entre los arbustos. Grandes insectos, incluido un escarabajo como la mano de Vince, se apartaron de su camino, y varias lagartijas treparon raudas por los troncos.

Vince volvió al «Ford» para recoger algún material de interrogatorio. Un paquete de jeringas y dos frascos de pentotal sódico. Una porra de cuero cargada con perdigones de plomo. Un «Taser» manual, que semejaba un dispositivo de mando a distancia para televisores. Y, por último, un sacacorchos con mango de madera.

Lawton Haines estaba todavía inconsciente cuando Vince regresó al claro. La nariz rota le hacía roncar al respirar.

Haines debería haber muerto hacía ya veinticuatro horas. La gente que ayer contratara a Vince para hacer tres trabajos, quiso emplear a otro profesional autónomo que residía en Acapulco y operaba por todo México. Sin embargo, este sujeto había muerto la mañana anterior al abrir un paquete largo tiempo esperado que le enviaba por vía aérea «Fortnum & Mason» desde Londres y que contenía, sorprendentemente, dos libras de explosivo plástico en lugar de jaleas y mermeladas selectas. Apremiado por la urgencia del caso, el equipo en Los Ángeles había confiado aquel trabajo a Vince, aunque comprendiera que la sobrecarga de éste era excesiva. Fue un gran golpe de suerte para él, porque estaba seguro de que el doctor Haines estaría también relacionado con los «Laboratorios Banodyne» y podría proporcionarle más información sobre el Proyecto Francis.

Ahora, inspeccionando el bosque alrededor del claro en donde yacía Haines, Vince encontró un árbol caído del cual consiguió arrancar un trozo grueso y curvo de corteza que le serviría como cazo. Luego localizó un arroyo lleno de algas y cogió con el improvisado cazo unos doscientos cincuenta centímetros cúbicos de agua. Aquel líquido parecía putrefacto. ¡A saber cuántas bacterias exóticas medrarían allí! Pero, a esas alturas, la posibilidad de contraer una enfermedad no inquietaría mucho a Haines, por supuesto.

Vince le arrojó el primer cazo de agua al rostro. Poco después volvió con un segundo cazo cuyo contenido le obligó a beber. Tras muchos ahogos y esputos más una pequeña vomitona, Haines se despejó lo suficiente para comprender lo que se le decía y para responder de forma inteligible.

Enarbolando la porra de cuero, el «Taser» y el sacacorchos, Vince explicó a Haines cómo los utilizaría si se negaba a cooperar. El doctor, que declaró ser un especialista en fisiología y función del cerebro, demostró tener más inteligencia que patriotismo y aireó casi con ansiedad cada detalle del trabajo altamente secreto que desempeñaba para la defensa nacional en «Banodyne».

Cuando Haines juró que no le quedaba más por contar, Vince preparó el pentotal sódico. Mientras introducía la droga en la jeringa, dijo con tono coloquial:

—Escuche, doctor, ¿qué hay entre usted y las mujeres?

Haines, tendido boca arriba sobre el musgo, con los brazos a ambos lados, tal como le ordenara Vince, no logró adaptarse inmediatamente al cambio de tema. Parpadeó confuso.

—Le he estado siguiendo desde el almuerzo y le he visto tratar con tres mujeres, una tras otra, en Acapulco…

—Cuatro —le corrigió Haines. Y a despecho de su pavor, dejó entrever un enorgullecimiento enorme—. Ese «Mercedes» que conduzco pertenece a Giselle, la pequeña más dulce que…

—¿Y usted utiliza el coche de una mujer para engañarla con otras tres?

Haines asintió e intentó sonreír, pero dio un respingo porque su sonrisa le causó nuevas oleadas de dolor en su destrozada nariz.

—Yo he sido siempre… así con las mujeres.

—¡Por amor de Dios! —exclamó pasmado Vince—. ¿No se ha dado usted cuenta de que éstos ya no son los años sesenta ni los setenta? El amor libre ha muerto. Ahora tiene su precio. Y un precio prohibitivo. ¿No ha oído hablar usted del herpes, el SIDA y otras cochinadas semejantes? —Mientras le administraba el pentotal añadió—: Usted es un vehículo para todas y cada una de las enfermedades venéreas conocidas por el hombre.

