El jueves, 13 de febrero, por la tarde Lem Johnson dejó a Cliff Soames y tres hombres más a la entrada del camino polvoriento, en su confluencia con la carretera costera del Pacífico. Sus instrucciones fueron prohibir el paso a quienquiera que fuese y permanecer alerta hasta que él les llamara…, si les llamaba.
Cliff Soames parecía pensar que ése era un modo muy extraño de hacer las cosas, pero no aireó sus objeciones.
Lem se justificó diciendo que, puesto que Travis Cornell era un ex combatiente de la Delta, tendría una capacidad muy considerable para el combate y por tanto convendría tratarle con cautela.
—Si irrumpiéramos allí de mala manera, adivinaría quiénes somos apenas nos viera llegar, y podría reaccionar de forma violenta. Así pues, si voy solo, podré inducirle a hablar y, quizá, a persuadirle de que desista.
Ésa fue una explicación trivial de su proceder heterodoxo, que no disipó el ceño en el rostro de Cliff.
Lem hizo caso omiso del ceño de Cliff. Entró solo por el camino, conduciendo uno de los turismos y aparcó ante la casa de madera blanqueada.
Hacía un tiempo bonancible. Los pájaros cantaban en los árboles. El invierno había aflojado su presa en la costa septentrional de California, y el día era tibio.
Lem subió los escalones y llamó a la puerta principal.
Travis Cornell contestó a la llamada y le miró de hito en hito por la puerta de rejilla antes de decir.
—El señor Johnson, supongo.
—¿Cómo sabía usted…? ¡Ah, sí! Claro está. Garrison Dilworth le hablaría de mí aquella noche en que consiguiera telefonearle.
Para sorpresa de Lem, Cornell abrió la puerta de rejilla.
—Ya que está aquí, será mejor que entre.
Cornell llevaba una camiseta sin mangas, al parecer por culpa del abultado vendaje que le cubría casi todo el hombro derecho. Conducía a Lem a través de la habitación hasta una cocina en cuya mesa estaba su mujer mondando manzanas para una tarta.
—¡Ah! El señor Johnson —dijo ella.
Lem comentó sonriente:
—Según parece, soy muy conocido por estos contornos.
Cornell se sentó a la mesa y tomó una taza de café. No ofreció café a Lem.
Manteniéndose de pie algo violento durante unos instantes, Lem terminó por sentarse con ellos.
—Bueno, esto era inevitable, espero que lo comprendan —dijo—. Teníamos que dar con ustedes tarde o temprano.
Ella siguió mondando manzanas sin decir palabra. Su marido miraba fijamente el café dentro de la taza. Lem se preguntaba qué le ocurriría.
Aquél no era ni por asomo el escenario que él imaginara. Se había prevenido contra el pánico y la cólera, el descorazonamiento y muchas cosas más, pero no había previsto aquella apatía tan extraña. Ni uno ni otro parecían preocuparse de que él les hubiese encontrado.
—¿No les interesa saber cómo los he localizado? —les preguntó.
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si usted desea en realidad contárnoslo —dijo Cornell—, hágalo y diviértase.
Ceñudo y desconcertado, Lem dijo:
—Bueno, fue sencillo. Nosotros sabíamos que el señor Dilworth necesitaría telefonearles desde alguna casa o comercio situado dentro de las escasas manzanas de aquel parque al norte de la bahía. Así pues conectamos nuestros ordenadores con los registros de la compañía telefónica, solicitando su autorización, por supuesto, y apostamos a varios hombres para anotar todas las conferencias que se pusieran con cargo a todos los números telefónicos dentro de tres manzanas del susodicho parque aquella noche. Nada de eso nos reveló el paradero de ustedes. Pero entonces caímos en la cuenta de que cuando los cargos son revertidos, no se carga la llamada al número desde el cual se telefonea; aparece en el registro de la persona que acepta los cargos revertidos…, y esa persona era usted. Pero este dato aparece también en un registro especial de la compañía telefónica para que ésta pueda documentar la llamada por si la persona que aceptó los cargos revertidos se negara más tarde a pagar. Nosotros revisamos ese registro especial, que es muy reducido, y encontramos muy pronto una conferencia puesta desde una casa situada a lo largo de la costa, por el sector norte del parque mencionado, y la conferencia era con el número de usted. Cuando visitamos aquella casa para hablar con sus propietarios, la familia Essenby, nos concentramos en el hijo, un adolescente llamado Tommy, y aunque requiriéramos cierto tiempo, conseguimos averiguar que había sido Dilworth quien hiciera uso de su teléfono. La primera parte del asunto consumió una cantidad tremenda de tiempo, semanas y semanas pero, después de eso, todo fue un juego de niños.
—¿Espera usted una medalla o qué? —inquirió Cornell.
