Durante las primeras horas de la tarde el perdiguero no exhibió nada del notable comportamiento que estimulara la imaginación de Travis. Mantuvo al perro bajo observación, algunas veces directamente, otras con el rabillo del ojo, y no vio nada que despertara su curiosidad.
Preparó una cena con emparedados de beicon, lechuga y tomate para él, y abrió una lata de «Alpo» para el perdiguero. A éste le gustaba el «Alpo» lo suficiente para comérselo a grandes bocados, pero, evidentemente, prefería la comida de los humanos. Se sentó en el suelo de la cocina, junto a su silla, y le miró suplicante mientras comía los emparedados sobre la mesa de formica. Por fin, él decidió darle dos lonchas de beicon.
Sus caninas súplicas no tenían nada de extraordinario. No hizo ninguna gracia portentosa. Se limitó a relamerse el morro, gimió de vez en cuando y empleó un repertorio reducido de expresiones lastimeras destinadas a suscitar compasión. Cualquier chucho habría intentado pescar algo suculento por el mismo procedimiento.
Más tarde, en la sala, Travis encendió el televisor y el perro se acurrucó sobre el sofá, a su lado. Al cabo de un rato, apoyó la cabeza sobre su muslo pidiendo que se le acariciara y rascara detrás de las orejas, y él accedió. El perro echó algunas ojeadas al televisor, pero no parecía interesarle el programa.
Travis tampoco tenía mucho interés en la TV. Tan sólo le intrigaba el perro. Quería estudiar sus reacciones e incitarle a que hiciera más gracias. Si bien intentó idear diversos procedimientos para motivar el despliegue de su pasmosa inteligencia, ninguno de ellos fue prueba suficiente para calibrar la capacidad mental del animal.
Además, Travis tenía el presentimiento de que aquel perro no cooperaría en prueba alguna. La mayor parte del tiempo parecía ocultar de un modo instintivo su agudeza. Recordaba su estupidez y torpeza cómica cuando perseguía a la mariposa; luego comparó este comportamiento con la sagacidad y la habilidad requeridas para abrir el grifo de agua en el patio: ambas acciones parecían ser fruto de dos animales diferentes. Aunque fuera una idea descabellada, Travis sospechaba que el perdiguero no deseaba atraer la atención y que sólo revelaba su misteriosa inteligencia en momentos de crisis (el episodio del bosque), cuando le acosaba el hambre (como su acción en la camioneta, al abrir la guantera para sacar la tableta de chocolate) o cuando nadie le observaba (la historia del grifo).
Era una idea extravagante porque sugería que el perro no sólo tenía un alto coeficiente de inteligencia para un ejemplar de su especie, sino que también percibía la extraordinaria naturaleza de sus propias facultades. Al igual que el resto de los animales, los perros no poseen conciencia del propio ser en grado suficiente para analizarse y compararse con otros de su género. El análisis comparativo era una facultad estrictamente humana. Aunque un perro tuviera una inteligencia singular y fuese capaz de muchas habilidades, seguiría sin percibir que se diferenciaba de casi todos sus congéneres. El asumir que este perro se apercibía de semejante cosa equivalía a atribuirle una inteligencia portentosa, así como una capacidad para razonar con lógica y una facilidad para formular juicios racionales muy superiores al instinto que gobernaba todas las decisiones de los demás animales.
—Tú, amigo —dijo Travis al perdiguero, acariciándole la cabeza—, eres un enigma envuelto en misterio. O eso o yo soy un serio candidato a una celda con paredes de goma.
El perro le miró en respuesta al sonido de su voz, durante un momento le escrutó los ojos, bostezó…, e, inopinadamente, dio un respingo y clavó la mirada en los estantes con libros que flanqueaban el arco entre la sala y el comedor. La expresión tonta, mansurrona en la cara del animal se había desvanecido y ahora se veía en él ese interés indiviso que Travis conocía ya, que iba más allá de la vigilancia canina ordinaria.
Saltando del sofá, el perdiguero salió disparado hacia las estanterías. Corrió arriba y abajo por delante de ellas, levantando la cabeza para mirar los decorativos lomos de los volúmenes, alineados con pulcritud.
La casa alquilada incluía un mobiliario completo, si bien barato y elegido sin imaginación, tapizados seleccionados en función de su durabilidad (vinilo) o por su capacidad para disimular manchas indelebles (tartanes ofensivos a la vista). En lugar de madera, había mucha formica imitándola, porque era lo mejor contra el astillamiento, los rasguños, la abrasión y las quemaduras de cigarrillos. En realidad, las únicas cosas de aquel lugar que coincidían con los gustos e intereses de Travis Cornell eran los libros, tanto en rústica como de lujosa encuadernación, que llenaban los estantes de la sala.
Aquellos centenares de volúmenes, o por lo menos algunos de ellos, parecían despertar la curiosidad del perro.
—¿Qué sucede, muchacho? —dijo Travis poniéndose en pie—. ¿Qué alborota de tal modo tu cola?
El perdiguero se alzó sobre las patas traseras y, plantando las zarpas sobre uno de los estantes, empezó a husmear los lomos de los libros. Echó una ojeada a Travis y reanudó la afanosa exploración de su biblioteca.
Él se acercó al estante en cuestión y sacó uno de los volúmenes que el perro había tocado con el morro: La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.
—¿Éste? —dijo mostrándoselo—. ¿Es éste el que te interesa?
El perro examinó la pintura de John Silver el Largo y la nave pirata que decoraba la contraportada. Miró a Travis, luego otra vez a John Silver. Transcurridos unos instantes se dejó caer al suelo, se lanzó hacia los estantes al otro lado del arco y poniéndose de pie otra vez comenzó a husmear los demás libros.
Travis dejó La isla del tesoro en su sitio y siguió al perdiguero, que ahora estaba aplicando su húmedo hocico a la colección de Charles Dickens. Travis cogió uno de ellos, en rústica, Historia de dos ciudades.
De nuevo el perdiguero examinó atento la ilustración de la portada, como si intentara averiguar cuál era el contenido del libro, luego miró expectante a Travis.
Totalmente desconcertado, éste dijo:
—Revolución francesa. Guillotina. Decapitaciones. Tragedia y heroísmo. Trata sobre la importancia de atribuir más valor al individuo que al grupo, sobre la necesidad de anteponer la vida de un hombre o una mujer al progreso de las masas.
El perro dirigió su atención otra vez a los tomos alineados ante él, husmeando y husmeando.
—Esto es desatinado —dijo Travis, mientras devolvía Historia de dos ciudades a su lugar—. Estoy dando las sinopsis de los libros a un perro. ¡Por amor de Dios!
Plantando sus enormes patas sobre el siguiente estante, el perdiguero, entre jadeos, husmeó la literatura de esa fila. Cuando vio que Travis no sacaba ninguno de esos libros para inspeccionarlos, ladeó la cabeza para llegar hasta el estante, asió un volumen con los dientes e intentó retirarlo para su posterior examen.
—¡Eh! —exclamó Travis arrebatándole el libro—. ¡No babees esa hermosa encuadernación, cara peluda! ¡Éste es! Otra obra de Dickens. La historia de un huérfano en la Inglaterra victoriana, el cual se ve mezclado con tipos sospechosos, criminales del hampa, y…
El perdiguero se dejó caer al suelo y volvió a los estantes del otro lado, en donde continuó husmeando los volúmenes a su alcance. Travis hubiera podido jurar que el animal miraba con pesar los libros situados más allá de su cabeza.
Abrumado por un presentimiento escalofriante, Travis se dijo que dentro de cinco minutos más o menos iba a ocurrir algo de una importancia capital. Así pues, siguió al perro para mostrarle las portadas de unas doce novelas y resumirle el tema de cada historia. No tenía ni la menor idea de lo que el precoz chucho desearía de él, pues éste no podía entender, ni mucho menos, las sinopsis que le detallaba. No obstante, el animal parecía escucharle absorto. Él sabía que estaba interpretando erróneamente un comportamiento animal sin el menor significado, atribuyendo intenciones complejas al perro cuando no había motivo para ello. Y, sin embargo, un hormigueo premonitorio le corrió por la nuca. Mientras la peculiar búsqueda continuaba, Travis esperaba sin quererlo una revelación sorprendente en cualquier momento… y al mismo tiempo se sentía cada vez más crédulo e insensato.
Su gusto literario era ecléctico. Entre los volúmenes que cogió de la estantería estaban: La feria de las tinieblas, de Bradbury, y El largo adiós, de Chandler. El cartero siempre llama dos veces, de Cain, y Fiesta, de Hemingway. Dos obras de Richard Condon y una de Ana Tyler. Por último, Murder must advertise, de Dorothy Sayers, y 52 Pick-Up, de Elmore Leonard.
Finalmente, el perro se apartó de los libros y marchó hacia el centro de la habitación, en donde se paseó arriba y abajo, a todas luces agitado. Luego se detuvo y, encarándose con Travis, lanzó tres ladridos.
—¿Algo marcha mal, muchacho?
El perro gimió, miró las atestadas estanterías, caminó en círculo, y dirigió otra vez la mirada hacia los libros. Parecía frustrado. Una frustración total, enloquecedora.
—No sé qué más puedo hacer, muchacho —dijo Travis—. Ignoro qué persigues, qué intentas decirme.
El perro resopló y se sacudió. Bajando abatido la cabeza, volvió con resignación al sofá y se acurrucó de nuevo sobre los almohadones.
—¿Eso es todo? —inquirió Travis—. ¿Vamos a darnos por vencidos?
Apretando la cabeza contra el sofá, el animal le miró con ojos húmedos y apesadumbrados.
Travis apartó la vista del perro para pasear lentamente la mirada por los libros, como si éstos no contuvieran sólo la información impresa en sus páginas, sino también un mensaje de difícil lectura, como si sus lustrosos lomos fuesen extrañas runas de una lengua muerta hacía mucho pero que una vez descifrada revelaría secretos prodigiosos. Mas él no pudo descifrarlos.
Habiendo creído que se hallaba ante la primicia palpitante de una gran revelación, Travis se sentía decepcionado por demás. Su propia frustración era bastante peor que la evidenciada por el perro, mas él no podía resolverlo mediante el sencillo recurso de encogerse sobre el sofá abatiendo la cabeza para olvidarse de todo, como hiciera el perdiguero.
—¿Qué diablos ha significado todo esto? —inquirió exigente.
El perro levantó la vista y le miró inescrutable.
—¿Tiene algún sentido todo ese teatro con los libros?
El perro le miró de hito en hito.
—¿Hay algo especial en ti…, o he hecho saltar la tapa de mi cacerola y la he vaciado?
