En la tarde del martes, 7 de diciembre, cuando ellos emprendían con Einstein el regreso a casa, Jim Keene puso inconvenientes, no quería dejarles partir. Les siguió hasta la furgoneta y acodado en la ventanilla del conductor especificó el tratamiento que se debería proseguir durante las próximas dos semanas, recordándoles que quería reconocer a Einstein una vez por semana hasta finales de mes, y apremiándoles a visitarle no sólo por la asistencia médica al perro, sino también para beber, comer y conversar.
Travis adivinó que el veterinario intentaba decirles que quería seguir compartiendo la vida de Einstein, participar en la magia de todo ello.
—Volveremos por aquí, créeme, Jim. Y tú debes venir a visitarnos antes de Navidad para pasar el día con nosotros.
—Me gustaría mucho.
—Y a nosotros —dijo con toda sinceridad Travis.
Camino de casa, Nora llevó a Einstein sobre el regazo, envuelto de nuevo en una manta. El animal no había recuperado todavía su apetito habitual y estaba débil. Su sistema inmune había sufrido un duro quebranto, de modo que durante algún tiempo sería presa fácil de cualquier enfermedad. Se le debería mantener todo lo posible dentro de casa y mimarle hasta que recobrara su vigor usual…, probablemente, después del día de Año Nuevo, según Jim Keene.
Un cielo lleno de magulladuras e hinchazones parecía reventar de nubes sombrías. El océano Pacífico estaba tan revuelto y gris que aquello no parecía agua sino billones de esquirlas de pizarra agitadas por algún levantamiento geológico en el centro de la Tierra.
Pero aquel tiempo siniestro no podía echar al traste su alta moral. Nora se mostraba radiante y Travis empezó a silbar sin darse cuenta. Por su parte, Einstein escudriñaba con gran interés el escenario, atesorando sin duda la belleza tétrica de aquel día invernal casi incoloro. Quizás él no hubiera esperado nunca volver a ver el mundo fuera del consultorio de Jim Keene, en cuyo caso cualquier vista sería bienvenida y preciosa, incluso en un mar de piedras zarandeadas y un cielo lleno de contusiones.
Cuando llegaron a casa, Travis dejó a Nora con el perdiguero en la furgoneta y entró solo por la puerta trasera empuñando la pistola del 38 que guardaban en el vehículo. Apenas llegó a la cocina, cuyas luces habían quedado encendidas desde que partieran apresuradamente la semana pasada, cogió una automática «Uzi» de su escondite en una vitrina y dejó a un lado el arma más ligera. Avanzó con cautela de habitación en habitación, mirando detrás de cada mueble y dentro de cada armario.
No veía señales de allanamiento y tampoco lo esperaba. Esta área rural estaba, relativamente, al margen de la criminalidad. Uno podía dejar la puerta sin cerrar con llave durante días sin riesgo de que los ladrones se llevaran, como solían hacer, hasta el papel de las paredes.
Lo que le preocupaba no era un ladrón sino el alienígena.
La casa estaba desierta.
Travis inspeccionó también el granero antes de meter allí la furgoneta, pero no había tampoco rastro de nada.
Una vez dentro de casa, Nora puso en el suelo a Einstein y le quitó la manta. El animal anduvo tambaleante por la cocina olfateando diversos objetos. En la sala miró atento la fría chimenea e inspeccionó su máquina de volver hojas.
Luego regresó a la alacena, encendió la luz con su pedal de pata y extrajo algunas letras de los tubos de lucita. EN CASA.
Agachándose junto al perro, Travis dijo:
—Es bueno estar aquí otra vez, ¿verdad?
Einstein le hocicó la garganta y le lamió el cuello. Su capa dorada estaba esponjosa y olía a limpio, porque Jim Keene le había dado un baño en su quirófano, sometido a unas condiciones cuidadosamente controladas. Pero, a pesar de tanta esponjosidad y aseo, Einstein seguía sin ser el mismo: parecía fatigado y bastante más flaco, pues había perdido varios kilos en menos de una semana.
Extrayendo más letras, el animal compuso la misma palabra, como si quisiera subrayar su satisfacción: EN CASA.
Nora, plantada ante la puerta de la alacena, dijo:
—El hogar es el lugar en donde está nuestro corazón, y en éste hay corazón a raudales. ¡Eh, se me ocurre una cosa! Cenemos temprano y comamos en la sala mientras vemos el vídeo de El villancico de Mickey. ¿Te gustaría?
