Nora Devon sintió miedo del técnico del televisor. Aunque el hombre pareciera tener unos treinta años —la edad de ella—, mostraba el descaro ofensivo del adolescente sabelotodo. Al abrirle la puerta, él la había mirado insolente de arriba abajo mientras se identificaba: Art Streck, de la «Wadlow TV», y, al cruzar otra vez la mirada con ella, había hecho un guiño procaz. Era alto y enjuto, iba muy acicalado, vestía uniforme blanco, camisa y pantalones impecables. Su afeitado era perfecto. El pelo rubio oscuro era corto y estaba peinado con esmero. El hombre parecía un buen muchacho, no un violador ni un psicópata, y, sin embargo, Nora le tuvo miedo al instante, quizá porque su procacidad no concordaba con su apariencia.
—¿No necesitaba usted mis servicios? —inquirió el hombre cuando ella vaciló en el umbral.
Aun cuando la pregunta pareciera inocente, la inflexión dada a la palabra «servicios» se le antojó a Nora insidiosa y llena de sugerencias sexuales. Ella no creía estar reaccionando de forma exagerada, pero al fin y al cabo había telefoneado a la «Wadlow TV» y no podía despedir a Streck sin una explicación. Y esta explicación suscitaría, probablemente, una polémica. Así pues, no siendo persona dada a los enfrentamientos, Nora le hizo pasar.
Mientras le conducía por el espacioso y fresco vestíbulo hacia la sala de estar, ella tuvo la desagradable impresión de que su esmerada apariencia y su sonrisa campechana eran elementos de un enmascaramiento calculado con suma precisión. El hombre tenía una viveza animal, un resorte a punto de dispararse, lo cual la intranquilizó más y más con cada paso que los alejaba de la entrada.
Siguiéndola muy de cerca, prácticamente descargándole el aliento en la nuca, Art Streck dijo:
—Tiene usted una bonita casa, señora Devon. Muy bonita. De veras, me gusta.
—Gracias —contestó ella rígida, sin molestarse en corregirle el error sobre su estado civil.
—Un hombre podría ser muy feliz aquí. Sí, señor, un hombre podría ser muy feliz.
La casa era de ese estilo arquitectónico denominado a veces «Old Santa Bárbara Spanish»: dos plantas, estuco color crema, tejas rojas, verandas, balconadas, y todas las líneas suavemente redondeadas en lugar de formar ángulos. Lujuriosas buganvillas rojas trepaban por la cara norte del edificio dejando colgar sus luminosos capullos. Era un lugar muy hermoso.
Nora lo aborrecía. Ella había vivido allí desde los dos años, lo que significaba veintiocho años, y durante todos ellos menos uno había estado bajo la férula de su tía Violet. Su infancia no había sido de las más felices, y ella no había disfrutado de la vida hasta el presente. Hacía ya un año que Violet Devon había muerto, pero, a decir verdad, Nora se sentía todavía oprimida por su tía, pues el recuerdo de aquella anciana odiosa era formidable, asfixiante.
En la sala, después de colocar su caja de herramientas junto al «Magnavox», Streck hizo una pausa para mirar alrededor. Parecía sinceramente impresionado por la decoración.
El florido empapelado de las paredes era oscuro, fúnebre. La alfombra persa tenía un dibujo particularmente detestable. El esquema del colorido (gris, marrón y azul eléctrico) había sido agravado con unos toques de amarillo sucio. El pesado mobiliario inglés del siglo XIX, ornamentado con molduras de profundo relieve, se sustentaba sobre sólidas zarpas: sillones macizos, escabeles, vitrinas con aspecto de haber sido diseñadas para el doctor Caligari y aparadores que parecían pesar media tonelada cada uno. Algunos veladores pequeños habían sido revestidos de un brocado amazacotado. Varias lámparas estaban provistas de pantallas de un gris claro, otras tenían pie de cerámica marrón, pero ninguna daba mucha luz. Las cortinas parecían tan pesadas como el plomo; visillos apergaminados por la edad colgaban entre los entrepaños laterales permitiendo tan sólo que la luz solar iluminara el aposento con una tonalidad color mostaza. Ninguno de esos elementos servía para complementar la arquitectura hispánica. Voluntariamente, Violet había impuesto su plomizo mal gusto a la graciosa edificación.
—¿La ha decorado usted? —preguntó Art Streck.
—No. Mi tía —dijo Nora. Se detuvo junto a la marmórea chimenea alejándose de él cuanto pudo, sin abandonar la habitación—. Esta casa era suya. Yo… la heredé.
—Si yo fuera usted —comentó él—, sacaría de aquí todos esos trastos. Esto podría ser una habitación alegre, luminosa. Discúlpeme por decírselo, pero esto no le va a usted. Esto estaría muy bien para cualquier solterona… Su tía fue una solterona, ¿verdad? Sí, me lo imaginé. Quizá fuera lo ideal para una solterona reseca, pero ni mucho menos para una bonita dama como usted.
Nora quiso censurar su impertinencia y decirle que cerrara la boca y arreglase el televisor, pero ella no sabía imponer su autoridad por falta de experiencia. Tía Violet la había preferido sumisa, obediente.
Streck la miró sonriente. La comisura derecha de su boca se arqueó de una forma sumamente desagradable. Fue casi una mueca despectiva.
Ella hizo un esfuerzo para contestar.
—A mí me gusta.
—¿De veras?
—Sí.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué le pasa a su aparato?
—La imagen tiembla sin cesar. Además, hay estática, nieve.
Él apartó el televisor de la pared, lo encendió y estudió la imagen, inestable y repleta de estática. Enchufó en la corriente una pequeña lámpara portátil y la colgó detrás del aparato.
En el vestíbulo, un reloj de caja dio el cuarto de hora con una sola campanada cuyo eco retumbó por toda la casa.
—¿Ve usted la televisión con frecuencia? —preguntó él mientras destornillaba la cubierta polvorienta del aparato.
—No mucho —dijo Nora.
—A mí me gustan esas series interminables de la noche, como Dallas y Dinastía.
—Jamás las veo.
—¿De verdad? ¡Bah, vamos, apuesto cualquier cosa a que lo hace! —Se rió malicioso—. Todo el mundo las ve, aunque muchos no quieran confesarlo. Precisamente no hay nada tan interesante como esas historias llenas de traiciones, asechanzas, robos, embustes, y… adulterios. ¿Entiende lo que quiero decirle? La gente toma asiento, lo ve de pe a pa, chasquea la lengua y dice: «¡Qué terrible es todo esto!», pero en realidad les enloquece. Así es la naturaleza humana.
—Yo… tengo cosas que hacer en la cocina —murmuró nerviosa ella—. Llámeme cuando haya arreglado el aparato.
Dicho esto abandonó la estancia, bajó al vestíbulo y pasó por las puertas batientes a la cocina.
Se dio cuenta de que estaba temblando. Se despreciaba a sí misma por su debilidad, por la facilidad con que se rendía al miedo, pero no podía evitar ser lo que era. Un ratón.