Haines, que se le quedó mirando con un parpadeo estúpido, pareció al principio perplejo y luego se sumió en un sueño profundo de pentotal. Bajo los efectos de la droga, confirmó todo cuanto había dicho ya a Vince sobre «Banodyne» y el Proyecto Francis.

Cuando la droga perdió toda su eficacia, Vince ensayó el «Taser» con Haines para distraerse un rato, hasta que las baterías se agotaron. El científico se estremeció y pataleó cual una chinche de campo agonizante, se arqueó hacia atrás hincando manos, cabeza y talones en el musgo.

Transmisión energética.

Se hizo un silencio sepulcral por todo el bosque, pero Vince sintió que miles de ojos le vigilaban, ojos de entes silvestres. Él creyó que esos vigilantes ocultos aprobaban lo que le había hecho a Haines, porque el estilo de vida del científico representaba una afrenta contra el orden natural de las cosas, un orden natural que acataban todas las criaturas de la selva.

Dijo «gracias» a Haines, pero no besó al hombre. No le besó en la boca. Ni siquiera en la frente. La energía vital de Haines fue tan vigorizante y tuvo tan buena acogida como cualquier otra, más su cuerpo y su espíritu eran polutos.

***

Nora se fue directamente a casa desde el parque. Le era imposible recobrar el talante aventurero y el espíritu de libertad que colorearan la mañana y las primeras horas de la tarde.

Una vez hubo cerrado la puerta de entrada, dio una vuelta a la llave de la cerradura ordinaria, puso el cerrojo en punto muerto y echó la cabeza de seguridad, una gruesa pieza de latón. Luego inspeccionó las habitaciones de la planta baja y corrió por completo las cortinas de cada ventana para impedir que Art Streck atisbara el interior si se le ocurría merodear por allí. El contacto con Streck no sólo la había aterrorizado, sino que también le había dejado la sensación de estar sucia. Necesitaba más que nada una ducha bien larga y caliente.

Pero las piernas le temblaron de pronto, sintió cómo se le doblaban las rodillas bajo un ataque de vértigo. Tuvo que aferrarse a la mesa de la cocina para mantener el equilibrio. Experimentó la certeza de que si intentaba subir las escaleras en aquel momento, se caería. Así pues, tomó asiento, plegó ambos brazos sobre la mesa, descansó la cabeza encima de ellos y esperó a sentirse mejor.

Cuando pasó lo peor del mareo, Nora recordó la botella de brandy en la alacena, junto al frigorífico, y pensó que unos sorbos le ayudarían a reanimarse. Ella había comprado ese brandy, «Rémy Martin», después de que muriera tía Violet, porque ninguna bebida más fuerte que la sidra había merecido jamás la aprobación de tía Violet. Cuando regresó a casa del funeral de su tía, Nora se sirvió una copa de brandy como un acto de rebeldía. Entonces no le había gustado el brebaje y había vaciado casi toda la copa por el desagüe del fregadero. Pero ahora se le antojó que un trago de brandy podría poner fin a sus temblores.

Primero fue al fregadero y se lavó las manos repetidas veces bajo el chorro más caliente que pudo tolerar, empleando no sólo jabón sino también grandes cantidades de «Ivory», un detergente para vajillas, hasta borrar todo rastro de Streck. Cuando concluyó, sus manos quedaron enrojecidas y ásperas.

Entonces llevó a la mesa la botella de brandy y un vaso. Ella había leído libros en donde los protagonistas se sentaban con una botella de aguardiente y una pesada carga de desesperación dispuestos a engullirse la primera para arrastrar por el mismo camino a la segunda. Algunas veces les salía bien, de modo que tal vez funcionara en su caso. Si el brandy podía aliviar su angustia, aunque sólo fuera temporalmente, estaba presta a beberse la maldita botella hasta los posos.

Mas ella no tenía madera de libertina. Se pasó las dos horas siguientes tomando a sorbos una copa de «Rémy Martin».