Einstein agitó con vigor el rabo.
—¿Crees estar en forma para tu comida favorita? —dijo Travis—. ¿Unos pocos menudillos de cena?
Einstein se relamió. Sacó más letras con las que expresar su entusiástica aprobación de la anterior sugerencia.
EL HOGAR ES DONDE ESTÁN LOS MENUDILLOS.
Cuando Travis despertó a media noche. Einstein estaba ante la ventana del dormitorio, sobre las patas traseras y con las zarpas encima del alféizar. Apenas se le veía al resplandor tenue que confundía la lamparilla del aposento contiguo. La contraventana estaba echada y cerrada, de modo que el perro no podía ver el patio delantero. Sin embargo, quizá la vista fuera el sentido que menos utilizaba para detectar al alienígena.
—¿Hay algo ahí fuera, muchacho? —inquirió por lo bajo Travis, no queriendo despertar sin necesidad a Nora.
Einstein se dejó caer del alféizar, caminó hasta el lado de Travis en la cama y apoyó la cabeza sobre el colchón. Acariciando al perro, Travis susurró:
—¿Es que viene ya?
Después de replicar con un lloriqueo enigmático, Einstein se acomodó en el suelo junto a la cama y se durmió otra vez.
Pocos minutos después, también se durmió Travis.
Se despertó de nuevo al alba, y encontró a Nora sentada al borde de la cama acariciando a Einstein.
—Vuélvete a dormir —dijo ella.
—¿Ocurre algo?
—Nada —murmuró soñolienta—. Me desperté y le vi en la ventanilla, pero no ocurre nada. Duérmete.
Él consiguió quedarse dormido por tercera vez, pero soñó que el alienígena se había espabilado durante sus seis meses de persecución hasta el punto de aprender a utilizar herramientas, y ahora, con relucientes ojos amarillos, empuñaba un hacha para destrozar las contraventanas del dormitorio.
***
Ellos le daban a Einstein sus medicinas según el horario previsto, y él, obediente, se tragaba las píldoras. Le explicaron que necesitaba comer bien para poder recobrar su energía. Él lo intentaba, pero el apetito reaparecía muy despacio. Necesitaría algunas semanas para recuperar los kilos perdidos y renovar su antigua vitalidad. No obstante, el progreso era perceptible día a día.
El viernes, 10 de diciembre, Einstein parecía lo bastante fuerte para dar un corto paseo por fuera. Aunque todavía vacilara un poco, ya no se bamboleaba a cada paso. Había recibido ya todas las inyecciones necesarias en la clínica veterinaria; no corría ningún peligro de contraer la rabia, además del moquillo que le infligiera tantos sinsabores.
El tiempo era más bonancible que en semanas recientes, con temperaturas de unos veinte grados y sin viento. Las nubes, bastante dispersas, eran blancas y el sol, cuando no se escondía acariciaba la piel con calor.
Einstein acompañó a Travis en una gira de inspección por los sensores infrarrojos alrededor de la casa y los tanques de óxido nitroso en el granero. Anduvieron algo más despacio que la última vez que efectuaron el mismo recorrido, pero Einstein parecía disfrutar con su vuelta al servicio.
Nora, que se había quedado en su estudio, preparaba, diligente, una nueva pintura: un retrato de Einstein. El animal no se había apercibido de que él era el tema del último lienzo. La obra sería uno de sus regalos navideños, y una vez se la desenvolviera en la memorable fecha, quedaría colgada sobre la chimenea de la sala.
Cuando Travis, acompañado de Einstein, salió del granero al patio, dijo:
—Se está acercando, ¿verdad?
El perro no contestó.
—Está más cerca que antes, ¿eh?
Einstein caminó en círculo, husmeó el suelo, barruntó el aire, ladeó la cabeza a un lado y al otro. Por fin, volvió a la casa y se plantó en la puerta mirando a Travis, esperándole ansioso.
Una vez dentro, Einstein marchó directamente a la alacena.
BORROSO.
Travis se quedó mirando fijamente la palabra en el suelo.
—¿Borroso?
Einstein extrajo más letras y las colocó una por una.
EMBOTADO. CONFUSO.
—¿Te estás refiriendo a tu facultad para percibir al alienígena?