Tía Violet le había dicho a menudo: «Escucha, chica, en el mundo hay dos tipos de personas: gatos y ratones. Los gatos van a donde quieren, hacen lo que quieren, toman lo que les place. Los gatos son agresivos y autosuficientes por naturaleza. Por otra parte, los ratones no tienen ni pizca de agresividad. Son, claro está, vulnerables, dóciles y tímidos, y se sienten extraordinariamente felices cuando esconden la cabeza y aceptan lo que la vida quiera darles. Tú eres un ratón, querida. Y no es mala cosa ser un ratón. Puedes tener plena felicidad. Quizás un ratón no lleve una vida pintoresca como el gato, pero si permanece a salvo en su escondrijo y se reserva, vivirá más que el gato y tendrá menos turbulencias en su vida».
Ahora mismo, un gato acechaba en la sala, reparando el televisor, y Nora estaba en la cocina dominada por un miedo ratonil. A decir verdad, en ese momento ella no se hallaba cocinando, tal como dijera a Streck. Por ahora, estaba ante el fregadero, agarrándose una mano helada con la otra —sus manos parecían siempre estar frías—, preguntándose qué le convendría hacer hasta que el operario concluyese su trabajo y se marchara. Decidió preparar un pastel. Un pastel amarillo con chocolate glaseado. Esa tarea la mantendría ocupada y la ayudaría a olvidar el guiño sugerente de Streck.
Reunió cazuelas, diversos utensilios, una batidora eléctrica, más los componentes del pastel y otros ingredientes que sacó de la alacena. Hecho esto, se puso a trabajar. Sus nervios tensos se calmaron muy pronto con la actividad doméstica.
Justamente cuando vertía mantequilla derretida en los dos moldes, Streck entró en la cocina y dijo:
—¿Le gusta cocinar?
Sorprendida, estuvo a punto de dejar caer la mezcladora metálica vacía y la espátula embadurnada de mantequilla. Logró evitarlo como buenamente pudo, y con un leve temblequeo que delataba su nerviosismo, las colocó en el fregadero para lavarlas.
—Sí, me gusta cocinar.
—¡Eso es estupendo! Yo admiro a la mujer que disfruta haciendo tareas femeninas. ¿Y hace también ganchillo, bordados y cosas por el estilo?
—Hago encaje —dijo ella.
—Eso es todavía mejor.
—¿Ha arreglado el televisor?
—Casi.
Nora se disponía a meter el pastel en el horno, pero no quería llevar los moldes mientras Streck estuviese presente, por temor de temblar demasiado. Entonces él se apercibiría de que la intimidaba y, probablemente, se mostraría más audaz. Así pues, dejó los moldes llenos sobre el mostrador y se dedicó a abrir el recipiente del glaseado.
Streck se adentró aún más en la inmensa cocina, moviéndose desenvuelto mirando a su alrededor con amable sonrisa, pero dirigiéndose directamente hacia ella.
—¿Podría darme un vaso de agua?
Nora suspiró aliviada o poco menos, empeñada en creer que todo cuanto quería aquel sujeto era un vaso de agua.
—¡Oh, sí, claro! —exclamó. Tomando un vaso de la alacena, corrió a llenarlo de agua fría.
Cuando se volvió para alargárselo, Streck, que se le había acercado con el sigilo de un gato, estaba casi encima de ella. Nora dio un respingo sin poder evitarlo. Parte del agua cayó al suelo y les salpicó.
Ella dijo:
—Oiga…
—Gracias —la interrumpió él, arrebatándole el vaso.
—… me ha sobresaltado.
—¿Yo? —respondió él amable, mientras la miraba atentamente con ojos de un azul glacial—. Soy inofensivo, señora Devon. De veras que lo soy. Todo cuanto quiero es un vaso de agua. No habrá creído usted que quería otra cosa, ¿verdad?
¡El hombre era endiabladamente audaz! Ella no podía creer que una persona pudiese ser tan desvergonzada, tan deslenguada, cínica y agresiva. Quiso abofetearle, pero se preguntó temerosa qué sucedería después. El abofetearle, es decir, el reconocer en cierto modo sus insultantes indirectas u otras ofensas, parecía la forma más segura de envalentonarle en vez de disuadirle.
Él la miró con una intensidad voraz, perturbadora. Su sonrisa era la de un depredador.
Nora intuía que el mejor modo de manejar a Streck era fingir inocencia y torpeza monumentales, hacer oídos sordos a sus detestables insinuaciones sexuales, como si no las hubiese entendido. En suma, ella debería tratar con él tal como lo haría un ratón ante una amenaza que le fuese imposible esquivar. Finge que no ves al gato, finge que el temible animal no está ahí, y quizás el gato se desconcierte y decepcione por la falta de reacción y prefiera buscar en otra parte presas más impresionables.
Para desligarse de su mirada imperativa, Nora tomó dos toallas de papel del carrete junto al fregadero y se dispuso a enjugar el agua derramada en el suelo. Pero, apenas se agachó delante de Streck, comprendió que había cometido un error, porque él no se apartó sino que se mantuvo inamovible sobre ella, se cernió sobre su figura acuclillada. La escena estuvo llena de simbolismo erótico. Cuando ella percibió que esa posición suya a los pies del sujeto implicaba acatamiento, se levantó como un resorte, y entonces observó que la sonrisa irónica se acentuaba.
Sonrojada e indignada, Nora arrojó las empapadas toallas al cubo debajo del fregadero.
Art Streck dijo:
—Cocinar, hacer punto…, creo que es bonito, realmente bonito. ¿Qué otras cosas le gusta hacer?
—Eso es lo malo —contestó ella—. El caso es que no tengo ninguna afición fuera de lo normal. No soy una persona muy interesante, la verdad. Más bien apagada. Incluso aburrida.
Maldiciendo su incapacidad para ordenar al bastardo que abandonara la casa, se deslizó sigilosa por delante de él para verificar, de manera ostensible, si había terminado el precalentamiento en el horno, pero lo cierto era que intentaba ponerse fuera de su alcance.
Él la siguió, se mantuvo cerca.
—Cuando detuve el coche ante la entrada, vi que había montañas de flores. ¿Le gusta cuidar de las flores?
Mirando fijamente el dial del horno, ella respondió:
—Sí, me agrada la jardinería.
—Eso lo apruebo, de verdad —manifestó Streck, como si a Nora pudiese importarle lo que él aprobara o desaprobara—. Flores, es muy bueno que una mujer se interese por esas cosas. Cocina, encaje, jardinería…, ¡caramba!, usted está llena de aficiones y talentos femeninos. Apuesto a que lo hace todo muy bien, señora Devon. Quiero decir, todo lo que debe hacer una mujer. Apuesto a que usted es una mujer superior en todos los aspectos.
«Si este tipo me toca, gritaré», —pensó ella.
Ahora bien, las paredes del viejo edificio eran gruesas, y los vecinos se hallaban a cierta distancia. Nadie la oiría ni acudiría a rescatarla.
«Le daré una patada —pensó de nuevo—. Me defenderé».
Pero el hecho era que ella no estaba segura de saber luchar, ni de tener los arrestos necesarios para emprender una pelea. Y aun cuando intentara defenderse, él era más grande y fuerte.
—Sí, apuesto a que usted es una mujer superior en todos los aspectos —repitió él, dando un acento más provocador a su estribillo.
Volviéndose desde el horno, ella se esforzó por sonreír.