Cuando intentaba apartar de su cabeza el recuerdo de Streck, la atormentaba sin piedad la evocación de tía Violet, y cuando intentaba no pensar en tía Violet volvía de nuevo a Streck, y cuando intentaba desterrar a ambos de su mente, rememoraba a Travis Cornell, el hombre del parque, pero pensar en él tampoco la consolaba. Aquel hombre le había agradado, afable, cortés, solícito…, y además la había librado de Streck. Pero sería, probablemente, tan malo como éste. A la menor oportunidad que ella le diera, Cornell se aprovecharía al igual que Streck. Tía Violet había sido tiránica, retorcida, morbosa, y sin embargo, cada vez le parecía que estaba más en lo cierto al apuntar los peligros de la interacción con personas desconocidas.

¡Ah, pero el perro…! Ésa era otra cuestión. Ella no había temido al perro ni siquiera cuando el animal había salido disparado hacia el banco del parque ladrando con verdadera ferocidad. Por una razón u otra había sabido que el perdiguero, o Einstein, como le había llamado su amo, centraba su furia en Streck. Abrazándose a Einstein se había sentido segura, protegida, incluso cuando Streck se erguía, todavía amenazador sobre ella.

Quizá le convendría hacerse con un perro. Tía Violet aborrecía la mera mención de los animales domésticos. Pero tía Violet estaba muerta, muerta para siempre, y nadie podría impedirle a Nora que tuviese su propio perro.

A menos que…

Bueno, ella tenía el peculiar presentimiento de que ningún otro perro podría procurarle la profunda sensación de seguridad que le había dado Einstein. El perdiguero y ella habían disfrutado de su momentánea relación.

Desde luego, podría ocurrir que ella le atribuyera cualidades que no poseía, al dejarse influir por el hecho de que el animal la hubiese salvado de Streck. Siendo así, ella le vería naturalmente como su salvador, su bravo guardián. Pero, por mucho que intentara desengañarse con la noción de que Einstein era sólo un perro como cualquier otro, Nora seguía pensando que aquel animal era algo especial, y estaba convencida de que ningún otro perro le procuraría protección y compañía en un grado tan alto como Einstein.

Una solitaria copa de «Rémy Martin», consumida a lo largo de dos horas, más los pensamientos sobre Einstein, sirvieron para levantarle la moral. Y lo que era más importante, el brandy y la evocación del perro le insuflaron el coraje suficiente para ir hasta el teléfono de la cocina con el firme propósito de llamar a Travis Cornell y proponerle que le vendiera su perdiguero. Después de todo, él le había dicho que tenía el perro desde hacía tan sólo un día, y por consiguiente, no podía tenerle mucho afecto. Si ella le ofreciese el precio justo, tal vez se lo vendiera. Nora hojeó la guía telefónica, encontró el número de Cornell y lo marcó.

Él contestó al segundo timbrazo.

—¿Diga?

Al oír su voz, Nora se dijo que cualquier tentativa para comprarle el perro sería como proporcionarle una palanca, un medio de entrometerse en su vida. Ella había olvidado que aquel hombre podría ser tan peligroso como Streck.

—¿Diga? —repitió él.

Nora vaciló.

—¿Diga? ¿Hay alguien ahí?

Ella colgó sin decir palabra.

Antes de hablar sobre el perro con Cornell, tenía que idear un enfoque que le disuadiera de cualquier artimaña para entrometerse en su vida, si, en verdad, él era como Streck.

***

Cuando el teléfono sonó poco antes de las cinco, Travis estaba vaciando una lata de «Alpo» en el cuenco de Einstein. El perdiguero le observaba interesado, lamiéndose las fauces pero aguardando paciente a que extrajera los últimos restos de la lata. Una verdadera exhibición de comedimiento.

Travis fue al teléfono, y Einstein, a la comida. Cuando nadie contestó a su primer saludo, Travis habló, por segunda vez, y el perro levantó la cabeza de su cuenco. Al no obtener respuesta, Travis preguntó si había alguien al otro lado de la línea, lo cual pareció intrigar a Einstein, porque el animal empezó a pasear por la cocina sin perder de vista el auricular en la mano de Travis.

Por fin, colgó y dio media vuelta, pero Einstein siguió plantado allí mirando el teléfono de pared.

—Deben haberse equivocado.