El perro se quedó absolutamente quieto y silencioso, como si se dispusiera a cerrar los ojos y dormitar.
—¡Si me bostezas, maldito, te daré una patada en el trasero!
El perro bostezó.
—¡Bastardo! —gritó él.
El animal bostezó de nuevo.
—Vamos, vamos. ¿Qué significa esto? ¿Estás bostezando a propósito por lo que te he dicho o porque te propones jugar conmigo? ¿No será tan sólo que tienes ganas de bostezar? ¿Cómo he de interpretar todo cuanto hagas? ¿Cómo voy a saber si algo tiene significado?
El perro suspiró.
Exhalando un suspiro por su parte, Travis se acercó a una de las ventanas y contempló el paisaje nocturno en donde las farolas de sodio vaporizado coloreaban tenuemente de amarillo la fronda plumosa del gran datilero canario. Oyó que el perro saltaba del sofá y abandonaba presuroso la habitación, pero se abstuvo de indagar sus actividades. Por el momento se creía incapaz de soportar más frustraciones.
Entretanto el perdiguero estaba haciendo ruidos en la cocina. Un tintineo. Suave chapoteo. Travis se figuró que el animal estaría bebiendo de su cuenco.
Pocos segundos después le oyó regresar Se le acercó y se restregó contra su pierna.
Entonces bajó la vista y descubrió, estupefacto, que el perdiguero sostenía una lata de cerveza entre las fauces. «Coors». Travis tomó la lata ofrecida y notó que estaba helada.
—¡Has sacado esto del frigorífico!
El perro pareció gesticular.
***
Cuando Nora Devon estaba en la cocina haciendo la cena, el teléfono sonó otra vez. Ella rezó suplicando que no fuera él.
Pero lo era.
—Sé lo que necesitas —dijo Streck—. Sé muy bien lo que necesitas.
No soy bonita siquiera, quiso decir ella. Soy una solterona corriente, rechoncha. Por tanto ¿qué quiere usted de mí? Estoy a salvo de individuos como usted porque no soy bonita. ¿Es que está ciego? Pero no dijo nada.
—¿Tú sabes lo que necesitas? —preguntó él.
Encontrando al fin la voz, ella dijo:
—Váyase a paseo.
—Yo sé lo que necesitas. Quizá tú no lo sepas, pero yo, sí.
Esta vez fue ella quien colgó primero, descargando con tal fuerza el auricular sobre la horquilla que debió atronarle el oído.
Más tarde, a las ocho y media, el teléfono sonó de nuevo. Ella estaba sentada en la cama leyendo Great Expectations, mientras comía un helado. El primer timbrazo la sobresaltó tanto que la cucharilla le saltó de la mano y estuvo a punto de tirar el postre.
Poniendo a un lado plato y libro, Nora miró inquieta el teléfono sobre la mesilla de noche. Lo dejó tocar diez veces. Quince. Veinte. El estridente sonido del timbre llenó la habitación, repercutió en las paredes, hasta que cada timbrazo parecía taladrarle el cráneo.
Por fin ella comprendió que cometería un gran error si no contestaba. Puesto que él sabía que estaba allí, la creería demasiado horrorizada para levantar el auricular, y ello le complacería. Él, deseaba ante todo dominación. Y esa tímida dejación le envalentonaría en su perversidad. Aunque Nora no sabía nada de enfrentamientos ni tenía experiencia al respecto, vio que necesitaba aprender a defenderse, y cuanto más aprisa mejor.
Levantó el auricular al trigésimo primer timbrazo.
—No puedo apartarte de mi pensamiento —dijo Streck. Nora no contestó.
Streck prosiguió:
—Tienes un hermoso cabello. ¡Tan oscuro! Casi negro. Espeso y lustroso. ¡Cuánto ansío acariciarte el cabello!
Ella estaba obligada a decir algo para ponerle en su sitio…, o bien colgar. Le faltó coraje. No hizo ni una cosa ni otra.
—Jamás he visto ojos como los tuyos —dijo Streck algo jadeante—. Son grises, pero no como otros ojos grises. Ojos cálidos, de mirada profunda, sexy.
Nora quedó sin habla, petrificada.
—Eres muy bonita, Nora Devon. Mucho. Y yo sé lo que necesitas, Nora. De verdad que lo sé, y me propongo dártelo.
Un ataque de nervios quebró su petrificación. Dejó caer el auricular sobre la horquilla. Mientras se inclinaba hacia delante sobre la cama, se sentía como si fuera a hacerse pedazos antes de que el temblor remitiera.
No tenía ningún arma.
Era menuda, frágil y estaba horriblemente sola.
Se preguntaba si debería telefonear a la Policía. Pero ¿qué decirles? ¿Que estaba siendo objeto de un acoso sexual? Los agentes se desternillarían de risa. ¿Ella? ¿Objeto sexual? Ella era una solterona, tan común como el barro, ni por asomo el tipo femenino que suele enloquecer a los hombres y ocasionarles sueños eróticos. Los policías supondrían que estaba inventando cosas o era víctima de la histeria. Tal vez supusieran que había confundido la galantería de Streck con el arrebato sexual, lo cual había sido, justamente, su primer pensamiento.
Se puso una bata azul sobre el holgado pijama masculino que gozaba de su preferencia, y anudó el cinturón. Corrió descalza escaleras abajo hasta la cocina, en donde, tras cierto titubeo, sacó un cuchillo de trinchar del anaquel junto al horno. La luz pareció correr cual un reguero de mercurio a lo largo del sutil filo. Cuando empuñó la reluciente arma, vio sus ojos reflejados en la ancha hoja. Se contempló atónita en el reluciente acero, preguntándose si sería capaz de emplear un arma tan horrible contra otro ser humano, aunque sólo fuera para defenderse.
Esperaba no tener jamás la ocasión de comprobarlo.
De vuelta en el segundo piso, colocó el cuchillo de trinchar sobre la mesilla de noche, a su alcance.
Luego se quitó la bata y sentándose en el borde de la cama se rodeó el cuerpo con ambos brazos para contener los temblores.
—¿Por qué yo? —dijo en voz alta—. ¿Por qué ha querido elegirme a mí?
Streck había dicho que era bonita, pero Nora sabía que no era verdad. Su propia madre la había dejado en manos de tía Violet y había reaparecido para verla sólo dos veces en veintiocho años; la última, cuando Nora tenía seis años. No conocía a su padre, y ningún otro familiar Devon se había mostrado dispuesto a adoptarla, una situación que Violet atribuía, con brutal franqueza, a la apariencia deplorable de Nora. Así pues, aunque Streck afirmara que ella era bonita, le parecía imposible que él se interesase por su persona. No, lo que él ansiaba era el placer de intimidarla, dominarla y dañarla. Había gente así. Ella había leído al respecto en libros y periódicos. Y tía Violet le había advertido miles de veces que si alguna vez se le acercaba un hombre con palabras dulzonas y sonrisas, tuviese bien presente que le guiaría tan sólo el propósito de ensalzarla cuanto pudiera para dejarla caer después desde la mayor altura posible y causarle el máximo daño.
Al cabo de un rato, los temblores más fuertes cesaron. Nora se metió otra vez en la cama. Entretanto, el resto del helado se había derretido. Dejando el plato sobre la mesilla de noche, Nora cogió la novela de Dickens e intentó sumirse otra vez en la historia de Pip. No obstante su atención se desviaba una y otra vez hacia el teléfono y el cuchillo de trinchar, hacia la puerta abierta en el vestíbulo del segundo piso, donde se imaginaba ver continuo movimiento.
***
Travis fue a la cocina y el perro le siguió. Allí dijo señalando al frigorífico:
—Demuéstramelo. Hazlo otra vez. Sácame una cerveza. Enséñame cómo lo hiciste.
El perro no se movió. Travis se acuclilló.
—Escucha cara peluda, ¿quién te sacó de esos bosques y te libró de lo que estaba persiguiéndote? ¡Yo! Y, ¿quién te compró hamburguesas? ¡Yo! También te bañé, te alimenté y te di un hogar. Ahora tú me lo debes. Déjate de ñoñerías. ¡Si puedes abrir ese trasto, hazlo!
El perro se acercó al viejo frigorífico, bajó la cabeza hasta el extremo inferior de la puerta esmaltada, asió el borde con las fauces y tiró hacia atrás, cargando todo el peso de su cuerpo. El aislante de caucho cedió con un ruido de succión y la puerta se abrió. El perro se abalanzó por la rendija, se levantó de manos y se afirmó con las patas en el compartimento superior.
—¡Que me cuelguen! —murmuró Travis aproximándose.
El perdiguero miró atentamente dentro del segundo compartimento en donde Travis había almacenado las latas de cerveza, de «Diet Pepsi» y de zumo vegetal «V-8». Entonces cogió otra «Coors», la dejó caer al suelo y, esquivando la puerta del refrigerador para que se cerrara por sí sola, se acercó a Travis.
Él le cogió la cerveza. Plantado con una «Coors» en cada mano y estudiando al perro, dijo para sí más bien que al animal:
—Vale. Cualquiera podría haberte enseñado a abrir la puerta del frigorífico, e incluso a distinguir una marca determinada de cerveza entre otras varias, así como la forma de llevarla; no obstante, todavía tenemos algunos misterios. ¿Es probable que la marca que se te enseñara a reconocer fuese la misma que la de mi frigorífico? Posible, sí, pero no probable. Además, yo no te ordené nada. No te pedí que me trajeras una cerveza. Lo hiciste por tu cuenta y riesgo, como si hubieses adivinado que una cerveza era, justamente, lo que yo necesitaba en ese momento. Y lo era.
Travis colocó una lata sobre la mesa. Secó la otra con su camisa, la abrió y bebió dos o tres sorbos. No le molestaba que la lata hubiese estado en la boca del perro, pues estaba demasiado agitado por la sorprendente actuación del animal para inquietarse con los gérmenes. Además, el animal había cogido cada lata por el fondo, como si respetase las reglas más elementales de higiene.
El perdiguero vio cómo bebía.
Cuando Travis hubo consumido una tercera parte de la lata, dijo:
—Fue casi como si hubieses entendido que yo estaba nervioso, intranquilo, y que una cerveza me ayudaría a relajarme. Vaya, si eso no es un desatino, ¿qué lo es? Estamos razonando de forma analítica. Muchas veces el animal doméstico puede intuir los diversos talantes de su amo, vale. Pero ¿cuántos animales domésticos saben lo que es la cerveza, y cuántos saben que ésta puede tranquilizar a su amo? En cualquier caso, ¿cómo sabías tú que había cerveza en el frigorífico? Quizá la vieras en algún momento durante la tarde, cuando yo estaba preparando la cena, pero, así y todo…
Las manos le temblaban. Al beber un poco más de cerveza, la lata tintineó levemente al chocar con los dientes.