—Mi marido se quedaría atónito si oyera semejante cosa. No hago mal los pasteles, pero necesito aprender todavía mucho para hacer una masa decente, y por otra parte los asados me quedan siempre tan secos como un hueso. Mi trabajo de encaje no es malo del todo, pero me cuesta un sinfín terminar uno. —Nora desfiló otra vez ante él para dirigirse al mostrador. La sorprendió oír su propio charloteo mientras abría la caja del glaseado. La desesperación la hizo locuaz—. Tengo cierto tino con las flores, pero como ama de casa soy muy poca cosa, y si mi marido no colaborara…, este lugar sería un desastre.
Nora se dijo que su palabrería sonaba a hueco. En su voz percibió una nota de histeria, que a él no le pasaría inadvertida. Pero la mención de un marido hizo, evidentemente, que Art Streck se detuviera a pensar sobre la conveniencia de seguir acosándola. Mientras ella vertía la mezcla en un cuenco y medía la mantequilla requerida, Streck se bebió el agua. Luego se acercó al fregadero y puso el vaso vacío junto con las cazuelas y los utensilios sucios. Esta vez procuró no imponerle una proximidad innecesaria.
—Bueno, más vale que me vuelva al trabajo —dijo.
Ella asintió y le hizo una sonrisa distraída, cuidadosamente calculada. Empezó a tararear mientras reanudaba su propia tarea, como si no tuviese la menor preocupación en el mundo.
Él atravesó la cocina y cuando empujaba la puerta batiente se detuvo y dijo:
—A su tía le gustaban mucho los lugares oscuros, ¿verdad? Esta cocina sería también soberbia si usted le diera más luz.
Antes de que ella pudiera contestar, el hombre salió, dejando que la puerta se cerrara por sí sola.
A pesar de su opinión no solicitada sobre el decorado de la cocina, Streck parecía haber escondido sus cuernos, y Nora quedó muy satisfecha de sí misma. Recurriendo a unas cuantas mentiras blancas sobre su inexistente marido y exponiéndolas con admirable ecuanimidad, ella había conseguido después de todo pararle los pies. Ése no era, exactamente, el proceder de un gato para disuadir a un agresor, pero tampoco el comportamiento tímido de un ratón horrorizado.
Nora examinó con espíritu crítico la cocina de alto techo y decidió que era demasiado oscura. Las paredes tenían un color azul turbio. Los globos esmerilados en las luces del techo eran tan opacos que irradiaban un fulgor mortecino, grisáceo. Así que ella consideró la conveniencia de hacer pintar la cocina y reemplazar las luces por otras más alegres.
La mera perspectiva de hacer cambios importantes en la casa de Violet Devon resultó deslumbradora, regocijante. Nora había rehecho ya su propio dormitorio tras la muerte de Violet, pero nada más. Ahora, al preguntarse si podría seguir esa pauta y proyectar una nueva decoración generalizada, se sintió enormemente osada y rebelde. Quizá. Quizá pudiera… Si había conseguido ahuyentar a Streck, tal vez pudiese sacar fuerzas de flaqueza para desafiar a su difunta tía.
Su talante ufano y alegre duró justo veinte minutos, el tiempo suficiente para poner los moldes en el horno, batir el glaseado y fregar algunos de los cuencos y utensilios. Entonces reapareció Streck para comunicar que el televisor estaba reparado y presentar la factura. Aunque el hombre hubiese parecido intimidado al abandonar la cocina, ahora se mostraba tan provocador como al principio. La miró de arriba abajo como si la desnudara con la imaginación, y cuando le buscó los ojos, le lanzó una mirada desafiante.
Ella pensó que la factura era exagerada, mas no la cuestionó, porque quería verlo fuera de la casa cuanto antes. Cuando se sentó ante la mesa de la cocina para extender el cheque, Streck recurrió al ardid ya familiar de plantarse demasiado cerca de ella para abrumarla con su masculinidad y su mayor corpulencia. Cuando ella se levantó y le alargó el cheque, Streck se las arregló para que su mano tocara la suya con cierta presión urgente.
Durante todo el recorrido hasta el vestíbulo, Nora tuvo la impresión de que el hombre se proponía soltar, súbitamente, su caja de herramientas para atacarla por detrás. Pero alcanzó por fin la puerta, y cuando él pasaba por su lado hacia la ventana, el corazón, alterado, se le empezó a tranquilizar hasta reemprender el ritmo normal.
Él titubeó fuera del portal.
—¿A qué se dedica su marido?
Esta pregunta la desconcertó. Era algo que él podría haber preguntado antes, en la cocina, cuando le hablara sobre su marido, pero ahora su curiosidad resultó inadecuada.
Nora debería haberle dicho que eso no era asunto suyo, pero todavía se sentía atemorizada. Presentía, que aquel hombre era propenso a los arrebatos de cólera y que la menor incitación podría desencadenar la violencia acumulada en su ser. Así pues, le respondió con otra mentira, una que le disuadiría de seguir molestándola, según esperaba ella.
—Él es… policía.
Streck enarcó las cejas.
—¿De verdad? ¿Aquí, en Santa Bárbara?
—Así es.
—Menuda casa para un policía.
—Perdón, ¿qué quiere decir?
—Ignoraba que se pagase tan bien a los policías.
—¡Oh! Pero si le he dicho ya… que yo heredé esta casa de mi tía.
—¡Ah, claro! Ahora lo recuerdo. Usted me lo dijo. Tiene razón. Intentando consolidar la mentira, ella agregó:
—Antes vivíamos en un apartamento. Cuando mi tía murió, nos trasladamos aquí. Ahí acierta usted…, pues de otra forma no hubiéramos podido permitirnos esto.
—Bueno —dijo él—, lo celebro por usted. ¡Vaya que sí! Una señora tan guapa como usted se merece una casa bonita.
Dicho esto, Streck hizo ademán de quitarse un sombrero imaginario, saludó con la mano y se alejó por la acera hacia su furgoneta blanca que estaba aparcada más abajo, junto al bordillo. Ella cerró la puerta y le observó por un segmento transparente de la vidriera policromada del centro de la puerta. Él miró hacia atrás, la vio y agitó la mano. Nora se apartó de la vidriera y encaminándose hacia el lóbrego pasillo le observó de nuevo desde un lugar en donde él no podía verla.
El hombre no le había creído ni una palabra, eso era evidente. Sabía que lo del marido era una patraña. ¡No debería haberle dicho que estaba casada con un policía, por el amor de Dios! Ese engaño para pararle los pies había sido demasiado ostensible. Tendría que haberle mencionado que estaba casada con un médico o un fontanero, cualquier cosa menos un policía. En cualquier caso, Art Streck se había marchado. Y por cierto, se había marchado a sabiendas de que ella le estaba mintiendo.
Nora no se sintió segura hasta que la furgoneta se perdió de vista. E, incluso así, notaba que le faltaba la sensación de seguridad.
***
Después de asesinar al doctor Davis Weatherby, Vince Nasco se dirigió con su furgoneta «Ford» gris a una estación de servicio de la «Pacific Coast Highway». Una vez allí, se introdujo en una cabina telefónica, depositó varias monedas y llamó a un número de Los Ángeles que sabía de memoria desde hacía mucho tiempo.
Un hombre le contestó repitiendo simplemente el número que marcara él. Era una de las tres voces habituales que respondían a sus llamadas; ésta era la suave y de timbre profundo. A menudo contestaba otro hombre, con una voz bronca y estridente que le hería el oído.