Einstein le miró y volvió la vista hacia el teléfono.

—O algún gamberrillo queriendo gastar una broma.

Einstein gimió inquieto.

—¿Qué te reconcome?

Einstein siguió allí, como clavado junto al teléfono.

Dando un suspiro, Travis dijo:

—Ya he tenido toda la perplejidad que puedo soportar por un día. Si piensas ponerte misterioso, tendrás que hacerlo sin mí.

Como quería ver las noticias de la mañana antes de hacer la comida, cogió una «Diet Pepsi» del frigorífico y se encaminó hacia la sala, dejando al perro en peculiar comunión con el teléfono. Después de encender el televisor, se sentó en el sillón grande, hizo saltar la chapa de su «Pepsi»… y oyó que Einstein estaba armando cierto barullo en la cocina.

—¿Qué estás haciendo ahí?

Entrechocar de cosas metálicas. Ruido de patas frotando una superficie dura. Un golpe sordo. Otro.

—Cualesquiera sean los daños que estés causando —advirtió Travis—, los pagarás. Y ¿cómo te propones ganar los pavos necesarios? Quizá tengas que ir a Alaska para trabajar como perro de trineo.

La cocina quedó en silencio. Pero sólo por un momento. Hubo un par de topetazos, un breve traqueteo y nuevamente el arañar de zarpas.

Travis sintió curiosidad a pesar suyo. Apagó el televisor con el mando a distancia.

Algo cayó con ruido sordo sobre el suelo de la cocina.

Cuando Travis estaba a punto de levantarse del sillón para averiguar lo sucedido, Einstein apareció. El laborioso perro llevaba entre las fauces la guía telefónica. Debió de saltar varias veces hasta el estante de la cocina en donde estaba la guía para darle zarpazos y tirarla al suelo. Cruzó la sala y soltó el grueso volumen ante el sillón.

—¿Qué quieres? —inquirió Travis.

El perro empujó la guía con el hocico, luego le miró expectante.

—¿Quieres que telefonee a alguien?

Resoplido.

—¿A quién?

Einstein hurgó otra vez la guía con el morro.

—A ver a quién quieres que telefonee —dijo Travis—. ¿A Lassie? ¿A Rin-Tin-Tin? ¿A Pluto?

El perdiguero le miró fijamente, con esos ojos oscuros tan poco caninos y más expresivos que nunca, pero insuficientes para transmitir lo que el animal quería.

—Escucha —dijo Travis—, tal vez tú puedas leerme el pensamiento, pero yo no puedo hacer lo mismo con el tuyo.

Dejando escapar un gemido de contrariedad, el perdiguero abandonó silencioso la habitación y desapareció por una esquina en el pequeño vestíbulo al que daban el cuarto de baño y dos dormitorios.

Travis consideró la conveniencia de seguirle, pero decidió esperar y ver lo que sucedía.

Al cabo de un minuto escaso, Einstein regresó trayendo en la boca un marco dorado de 8 x 10. Lo dejó caer junto a la guía telefónica. Era una fotografía de Paula que Travis guardaba en el tocador del dormitorio. Se la habían hecho el día de su boda, diez meses antes de que ella muriera. Estaba muy hermosa y parecía…, aparentemente saludable.

—Imposible, muchacho. Yo no puedo comunicarme con los muertos.

Einstein bufó como queriendo indicar que Travis era duro de mollera. Luego se acercó a una estantería de revistas, la volcó, dispersando todo su contenido, y regresó con un ejemplar de Time que dejó caer junto a la fotografía. Con sus patas delanteras arañó la revista hasta abrirla, y la hojeó, rasgando unas cuantas hojas en el proceso.

Travis se adelantó hasta el borde del sillón y se inclinó hacia adelante acuciado por la curiosidad.

Einstein se detuvo un par de veces para examinar las páginas abiertas de la revista y luego continuó pasándole la zarpa. Por fin llegó al anuncio de un automóvil que mostraba en primer plano una modelo morena impresionante. El animal levantó la vista para mirar a Travis, miró de nuevo el anuncio, otra vez a Travis y por último resopló.

—No te sigo.