Rápido agitar de la cola: SÍ.
—¿No consigues sentirlo?
Un ladrido: NO.
—¿Crees… que pueda haber muerto?
NO LO SÉ.
—Tal vez ese sexto sentido tuyo no funcione cuando estás enfermo…, o debilitado, como, te encuentras ahora.
TAL VEZ.
Recogiendo las fichas y repartiéndolas entre sus tubos, Travis pensó unos instantes. Fueron malos pensamientos. Pensamientos desalentadores. Ellos tenían un sistema de alarma alrededor de la propiedad pero dependían hasta cierto punto de Einstein, para una alerta inmediata. Él debería haberse sentido tranquilo con las precauciones adoptadas y con su propia capacidad como antiguo miembro de la Fuerza Delta para exterminar al alienígena. No obstante, le atormentaba la sospecha de que le había pasado inadvertida una brecha en su defensa, y de que, si sobreviniera la crisis, él necesitaría los poderes y toda la fuerza de Einstein para afrontar con éxito lo inesperado.
—Tendrás que ponerte bien, tan deprisa como puedas —dijo al perdiguero—. Deberás intentar comer aun cuando no tengas verdadero apetito. Habrás de dormir tanto como te sea posible, dar a tu cuerpo la oportunidad de remendarse por sí solo y no pasarte media noche ante las ventanas haciendo cábalas.
SOPA DE POLLO.
Travis dijo riendo:
—Quizá probemos también eso.
UN «BOILERMAKER» MATA LOS GÉRMENES.
—¿Quién te dio esa idea?
LIBROS. ¿QUÉ ES UN «BOILERMAKER»?
Travis dijo:
—Un chorro de whisky en un vaso de cerveza.
Einstein sopesó la cuestión.
MATA GÉRMENES PERO HACE ALCOHÓLICOS.
Travis rió y le acarició la dorada capa.
—Eres un cómico de marca, cara peluda.
TAL VEZ DEBERÍA ACTUAR EN LAS VEGAS.
—Apuesto cualquier cosa a que lo harías muy bien.
GRANDES TITULARES.
—Sin duda te los darían.
YO Y PIA ZADORA.
Travis abrazó al perro y los dos se sentaron en la alacena riendo, cada cual a su modo.
Pese a las bromas, Travis adivinaba que Einstein estaba profundamente turbado por la pérdida de su facultad para intuir al alienígena.
Esas bromas eran un mecanismo defensivo, una forma de ahuyentar el miedo.
Aquella tarde, exhausto por su corto paseo alrededor de la casa, Einstein durmió mientras Nora pintaba febril en su estudio. Travis se sentó ante una ventana delantera escrutando el bosque, repasando mentalmente las defensas por ver si descubría alguna brecha.
El domingo, 12 de diciembre, Jim Keene les visitó por la tarde y se quedó a cenar. Examinó a Einstein y le complació observar una gran mejoría en el perro.
—A nosotros se nos antojaba muy lenta —dijo quejumbrosa Nora.
Introdujo un par de cambios en la medicación de Einstein y dejó nuevos frascos de píldoras.
El perdiguero se divirtió exhibiendo su máquina de volver hojas y su dispositivo para almacenar letras en la alacena. Agradeció, condescendiente, los elogios por su habilidad para sujetar un lápiz entre los dientes y utilizarlo en el manejo del televisor y el dispositivo de vídeo sin molestar a Nora o Travis.
Al principio, Nora advirtió sorprendida que los ojos del veterinario parecían menos tristes y pesarosos de lo que ella recordaba. Sin embargo, llegó a la conclusión de que aquel rostro seguía siendo el mismo, lo único que había cambiado era su propia forma de calibrarlo. Ahora que ella le conocía mejor, ahora que él era un amigo de primera fila, no veía sólo las facciones fúnebres que le diera la Naturaleza, sino también la afabilidad y el buen humor debajo de esa sombría superficie.
Durante la cena Jim dijo:
—He estado haciendo una pequeña investigación en materia de tatuaje…, para ver si puedo quitarle esas cifras de la oreja.
Einstein, que estaba tendido en el suelo muy cerca escuchando su conversación, se plantó sobre sus cuatro patas, se tambaleó un instante, luego se dirigió hacia la mesa de la cocina y se encaramó a una de las sillas vacías. Allí se sentó muy erecto y miró expectante a Jim.