Algunas veces, muy pocas, la encargada de recoger su llamada era una mujer; tenía una voz sensual, gutural y, no obstante, muy femenina. Vince no la había visto jamás pero había intentado con frecuencia imaginar su aspecto.
Ahora, cuando el hombre de voz apacible hubo terminado de recitar el número, Vince dijo:
—Agradezco de veras que se hayan acordado de mí, y sepa que siempre estoy disponible por si tienen otro trabajo.
Esperó que el individuo al otro extremo de la línea reconociera también su voz.
—Me encanta saber que todo ha ido bien. Nosotros tenemos en gran estima su competencia. Ahora recuerde esto.
Acto seguido el contacto recitó un número telefónico de siete cifras. Algo sorprendido, Vince lo repitió. El contacto añadió:
—Es uno de los teléfonos públicos de Fashion Island. Está en el paseo, junto a los almacenes «Robinson’s». ¿Puede estar usted allí dentro de quince minutos?
—Claro —dijo Vince—. Diez, si quiere.
—Le telefonearé dentro de quince minutos con los pormenores.
Vince colgó y regresó silbando a la furgoneta. El que se le enviara a otro teléfono público para recibir los «pormenores» sólo podía significar una cosa: Ellos tenían preparado otro trabajo para él. ¡Dos en un día!
***
Más tarde, cuando el pastel quedó bien cocido y congelado, Nora se retiró a su dormitorio, en la esquina sudoeste del segundo piso.
En vida de Violet Devon, aquél había sido el santuario de Nora, aunque la puerta careciese de cerradura. Como todas las habitaciones de la inmensa mansión, ésta había estado atestada de muebles pesados hasta tal punto que el lugar semejaba un guardamuebles en vez de un hogar. Asimismo, había sido sórdida en todos los detalles restantes. No obstante, cuando ella terminaba sus tareas o cuando se la despachaba después de unos interminables sermones de su tía, Nora huía a su dormitorio, en donde se evadía leyendo o soñando.
Inevitablemente, Violet inspeccionaba a su sobrina sin previo aviso, deslizándose furtiva por el vestíbulo y abriendo de súbito la indefensa puerta para irrumpir con la esperanza de sorprender a Nora en un pasatiempo prohibido. Esas inspecciones no anunciadas habían sido frecuentes durante la infancia y la adolescencia de Nora; después se habían espaciado poco a poco pero sin interrumpirse jamás, porque habían proseguido durante las semanas postreras de Violet Devon, cuando Nora era ya una mujer adulta de veintinueve años. Como quiera que Violet tenía predilección por la indumentaria oscura, se peinaba con un moño prieto y no llevaba ni sombra ni maquillaje en sus facciones pálidas y afiladas, no pocas veces había parecido un hombre más que una mujer, un monje severo merodeando en áspera ropa de penitente por los corredores de un desapacible retiro medieval para vigilar el comportamiento de sus colegas monásticos.
Si se la sorprendía soñando despierta o dormitando, Nora era objeto de rigurosas reprimendas o bien se la castigaba a realizar penosos trabajos. Su tía no perdonaba la holgazanería.
Los libros tenían libre curso —siempre y cuando Violet los aprobara—, porque, para empezar, los libros eran educativos. Además, Violet solía decir:
—Las mujeres hogareñas y sencillas como tú y yo no tendremos nunca una vida mágica ni visitaremos jamás lugares exóticos. Por consiguiente, los libros tienen un valor muy peculiar para nosotras. Podemos experimentar, indirectamente, casi todo mediante los libros. Eso no es dañino. El vivir por medio de los libros es incluso mejor que tener amigos y conocer… hombres.
Con ayuda de un dócil médico de cabecera, Violet consiguió que Nora no asistiera a la escuela pública, so pretexto de su precaria salud. Así pues, se la había instruido en casa y, por ende, los libros representaban también su única escuela.
Aparte de haber leído ya miles de libros a la edad de treinta años, Nora había llegado a ser una artista autodidacta en materia de óleo, ácido acrílico, acuarela y lápiz. El dibujo y la pintura eran actividades que la tía Violet aprobaba. El arte era una ocupación solitaria que aislaba mentalmente a Nora del mundo exterior y la ayudaba a esquivar el contacto con gentes que la rechazarían, perjudicarían y decepcionarían sin remedio.
Un rincón del aposento de Nora había sido amueblado con una mesa de dibujo, un caballete y una vitrina para guardar material. Se había procurado espacio para su estudio en miniatura amontonando los muebles restantes sin sacar nada de la habitación, y el efecto resultante provocaba la claustrofobia.
Muchas veces, con el correr de los años, particularmente de noche pero también incluso a mediodía, Nora había tenido la horrible sensación de que el suelo del dormitorio se hundiría bajo aquel plomizo mobiliario y que ella se estrellaría en la habitación de abajo, y que su propia cama de baldaquín la aplastaría. Cuando ese temor la dominaba, solía huir al jardín trasero y se sentaba en el césped abrazándose a sí misma para contener los temblores. Hasta cumplir los veinticinco años, Nora no comprendió que sus accesos de ansiedad no se debían tan sólo a esas estancias abarrotadas de muebles y ornamentos sombríos, sino también a la presencia dominante de su tía.
Un sábado por la mañana, hacía ya cuatro meses, y ocho desde el fallecimiento de Violet Devon, Nora había experimentado una necesidad apremiante de cambio, y había decidido remozar su dormitorio estudio. Actuando bajo esa inspiración, movió y arrastró frenética todas las piezas menores del mobiliario, distribuyéndolas equitativamente entre las otras cinco estancias, ya atestadas, del segundo piso. Tuvo que desmontar algunos de los muebles más pesados para transportarlos por partes, pero al fin logró eliminar todo, menos la cama de baldaquín, una mesilla de noche, una butaca, su mesa de dibujo con taburete, la vitrina de accesorios y el caballete, que era todo cuanto necesitaba. Luego arrancó el papel de las paredes.
Durante aquel alucinante fin de semana, ella se sintió como si hubiese sobrevenido una revolución, como si su vida futura estuviera destinada a cambiar por completo. Pero apenas concluida la restauración de su dormitorio, ese espíritu rebelde se esfumó dejando intacto el resto de la casa.
Al menos ahora este refugio era luminoso e incluso alegre. Las paredes estaban pintadas de un amarillo muy pálido. Los cortinajes habían desaparecido y en su lugar las persianas «Levolon» hacían juego con la pintura. Había enrollado y arrinconado la insulsa alfombra y había hecho pulimentar el hermoso parqué de roble.
Ahora más que nunca, aquello era su santuario. Cada vez que desfilaba ante la puerta y veía lo que había logrado, su moral se elevaba y cobraba ánimo para afrontar las contrariedades.
Después de su horripilante experiencia con Streck, Nora se tranquilizó, como siempre, al contemplar el radiante aposento. Se sentó ante la mesa de dibujo y empezó a perfilar un boceto, un estudio preliminar para una pintura al óleo que había proyectado hacía ya algún tiempo. Al principio le temblaba la mano, y tuvo que detenerse varias veces para recuperar el dominio de sí misma y continuar dibujando, pero la inquietud remitió a su debido tiempo.