Pasando más páginas con la zarpa, Einstein encontró otro anuncio en donde una rubia sonriente sostenía un cigarrillo. Entonces lanzó un bufido, a Travis.

—¿Coches y cigarrillos? ¿Quieres que te compre un coche y un paquete de «Marlboro»?

Tras otra visita al volcado estante de revistas, Einstein regresó con un boletín del sector inmobiliario, cuyos ejemplares seguían apareciendo en el buzón cada mes, aunque hiciera ya dos años que Travis había abandonado ese negocio. El perro la pasó también por sus zarpas hasta encontrar un anuncio que representaba a una bonita agente inmobiliaria con una chaqueta «Century 21».

Travis miró la fotografía de Paula, la rubia fumando su cigarrillo y la pizpireta agente «Century 21», luego recordó el otro anuncio con la morena y el automóvil, y dijo:

—¿Una mujer? ¿Quieres que telefonee…, a alguna mujer?

Einstein ladró una vez.

—¿A quién?

Einstein apresó delicadamente entre sus quijadas la muñeca de Travis e intentó levantarle del sillón.

—Vale, vale, suéltame. Te seguiré.

Pero Einstein no quería arriesgarse. No soltó la muñeca de Travis, e hizo que su amo caminara medio encorvado por la sala, el comedor y la cocina hasta el teléfono de pared. Allí volvió a dejar en libertad a Travis.

—¿A quién? —preguntó una vez más Travis, pero al tiempo que lo hacía comprendió de repente. Había sólo una mujer a quien conocían ambos, él y el perro—. ¿No será esa señora que encontramos hoy en el parque?

Einstein empezó a agitar el rabo.

—¿Y crees que es ella quien acaba de llamarnos?

La cola se movió más deprisa.

—¿Cómo puedes saber quién estaba al aparato? No abrió la boca. Además…, ¿qué estás tramando? ¿Un emparejamiento?

El perro resopló dos veces.

—Bueno, ella era bonita, sin duda, pero no mi tipo, compadre. Un poco rara, ¿no crees?

Einstein le ladró, corrió hasta la puerta de la cocina, saltó ante ella dos veces, volvió a Travis y ladró otra vez, corrió alrededor de la mesa sin interrumpir sus ladridos, salió disparado hacia la puerta, saltó ante ella de nuevo y poco a poco se hizo evidente que algo le perturbaba seriamente.

Algo referente a esa mujer.

Ella tuvo algún conflicto aquella tarde en el parque. Travis se acordó de aquel bastardo, con calzones de corredor. Él se había ofrecido a ayudarla, pero la mujer había rehusado. ¿Y si lo hubiese pensado mejor y hubiera decidido telefonearle como lo hizo pocos minutos antes descubriendo que no tenía el coraje suficiente para explicarle su apurada situación?

—¿Crees que ha sido ella quien ha llamado?

El rabo comenzó a agitarse nuevamente.

—Bueno…, aun cuando fuera ella, no parece prudente buscarse complicaciones.

El perdiguero se abalanzó sobre él, le aferró la pernera derecha de sus vaqueros y la sacudió furioso, estando a punto de dar con Travis en tierra.

—Está bien, basta ya. Lo haré. Tráeme esa maldita guía.

Einstein le soltó y salió raudo de la habitación, patinando sobre el resbaladizo linóleo. Al poco reapareció con la guía entre los dientes.

Hasta el momento de tomar la guía, Travis no se apercibió de haber estado esperando que el perro entendiera su petición. Desde ese instante, las excepcionales facultades e inteligencia del animal fueron algo que Travis dio por supuesto.

Sin poder evitar un respingo, también cayó en la cuenta de que el perro no le habría traído la guía a la sala si no hubiese comprendido la utilidad de tal libro.

—¡Por Dios que te he bautizado bien, cara peluda! ¿No te parece?

***

Aunque Nora no tenía costumbre de cenar antes de las siete, se sentía hambrienta. El paseo matinal y la copa de brandy le habían despertado el apetito, y éste era un placer que nada podría aguar, ni siquiera los pensamientos sobre Streck. Como no tenía ganas de cocinar, se preparó una fuente de fruta, algo de queso y un croissant calentado en el horno.