El perro contorneó la mesa de formica roja y se dirigió hacia el pequeño armario de dos puertas bajo el fregadero. Abrió una de ellas, introdujo la cabeza en el espacio oscuro y sacó la bolsa de galletas «Milk-Bone» y se la llevó directamente a Travis.
Éste se echó a reír y dijo:
—Si yo tengo derecho a tomar una cerveza, supongo que tú mereces también un bocado, ¿eh? —Y cogiéndole la bolsa al perro, la abrió—. ¿Crees que unas cuantas «Milk-Bone» te harán más accesible, cara peluda? —Puso la bolsa abierta en el suelo—. Sírvete tú mismo. Espero que no te excedas como un perro ordinario. —Rió otra vez—. ¡Diablos! ¡Creo que casi te puedo confiar la conducción del coche!
El perdiguero extrajo sabiamente una galleta del paquete, se tendió estirando las patas traseras y trituró encantado la golosina.
Acercando una silla a la mesa, Travis tomó asiento y dijo:
—Me das motivos para creer en milagros. ¿Sabes lo que estaba haciendo por esos bosques esta mañana?
Mientras movía sus potentes mandíbulas para triturar concienzudamente las galletas, el perro pareció perder todo interés en Travis por el momento.
—Fui a hacer un recorrido sentimental esperando rememorar el placer que me producía Santa Ana cuando era un chaval, antes de…, que todo se tornara tan negro. Quería cazar unas cuantas serpientes, tal como hacía siendo chico, caminar, explorar y sintonizar con la vida como en los viejos tiempos. Porque hace ya mucho tiempo que no me importa averiguar si estoy vivo o muerto.
El perro cesó de mascar, tragó saliva y clavó la mirada en Travis con atención indivisa.
—Estos últimos tiempos mis depresiones son tan sombrías como la medianoche en la luna. ¿Sabes algo sobre depresiones, chucho?
Dejando a un lado las galletas «Milk-Bone», el perdiguero se levantó para acercársele. Le miró a los ojos con la misma intensidad que evidenciara poco antes.
Sosteniendo esa mirada, Travis dijo:
—Ahora bien, no consideraba el suicidio como una posibilidad. Por lo pronto se me educó en la fe católica, y aunque haga siglos que no voy a misa, más o menos sigo creyendo. Y para un católico, el suicidio es pecado mortal. Asesinato. Además, yo soy demasiado retorcido y terco para rendirme, por muy negras que estén las cosas.
El perdiguero parpadeó pero no perdió el contacto ocular.
—Visitaba esos bosques buscando la felicidad que una vez tuve. Y entonces me tropecé contigo.
El animal resopló como si dijera «bien hecho».
Travis le cogió la cabeza entre ambas manos e inclinando el rostro hacia él, dijo:
—Depresión… La sensación de que la existencia no tiene objeto alguno. ¿Cómo puede saber un perro acerca de esas cosas? ¿Eh? Un perro no tiene preocupaciones, ¿verdad? Para un perro cada día es un verdadero placer. Así que, ¿acaso entiendes mis palabras, muchacho? Creo que tal vez lo entiendas, palabra. Pero ¿no te estaré atribuyendo demasiada inteligencia, demasiada sabiduría incluso para un perro mágico? ¿Eh? Sabes hacer algunas triquiñuelas pasmosas, conforme, pero eso no es lo mismo que entenderme.
El perdiguero se apartó de él y volvió a la bolsa de «Milk-Bone». La cogió con los dientes y la sacudió hasta hacer caer veinte o treinta galletas sobre el linóleo.
—¡Ya estás otra vez! —exclamó Travis—. Durante un minuto pareces casi humano y al minuto siguiente eres tan sólo un perro con intereses exclusivamente caninos.
Sin embargo, resultaba evidente que el animal no estaba buscando un festín. Empezó a empujar las galletas con la punta negra del morro para colocarlas, una por una, en el centro despejado de la cocina, tocando extremo con extremo.
—¿Qué diablos es esto?
Mientras tanto, el perro había colocado ya cinco galletas en una fila que se curvaba poco a poco hacia la derecha. Luego colocó una sexta galleta acentuando la curva.
Al tiempo que lo observaba, Travis se bebió aprisa su primera cerveza y abrió la segunda. Tenía la impresión de que iba a necesitarla.
Durante unos instantes el perro estudió la hilera de galletas como si no estuviese muy seguro de lo que había empezado a hacer. Dio unos cuantos paseos arriba y abajo con evidente desconcierto, pero al fin alineó con el morro otras dos galletas. Después miró a Travis y luego la figura que estaba componiendo sobre el suelo. Finalmente, añadió a golpes de hocico una novena galleta.
Travis sorbió un poco de cerveza y aguardó, tenso, la continuación.
Con un meneo de cabeza y un resoplido de frustración, el perro marchó hasta el rincón más distante de la habitación y se quedó allí mirándolo con la cabeza abatida. Travis se preguntó qué estaría haciendo y entonces se le ocurrió que tal vez el animal hubiera ido al rincón para concentrarse. Al cabo de un rato regresó y empujó las «Milk-Bone» décima y undécima hasta su lugar, alargando la figura.
Travis tuvo otra vez el presentimiento de que se avecinaba algo sumamente importante. Notó la carne de gallina en los brazos.
Esta vez no sufrió la menor decepción. El perdiguero dorado empleó diecinueve galletas para componer sobre el suelo de la cocina un signo de interrogación rudimentario pero reconocible. Luego levantó los expresivos ojos hacia Travis.
Un signo de interrogación.
«Que significaba: ¿Por qué? ¿Por qué has estado y estás tan deprimido? ¿Por qué sientes que la vida carece de sentido y contenido?».
Al parecer el perro entendía lo que él le había dicho. «¡Está bien, vale!». Era posible que no entendiera al pie de la letra el lenguaje, que no siguiera cada palabra pronunciada, pero, de un modo u otro, captaba el significado, o por lo menos lo suficiente para suscitar su curiosidad e interés.
Y si entendía también la finalidad de un interrogante, «¿sería capaz de cultivar el pensamiento abstracto?». El mismo concepto de que los símbolos simples como alfabeto, números, interrogantes y signos de admiración sirven cual una especie de taquigrafía para comunicar ideas complejas, bueno, eso requería pensamiento abstracto. Y el pensamiento abstracto estaba reservado para un género único sobre la tierra: el género humano. Este perdiguero dorado era, a todas luces, «no humano», pero de un modo u otro había llegado a poseer unas dotes intelectivas inexistentes en cualquier otro animal.
Travis quedó pasmado. No obstante, no había nada accidental en aquel interrogante. Era rudimentario, no accidental. El perro habría visto el símbolo en alguna parte y se le habría enseñado su significado. Los teóricos de la estadística, aseveraban que un número infinito de monos provistos con un número infinito de máquinas de escribir podrían transcribir cada línea de la gran prosa inglesa pulsando las teclas al azar. Según Travis imaginaba, la posibilidad de que aquel perro compusiera por puro azar un interrogante con «Milk-Bone» en dos minutos escasos era diez veces más improbable que la de esos malditos monos transcribiendo las obras de Shakespeare.
El perro le observó expectante.
Al levantarse, Travis notó cierto temblequeo en las piernas. Se acercó a las bien ordenadas galletas, las esparció por el suelo y volvió a su silla.
El perdiguero husmeó las desbaratadas «Milk-Bone», miró inquisitivo a Travis, olfateó otra vez las galletas y pareció confuso. Travis esperó.
Había un silencio extraño por toda la casa, como si se hubiese detenido el fluir del tiempo para cada criatura viviente, máquina y objeto sobre la Tierra…, aunque no para él, el perdiguero, y el contenido de la cocina.
Por fin, el animal empezó a empujar las galletas con el morro como hiciera antes. En un minuto o dos compuso el signo de interrogación.
Travis dio otro trago a la «Coors». Su corazón parecía un martillo en acción. Las palmas se le cubrieron de sudor. Él mismo era la personificación del asombro trepidante, se sentía animado al mismo tiempo por una alegría desbordante y un miedo especial ante lo desconocido, estaba atemorizado y perplejo a la vez. Quería reír porque no había visto jamás nada tan delicioso como aquel can. También quería llorar porque pocas horas antes había pensado que la vida era desoladora, lóbrega y vacua. Sin embargo, por muy dolorosa que resultara a veces, la vida —ahora lo comprendía— era preciosa. Se sentía, verdaderamente, como si Dios hubiese enviado al perdiguero para intrigarle, para recordarle que el mundo estaba lleno de sorpresas y que la desesperación no tenía sentido cuando uno desconocía el designio y las extrañas posibilidades de la existencia. Travis quería reír, pero su risa estaba al borde del sollozo. No obstante, cuando él se rendía ya al llanto, surgió la carcajada. Y cuando intentó levantarse, notó que estaba aún más tembloroso que antes, demasiado tembloroso, de modo que hizo lo único factible: permanecer en su silla y tomar otro buen sorbo de «Coors». Entretanto, ladeando la cabeza a un lado y otro, y pareciendo algo receloso, el perro le observaba como si se hubiera vuelto loco. Y lo había estado. Varios meses atrás. Pero ahora todo marchaba mejor.
Soltó la «Coors» y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Ven aquí, cara peluda —dijo.
El perdiguero titubeó unos instantes, luego se le acercó.
Él le revolvió y acarició el pelaje y le rascó detrás de las orejas.
—Me sorprendes y me asustas. No puedo imaginar cuál es tu punto de procedencia ni cómo has llegado a ser lo que eres, pero no podrías haber llegado a ningún otro sitio en donde se te necesite más. Un interrogante, ¿eh? ¡Por Dios! Conforme. ¿Quieres saber por qué la vida no tiene alegría ni finalidad alguna para mí? Te lo contaré. ¡Lo haré, por los clavos de Cristo! Seguiré aquí sentado tomando una cerveza y se lo contaré a un perro. Pero antes…, voy a ponerte nombre.
El perdiguero dejó escapar aire por la nariz como diciendo: «¡vaya, ya era hora!».
Sosteniendo la cabeza del perro y mirándole a los ojos, Travis dijo:
—Einstein. En lo sucesivo, cara peluda, te llamarás Einstein.
***
Streck telefoneó de nuevo a las nueve y diez.