La mujer tomó otra manzana, la partió en cuatro partes y empezó a mondarlas.
La pareja le estaba dificultando las cosas, pero sus intenciones diferían mucho de lo que, probablemente, ellos esperasen. No se les podía censurar por esa fría acogida, puesto que no sabían que llegaba allí como un amigo.
—Escuchen —dijo—, he dejado a mis hombres en la entrada del camino. Les dije que ustedes podrían alarmarse y hacer alguna estupidez si nos vieran llegar en grupo. Pero, verdaderamente, si he venido solo es para… hacerles una oferta.
Al fin, ambos le miraron interesados.
—Hacia la primavera abandonaré este maldito trabajo —les dijo—. ¿Por qué lo abandono? Eso no puede interesarles. Digamos que voy al mar para un cambio de clima. He aprendido a encajar el fracaso, y ahora éste no me espanta ni mucho menos. —Dio un suspiro y se encogió de hombros—. Sea como fuere, el perro no merece una jaula. Me importa un bledo lo que digan ellos, lo que quieran ellos…, yo sé lo que es justo. Yo sé lo que es estar enjaulado. Lo he estado casi toda mi vida hasta hace muy poco. El perro no debería volver a una situación semejante. Lo que le propongo, señor Cornell, es que lo saque de aquí ahora mismo, lo lleve al bosque y lo deje en cualquier lugar donde esté a salvo; luego regrese aquí y afronte la cuestión. Diga que el perro se escapó hace dos meses hacia cualquier otro lugar y que lo cree muerto a estas alturas o en manos de gente que lo cuidará bien. Quedará pendiente todavía el problema del alienígena del que usted ya tendrá noticias, pero entre usted y yo podremos idear algún trato cuando quede resuelto. Le pondré bajo la vigilancia de unos cuantos hombres, pero cuando hayan transcurrido dos o tres semanas los retiraré y daré la causa por perdida…
Cornell se levantó y se plantó ante la silla de Lem. Con la mano izquierda le agarró por la camisa y le hizo ponerse en pie.
—Ha llegado dieciséis días tarde, hijo de puta.
—¿Qué…, qué quiere decir?
—El perro está muerto. El alienígena lo mató, y yo maté al alienígena.
La mujer soltó su cuchillo de mondar y un trozo de manzana. Se cubrió la cara con las manos y, adelantándose en su silla, dejó escapar unos sonidos tenues, tristes.
—¡Oh, Dios Santo! —exclamó Lem.
Cornell le soltó. Desconcertado y deprimido, Lem se enderezó la corbata y se alisó la camisa. Luego se miró los pantalones y los sacudió un poco.
—¡Oh, Dios santo! —murmuró de nuevo.
Cornell les condujo sin rodeos al lugar del bosque en donde había enterrado al alienígena.
Los hombres de Lem excavaron. El monstruo estaba envuelto en plástico, pero ellos necesitaron desenvolverlo para saber que era la creación de Yarbeck.
El tiempo había sido bastante fresco desde que se le enterrara, pero así y todo empezaba a desprender fetidez.
Cornell no quiso revelarles en dónde estaba enterrado el perro.
—Él no tuvo nunca ocasión de vivir en paz, —dijo huraño—. Pero ¡por Dios que ahora va a descansar en paz! Nadie lo colocará sobre una mesa de autopsia ni lo troceará. De ninguna manera.
—Si la seguridad nacional está en juego, como es el caso, le podrán obligar a…
—Déjeles que lo hagan —dijo Cornell—. Si me llevan ante un tribunal e intentan obligarme a decirles en dónde he enterrado a Einstein, yo revelaré toda la historia a la Prensa. Ahora bien, si dejan en paz al perro, si nos dejan en paz a mí y a los míos, mantendré cerrada la boca. No pienso volver a Santa Bárbara para reanudar la vida como Travis Cornell. Ahora soy Hyatt, y eso es lo que quiero seguir siendo. Mi vida anterior pertenece para siempre al pasado. No hay ninguna razón para volver allí. Y si el Estado es listo, me dejará seguir siendo Hyatt y se apartará de mi camino.
Lem se le quedó mirando durante largo rato. Por fin dijo:
—Sí, eso mismo hará si es listo, creo yo.
Más tarde, aquel mismo día, cuando Jim Keene estaba haciéndose la cena, su teléfono sonó. Era Garrison Dilworth, a quien él no conocía en persona pero de quien había oído hablar durante la última semana por haber actuado de enlace entre el abogado y la pareja. Garrison le llamaba desde una cabina telefónica en Santa Bárbara.
—¿Se han dejado ver ya por ahí? —le preguntó el abogado.
—Esta tarde, a primera hora —dijo Jim—. Ese Tommy Essenby debe de ser un buen chico.