Nora era capaz incluso de pensar en Streck mientras trabajaba, e imaginar hasta dónde podría haber llegado aquel individuo si ella no hubiese manipulado la situación para hacerle abandonar la casa. En estos últimos tiempos Nora se había preguntado si la opinión pesimista de Violet Devon sobre el mundo exterior y sus demás pobladores no sería acertada; y aunque ésta fuera la enseñanza primordial que se diera a Nora, ella sospechaba que pudiese ser capciosa o incluso enfermiza. Sin embargo, ahora que había conocido al tal Art Streck, se le antojó que éste probaba sobradamente los alegatos de Violet, así como el hecho de que la excesiva interacción con el mundo exterior era peligrosa.
No obstante, poco después, cuando el bosquejo estaba casi terminado, Nora empezó a creer que había interpretado mal todo cuanto dijera e hiciera Streck. A decir verdad, el hombre no le había hecho ninguna clase de insinuación sexual. ¡A ella, no!
Al fin y al cabo ella no era nada deseable. Más bien, vulgar. Feúcha. Tal vez incluso fea. Nora sabía que esto era cierto, porque, dejando aparte los defectos de Violet, la anciana tenía algunas virtudes entre ellas su negativa a emplear circunloquios. Nora carecía de atractivo, era gris, no una mujer que despertara el deseo de abrazarla, besarla, acariciarla. Esto era un hecho de la vida que tía Violet procuró hacerle comprender desde su más tierna infancia.
Aunque Streck tuviese una personalidad repelente, era un hombre de atractivo físico que podía elegir entre un montón de mujeres bonitas. Sería ridículo suponer que le interesara una cosa tan insustancial como ella.
Nora vestía aún la ropa que le comprara su tía, vestidos oscuros, sin forma, faldas y blusas similares a los que llevara la propia Violet. Los trajes más llamativos y femeninos servirían sólo para hacer resaltar su cuerpo huesudo, desgarbado y sus facciones vacuas, carentes de armonía.
Pero ¿por qué habría dicho Streck que era bonita?
¡Ah, claro, eso era fácil de explicar! Quizá el hombre quisiera burlarse de ella, o lo que era más probable, intentara ser galante, amable.
Cuanto más pensaba Nora sobre ello, más creía que había juzgado mal al pobre hombre. A sus treinta años era ya tan nerviosa como una vieja solterona, pusilánime y solitaria.
Tales pensamientos la deprimieron durante un rato. Pero redobló sus esfuerzos para concluir el boceto, lo logró, e inició otro con una perspectiva diferente. Mientras caía la tarde, Nora se refugió en su arte.
Desde abajo le llegaron las campanadas del viejo reloj de pared señalando la hora, el cuarto y la media hora.
El sol, que declinaba, se hacía cada vez más dorado, y a medida que avanzaba la tarde el aposento ganaba luminosidad. Más allá de la ventana que miraba al sur, una palmera real se mecía con la brisa de mayo.
A las cuatro en punto, Nora hizo las paces consigo misma y tarareó mientras trabajaba.
Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó. Soltó el lápiz para coger el auricular.
—Diga.
—¡Qué raro!
Era una voz masculina.
—Perdón, no entiendo.
—Me aseguran que jamás oyeron hablar de él.
—Creo que se ha equivocado de número —dijo ella—. Lo siento.
—¿No es usted la señora Devon?
Entonces ella reconoció la voz. Era Streck. Durante unos instantes se quedó sin habla.
—No han oído jamás hablar de él —dijo Streck—. Telefoneé a la Policía de Santa Bárbara y pedí hablar con el agente Devon, pero me dijeron que en el Cuerpo no había ningún agente que respondiera a tal nombre. ¿No le parece extraño, señora Devon?
—¿Qué pretende usted? —inquirió ella, temblorosa.
—Me figuro que será un error del ordenador —murmuró Streck riendo quedamente—. Claro, seguro, un problema en un ordenador o algo parecido dejó fuera del registro a su marido. Creo que le conviene advertírselo tan pronto como regrese a casa, señora Devon. ¡Qué diablos! ¡Si él no lo soluciona a tiempo, podría quedarse sin el cheque de la paga al finalizar la semana!
Dicho esto, el hombre colgó, y el sonido de la línea abierta la hizo pensar que ella debería haber estampado el auricular contra su horquilla tan pronto como le oyó decir que había llamado a la comisaría. Ella no había debido osar animarle, ni siquiera con un incentivo tan nimio como el escucharle por teléfono.
Nora recorrió la casa inspeccionando ventanas y puertas. Todas ellas estaban cerradas a cal y canto.
***
Llegado al «McDonald’s», en la avenida East Chapman de Orange, Travis Cornell encargó cinco hamburguesas para el perdiguero dorado. Acomodándose en el asiento delantero de la camioneta, el can había engullido toda la carne más dos panecillos, y luego había querido expresar su gratitud lamiéndole la cara.
—Tienes el aliento de un caimán dispéptico —protestó él, rechazando al animal.
El viaje de vuelta a Santa Bárbara les había llevado tres horas y media porque las carreteras estaban mucho más llenas que por la mañana. Durante el recorrido, Travis había mirado de reojo a su compañero y le había hablado, previniendo una demostración de la desconcertante inteligencia que había revelado poco antes. Mas su expectativa quedó insatisfecha. El perdiguero se comportó como lo haría cualquier perro en un viaje largo. Algunas veces se sentaba muy tieso y miraba el paisaje por el parabrisas o la ventanilla con una atención e interés que parecían desusados. Pero casi todo el tiempo estuvo acurrucado sobre el asiento y durmió con algunos resoplidos en medio de sus sueños, o bien jadeó, resopló y pareció aburrido.
Cuando el hedor de su mugrienta pelambrera se hizo insoportable, Travis bajó los cristales de las ventanillas para ventilar un poco, y entonces el perdiguero sacó la cabeza fuera del coche para hacer frente al viento. Con las orejas tendidas hacia atrás y el pelo ondulante, mostraba esa especie de sonrisa bobalicona e inocua común a todos los perros que viajan en análogas condiciones.
Llegados a Santa Bárbara, Travis se detuvo ante un establecimiento de comestibles y compró varias latas de «Alpo», una caja de galletas «Milk-Bone» para perros, pesados cuencos destinados al agua y la comida, una bañera de estaño galvanizado, un champú con cierto compuesto contra pulgas y parásitos, un cepillo para alisar el pelo enmarañado del animal, un collar y una correa.
Mientras Travis cargaba dichos artículos en la parte trasera del vehículo, el perro le observaba por la ventanilla posterior, oprimiendo el húmedo hocico contra el cristal.
Cuando se colocó detrás del volante, Travis dijo:
—Estás sucio y apestas. Espero que no te muestres reacio al baño, ¿eh?
El perro bostezó.
Mientras se detenía en el aparcamiento de su bungalow alquilado de cuatro habitaciones en los suburbios septentrionales de Santa Bárbara y apagaba el motor, Travis empezó a preguntarse si la acciones del chucho aquella mañana habían sido en realidad tan asombrosas como creía recordar.
—Si no me demuestras otra vez y muy pronto algo bueno —le dijo al perro, mientras introducía la llave en el portal de la casa—, me veré obligado a suponer que estoy loco de remate y que he imaginado todo lo ocurrido allá fuera en el bosque.
Plantado a su vera en el porche, el perro levantó la vista curioso.
—¿Acaso quieres asumir la responsabilidad de hacerme dudar de mi propia cordura? ¿Eh?