—Bueno —dijo el veterinario, dejando el tenedor lleno de pollo asado que se había llevado a la boca—, se pueden borrar casi todos los tatuajes, pero no todos. Si yo supiera qué tipo de tinta se utilizó y con qué método se le introdujo bajo la piel, podría borrarlo.
—Quedarían todavía las señales del tatuaje, y una inspección minuciosa las descubriría —dijo Travis—. Bajo una lupa potente.
Einstein miró de Travis a Jim Keene como si dijera «Claro, ¿qué hay de eso?».
—Casi todos los laboratorios se contentan con etiquetar a los animales de investigación —explicó Jim—. Entre los que prefieren el tatuaje hay dos tipos diferentes de tinta. Yo podría eliminarlas sin dejar rastro, salvo una superficie moteada de la carne absolutamente natural. El examen microscópico no revelaría restos de tinta, ni la menor sombra de números. Al fin y al cabo, es un tatuaje ínfimo que me facilitaría la labor. Estoy investigando todavía otras técnicas, pero dentro de pocas semanas podré intentarlo…, si a Einstein no le importa esa pequeña molestia.
El perdiguero abandonó la silla y caminó hacia la alacena. Le oyeron darle al extractor de letras.
Nora se acercó a ver el mensaje que estaba componiendo Einstein.
NO ME GUSTA IR MARCADO. NO SOY UNA VACA.
Su afán por librarse del tatuaje era más intenso de lo que Nora esperara. Quería que se le borrara la marca para escapar a la identificación por la gente del laboratorio. No obstante, era evidente que también aborrecía llevar esos tres números en la oreja porque le marcaban cual una mera propiedad, condición que implicaba una afrenta a su dignidad y una violación de sus derechos como criatura inteligente.
LIBERTAD.
—Sí —dijo respetuosa Nora, poniéndole la mano en la cabeza—. Lo entiendo. Tú eres una… una «persona», y como tal tienes… un alma. —Fue la primera vez que pensó en ese aspecto de la situación. ¿Sería blasfemo pensar que Einstein tenía alma? No, ella no creía que la blasfemia tuviera nada que ver con eso. El Hombre había hecho al perro; ahora bien, si existiera Dios, Él aprobaría sin duda a Einstein, porque su capacidad para diferenciar entre el bien y el mal, su capacidad para amar, su bravura y su desinterés le identificaban más con la imagen de Dios que a muchos seres humanos cuyos pies hollaban esta Tierra.
—Libertad —dijo ella—. Si tú tienes un alma, y estoy segura de que es así, habrás nacido con libre albedrío y el derecho a la autodeterminación. Esas cifras en tu oreja entrañan un insulto, y te libraremos de ellas.
Después de la cena, Einstein quiso escuchar la conversación e incluso participar en ella, pero le faltó la energía necesaria y se quedó dormido junto al fuego.
Saboreando una copa de brandy y café, Jim Keene, escuchó atento mientras Travis describía sus defensas contra el alienígena. Al pedírsele que se esforzara por descubrir alguna brecha en esos preparativos, el veterinario no consiguió ver nada, salvo la vulnerabilidad del suministro de energía eléctrica.
—Si esa cosa tuviera suficiente inteligencia como para desmantelar la línea que va desde la carretera hasta aquí, os podría dejar a oscuras en plena noche e inutilizar vuestras alarmas. Y sin energía, esos ingeniosos mecanismos en el granero no accionarían la puerta apenas entrase la bestia ni liberarían el óxido nitroso.
Nora y Travis le llevaron al sótano a espaldas de la casa para que viera el generador de urgencia. Lo alimentaba un depósito con cuarenta galones de gasolina enterrado en el patio, y serviría para restablecer la electricidad en la casa, el granero y el sistema de alarma a los diez segundos de la pérdida de la fuente energética.
—Por lo que puedo ver —dijo Jim—, habéis pensado en todo.
—También lo creo así —dijo Nora.
Pero Travis frunció el ceño.
—Yo me pregunto si…
El miércoles, 22 de diciembre, todos fueron a Carmel. Los dos dejaron a Einstein con Jim Keene y se pasaron el día comprando regalos navideños, adornos para la casa, ornamentos para el árbol y el propio árbol.