Habitualmente Nora cenaba en su habitación, dentro de la cama, con una revista o un libro, porque así se sentía más feliz. Cuando cogía la fuente para subir escaleras arriba, sonó el teléfono.

Streck.

Sin duda sería él. ¿Quién si no? Ella no recibía muchas llamadas.

Se mantuvo rígida escuchando el teléfono. Incluso después de que éste dejara de sonar. Se quedó recostada contra el mostrador de la cocina sintiéndose débil, esperando oír de nuevo los timbrazos.

***

Como Nora no contestara al teléfono, Travis se dispuso a oír las noticias vespertinas en el televisor, pero Einstein permanecía agitado. El perdiguero colocó sus patas delanteras sobre el mostrador y dio unos cuantos zarpazos a la guía hasta hacerla caer al suelo. Luego la apresó entre las quijadas y corrió fuera de la cocina.

Espoleada su curiosidad por el siguiente movimiento del perro, Travis lo siguió y lo encontró esperando ante la puerta de entrada con la guía aún en la boca.

—Y ahora, ¿qué?

Einstein puso una zarpa sobre la puerta.

—¿Quieres salir?

El perro gimió, mas la guía en su boca amortiguó el sonido.

—¿Qué te propones hacer ahí fuera con la guía telefónica? ¿Tal vez enterrarla como si fuera un hueso? ¿Es que hay algo a la vista?

Aunque Travis no recibiese respuesta a ninguna de esas preguntas, abrió la puerta y dejó que el perdiguero saliera al dorado atardecer. Einstein salió disparado hacia la camioneta aparcada en el camino de entrada. Se quedó plantado ante la puerta correspondiente al asiento del pasajero y miró hacia atrás con lo que cabría describir como impaciencia.

Travis caminó hasta la camioneta y miró al perdiguero. Suspiró.

—Sospecho que quieres ir a alguna parte. Y también sospecho que no has proyectado visitar la compañía telefónica.

Dejando caer la guía, Einstein se alzó de manos, apoyó las zarpas contra la puerta de la camioneta y, volviendo la cabeza hacia Travis, ladró.

—Quieres que mire la dirección de la señorita Devon en la guía y le hagamos una visita, ¿no es eso?

Un resoplido.

—Lo siento —dijo Travis—. Sé que te gustó, pero yo no estoy disponible para mujer alguna. Además, ella no es mi tipo. Ya te lo he dicho. Y tampoco yo soy su tipo. A decir verdad, tengo la impresión de que nadie es su tipo.

El perro ladró.

—No.

El animal se dejó caer al suelo y abalanzándose sobre Travis le aferró otra vez por la pernera de sus vaqueros.

—No —repitió él, mientras se agachaba y aferraba por el collar a Einstein—. Y es inútil que intentes comerte todo mi guardarropa, porque no pienso ir.

Einstein soltó su presa, se escabulló de un tirón y galopó hasta el largo macizo de luminosas paciencias en flor. Una vez allí, empezó a escarbar con furia, lanzando flores mutiladas al césped detrás de él.

—¡Por amor de Dios! ¿Qué te propones?

El perro siguió escarbando laboriosamente, abriéndose camino a través del macizo, arriba y abajo, dispuesto a destruirlo por completo. Travis corrió hacia el perdiguero.

—¡Eh, detente!

Einstein voló hacia el otro lado del patio y empezó a cavar un hoyo en el césped.

Travis le persiguió.

Una vez más, Einstein escapó a otro rincón del césped y empezó a arrancar más hierba, luego a la pila para pájaros, que intentó socavar por la base, y vuelta a lo que había dejado de las paciencias.

Viéndose incapaz de atrapar al perdiguero, Travis se detuvo al fin, tomó aliento y gritó:

—¡Basta!

Einstein dejó de escarbar y alzó la cabeza. Colgajos de color rojo coral le quedaron pendiendo del hocico.

—¡Iremos allí! —dijo Travis.

Einstein se sacudió las flores y pasó de las ruinas al césped…, con suma cautela.

—No habrá trucos —prometió Travis—. Si eso significa tanto para ti, visitaremos a esa mujer. Pero sólo Dios sabe lo que voy a decirle.