Una mariposa negra con manchas anaranjadas rozó el hocico del perdiguero, haciéndole dar un respingo. El animal ladró una vez y persiguió a la versátil presa, lanzándose fuera del porche por la rama de acceso. Corrió de arriba abajo por el césped, dando saltos descomunales y lanzando bocados al aire, dejándose engañar una y otra vez por su rutilante presa; le faltó poco para chocar con el tronco de una inmensa datilera de las islas Canarias, luego apenas evitó un topetazo contra una pila de cemento y, finalmente, aterrizó desmañado sobre un macizo de hemerocalas de Nueva Guinea, en donde se había posado la mariposa para ponerse a salvo. El perdiguero rodó sobre su eje una vez y abandonó de un salto las flores.
Cuando comprendió que había sido burlado, el perro regresó a Travis y le lanzó una mirada de borrego degollado.
—¡Qué maravilla de perro! ¡Por los clavos de Cristo!
Travis abrió la puerta y el perro se deslizó delante de él. Se alejó sigiloso para reconocer la nueva morada.
—¡Más te valdría que te acusaran de allanamiento! —le gritó Travis. Llevó la bañera galvanizada y la bolsa de plástico con las demás compras a la cocina. Dejó los alimentos y los cuencos allí, y llevó todo lo demás fuera, por la puerta trasera. Puso la bolsa sobre el suelo del patio y la bañera junto a ella, cerca de una manguera enrollada y conectada a un grifo exterior.
Entró de nuevo, cogió un cubo de debajo del fregadero y lo llenó de agua bien caliente, luego lo llevó afuera y lo vació en la bañera. Cuando Travis había hecho ya cuatro viajes con el agua caliente, el perdiguero reapareció y empezó a explorar el patio interior. Y cuando Travis hubo llenado ya dos tercios de la bañera, el perro empezó a orinar de trecho en trecho, para marcar su territorio a lo largo de la pared blanqueada que delimitaba la propiedad.
—Cuando termines de matar la hierba —dijo Travis—, ve preparándote para darte un baño. Porque hiedes.
El perdiguero se volvió hacia él, ladeó la cabeza y pareció escuchar sus palabras. Pero no se asemejaba a esos perros tan avispados de las películas. No le miraba como si le entendiera; sólo lo hacía con expresión estúpida. Y apenas terminó el discurso de Travis, recorrió los pocos pasos hasta la pared y volvió a mear.
Viendo cómo se desahogaba el perro, Travis sintió su propia necesidad y se encaminó al baño; luego se puso unos vaqueros viejos y una camiseta sin mangas para afrontar la húmeda faena que le aguardaba.
Cuando Travis salió afuera de nuevo, el perdiguero estaba plantado junto a la humeante bañera y con la manguera entre los dientes. De una forma u otra el animal había logrado abrir el grifo. El agua de la manguera caía en la bañera. Cabe suponer que el manipular con éxito un grifo es muy difícil, si no imposible, para un perro. Travis se figuraba que una prueba equivalente de su propio ingenio y destreza sería quitar el tapón de un frasco de aspirinas con una mano detrás de la espalda.
—¿Está demasiado caliente el agua para ti? —inquirió estupefacto.
El perdiguero dejó caer la manguera sin preocuparle que el agua empapara todo el patio. Y se metió casi con delicadeza en la bañera. Luego se sentó y le miró como si dijera: Acabemos de una vez, amigo.
Travis caminó hacia la bañera y se acuclilló junto a ella.
—Enséñame cómo cierras el grifo.
El perro le lanzó una mirada estúpida.
—Enséñamelo —insistió Travis.
El perro resopló y cambió de posición dentro del agua caliente.
—Si has podido abrirlo, lo mismo podrás cerrarlo. ¿Cómo lo has hecho? ¿Con los dientes? No puedes haberlo hecho con una pata, por amor de Dios. No obstante, ese giro sería difícil. Podrías haberte roto un diente con la manivela de hierro fundido.
El perro asomó un poco la cabeza por la bañera, lo suficiente para morder el cuello de la bolsa que contenía el champú.
—¿No quieres cerrar el grifo? —preguntó Travis.
El perro le miró parpadeante e inescrutable. Travis suspiró y cerró el grifo.
—Está bien. Vale. Sé un asno sabio si te place. —Sacó el cepillo y el champú de la bolsa y se los alargó al perdiguero—. Sírvete. Tal vez no me necesites siquiera. Te restregarás tú mismo, estoy seguro.
El perro lanzó un prolongado aullido que surgía desde las profundidades de su garganta, y Travis tuvo la impresión de que le estaba llamando asno sabio.
«Ahora mucho ojo, Travis —se dijo—. Corres el peligro de saltar al abismo sin enterarte. Aquí tienes un perro endiabladamente listo pero, en realidad, el animal no puede entender lo que le dices ni puede contestarte».
El perdiguero se sometió al baño sin la menor protesta, y disfrutó de él. Tras ordenarle al perro que saliera de la bañera y quitarle el champú, Travis se pasó una hora entera cepillando su pelaje húmedo. Arrancó vainas de semilla y partículas de raíz que habían continuado adheridas y desenmarañó los nudos del pelo. El perro no se impacientó en ningún momento y, hacia las seis, quedó transformado.
Limpio y acicalado resultaba ser un animal muy hermoso. Su pelaje era, mayormente, de color oro, con un tono más claro en la cara interior de las patas, el vientre, las ancas y la parte inferior de la cola. El pelo interno era espeso y suave para procurar calor y repeler el agua. El de cobertura era también suave pero menos espeso, y esos pelos largos se rizaban en algunos lugares. La cola se curvaba un poco hacia arriba dando una apariencia graciosa y vivaz al perdiguero, lo cual se acentuaba por su tendencia a agitarla sin tregua.
La sangre reseca detrás de una oreja procedía de un pequeño corte casi cicatrizado. La sangre de las plantas no se debía a lesiones graves, sino a la larga marcha por terreno escabroso. Travis no hizo nada salvo humedecerlas con una solución de ácido bórico, un antiséptico suave para esas heridas superficiales. Esperaba que el perro notara sólo una pequeña molestia, o quizá ninguna pues no cojeaba, y que todo se curara por completo en unos días.
El perdiguero ofrecía un aspecto espléndido, pero Travis quedó empapado, sudoroso y apestando a champú de perro. Así pues, deseaba ante todo una ducha y una muda. También algo para calmar su voraz apetito.
Únicamente quedaba una tarea pendiente: ponerle el collar al perro. Sin embargo, cuando se dispuso a asegurar la hebilla del collar, el perdiguero gruñó por lo bajo y saltó fuera de su alcance.
—¿Qué pasa ahora? Sólo es un collar, muchacho.
El perro miró atento el lazo de cuero rojo en la mano de Travis y siguió gruñendo.
—Has tenido malas experiencias con los collares, ¿verdad? El perro cesó de gruñir pero no quiso acercársele.
—¿Malos tratos? —inquirió Travis—. Será eso. Tal vez te asfixiaran con un collar, lo apretaran demasiado hasta ahogarte, o tal vez lo sujetaran a una cadena rota. Algo parecido, ¿verdad?
El perdiguero ladró una vez, atravesó sin ruido el patio y se detuvo en el rincón más distante, mirando desde allí el collar.
—¿No confías en mí? —preguntó Travis, todavía de rodillas y adoptando una postura nada amenazadora.