Nora descolgó el auricular al primer timbrazo, firmemente resuelta a soltarle una fresca para que la dejara en paz de una vez. Pero, por alguna razón inexplicable, se quedó paralizada otra vez y le fue imposible hablar.
En un tono íntimo y repulsivo, él dijo:
—¿Me echaste de menos, preciosa? ¿Eh? ¿Quieres que me pase por ahí para enseñarte lo que es un hombre?
Ella colgó.
¿Qué me sucede?, se preguntó estupefacta. ¿Por qué no tengo ánimos para decirle que se vaya con viento fresco y deje de molestarme?
Quizá su silencio obedeciera al secreto deseo de oírse llamar bonita por un hombre, por cualquier hombre, incluso un espécimen tan repugnante como Streck. Aunque éste no fuera el tipo capaz de ofrecer ternura o afecto, ella podía escucharle e imaginar cómo sería si un hombre bueno le dijera cosas dulces.
—Bueno, tú no eres bonita y nunca lo serás —se dijo en voz baja—. Así que deja de soñar. La próxima vez que telefonee párale los pies.
Se levantó de la cama y cruzó el vestíbulo hacia el baño, en donde había un espejo. Siguiendo el ejemplo de Violet Devon, Nora no tenía espejo en ninguna parte de la casa salvo en los cuartos de baño. No le gustaba mirarse porque lo que veía era entristecedor.
Esta noche, sin embargo, ella quiso examinarse bien, porque los halagos de Streck, aunque fríos y calculados, habían despertado su curiosidad. No era que esperase descubrir alguna cualidad oculta que no hubiera visto antes. Nada de eso. De patito feo a cisne en un tris, eso era un sueño frívolo, imposible. Más bien, deseaba confirmar que su persona no era deseable. El interés no solicitado de Streck había descompuesto a Nora, porque ella se sentía «cómoda» con su fealdad y su soledad, y quería demostrarse a sí misma que aquel hombre se estaba burlando y no pensaba cumplir cuanto decía, que su pacífica soledad se mantendría. O eso fue lo que dijo para sí mientras entraba en el cuarto de baño y encendía la luz.
La angosta cámara tenía azulejos de un azul pálido desde el suelo hasta el techo, con un zócalo de azulejos blancos. Accesorios de porcelana blanca y bronce. Una bañera de patas. El inmenso espejo estaba algo maltrecho con la edad.
Nora miró su pelo que, al decir de Streck, era hermoso, negro, brillante. Sin embargo, el color era mortecino, sin reflejos naturales; para ella, tampoco era lustroso sino grasiento, a pesar de habérselo lavado aquella misma mañana. Repasó de un vistazo frente y pómulos, nariz y mandíbulas, labios y barbilla. Tanteó con una mano sus rasgos, pero no descubrió nada que pudiera atraer a un hombre.
Por último, se miró a regañadientes a los ojos, esos ojos que Streck llamara hechiceros o algo así. Eran de un gris insípido, sin brillo. Ella no había podido soportar nunca su propia mirada por más de unos segundos. Sus ojos le confirmaron la pobre opinión que tenía de su propia apariencia. Aunque también, bueno, veía en sus ojos una cólera latente que la perturbó, porque no era normal en ella, cólera por dejarse llevar hasta lo que era ahora. Desde luego esto no tenía el menor sentido, porque ella era tal y como la había hecho la Naturaleza y no podía hacer nada al respecto.
Nora dio la espalda al moteado espejo, sintió una punzada de decepción al verificar que su autoanálisis no había sido coronado con una sorpresa grata o revaluación. Sin embargo, esa decepción la consternó y horripiló al instante. Se quedó plantada en el umbral del baño meneando la cabeza, sorprendida por su desconcertante proceso mental.
¿Acaso pretendía ella atraer a Streck? ¡Claro que no! El hombre era raro, morboso, dañino. Nada la desagradaría tanto como atraerle. No pondría reparos a que otro hombre la mirase con ojos golosos, pero sí a Streck. Ella debería caer de rodillas y dar gracias a Dios por haberla creado tal como era, porque si fuera tan sólo un poco atractiva, Streck cumpliría sus amenazas. Entraría allí y la violaría…, o quizá la asesinase. ¿Quién podía adivinar cómo actuaría un hombre semejante? ¿Quién sabía cuáles serían sus límites? No se estaba comportando como una solterona nerviosa, inquieta por los asesinatos, no en los días que corrían: los periódicos estaban atestados de ellos.
Súbitamente se apercibió de que estaba indefensa y regresó volando al dormitorio, en donde había dejado el cuchillo de trinchar.
***
Casi todo el mundo cree que el psicoanálisis cura la infelicidad. Muchos están seguros de que podrían superar todas sus dificultades y alcanzar la paz del espíritu si les fuera posible entender su propia psicología, comprender los motivos de sus actitudes negativas y su comportamiento suicida. No obstante, Travis había aprendido que ése no era su caso. Durante años, él había practicado el autoanálisis sin concesiones y desde mucho tiempo atrás sabía por qué se había convertido en un solitario incapaz de hacer amigos. Sin embargo, nada cambió a pesar de ese conocimiento.
Ahora, sentado en la cocina, cerca ya de medianoche, se bebió otra «Coors» mientras contaba a Einstein la historia de su aislamiento emocional, impuesto por voluntad propia. Einstein se sentó delante de él, permaneció inmóvil, sin bostezar ni una vez, como si le interesara profundamente su narración.
—Yo era un chico solitario desde el principio, aunque no sin amigos. Era como si prefiriera siempre mi propia compañía. Supongo que es mi naturaleza. Quiero decir que cuando yo era chico no había llegado aún a la conclusión de que mi amistad con cualquier persona representaba un peligro para ella.
La madre de Travis había muerto cuando le trajo al mundo, y él se enteró de ello a una edad muy temprana. Con el tiempo, la muerte de ella parecía un presagio de lo que se avecinaba y adquiría una importancia tremenda, pero eso sería más tarde. Siendo aún niño, no le abrumaba todavía culpa alguna.
No hasta los diez años. Fue entonces cuando murió su hermano Harry. En aquel tiempo contaba doce años, dos más que Travis. Un lunes por la mañana, en junio, Harry convenció a Travis para que le acompañara hasta la playa, tres manzanas más allá, aunque su padre les tenía prohibido expresamente ir a nadar sin él. Se trataba de una cala privada sin socorrista, y ellos eran los dos únicos nadadores a la vista.
—Harry fue arrastrado por la resaca —dijo Travis a Einstein—. En ese momento los dos estábamos dentro del agua, a tres metros escasos de distancia, y la maldita resaca le atrapó y le absorbió, pero no a mí. Yo pude incluso ir tras él e intentar salvarle, así que me metí en la misma corriente, pero ésta debió cambiar de curso, creo yo, después de arrebatar a Harry, porque yo salí vivo del agua. —Se quedó mirando la superficie de la mesa durante un largo momento, aunque no veía la formica roja sino la marejada traicionera del verdoso mar—. Yo quería a mi hermano mayor más que a nada en el mundo.
Einstein dejó oír un gemido suave, como si se apiadara.
—Nadie me culpó de lo sucedido a Harry. Él era el hermano mayor y se le suponía con más sentido de la responsabilidad. Pero yo me sentí…, bueno, si la resaca había arrebatado a Harry, debería haberme llevado también consigo.
Un viento nocturno sopló del oeste e hizo repiquetear una vidriera floja.
Después de tomar un trago de cerveza. Travis prosiguió.
—Durante el verano en que cumplí los catorce años, quise visitar a toda costa una cancha de tenis. Por entonces el tenis representaba mi mayor obsesión. Así pues, mi padre me inscribió en un club cerca de San Diego, un mes entero de enseñanza intensiva. Él me llevó allá en el coche un domingo, pero jamás llegamos al destino. Al norte de Ocean-Side un camionero se quedó dormido al volante, su peso pesado saltó la divisoria central y nos barrió. Mi padre murió en el acto. Cuello roto, columna fracturada, cráneo aplastado, esternón hundido. Yo, que iba en el asiento delantero a su lado, salí del paso con unos cuantos cortes, magulladuras y dos dedos rotos.
El perro no le perdió ojo.
—Ocurrió tal como con Harry. Deberíamos haber muerto los dos, mi padre y yo. Pero yo me salvé. Y no habríamos hecho aquel maldito viaje si yo no hubiera armado un jaleo de mil demonios con el tenis. Así que esta vez no hubo justificación posible. Tal vez no se me pudiera culpar de que mi madre muriese en el parto y quizá no se me pudiera achacar la muerte de Harry, pero en este caso… Sea como fuere, empezó a resultar claro que yo era gafe, que a la gente no le convenía acercárseme demasiado, aunque yo no fuera culpable de nada. Cuando yo quería a alguien, le quería de verdad, ese alguien estaba destinado a morir, era algo inevitable.
Sólo un niño podría haberse creído que esos acontecimientos trágicos le clasificaban como una maldición viviente, pero Travis por entonces era un niño, con sólo catorce años, y ninguna otra explicación se le antojaba tan clara. Era demasiado joven para comprender que la violencia ciega y el destino solían carecer de significado inteligible. A los catorce años él necesitaba significados para afrontar la adversidad y por tanto se decía a sí mismo que estaba maldito, que si hacía amigos los sentenciaría a una muerte prematura. Siendo por añadidura un introvertido, encontraba casi demasiado fácil sumirse en la abstracción completa y contentarse con su propia compañía.
Cuando se graduó en la Facultad a los veintiún años, era ya un solitario confirmado, aunque la madurez le hiciese contemplar con una perspectiva más racional las muertes de su madre, su hermano y su padre. No se veía ya, conscientemente, cual gafe, ni se culpaba de lo sucedido a su familia. Continuaba siendo un introvertido sin amigos íntimos, en parte porque había perdido la capacidad para establecer y mantener lazos estrechos, en parte porque se figuraba que no teniendo amigos no podría perderlos ni sufriría la consiguiente consternación.
—El hábito y el instinto de conservación me mantienen aislado en el terreno emocional —dijo a Einstein.
El perro se levantó y recorrió el pequeño trecho de cocina que los separaba. Se introdujo entre sus piernas y descansó la cabeza sobre su regazo.