***

Con su fuente de la cena en una mano y una botella de «Evian» en la otra, Nora atravesó el vestíbulo de la planta baja experimentando un gran alivio al ver el resplandor de luces en cada habitación. En el descansillo del segundo piso empleó el codo para accionar el interruptor que encendía las luces de dicho vestíbulo. Pensó que necesitaría incluir un montón de bombillas en su próximo pedido a la tienda, porque se proponía dejar encendidas día y noche todas las luces. Ello representaba un gasto que no le dolería lo más mínimo.

Reconfortada todavía por el brandy, Nora empezó a tararear para sí mientras se dirigía hacia su habitación.

—Río de la luna, una milla o más de ancho.

Franqueó el umbral… y se paró en seco. Streck estaba tumbado en la cama.

Gesticuló alegre y dijo:

—Hola, muñeca.

Por unos instantes ella pensó que sería una alucinación, pero cuando le oyó hablar, comprendió que era aquel individuo en persona, lanzó un grito mientras la fuente se le caía de la mano, esparciendo frutas y queso por todo el suelo.

—¡Oh, madre mía! ¡Vaya un estropicio que has hecho! —exclamó él, sentándose en la cama y girando la cintura para echar los pies al suelo. Llevaba todavía los pantalones cortos, los calcetines y las zapatillas de deporte; nada más—. Pero no hay necesidad de limpiarlo ahora. Tenemos otros asuntos de que ocuparnos primero. He estado esperando largo rato a que subieras esas escaleras. Esperando y pensando en ti…, poniéndome a punto para ti… —Diciendo esto se levantó—. Ya va siendo hora de enseñarte lo que jamás aprendiste.

Nora no pudo moverse. Ni respirar.

El hombre debía haber venido a la casa directamente desde el parque, llegando antes que ella. Había forzado la entrada sin dejar ninguna señal y había estado esperando en la cama mientras ella tomaba sorbos de brandy en la cocina. Esa espera sigilosa tenía algo mucho más espeluznante que todo cuanto él había hecho hasta entonces, aguardando y burlándose para sí de lo que se prometía hacer con ella, regodeándose lo suyo al escucharla trajinar mientras ella ignoraba su presencia.

¿Qué haría aquel hombre cuando terminase con ella? ¿Matarla?

Nora dio media vuelta y corrió por el vestíbulo del segundo piso.

Cuando puso la mano sobre el pomo de la barandilla e inició el descenso, oyó a Streck detrás de ella.

Se lanzó escalones abajo, saltándolos de dos en dos, despavorida ante la temible posibilidad de torcerse un tobillo y caer… Al pie de las escaleras, las rodillas casi se le doblaron, pero consiguió continuar dando tumbos desde el último escalón hacia el vestíbulo de la planta baja.

Apresándola por detrás, Streck la aferró por las hombreras caídas de su vestido y la hizo girar sobre sí misma para que le diera la cara.

***

Cuando Travis se acercó a la acera ante la casa de Devon, Einstein se irguió sobre el asiento delantero, plantó ambas zarpas en la manija de la puerta, ejerció presión hacia abajo descargando todo su peso y abrió. Otro truco impecable. Antes de que Travis echara el freno de mano y parara el motor, el animal ya estaba fuera de la camioneta, galopando por el camino de entrada.

Unos segundos, después, Travis alcanzó los escalones del porche, a tiempo para ver que el perdiguero se alzaba sobre sus patas traseras y golpeaba con una zarpa el timbre. El sonido del timbrazo les llegó desde el interior.

Travis subió los escalones y dijo:

—¡Vaya! ¿Qué diablos te pasa?

El perro tocó otra vez el timbre.

—Dale una oportunidad para…

Cuando Einstein hacía sonar el timbre por tercera vez, Travis oyó el grito de un hombre expresando dolor y furia. Luego una llamada de socorro. La de una mujer.

Ladrando con tanta ferocidad como lo hiciera el día anterior en el bosque, Einstein, frenético, arañó la puerta; como si creyera que así podría abrirse camino a través de ella.