—Nada malo, a decir verdad. Pero si él vino a verme y advertirme no fue sólo por su gran corazón. Está en rebeldía contra la autoridad. Cuando le presionaron hasta hacerle confesar que yo había telefoneado desde su casa aquella noche, sintió un gran resentimiento contra todos ellos. Y el que Tommy viniera derecho a mí, era tan inevitable como el que un macho cabrío arremeta a cornadas contra la cerca de su encierro.
—Se llevaron al alienígena.
—¿Y qué me dice del perro?
—Travis dijo que no les enseñaría el lugar en donde estaba enterrado.
Les hizo creer que revolvería cielo y tierra, que haría caer todo el tinglado sobre sus cabezas si le forzaban a hacerlo.
—¿Cómo está Nora? —preguntó Dilworth.
—No perderá el bebé.
—Gracias a Dios. Eso será un gran alivio.
***
Ocho meses después, el fin de semana correspondiente a la gran Fiesta del Trabajo, en septiembre, las familias Johnson y Gaines se reunieron para disfrutar de una barbacoa en casa del sheriff. Jugaron al bridge casi toda la tarde. Lem y Karen tuvieron más ganancias que pérdidas, lo cual era desusado a la sazón, porque Lem no abordaba ya el juego con la necesidad fanática de ganar, tal como fuera su estilo antaño.
Había abandonado la NSA en junio. Desde entonces venía viviendo del dinero que le rentaba la fortuna heredada, tiempo ha, de su padre. En la próxima primavera, esperaba establecerse y explorar un nuevo campo de trabajo, algún comercio pequeño en donde él fuera su propio jefe y se impusiese su propio horario.
A últimas horas de aquella tarde, mientras sus mujeres hacían ensaladas en la cocina, Lem y Walt se quedaron cuidando de las costillas en la barbacoa del patio.
—¿Así que se te conoce todavía en la Agencia como el hombre que malogró la crisis «Banodyne»?
—Así es como se me conocerá hasta fecha inmemorial.
—No obstante, sigues percibiendo una pensión —dijo Walt.
—Bueno, tengo veintitrés años de servicio a mis espaldas.
—Sin embargo, no parece justo que un hombre malogre el caso más sonado del siglo y pueda retirarse a los cuarenta y seis años con pensión completa.
—Sólo tres cuartas partes.
Walt aspiró a pleno pulmón el humo fragante que despedían las costillas asadas.
—Así y todo me pregunto adónde va a parar este país nuestro. En tiempos menos liberales los calamidades como tú habrían sido azotados y encepados, por lo menos. —Y, aspirando otra bocanada de las costillas, dijo—: Cuéntame otra vez cómo fue, ese momento en la cocina de ellos.
Lem se lo había contado ya un centenar de veces, pero Walt no se cansaba jamás de escucharlo.
—Bien, aquella habitación estaba tan limpia como una patena. Allí todo relucía. Y los Cornell eran también personas muy limpias. Gente bien vestida y pulcra. Así que van y me dicen que el perro está muerto desde hace dos semanas, muerto y enterrado. Cornell representa su escena de enfurecimiento, me hace saltar de la silla agarrándome por la camisa y me fulmina con la mirada como si me fuera a arrancar la cabeza. Cuando me suelta, yo me arreglo la corbata, me aliso la camisa y, cuando me miro los pantalones por puro hábito, percibo unos pelos dorados. Pelos de perro, pelos de perdiguero, tan seguro como de que hay infierno. Ahora bien, ¿era concebible que aquella gente tan pulcra y aseada, sobre todo empeñada en hacer cosas para alejar su pensamiento de la tragedia, no encontrara el tiempo necesario al cabo de dos largas semanas para limpiar su casa?
—Había pelos por todos tus pantalones —hizo constar Walt.
—Cien pelos por lo menos.
—Como si el perro hubiese estado sentado allí poco antes de que llegaras.
—Hasta el punto de que si yo hubiese llegado cinco minutos antes me habría sentado encima del propio perro.
Walt dio la vuelta a las chuletas en la barbacoa.
—Tú eres un hombre muy observador, Lem, lo cual podría haberte llevado muy lejos en tu profesión. Así pues, no entiendo cómo jorobaste por completo el caso «Banodyne» pese a tu talento.
Como era su costumbre, los dos rompieron a reír.
—Cuestión de suerte, supongo —dijo Lem, como solía contestar, y se rió de nuevo.
***
Cuando James Garrison Hyatt celebró su tercer cumpleaños el 28 de junio, su madre estaba encinta de su primer hermano, que resultaría ser una hermana.
Celebraron una fiesta en la casa de madera blanqueada sobre las laderas arboladas a orillas del Pacífico. Como quiera que los Hyatt se trasladarían pronto a una casa recién hecha y mayor, algo más arriba del litoral, organizaron una celebración digna de recuerdo, no un mero guateque de aniversario, sino un adiós a la casa, la primera que los cobijara como familia.