Acariciando a Einstein, Travis continuó:
—Yo no tenía ni idea de lo que quería hacer, y como por aquel entonces el Ejército reclutara algunos reemplazos, yo me presenté voluntario antes de que me llamaran. Así pude elegir arma y cuerpo. Fuerzas Especiales. Me gustó. Quizá fuera porque…, bueno, allí había un espíritu de camaradería que me obligaba a hacer amigos. ¿Lo ves? Yo me proponía no estrechar lazos de amistad con nadie, pero no tuve más remedio porque me había creado una situación en donde eso era inevitable. Decidí hacer carrera en el servicio militar. Cuando se formó la Fuerza Delta, el grupo antiterrorista, yo aterricé allí. Los muchachos del Delta eran camaradas genuinos, a toda prueba. Ellos me llamaban «El Mudo» y «Harpo» porque yo no era hablador, mas, a pesar mío, hice amistades. Un día, esto fue nuestra undécima operación, mi escuadra fue transportada por vía aérea a Atenas para recobrar la Embajada estadounidense, que había sido ocupada por un grupo de extremistas palestinos. Éstos habían asesinado a ocho miembros del personal y seguían matando uno cada hora; se negaban a negociar. Nosotros los atacamos con celeridad y sigilo, pero…, el fracaso fue total. Habían minado el lugar. Murieron nueve hombres de mi escuadra. Yo fui el único superviviente. Una bala en el muslo. Metralla en el trasero. No obstante, superviviente. Einstein levantó la cabeza del regazo de Travis.
Travis creyó percibir simpatía en los ojos del perro. Tal vez porque eso fuera lo que deseaba ver.
—Eso ocurrió hace ocho años, cuando yo tenía veintiocho. Dejé el Ejército. Vine a California. Saqué mi licencia de agente inmobiliario porque mi padre había vendido fincas y yo no sabía qué otra cosa hacer. Me fue muy bien, quizá porque, al no interesarme saber si la gente compraría las casas que les enseñaba, la presionaba muy poco, es decir, no actuaba como un verdadero vendedor. En suma, todo marchó tan bien que me establecí, abrí mi propia oficina y contraté vendedores.
Así fue como conocí a Paula. Ella era una beldad alta y rubia, vivaracha y amena; además se le daba tan bien la venta de bienes inmobiliarios que solía bromear asegurando haber sido en una vida anterior representante de los colonos holandeses cuando éstos compraron Manhattan a los indios por unas cuantas baratijas y cuentas de cristal. Ella se había encariñado con Travis. Y así se lo dijo un día.
—Permítame decirle, señor Cornell, que me he encariñado con usted. Creo que es por su actitud recia, hermética. La mejor imitación de Clint Eastwood que jamás he visto.
Al principio, Travis se resistió. Él no creía que gafaría a Paula, por lo menos no lo creyó de forma consciente, pues no había reincidido en las supersticiones de la infancia. Sin embargo, no quiso arriesgarse otra vez al sufrimiento y a la pérdida. Sin dejarse arredrar por su actitud titubeante, Paula le persiguió, y a su debido tiempo Travis hubo de confesar que estaba enamorado de ella. Tan enamorado que le reveló su juego con la muerte desde antaño, algo de lo que no había contado jamás a nadie.
—Escucha —le dijo Paula—, tú no tendrás que llevar luto por mí. Yo te sobreviviré, porque no soy de esas personas que reprimen sus sentimientos. Desahogo mis frustraciones con quienes me rodean, por tanto estoy predestinada a birlarte una década de tu vida.
La pareja se había casado mediante una sencilla ceremonia civil hacía cuatro años, el verano después de que Travis celebrara su trigésimo segundo cumpleaños. Él la había amado. ¡Ah, Dios, cuánto la había amado!
A Einstein le dijo:
—Nosotros no lo sabíamos entonces, pero ella tenía ya cáncer el día de la boda. Diez meses después, murió.
El perro apoyó otra vez la cabeza en su regazo. Durante un rato, Travis no pudo continuar. Bebió un trago de cerveza.
Acarició la cabeza del can. Al fin prosiguió:
—Después de eso intenté hacer una vida normal. Siempre me enorgullecí de saber afrontar cualquier cosa, manteniendo la barbilla alta sin preocuparme de esas sandeces. Mantuve en marcha la agencia inmobiliaria un año más. Pero ya no me interesaba nada. La vendí hace dos años. También recuperé todas mis inversiones. Convertí todo en metálico y lo confié a un Banco. Alquilé esta casa. Aquí he pasado los dos últimos años…, bueno, cavilando. También me he vuelto furtivo. ¿Acaso es tan sorprendente? ¿Eh? Tracé el círculo completo, fíjate, de vuelta a lo que yo creía cuando era niño. Que acechaba el peligro para quienes se me acercasen demasiado. Pero tú me has cambiado, Einstein. Tú me has vuelto del revés en un solo día. Te lo juro, es como si me hubieses sido enviado para mostrarme que la vida es misteriosa, extraña, y está llena de prodigios, y que sólo un lunático se aparta de ella y la deja pasar adelante.
El perro le miró de nuevo atentamente.
Él alzó la lata de cerveza pero la encontró vacía.
Einstein fue al frigorífico y sacó otra «Coors».
Travis le dijo mientras tomaba la lata:
—Y ahora que has oído esta lamentable historia, ¿qué opinas? ¿Crees que es prudente por tu parte estar a mi lado? ¿Crees que es seguro?
Einstein gruñó.
—¿Significa eso una respuesta afirmativa?
Einstein se tendió sobre el lomo y lanzó las cuatro patas al aire mostrando el vientre, tal como hiciera antes, cuando permitió que Travis le pusiera el collar.
Haciendo a un lado su cerveza, Travis se levantó de la silla y acomodándose en el suelo rascó el vientre del perro.
—Esta bien —dijo—, está bien. Pero no vayas a morir por mí, maldita sea. No vayas a morir por mí.
***
El teléfono de Nora Devon sonó otra vez a las once en punto.
Era Streck.
—¿Todavía en la cama, preciosa?
Ella no contestó.
—¿Te gustaría que yo estuviese ahí contigo?
Desde la anterior llamada ella había cavilado sobre la forma de manejarle, y ahora contaba con varias respuestas amenazadoras que esperaba surtieran efecto.
—Si usted no me deja en paz, iré a la Policía.
—¿Duermes desnuda, Nora?
Ella, que estaba sentada sobre la cama, se enderezó sobresaltada, tensa.
—Iré a la Policía y les diré que usted está intentando… imponerme su voluntad. Lo haré, juro que lo haré.
—Me gustaría mucho verte desnuda —dijo él como si no hubiera oído la amenaza.
—Incluso mentiré. Les diré que usted me violó.
—¿No te gustaría que te cogiera con las dos manos los pechos, Nora?
Los calambres del estómago la obligaron a inclinarse hacia delante en la cama.
—Haré que la compañía telefónica ponga escuchas en la línea para registrar todas las llamadas y procurarme una prueba.
—Me gustaría besarte todo el cuerpo, de arriba abajo. ¿Verdad que sería agradable, Nora?
Los calambres empeoraron. Y también tembló sin control. La voz se le quebró varias veces mientras formulaba su última amenaza.
—Tengo una pistola. Tengo una pistola.
—Esta noche soñarás conmigo, Nora. Estoy seguro. Soñarás que te beso, por todas partes… todo tu hermoso cuerpo… Ella descargó el auricular sobre la horquilla.
Luego, aproximándose hasta el borde de la cama, encorvó la espalda y alzando las rodillas, las rodeó con los brazos. Los calambres no tenían una causa física. Eran únicamente una reacción emocional producida por el miedo y la vergüenza, la rabia y la frustración…, una frustración enorme.
Poco a poco remitió el dolor, también el miedo, quedando sólo la rabia.
Ella era tan lastimosamente inocente del mundo y sus manejos, estaba tan poco habituada a tratar con gente, que le era imposible funcionar bien si no se circunscribía a la casa, a un mundo privado sin contactos humanos. No sabía nada acerca de interacción social. No había sido capaz siquiera de mantener una conversación cortés con Garrison Dilworth, el abogado de tía Violet y ahora su abogado, durante las reuniones que mantuvieron para disponer del legado. Ella había respondido a sus preguntas con el mayor laconismo posible y se había sentado en su presencia con la vista baja mientras las manos heladas se retorcían en el regazo con una timidez anonadante. ¡Atemorizada de su propio abogado! Si no sabía tratar con un hombre tan afable como Garrison Dilworth, ¿cómo podría manejar a una bestia como Art Streck? En el futuro, ella no se atrevería a meter un operario en casa, cualquiera que fuese la avería, tendría que soportar una decadencia progresiva hasta arruinarse, porque el próximo empleado podría ser otro Streck… o peor. Según la tradición impuesta por su tía, Nora recibía los comestibles de un supermercado vecino y por consiguiente no tenía que salir a comprar; pero ahora temería dejar entrar en la casa al mozo del reparto. Nunca se había mostrado agresivo, sugerente ni insultante en modo alguno; pero un día él podría percibir también la vulnerabilidad que había descubierto Streck.
Ella aborrecía a tía Violet.
Por otra parte, Violet había tenido razón: Nora era un ratón. Y, como todos los ratones, su destino era huir, escabullirse y refugiarse acobardada en la oscuridad.
Su furia desapareció tal como lo hicieran los calambres.
La sensación de aislamiento remplazó a la cólera haciéndola llorar muy queda.
Más tarde, recostada contra la cabecera, secándose con «Kleenex» los enrojecidos ojos y sonándose, se prometió a sí misma con valentía no convertirse jamás en una reclusa. De un modo u otro, ella encontraría la fortaleza y el valor necesarios para aventurarse en el mundo más de lo que hiciera hasta entonces. Conocería gente. Trabaría amistad con esos vecinos a los que Violet rehuyera. ¡Juraba ante Dios que lo haría! Y no permitiría que Streck la intimidara. Aprendería a solventar otros problemas que asimismo la importunaban y con el tiempo llegaría a ser una mujer diferente. Fue una promesa. Un voto sagrado.
Antes de apagar la luz, Nora cerró la puerta sin cerradura del dormitorio y la aseguró con la butaca, inclinándola contra el picaporte. Ya dentro de la cama, en plena oscuridad, buscó a tientas el cuchillo de trinchar que había colocado sobre la mesilla y se animó al observar que ponía la mano sobre él sin resquemor.
Permaneció tendida de espaldas con los ojos abiertos, bien despierta. El pálido resplandor ambarino de las farolas callejeras se abría paso a través de las ventanas cerradas. El techo quedó cubierto por bandas alternativas de negro y oro desvaído, como si un tigre de longitud infinita se abalanzara sobre la cama en un salto que nunca acababa. Nora se preguntaba si volvería a dormir tranquila algún día.
También se preguntaba si en ese mundo inmenso en el cual había prometido adentrarse, encontraría a alguien que quisiera ser de ella y para ella. ¿Acaso ahí fuera no había nadie que pudiera querer a un ratón y tratarlo con afabilidad?