Travis avanzó unos pasos y miró a través de un segmento de cristal transparente en la ventanilla de vidrio policromado. Como el vestíbulo estaba vivamente iluminado, pudo ver que había dos personas forcejeando a pocos metros de distancia.

Mientras tanto, Einstein ladraba, gruñía y parecía a punto de enloquecer.

Travis intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Empleó el codo para romper un par de segmentos de la ventana polícroma, metió la mano buscando a tientas la cerradura, logró localizarla, así como la cadena de seguridad, y pasó adentro justamente cuando el individuo de los pantalones cortos apartaba a la mujer y daba media vuelta para enfrentarse con él.

Einstein no le quiso dar a Travis la oportunidad de intervenir. El perdiguero cruzó a saltos el vestíbulo en línea recta hacia el corredor.

El sujeto reaccionó como lo haría cualquiera que viese un perro de semejante tamaño cargando contra él: salió corriendo a toda prisa. La mujer intentó echarle la zancadilla, y él dio varios traspiés pero no cayó. Al final del pasillo atravesó en tromba una puerta batiente y se perdió de vista.

Einstein pasó raudo ante Nora Devon y alcanzó a toda velocidad la puerta batiente que todavía se balanceaba, midiendo con tal precisión la distancia que se coló por el hueco cuando la puerta giraba hacia dentro, desapareciendo igualmente detrás del corredor. En la habitación que se hallaba más allá de la puerta oscilante, la cocina según supuso Travis, hubo muchos ladridos, gruñidos y gritos. Algo cayó con estrépito, luego algo más se vino abajo de forma todavía más estruendosa. El corredor profirió una sarta de maldiciones. Einstein dejó escapar unos gruñidos tan malévolos que Travis sintió escalofríos, y el estruendo se hizo ensordecedor.

Él se acercó a Nora Devon. La mujer estaba recostada contra la barandilla, al pie de las escaleras.

—¿Se encuentra bien? —inquirió él.

—Casi… casi… me…

—Pero no lo hizo —se aventuró a precisar Travis.

—No.

Él le tocó la sangre en la barbilla.

—Está herida.

—Esa sangre es de él —dijo Nora al verla en los dedos de Travis—. Le mordí. —Y mirando hacia el batiente oscilante, que entretanto había cesado de balancearse, añadió:

—No permita que le haga daño al perro.

—Eso no es probable —dijo Travis.

Cuando Travis empujó la puerta oscilante, no había ya ningún ruido en la cocina. Dos sillas con respaldo de barrotes horizontales estaban volcadas. Un gran tarro de galletas se encontraba hecho añicos en el suelo de baldosines, y las galletas de avena, desperdigadas por toda la habitación, algunas enteras, bastantes partidas y muchas pulverizadas. El corredor se hallaba acurrucado en un rincón, con ambas manos recogidas sobre el pecho en actitud defensiva. La mano derecha le sangraba, lo que era, evidentemente, obra de Nora Devon. También le sangraba la pantorrilla izquierda, pero esta herida parecía ser un mordisco, del perro. Einstein le vigilaba, manteniéndose a prudente distancia para evitar las patadas, pero presto a terminar con su presa si el individuo fuese lo bastante insensato como para intentar abandonar el rincón.

—Buen trabajo —dijo Travis al perro—. Muy bueno, de veras. Einstein dejó oír una especie de lloriqueo que denotaba aceptación de la lisonja. Pero cuando el corredor intentó moverse, ese lamento de felicidad se tornó gruñido. Einstein lanzó una dentellada al aire, y el hombre, amedrentado, se ovilló otra vez en su rincón.

—Está usted listo —le dijo Travis al corredor.

—Me ha mordido. ¡Los dos me han mordido! —Furor petulante. Estupor. Incredulidad—. ¡¡Me han mordido!!

A semejanza de tantos matones habituados a salirse siempre con la suya, aquel hombre quedó consternado al descubrir que se le podía hacer daño e incluso derrotar. La experiencia le había enseñado que la gente se amilanaba cuando él la presionaba lo suficiente y mantenía en sus ojos una mirada malévola, demencial. Ahora tenía el rostro lívido y, a juzgar por su apariencia, sufría un trauma psíquico.

Travis cogió el teléfono y llamó a la Policía.