El perro desvió la mirada del lazo de cuero al hombre, y le miró a los ojos.
—Yo no te maltrataré jamás —dijo Travis con acento solemne y sin sentirse ridículo por hablar de forma tan directa y sincera a un simple perro—. Tú sabes que no lo haré. Quiero decir que tienes un instinto muy afinado para esas cosas, ¿verdad? Fíate de tu instinto, muchacho, y confía en mí.
El perro regresó desde el distante rincón del patio y se detuvo al alcance de Travis. Miró una vez el collar, luego fijó la vista en él con una intensidad inquietante. Al igual que ocurriera antes, Travis sintió un grado de comunión con el animal que se le antojó tan profundo como espeluznante…, y tan espeluznante como indescriptible.
—Escucha —dijo—, algunas veces tendré que llevarte a determinados lugares en donde necesitarás una correa. Ésta deberá estar sujeta a un collar, ¿no te parece? Por esa razón quiero que lleves collar… para que yo pueda llevarte conmigo a todas partes. Para eso y para ahuyentar las pulgas. Pero si no quieres, no te forzaré.
Durante largo rato ambos se encararon mientras el perdiguero estudiaba la situación. Travis seguía sosteniendo el collar como si éste representase un obsequio, más bien que una imposición, y el perro continuaba escudriñando los ojos de su nuevo amo. Por fin, el perdiguero se sacudió, estornudó una vez y se adelantó despacio.
—¡Buen chico! —le alentó Travis.
Cuando le echó mano, el perro se tumbó, rodó sobre sí mismo con las patas al aire mostrando el vientre, haciéndose vulnerable. Al mismo tiempo le lanzó una mirada, llena de amor, confianza y un poco de miedo.
Aunque le pareciera disparatado, Travis sintió un nudo en la garganta y el escozor de las lágrimas en el rabillo del ojo. Tragó saliva y parpadeó, mientras se decía que se estaba comportando como un necio sentimental. Pero él sabía por qué le afectaba tanto la sumisión voluntaria del perro. Por primera vez en tres años, Travis Cornell sentía que se le necesitaba, sentía un nexo profundo con otro ser viviente. Por primera vez en tres años tenía una razón convincente para vivir.
Colocó el collar en su sitio, pasó la hebilla, y rascó afectuosamente el vientre del animal.
—Debemos buscarte un nombre —dijo.
El perro se retorció hasta plantarse sobre sus cuatro patas y se encaró con él enderezando las orejas, como si esperara oír cuál sería su nombre.
«Dios santo —pensó Travis—, estoy atribuyendo intenciones humanas a este can. Es un chucho, tal vez muy especial, pero sólo un chucho. Parece estar esperando saber cómo se le llamará, pero a buen seguro, no entiende el inglés, maldita sea».
—No se me ocurre ningún nombre adecuado —dijo al fin—. No hace falta precipitarse. Debe ser el nombre justo. Porque tú no eres un perro corriente, cara peluda. Necesito meditar sobre ello, hasta dar con el mote idóneo.
Travis vació la bañera, la limpió y la puso a secar. Juntos, él y el perdiguero entraron en el hogar que ambos compartirían desde ese momento.
***
La doctora Elisabeth Yarbeck y su marido Jonathan, jurista, vivían en Newport Beach, donde ocupaban un edificio muy extenso de una sola planta, estilo rancho, con tejado de pizarra, paredes de estuco color crema y una rotonda con piedra de Bouquet Canyon. El sol, que ya declinaba, irradiaba una luz de cobre y rubí que se reflejaba en el cristal biselado de las ventanas que flanqueaban el portal, dándoles la apariencia de enormes gemas.
Elisabeth acudió a la puerta cuando Vince Nasco tocó el timbre. Tenía alrededor de cincuenta años, era esbelta y atractiva, con melena platino lacia y ojos azules. Vince le dijo que se llamaba John Parker, agente del FBI, y que necesitaba hablar con ella y con su marido respecto a un caso pendiente de investigación.
—¿Un caso? —dijo ella—. ¿Qué caso?
—Está relacionado con un proyecto de investigación financiado por el Estado en el que ustedes dos estuvieron implicados. —Vince abrió el juego con este subterfugio, tal como se le había aleccionado.
Ella examinó con suma atención su DNI y las credenciales del Bureau.
Él no se preocupó. Los documentos falsos habían sido preparados por las mismas personas que le contrataran para este trabajo. Se los habían entregado diez meses antes para ayudarle a dar un golpe en San Francisco, y desde entonces le habían prestado buen servicio en tres ocasiones.
Aunque Vince supiera que el DNI tendría su aprobación, no estaba tan seguro de que él mismo pasara la inspección. Llevaba un traje azul marino, camisa blanca, corbata azul y zapatos negros muy pulidos…, indumentaria correcta para un agente federal. Su tamaño y su rostro inexpresivo le ayudaban asimismo en el papel que estaba representando. Pero el asesinato del doctor Davis Weatherby y la perspectiva de otros dos asesinatos pocos minutos más tarde, le habían causado honda excitación, un júbilo maníaco que era casi incontenible. La necesidad de reír empezaba a ahogarle, y la lucha para reprimirla se agravaba por momentos. En el «Ford» sedán verde pardusco que había robado cuarenta minutos antes, expresamente para este trabajo, le había acometido un temblequeo irreprimible que no provenía del nerviosismo, sino de un placer intenso de naturaleza casi sexual. Se había visto obligado a aparcar el coche a un lado de la carretera y permanecer allí sentado durante diez minutos haciendo hondas inspiraciones hasta conseguir calmarse un poco.
Ahora Elisabeth Yarbeck levantó la vista desde el DNI falsificado, escrutó los ojos de Vince y frunció el ceño.
Él se arriesgó a sonreír, exponiéndose a romper en carcajadas incontrolables que harían fracasar su maniobra. Tenía una sonrisa infantil, cuyo marcado contraste con su tamaño le hacía parecer inofensivo y desarmaba a cualquiera.
Al cabo de un momento, sonrió también la doctora Yarbeck. Dándose por satisfecha, le devolvió sus credenciales y le hizo pasar.
—Necesito hablar también con su marido —le recordó Vince, mientras ella cerraba la puerta de entrada.
—Está en la sala, señor Parker. Por aquí, haga el favor.
La sala era espaciosa y alegre. Paredes y alfombra color crema. Ventanales acristalados, protegidos por toldos verdes, ofrecían el paisaje de la finca, minuciosamente planeado, junto con las mansiones de los cerros vecinos.
Jonathan Yarbeck estaba colocando astillas entre los leños que había apilado en el hogar para encender la chimenea. Se incorporó y se limpió las manos cuando su esposa le presentó a Vince.
—… John Parker, del FBI.
—¿FBI? —exclamó Yarbeck, enarcando inquisitivo las cejas.
—Señor Yarbeck —dijo Vince—, si hay otros miembros de la familia en casa, me gustaría hablar con ellos ahora para no tener que repetirlo. Sacudiendo la cabeza, Yarbeck respondió:
—Sólo Liz y yo. Los chicos están en el colegio. ¿A qué viene todo esto?
Vince sacó la pistola provista de silenciador del interior de su chaqueta y disparó en el pecho a Jonathan Yarbeck. El jurista cayó hacia atrás contra la repisa, se mantuvo allí inmóvil unos instantes como si le hubieran clavado a ella y luego se desplomó sobre los utensilios de bronce del hogar.