A lo lejos, el silbido de un tren entonó un canto fúnebre de una sola nota en las tinieblas. Fue un sonido hueco, frío, sórdido.
***
Vince Nasco no se había visto jamás tan atareado. Ni tan feliz.
Cuando telefoneó al número usual de Los Ángeles para dar cuenta del éxito en la casa de los Yarbeck, se le remitió a otra cabina telefónica. Ésta se hallaba entre una tienda de yogur congelado y un restaurante marisquero en Balboa Island, Newport Harbour. Allí le llamó el contacto que tenía voz sexy, gutural y, sin embargo, femenina. Ella siempre aludía al asesinato de forma circunspecta, sin emplear jamás términos comprometedores, recurriendo a eufemismos exóticos que no tendrían ningún significado ante un tribunal de justicia. Llamaba desde otra cabina telefónica, una elegida al azar, y prácticamente no había ninguna posibilidad de que hubiesen «pinchado» una u otra. Pero éste era un mundo de Gran Hermano, en donde nadie se atrevía a correr riesgos.
La mujer tenía un tercer trabajo para él. ¡Tres en un día! Mientras Vince observaba la circulación vespertina que llenaba la angosta calle isleña, la mujer a quien él jamás viera y cuyo nombre desconocía le dio las señas del doctor Albert Hudston, en Laguna Beach. Hudston vivía con su esposa y un hijo de dieciséis años. Era preciso acabar con el doctor y la señora Hudston; sin embargo, se dejaba el destino del muchacho en manos de Vince. Si se le podía dejar al margen, conforme. Pero si viera el rostro de Vince y pudiera servir como testigo de cargo, también tendría que ser eliminado.
—Eso queda a su criterio —dijo la mujer.
Vince supo ya de antemano que se cargaría al chico, porque matar le resultaba más útil, más vigorizante, sobre todo si la víctima era joven. Hacía ya mucho tiempo que no había asesinado a una persona verdaderamente joven, y esa perspectiva le excitó.
—Sólo me resta subrayar —dijo el contacto, enloqueciendo un poco a Vince con sus pausas para tomar aliento—, que es preciso resolver esta opción con la máxima celeridad. Queremos que el trato se cierre esta noche. Pues mañana mismo, la competencia se apercibirá de nuestros propósitos y procurará interponerse.
Vince sospechó que esa competencia sería la Policía. Se le estaba pagando por matar a tres doctores en un solo día, doctores, una especie que él no había liquidado jamás; así, pues, habría un nexo entre ellos, algo que los polis captarían tan pronto encontraran a Weatherby en el portaequipajes de su coche y a Elisabeth Yarbeck torturada hasta morir en su dormitorio. Vince no supo cuál sería ese nexo, ya que él no sabía nunca nada sobre la gente que le contrataba para matar y, a decir verdad, tampoco quería saberlo. Era más seguro así. Pero los polis asociarían a Weatherby con Yarbeck y a ambos con Hudston, de modo que si Vince no alcanzaba a Hudston esa noche la Policía proporcionaría protección al hombre al día siguiente.
—Me pregunto… —dijo Vince—, si ustedes quieren que se resuelva esta opción de la misma manera que los otros dos tratos de hoy. ¿No necesitarán una dispersión?
Él estaba pensando que tal vez debiera incendiar la casa de los Hudston con sus ocupantes dentro para encubrir los crímenes.
—No, queremos un esquema común —dijo la mujer—. Lo mismo que los otros. Queremos que sepan lo atareados que estamos.
—Ya veo.
—Queremos pellizcarles la nariz —dijo ella soltando una risa suave— y queremos frotar la herida con sal.
Vince colgó, dirigiéndose al «Jolly Roger» para cenar. Tomó sopa de verdura, una hamburguesa con patatas fritas y anillos de cebolla, ensalada de col, pudín de chocolate con helado y (una ocurrencia de última hora) pastel de manzana, bebiendo cinco tazas de café como ayuda para engullir todo aquello. Él era por lo general comilón, pero su apetito se acrecentaba de manera espectacular después de un trabajo. De hecho, cuando acabó con el pastel no se sintió saciado. ¡Comprensible! En aquella jornada tan activa él había absorbido las energías vitales de Weatherby y de los Yarbeck; era un motor acelerado. Su metabolismo estaba en cuarta velocidad; necesitaría todavía más combustible durante un corto período hasta que su cuerpo almacenase el exceso de energía vital en baterías biológicas para uso futuro.
Esa capacidad para absorber la fuerza vital de sus víctimas era el don que le diferenciaba de todos los demás hombres. Gracias a ese don, él sería siempre fuerte, vital, despierto. Viviría eternamente.
Nunca había revelado el secreto de su espléndido don a la mujer de voz gutural ni a ninguna de las personas para quienes trabajaba. Había poca gente lo bastante imaginativa y liberal para considerar un talento tan notable. Vince se lo guardaba para sí porque temía que le tomaran por loco.
Fuera del restaurante se plantó en la acera un rato, sólo para respirar a fondo y saborear la fresca brisa marina. De pronto un glacial viento nocturno sopló desde la bahía llevándose consigo por el pavimento trozos de papel y capullos purpúreos de jacaranda.
Vince se sintió en posesión de un poderío terrorífico. Se vio cual una fuerza elemental y salvaje semejante al mar o al viento.
Desde Balboa Island orientó sus pasos hacia el sur, camino de Laguna Beach. Serían las once y veinte cuando aparcó su furgoneta ante la casa de los Hudston, en la acera opuesta. El edificio se hallaba sobre una colina, era un hogar de una sola planta, colgado en una pendiente muy pronunciada para aprovechar todo lo posible el panorama oceánico. Vio luz en dos o tres ventanas.
Se deslizó entre los dos asientos delanteros y se acomodó al fondo de la furgoneta para esperar sin ser visto hasta que los Hudston se fueran a la cama. Poco después de abandonar la casa de los Yarbeck cambió el traje azul por unos pantalones grises, una camisa blanca, un, suéter marrón y una chaqueta de nailon azul marino. Ahora, en la oscuridad, no tuvo nada que hacer salvo sacar sus armas de una caja de cartón que había escondido debajo de dos hogazas, cuatro rollos de papel higiénico y otros artículos que daban la impresión de una visita reciente al supermercado.
El «Walther P-38» estaba totalmente cargado. Después de concluir el trabajo en la casa Yarbeck, había ajustado un nuevo silenciador al cañón, uno de esos cortos que gracias a la revolución técnica equivalía a la mitad de los modelos antiguos. Puso el arma a un lado.
También llevaba consigo una navaja de muelle de quince centímetros. Se la metió en el bolsillo derecho de los pantalones.
No esperaba utilizar nada más que el revólver. Sin embargo, le gustaba estar preparado para cualquier eventualidad.
En algunos trabajos, había usado una pistola ametralladora «Uzi», reformada ilegalmente para hacer fuego automático. Pero los encargos ordinarios no requerían armamento pesado.
También llevaba un estuche de cuero, mucho más pequeño que el de una máquina de afeitar, que contenía unas cuantas herramientas muy sencillas para el allanamiento de moradas. No se molestó en inspeccionarlas. Podría incluso no necesitarlas porque muchas gentes son singularmente descuidadas acerca de la seguridad en el hogar, dejando puertas y ventanas sin cerrar con llave durante la noche, como si creyeran estar viviendo en una aldea de cuáqueros allá en el siglo XIX.
A las once y cuarenta minutos, Vince se apoyó sobre los asientos delanteros y estiró el cuello para observar por la ventanilla lateral la casa de los Hudston. Todas las luces estaban apagadas. ¡Bien! Se habían ido a la cama.
Para darles tiempo a que durmieran, se sentó otra vez al fondo de la furgoneta y se comió un «Mister Goodbar» mientras cavilaba sobre la forma de gastar los sustanciales honorarios que estaba ganando desde bien temprano.
Se había encaprichado con unos esquíes autopropulsados, esos ingeniosos artefactos que te permiten practicar el esquí náutico sin necesidad de embarcación remolcadora. Era un amante del océano; la mar tenía algo que le atraía; se sentía como en casa entre las olas, y cuando se movía al ritmo de las grandes masas líquidas, arrolladoras y oscuras, se sentía más vivo que nunca. Durante su adolescencia, se había pasado más tiempo holgando por la playa que en la escuela. Ahora, cabalgaba todavía sobre la tabla de surf cuando las rompientes valían la pena. Pero ya tenía veintiocho años y esa diversión se le antojaba demasiado insípida. No se emocionaba tan fácilmente como antaño. Ahora necesitaba velocidad. Se vio a sí mismo deslizándose con esquíes autopropulsados sobre un mar color pizarra, fustigado por el viento, sacudido por una serie sin fin de encontronazos con un rosario eterno de rompientes, cabalgando sobre el Pacífico tal como lo haría un vaquero de rodeo sobre un potro cerril.
A las doce y cuarto Vince se apeó de la furgoneta. Se metió el arma en la cintura del pantalón y atravesó la calle, silenciosa y desierta, hacia la casa de los Hudston. Entró por una cancela accesible a un patio lateral, iluminado sólo por el resplandor de la luna que atravesaba el denso follaje de un inmenso árbol coral.
Hizo una breve parada para ponerse unos guantes de cabritilla.
Despidiendo reflejos de luz lunar, una puerta acristalada de corredera enlazaba el patio con la sala. Estaba cerrada con llave. Una minúscula linterna procedente del estuche de herramientas reveló también una tranca colocada en la guía interior de la puerta para impedir que fuera forzada.
Los Hudston parecían más conscientes de su seguridad que la mayoría de la gente, pero eso no le preocupó a Vince. Aplicó una pequeña campana de succión al cristal y con un diamante de vidriero trazó un círculo cerca del picaporte. Luego metió la mano por el boquete y corrió el cerrojo. Acto seguido abrió otro orificio sobre el umbral e introduciendo la mano quitó la tranca de la guía y la empujó por debajo de las cortinas echadas en el interior del aposento.
No tuvo que inquietarse por la presencia de perros guardianes. La mujer de la voz sexy le había asegurado que los Hudston no tenían animales domésticos. Ésta era una de las razones por la que le gustaba particularmente trabajar para esos empresarios: su información era siempre minuciosa y precisa.
Abriendo la puerta, se escabulló por entre las cortinas en la tenebrosa sala. Se mantuvo inmóvil unos instantes, acechando, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Había un silencio sepulcral en la casa.