Jim Keene llegó de Carmel con Pooka y Sadie, sus dos labradores negros, más su joven perdiguero dorado Leonard, al que solía llamar Leo. También acudieron algunos amigos de la oficina inmobiliaria de Carmel en donde trabajaba Sam (Travis para todo el mundo) y de la galería en Carmel que exhibía y vendía las pinturas de Nora. Esos amigos llevaron asimismo a sus perdigueros, que constituían, sin excepción, la segunda camada de Einstein y su compañera Minnie.
Allí sólo faltaba Garrison Dilworth. El abogado había muerto el año anterior mientras dormía.
Tuvieron una jornada espléndida, no sólo porque fueran amigos y les encantase estar juntos, sino también porque compartían un secreto maravilloso que les mantendría unidos para siempre formando una familia enormemente prolífica.
Todos los miembros de la primera camada, que ni Travis ni Nora hubieran podido ceder para adopción y que vivían en la casa de madera blanqueada, estaban también presentes: Mickey, Donald, Daisy, Huey, Dewey y Louise.
Los perros lo pasaron todavía mejor que las personas, retozando por el césped, jugando al escondite en el bosque y viendo algunos vídeos en el televisor de la sala.
El patriarca canino participó en algunos de los juegos, pero pasó casi todo su tiempo con Travis y Nora y, como era su costumbre, muy cerca de Minnie. El animal cojeaba, como seguiría haciéndolo el resto de su vida, porque su pata trasera derecha había sido despedazada por el alienígena y no habría tenido la menor utilidad si su veterinario no se hubiese consagrado en cuerpo y alma a restaurar la función del miembro.
Travis solía preguntarse si, al lanzar con enorme violencia a Einstein contra la pared del cuarto, el alienígena no le habría dado por muerto. O también pudiera ser que, al tener la vida del perdiguero entre sus manos, la bestia hubiese recapacitado y hubiera descubierto en su ser cierta capacidad para la compasión, que, aun no habiendo sido concebida por sus creadores, estaba allí a pesar suyo. Quizá rememorase el único placer que habían compartido él y el perro en el laboratorio: los dibujos animados. Y al recordar esa coparticipación, quizá se viera a sí mismo por primera vez como una criatura con un potencial, aunque ínfimo, para comportarse como otras cosas vivientes. Y viéndose como un ser a semejanza de otros, tal vez no pudiera matar a Einstein con tanta facilidad como había supuesto. Después de todo, habría podido destriparlo con un revés de sus tremendas garras.
Pero aunque hubiese adquirido una cojera crónica, Einstein había perdido por otra parte el tatuaje en la oreja gracias a Jim Keene. Nadie podía demostrar que él era el perro de «Banodyne», y además, cuando quería, sabía hacerse muy bien el «perro tonto».
Durante el tercer cumpleaños de Jimmy, Minnie miró varias veces a su compañero y a su prole con un estupor maravillado, la dejaban perpleja sus actitudes y travesuras. Si bien ella no podría entenderlos jamás, ninguna madre canina había recibido ni una ínfima fracción del amor que le profesaban aquéllos que había traído al mundo. Minnie velaba por ellos, y ellos velaban por Minnie. Vigilantes recíprocos.
Al declinar aquella magnífica jornada, cuando los invitados se despidieron, cuando Jimmy se quedó dormido en su habitación, cuando Minnie y su primera camada se acomodaron para pasar la noche, Einstein, Travis y Nora se reunieron en la alacena de la cocina.
El distribuidor de fichas de «Scrabble» había desaparecido. En su lugar, se asentaba sobre el suelo un ordenador «IBM». Einstein aferró un punzón con el hocico, y pulsó con él el teclado. Su mensaje apareció en la pantalla.
ELLOS CRECEN DEPRISA.
—Vaya que sí —dijo Nora—. Los tuyos más deprisa que los nuestros.
ALGÚN DÍA ELLOS ESTARÁN POR TODAS PARTES.
—Algún día, si les da tiempo para procrear muchas camadas —dijo Travis—, se extenderán por el mundo entero.
Y TAN LEJOS DE MÍ. ES MUY TRISTE.
—Sí, lo es —dijo Nora—. Pero todos los pájaros jóvenes abandonan el nido tarde o temprano.
¿Y CUÁNDO YO ME HAYA IDO?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Travis, agachándose y revolviendo, afectuoso, la gruesa capa del perro.
¿ME RECORDARÁN ELLOS?
—¡Ah, sí, cara peluda! —exclamó Nora, arrodillándose y abrazándole—. Mientras haya perros en este mundo y mientras haya personas lo bastante sensatas para caminar con ellos, se te recordará.