Durante breves segundos, Elisabeth Yarbeck quedó petrificada por el asombro y el horror. Vince se le acercó raudo. Le aferró el brazo izquierdo y se lo retorció brutalmente detrás de la espalda. Cuando ella gritó de dolor, Vince le aplicó el arma a la sien y dijo:
—Guarde silencio o le volaré sus jodidos sesos.
Acto seguido la obligó a marchar delante de él hasta el cuerpo de su marido. Jonathan Yarbeck estaba boca abajo sobre una pequeña pala de carbón y un atizador, ambos de bronce. Había muerto. No obstante, Vince no quería correr riesgos y le disparó dos veces en la nuca a corta distancia.
Liz Yarbeck dejó escapar un sonido extraño, tenue, como un maullido…, luego rompió en sollozos.
Considerando la notable distancia y la calidad ahumada del cristal, Vince creía que los vecinos no podrían ver nada por los grandes ventanales; sin embargo, quería arreglar cuentas con la mujer en algún lugar más íntimo. La obligó a caminar por el vestíbulo para adentrarse en la casa, y fue abriendo puertas a medida que avanzaban hasta encontrar la alcoba conyugal. Una vez allí, le propinó un violento empujón haciéndola caer de bruces.
—Manténgase quieta —le advirtió.
Encendió las lámparas de las mesillas. Luego se encaminó hacia las grandes puertas correderas de cristal que daban al patio y corrió las cortinas.
Apenas vio que le volvía la espalda, la mujer se levantó a gatas y corrió hacia la puerta del vestíbulo.
Él la atrapó y oprimiéndola contra la pared le asestó un puñetazo en el estómago que le cortó la respiración. Acto seguido la arrojó otra vez al suelo. Cogiendo un puñado de pelo le hizo levantar la cabeza y mirarle a los ojos.
—Escuche, amiga, no voy a disparar contra usted. Vine aquí para cargarme a su marido. Sólo a su marido. Pero si intenta escapar antes de que esté dispuesto a dejarla ir, necesitaré desembarazarme también de usted. ¿Comprendido?
Estaba mintiendo, por descontado. Se le había pagado para acabar con ella. El marido había tenido que ser eliminado porque se hallaba presente, ni más ni menos. Pero él quería que la mujer cooperara hasta que pudiese atarla y ajustarle las cuentas de una forma más pausada. Las dos ejecuciones habían sido satisfactorias, pero deseaba que ésta se prolongara, deseaba matarla con más parsimonia. A veces se podía saborear la muerte como un bocado, un vino exquisito, una radiante puesta de sol.
—¿Quién es usted? —preguntó ella entre sollozos e intentando recobrar el aliento.
—No es asunto suyo.
—¿Qué quiere?
—Cierre la boca, coopere y saldrá viva de este lance.
Ella se vio reducida a un rezo presuroso, atropellándose y subrayando a ratos las palabras con pequeños gritos de desesperación. Vince terminó de correr las cortinas.
Luego arrancó el teléfono de la pared y lo lanzó a través de la habitación.
Tomando otra vez por el brazo a la mujer, la hizo levantarse y marchar hacia el baño. Allí rebuscó en los cajones hasta encontrar lo que necesitaba entre los artículos del botiquín: esparadrapo.
De nuevo en el dormitorio, la hizo echarse de espaldas sobre la cama. Empleó el esparadrapo para atarle juntos los tobillos y asegurarle las muñecas delante de ella. Sacó de la cómoda unas delicadas bragas que convirtió en una pelota para taponarle la boca. Por último, le selló los labios con otra tira de esparadrapo.
Mientras tanto, ella temblaba con violencia; las lágrimas y el sudor la cegaban.
Vince abandonó el dormitorio y dirigiéndose hacia la sala se arrodilló ante el cadáver de Jonathan Yarbeck, con el que tenía asuntos pendientes. Le dio media vuelta. Una de las balas había penetrado en la nuca de Yarbeck y le había salido por la garganta, justamente debajo de la barbilla. La boca, abierta, estaba bañada en sangre. Una pupila se había vuelto hacia el interior del cráneo y se veía sólo el blanco del ojo.
Vince examinó el otro ojo.
—Gracias —dijo reverencioso y sincero—. Gracias, señor Yarbeck. Luego cerró ambos párpados. Y los besó.
—Gracias.
Besó la frente del muerto.
—Gracias por lo que me ha dado.
Acto seguido se dirigió al garaje y registró varios armarios hasta encontrar algunas herramientas. Seleccionó un martillo con cómodo mango forrado de caucho y cabeza de acero pulido.
Cuando regresó al dormitorio y puso el martillo sobre el colchón, junto a la mujer atada, ésta abrió los ojos de una forma casi cómica; luego empezó a retorcerse y agitarse intentando librar sus manos de la ligazón de esparadrapo, pero todo fue en vano.
Vince se desnudó de arriba abajo.
Viendo los ojos de la mujer fijos en él y tan despavoridos como cuando miraban al martillo, dijo:
—No, por favor, no se inquiete usted, doctora Yarbeck. No me propongo violarla. —Mientras hablaba, colgó su chaqueta y camisa en el respaldo de una silla—. Mi interés por usted no es sexual ni mucho menos. —Después se quitó zapatos, calcetines y pantalones—. No le haré sufrir humillación alguna. No soy ese tipo de hombre. Sólo me quito la ropa para que no se llene toda de sangre.
Una vez desnudo, empuñó el martillo y lo descargó sobre su pierna izquierda destrozándole la rodilla. Fue tal vez después de cincuenta o sesenta martillazos cuando llegó el gran momento.
Una súbita energía le sacudió. Sintió una vivacidad sobrehumana, una aguda perceptividad para los colores y la composición de todo cuanto había a su alrededor. Se sentía más poderoso de lo que jamás lo fuera en su vida, un dios con envoltura humana.
Dejó caer el martillo y se postró de rodillas junto a la cama. Apoyó la frente sobre el ensangrentado cobertor e hizo varias inspiraciones profundas estremeciéndose de placer con tanta intensidad que apenas pudo soportarlo.
Dos o tres minutos después, una vez recuperado, cuando hubo conseguido adaptarse a su nueva y más poderosa condición, se levantó, volvió a la mujer muerta y cubrió de besos su cara, más uno en la palma de cada mano.
—Gracias.
Le conmovía tanto el sacrificio que ella había hecho en su provecho que se creía capaz de llorar. Sin embargo, la alegría que le deparaba su buena suerte era superior a su piedad por ella, y las lágrimas no llegaron.
En el cuarto de baño se dio una ducha rápida. Cuando el agua caliente le quitó de encima el jabón, pensó cuán afortunado había sido al encontrar el modo de convertir el asesinato en su negocio y obtener un pago por lo que él habría hecho gustoso sin remuneración.
Cuando se vistió de nuevo, utilizó una toalla para limpiar las pocas cosas que había tocado desde que entrara en la casa. Siempre recordaba cada uno de sus movimientos, jamás le inquietaba la posibilidad de haber pasado por alto algún objeto en su limpieza, dejando sueltas unas huellas dactilares. Esa memoria perfecta era sólo otro de sus dones.
Cuando abandonó la casa, descubrió que se había hecho de noche.