Encontró primero la habitación del muchacho. Estaba iluminada por el reflejo verdoso que irradiaban los números de una radio reloj. El muchacho estaba tendido de costado y lanzaba leves ronquidos. Dieciséis años. Muy joven. A Vince le gustaban muy jóvenes.
Rodeó la cama y se acurrucó al otro lado, de cara al muchacho dormido. Se quitó con los dientes el guante de la mano izquierda. Empuñando el arma en la mano derecha, rozó con el cañón la cara interna de la barbilla del muchacho.
Éste se despertó al instante.
Vince le dio una fuerte palmada en la frente con la mano desnuda y, simultáneamente, disparó el arma; la bala atravesó el músculo blando de la barbilla, el techo del paladar y el cerebro causándole la muerte instantánea.
El cuerpo muerto le transmitió a Vince una carga intensa de energía vital. Fue una energía vital tan pura, que gimió de placer al sentirla dentro de sí.
Durante unos instantes, permaneció acurrucado junto a la cama, sin osar mover ni un músculo. En éxtasis. Sin aliento. Por fin en plena oscuridad, besó los labios del muchacho muerto y murmuró:
—Lo acepto. Gracias. Lo acepto.
A continuación, exploró la casa con celeridad y sigilo felinos y encontró en seguida el dormitorio conyugal. Estaba iluminado suficientemente por otro reloj con números fosforescentes más el tenue reflejo de una lamparilla que venía del baño abierto. El doctor y la señora Hudston estaban dormidos.
Vince la mató primero a ella, sin despertar al marido. La mujer dormía desnuda, así que, después de haber recibido su sacrificio, él descansó la cabeza entre sus pechos y escuchó el silencio de su corazón. Le besó los pezones y susurró:
—Gracias.
Cuando contorneaba la cama y encendía una lámpara en la mesilla de noche, el doctor Hudston se despertó. El hombre se mostró confuso, pero cuando vio a su esposa mirándole con ojos ciegos, gritó y aferró el brazo de Vince.
Éste le golpeó dos veces el cráneo con la culata del arma. Luego arrastró al inconsciente Hudston, que también dormía desnudo, hasta el cuarto de baño. Una vez allí encontró esparadrapo con el que ató las muñecas y los tobillos del doctor.
A continuación, llenó la bañera con agua fría y metió dentro a Hudston. El agua glacial reanimó al doctor.
Pese a estar desnudo y atado, Hudston intentó salir del agua fría y lanzarse contra su agresor.
Vince le golpeó el rostro con la pistola y le hizo hundirse otra vez en la bañera.
—¿Quién es usted? ¿Qué pretende? —farfulló Hudston, apenas hubo sacado la cara del agua.
—He matado a su esposa y a su hijo, y me propongo matarle a usted. Los ojos de Hudston parecieron hundirse en el rostro húmedo y pálido.
—¡Jimmy! ¡Ah, Jimmy no, por favor!
—Su hijo está muerto —insistió Vince—. Le volé los sesos.
Al oír esa referencia sobre su hijo, Hudston se vino abajo. No rompió en sollozos ni lanzó gemidos lastimeros, nada tan dramático como eso.
Pero repentinamente sus ojos quedaron muertos, sin brillo. Como una luz que se apaga. Miró de hito en hito a Vince, más su mirada no expresaba ya temor ni cólera.
—Ahora su problema se reduce a elegir entre dos alternativas —dijo Vince—. Tener una muerte fácil, o penosa. Si me dice usted lo que deseo saber, le daré una muerte rápida y sin dolor. Si se me pone terco, la prolongaré durante cinco o seis horas.
El doctor Hudston le miró estático. Exceptuando las brillantes rayas de sangre reciente que le cruzaban el rostro, estaba muy blanco, era una lividez húmeda y enfermiza, como la de alguna criatura que nadara eternamente en los abismos marinos.
Vince esperó que al hombre se le pasase la catatonia.
—Lo que quiero saber es qué tiene usted en común con Davis Weatherby y Elisabeth Yarbeck.
Hudston parpadeó, captó la imagen de Vince. Su voz fue ronca y trémula.
—¿Davis y Liz? ¿De qué está usted hablando?
—¿Les conoce?
Hudston asintió.
—¿De qué les conoce? ¿Fueron juntos a la escuela? ¿Fueron vecinos en algún tiempo pasado?
Negando con la cabeza, Hudston dijo:
—Nosotros…, nosotros trabajábamos juntos en «Banodyne».
—¿Qué es «Banodyne»?
—Los laboratorios «Banodyne».
—¿Por dónde caen?
—Aquí, en el condado de Orange —dijo Hudston. Y mencionó unas señas en la ciudad de Irvine.
—¿Qué hacen ustedes allí?
—Investigación. Pero yo lo abandoné hace diez meses. Weatherby y Yarbeck trabajan todavía allí. Yo no.
—¿Qué tipo de investigación? —inquirió Vince.
Hudston vaciló.
Vince dijo:
—Recuerde: rápida y sin dolor o penosa y sucia.
El doctor le explicó cuál era esa investigación en la que se había comprometido. El Proyecto Francis. Los experimentos. Los perros.
Una historia increíble. Vince hizo que Hudston repitiera tres o cuatro veces algunos pormenores hasta convencerse, al fin, de que aquella historia era verídica.
Cuando estuvo seguro de haber exprimido lo suficiente al hombre, Vince le disparó a la cara, a quemarropa, causándole la muerte prometida.
De regreso en la furgoneta, Vince atravesó Laguna Hills envuelta en su manto nocturno, distanciándose de la casa de los Hudston, mientras meditaba sobre el paso peligroso que acababa de dar. Generalmente nunca sabía nada acerca de sus objetivos. Esto era lo más seguro para él y para sus empresarios. Y, por norma, tampoco quería conocer lo que habían hecho los pobres mentecatos para atraer sobre sí tamaña desgracia, porque el saberlo le acarrearía una aflicción similar. Pero esta situación era diferente. Se le había pagado por matar a tres doctores, no médicos, como se traslucía ahora, sino científicos, todos ciudadanos relevantes, más cualquier miembro de sus familias que estuviese presente. ¡Extraordinario! A los periódicos de mañana les faltaría espacio para todas esas noticias. Algo muy gordo estaba en marcha, algo tan importante que podría brindarle una oportunidad única en la vida, y proporcionarle tal montón de dinero que necesitaría ayuda para contarlo. El dinero lo aportaría la venta del conocimiento prohibido que él sonsacara a Hudston…, siempre y cuando él pudiera averiguar quiénes eran los potenciales compradores. No obstante, tal conocimiento no era sólo vendible, sino también peligroso. ¡Preguntad a Adán! ¡Preguntad a Eva! Si sus empresarios actuales, la dama con voz sexy y los demás personajes de Los Ángeles, descubrieran que él había quebrantado la regla básica de su negocio, si averiguasen que había interrogado a una de sus víctimas antes de eliminarla, cerrarían un trato referente esta vez a Vince. Y el cazador se convertiría en presa.
Desde luego, a él no le inquietaba demasiado la posibilidad de morir. Había almacenado vida de sobra en su ser. Vidas pertenecientes a otras personas. Más vidas que diez gatos. Él sobreviviría siempre. Estaba seguro de eso. Pero…, bueno, no sabía a ciencia cierta cuantas vidas necesitaría absorber para asegurarse la inmortalidad. Algunas veces presentía que había alcanzado ya un estado de invulnerabilidad: la vida eterna. Ahora bien, otras veces se sentía aún vulnerable y necesitado de más energía vital para alcanzar el codiciado estado de divinidad. Hasta llegar a saber, más allá de toda duda, que había alcanzado el Olimpo, lo mejor sería mostrarse cauteloso.
«Banodyne».
El Proyecto Francis.
Si fuese cierto lo que había dicho Hudston, el riesgo que arrostraría él quedaría compensado con creces tan pronto como encontrara un comprador genuino de la información. Vince iba a ser un hombre muy rico.
***
Durante diez años Wes Dalberg había ocupado solo una cabaña de piedra en la parte alta del desfiladero Holy Jim, hacia el confín oriental del condado de Orange. Su única luz provenía de linternas «Coleman» y el agua corriente del inmueble procedía de una bomba accionada a mano en el fregadero. Su retrete se hallaba en el chamizo exterior, con una media luna grabada en la puerta (a modo de broma), y se encontraba a treinta metros de la cabaña.
Wes tenía cuarenta y dos años, pero parecía mayor. El viento y el sol habían curtido su rostro. Llevaba una barba pulcramente recortada, con pobladas patillas blancas. Aunque pareciera avejentado, sus condiciones físicas eran las de un hombre de veinticinco años. Él creía que su buena salud era el resultado de hacer una vida intensa en contacto con la Naturaleza.
El martes 18 de mayo por la noche Wes estuvo sentado ante la mesa de la cocina hasta la una de la madrugada, bebiendo licor de ciruela hecho en casa y leyendo a la luz plateada de una sibilante «Coleman» una novela McGee de John D. MacDonald. Wes era, como él mismo solía decir, «un cascarrabias antisocial nacido por error en este siglo», que tenía pocas aptitudes para la vida moderna. Sin embargo, le gustaba leer sobre «McGee» porque este personaje sobresalía en este mundo complicado y maligno de ahí fuera sin dejarse arrastrar jamás por las corrientes asesinas.
Concluida su lectura a la una en punto, Wes salió afuera a por más leña para la chimenea. Las ramas de sicomoro, agitadas por el viento, proyectaban vagas sombras lunares en el suelo y las superficies brillantes de susurrantes hojas despedían pálidos reflejos, de luz lunar. Los coyotes aullaban a lo lejos entretenidos con la caza de algún conejo o alguna otra criatura menuda. A su alrededor, los insectos cantaban en la maleza y un viento glacial suspiraba entre las enramadas altas del bosque.
Sus reservas de leña estaban almacenadas en un cobertizo adosado a toda la pared norte de la cabaña. Wes levantó la tarabilla de la puerta doble. Estaba tan familiarizado con la distribución de la leña dentro del cobertizo que caminó a ciegas por sus tenebrosos confines, llenando con leña un recio capacho hasta reunir cinco o seis troncos. Sacó el capacho con ambas manos y lo dejó en el suelo para cerrar ambas puertas.
Entonces se apercibió de que los coyotes y los insectos habían enmudecido. Sólo el viento sostenía su voz.
Frunciendo el ceño, Wes se volvió para mirar la oscura floresta que circundaba el pequeño claro en donde se alzaba su cabaña.
Algo gruñó.
Wes escrutó con ojos entornados el bosque envuelto en la noche que, súbitamente, pareció tener menos iluminación lunar que pocos momentos antes.
El gruñido había sido hondo e iracundo. No se parecía a nada que él hubiera oído durante sus diez años de noches solitarias.
Wes sintió curiosidad, incluso preocupación, pero no temor. Se mantuvo muy quieto, tendiendo el oído. Transcurrió un minuto y no oyó nada más.
Terminó de cerrar las puertas, echó la tarabilla y levantó el capacho lleno de leña.
Nuevo gruñido. Luego, silencio. A continuación, ruido de maleza seca y crujido de hojas quebrándose bajo unas pisadas.
A juzgar por el sonido, aquello se hallaba a unos treinta metros. Un poco hacia el oeste del chamizo. Todavía en el bosque.
La cosa gruñó nuevamente. Esta vez más fuerte. Ahora a no más de treinta metros.
Él siguió sin ver la fuente de aquel sonido. La luna, esa desertora, continuó escabulléndose detrás de una afiligranada banda de nubes.
Al escuchar atento aquel gruñido profundo, gutural y, sin embargo, parecido a un aullido, Wes sintió una súbita inquietud. Por primera vez en sus diez años como residente del Holy Jim intuyó peligro. Cargándose el capacho, se encaminó aprisa hacia la parte trasera de la cabaña y la puerta de la cocina.
Los crujidos de maleza pisoteada se hicieron cada vez más audibles. A todas luces, la criatura del bosque avanzaba deprisa. ¡Diablos, estaba corriendo!
Wes también corrió.
El gruñido se intensificó hasta convertirse en una serie de rezongos broncos, malignos: un sonido espeluznante que parecía tener parte de perro y parte de cerdo, parte de puma y parte de humano y también una parte de algo completamente diferente.
Mientras corría alrededor de la cabaña, Wes lanzó el capacho hacia donde calculaba que debía estar el animal. Oyó cómo los leños se esparcían por el aire y golpeaban el suelo, pero los roncos gruñidos fueron acercándose por momentos, lo cual le hizo comprender que había fallado el tiro.
Subió de un salto los tres escalones, empujó con violencia la puerta de la cocina, pasó adentro y cerró de golpe. Acto seguido echó el cerrojo, una medida de seguridad que no empleaba desde hacía nueve años, es decir, desde que se acostumbrara a la placidez del desfiladero. Cruzó la cabaña hasta la puerta principal y aseguró también su cerradura.
Le sorprendió la intensidad con que le había asaltado el miedo. Incluso aunque hubiese ahí fuera un animal hostil, quizás un oso enloquecido que hubiera bajado de las montañas, no podría forzar la puerta y seguirle hasta el fondo del chamizo. No había necesidad de echar los cerrojos, y sin embargo se sintió mejor después de haberlo hecho. Había actuado por puro instinto, y él era un hombre de campo lo bastante sagaz para saber que convenía fiarse de los instintos, aunque suscitaran a veces un comportamiento aparentemente irracional.
En definitiva, estaba a salvo. Ningún animal podría abrir una puerta. A buen seguro, un oso no podría. Y con toda probabilidad se trataría de un oso.
Pero… no parecía un oso. Esto era lo que había horripilado a Wes Dalberg: no había sonado como nada que pudiera merodear por aquellos bosques. Estaba familiarizado con el vecindario animal, conocía todos los aullidos, gritos y otros ruidos diversos emitidos por esas criaturas.
La única luz del aposento principal procedía de la chimenea y no alcanzaba a disipar las sombras en los rincones. Fantasmas conjurados por las llamas del hogar animaban las paredes. Por primera vez, Wes habría dado el visto bueno a la electricidad.
Él tenía una escopeta «Remington» del calibre 12 con la cual solía cazar pequeñas piezas para complementar su dieta de alimentos adquiridos en el supermercado. El arma ocupaba un anaquel de la pequeña cocina. Ahora consideró la conveniencia de cogerla y cargarla, pero como se sintiera seguro detrás de las puertas herméticas, empezó a incomodarse consigo mismo por haberse atemorizado así. ¡Como un bisoño, por Dios! ¡Como un bien cebado ciudadano de barrio dando alaridos a la vista de un ratón! Si hubiera gritado y dado unas cuantas palmadas, con toda probabilidad habría ahuyentado a esa cosa que estaba en la maleza. Aun cuando se pudiese achacar su reacción al instinto, no había actuado con arreglo a su imagen de colonizador avezado y coriáceo, tal como se veía a sí mismo. Si él empuñara la escopeta ahora, cuando no había ninguna necesidad imperiosa, perdería en buena medida el amor propio, y esto era importante puesto que la única opinión sobre Wes Dalberg que le interesaba a Wes era la suya propia. ¡Nada de armas!
Wes se aventuró hasta el gran ventanal de la sala. Éste era una reforma realizada veinte años antes por alguien que arrendó la cabaña al Servicio Forestal; se había desmontado la estrecha ventana antigua para abrir un gran boquete en la pared y sustituirla por un ventanal con un enorme cristal al objeto de aprovechar cuanto fuera posible la espectacular vista del bosque.
Unas pocas nubes teñidas de luna se perfilaron fosforescentes sobre la negrura aterciopelada del cielo nocturno. La luz de la luna moteó el patio delantero, se deslizó sobre la parrilla, el capó y el parabrisas del jeep «Cherokee» de Wes y perfiló las formas penumbrosas del conjunto de los árboles de aquel paraje. Al principio no se movió nada salvo unas cuantas ramas meciéndose con la brisa.
Durante dos o tres minutos, Wes escudriñó el escenario forestal. Al no percibir ni oír nada fuera de lo común, opinó que el animal habría proseguido su vagabundeo. Con alivio muy considerable y reaparición del incómodo enfado, se disponía a dar media vuelta…, cuando notó movimiento alrededor del jeep. Entornó los ojos y no vio nada, pero permaneció alerta un minuto o dos. Justamente cuando se decía que habría imaginado el movimiento, lo percibió otra vez: algo había salido de detrás del jeep y se estaba acercando.
Wes se aproximó más al cristal de la ventana.
Algo cruzaba veloz el patio hacia la cabaña, se acercaba aprisa, casi a ras del suelo. Pero, en vez de revelar la naturaleza del enemigo, la luna lo hizo todavía más misterioso e informe. La cosa se precipitó contra la cabaña. E inopinadamente, ¡santo Dios!, la criatura se elevó por los aires, un endriago volando directamente hacia él en la oscuridad, y Wes lanzó un alarido. Un instante después la bestia se estrelló contra el cristal, atravesándolo, y Wes se desgañitó, pero su chillido quedó cortado en seco.
***
Como quiera que Travis tuviera poco de bebedor, tres cervezas seguidas fueron suficiente para preservarle contra el insomnio. Se quedó dormido apenas dejó caer la cabeza sobre la almohada. Soñó que era el maestro de ceremonias en un circo donde todos los animales amaestrados podían hablar, y después de cada representación él los visitaba en sus jaulas, y allí cada ocupante le revelaba un secreto que le dejaba atónito, si bien lo olvidaba tan pronto como se trasladaba a la siguiente jaula y al siguiente secreto.
A las cuatro en punto de la madrugada se despertó y vio a Einstein plantado ante la ventana del dormitorio. El perro, de pie sobre sus patas traseras y apoyando las delanteras en el alféizar y con la cabeza iluminada por la luna, oteaba muy atento la noche.
—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó él.
Einstein le miró y volvió su atención a la noche bañada por la luna. Lanzó un leve gemido y enderezó un poco las orejas.
—¿Hay alguien ahí fuera? —inquirió Travis mientras saltaba de la cama y se ponía los vaqueros.
El perro se bajó de su atalaya y abandonó presuroso el dormitorio. Travis lo encontró ante otra ventana de la sala en penumbra, escrutando la noche por aquel lado del edificio. Agachándose junto al perro, le puso una mano sobre el ancho y peludo lomo.
—¿Qué pasa? ¿Eh?
Einstein apretó el hocico contra el cristal y gimió nervioso. Travis no vio nada amenazador en el césped cercano ni en la carretera. Entonces le asaltó un pensamiento casi olvidado y dijo: —¿Acaso te preocupa lo que nos perseguía esta mañana en el bosque?— El perro le lanzó una mirada solemne.
—¿Qué sería aquello del bosque? —se preguntó preocupado Travis. Einstein gimió otra vez y se estremeció.
Al recordar el pánico cerval del perdiguero…, y el suyo propio, al evocar la espeluznante sensación de que algo sobrenatural los había estado acechando, Travis sintió escalofríos. Miró hacia el mundo exterior, con su envoltura nocturna. Las puntiagudas palmas negras del datilero estaban orladas por la tenue luz amarillenta del farol más próximo. Un viento caprichoso levantaba pequeñas polvaredas y arremolinaba hojas y desperdicios de papel a lo largo del pavimento, los dejaba caer unos segundos dándolos por muertos, y luego los arrebataba de nuevo. Una solitaria mariposa nocturna rebotaba contra el cristal frente a las caras de Travis y Einstein, confundiendo sin duda con una llama el reflejo de la luna o del farol.
—¿Te preocupa la posibilidad de que todavía te persiga? —preguntó.
El perro resopló una vez, muy quedo.
—Pues bien, yo no lo creo —dijo Travis—. Ni creo que entiendas cuánto nos hemos distanciado en dirección norte. Nosotros llevábamos ruedas, y esa cosa habría tenido que seguirnos a pie, lo cual sería imposible. Sea como fuera, la hemos dejado muy atrás, Einstein, allá lejos, en el condado de Orange, sin forma de averiguar adónde nos dirigimos. No te inquietes más por eso. ¿Comprendes?
Einstein le empujó la mano con el hocico y se la lamió, como si se sintiera reanimado y agradecido. No obstante, miró otra vez por la ventana y emitió un gemido apenas audible.
Travis hubo de engatusarle para hacerle regresar al dormitorio. Una vez allí, él quiso tenderse en la cama junto a su amo, y Travis accedió con el fin de tranquilizar al animal.
El viento se lamentó y murmuró en los aleros del bungalow.
A ratos, la casa se estremeció con los ruidos habituales que se dejan oír en plena noche.
Con motor ronroneante y neumáticos sibilantes un coche se deslizó por la calle.
Exhausto tras los esfuerzos, tanto emocionales como físicos, realizados a lo largo de la jornada, Travis se durmió muy pronto.
Hacia el alba, se despertó a medias y descubrió que Einstein estaba otra vez en la ventana del dormitorio montando guardia. Murmuró el nombre del perdiguero y dio unas palmadas disuasivas sobre el colchón, pero Einstein permaneció avizor y Travis se dejó caer en brazos del sueño.