Con la amenaza del alienígena acercándose inexorable a ellos, parecía casi frívolo hacer planes para las fiestas. Pero Travis dijo:
—La vida es corta. Nunca se sabe cuánto tiempo te queda, así que no puedes dejar pasar la Navidad sin celebrarla, cualesquiera que sean los acontecimientos. Además, mis Navidades no han tenido nada de espectaculares en estos últimos años. E intento resarcirme.
—Tía Violet no creía en la Navidad como gran acontecimiento. Tampoco creía en la alegría de intercambiar regalos o colocar el árbol.
—Sencillamente, ella no creía en la vida —dijo Travis—. Razón de más para hacer resplandecer esta Navidad. Será la primera buena para ti, así como la primera, en términos absolutos, para Einstein.
«A partir del año próximo —pensó Nora—, habrá un niño en la casa con quien compartir la Navidad, ¡y eso sí que será un hito!». Aparte de padecer leves mareos matinales y haber ganado un par de kilos, Nora no notaba los síntomas del embarazo. Su vientre se mantenía todavía liso y el doctor Weingold decía que, considerando su constitución física, sería una de esas futuras madres cuyo abdomen sufre una distensión muy moderada. Ella esperaba ser afortunada a ese respecto, porque después del parto le resultaría mucho más fácil recuperar su forma. Desde luego, el bebé no llegaría hasta dentro de seis meses, tiempo suficiente para ponerse como una foca.
A la vuelta desde Carmel con la furgoneta, cuya parte trasera estaba repleta de paquetes y un árbol navideño perfectamente formado, Einstein se quedó medio dormido sobre el regazo de Nora. Su atareada jornada con Jim y Pooka le habían dejado derrengado. Llegaron a casa una hora antes de que oscureciera. Einstein abrió la marcha hacia el edificio, pero, súbitamente, se detuvo y miró curioso alrededor. Husmeó el aire fresco, luego atravesó el patio con la nariz sobre el suelo, como si siguiera el rastro de un olor.
Encaminándose hacia la puerta trasera con los zapatos llenos de paquetes, Nora no vio al principio nada raro en el comportamiento del perro, pero observó que Travis se había detenido y miraba a Einstein con fijeza.
—¿Qué sucede? —dijo ella.
—Espera un segundo.
Einstein cruzó el patio hasta la demarcación del bosque por el lado sur. Allí se plantó rígido, con la cabeza hacia adelante, luego se sacudió y siguió el perímetro del bosque. Se detuvo repetidas veces, permaneciendo inmóvil cada vez, y al cabo de dos o tres minutos, hizo el mismo recorrido hacia el norte.
Cuando el perdiguero volvió a ellos, Travis dijo:
—¿Hay algo de particular?
Einstein movió por un instante la cola y ladró una vez SÍ Y NO.
Una vez dentro, el perdiguero compuso un mensaje en la alacena.
SENTÍ ALGO.
—¿El qué? —preguntó Travis.
NO LO SÉ.
—¿El alienígena?
TAL VEZ.
—¿Cerca?
NO LO SÉ.
—¿Estás recobrando tu sexto sentido? —inquirió Nora.
NO LO SÉ. SÓLO SIENTO.
—¿Sentir el qué? —preguntó Travis.
Después de pensárselo mucho, el perro compuso una respuesta.
ENORME OSCURIDAD.
—¿Sientes una enorme oscuridad?
SÍ.
—¿Y qué significa eso? —preguntó inquieta Nora.
NO SÉ EXPLICARLO MEJOR. SÓLO LO SIENTO.
Nora miró a Travis y vio en sus ojos una preocupación, que, probablemente, era un reflejo de su propia expresión.
Ahí fuera había una enorme oscuridad, en algún lugar, y se estaba aproximando.
***
La Navidad fue regocijante y hermosa.
Por la mañana, sentados en torno al árbol, repleto de luces, bebieron leche, comieron pastelillos de confección casera y abrieron los regalos. A modo de broma, el primer regalo que Nora dio a Travis fue una caja de ropa interior. Él le entregó a ella una luminosa túnica anaranjada y amarilla que parecía haber sido hecha para una mujer de ciento cuarenta kilos.
—Esto para marzo, cuando tu enorme volumen no te permita llevar ninguna otra cosa. Desde luego, en mayo lo habrás superado.
Después intercambiaron regalos serios, es decir, joyas, prendas de punto y libros.
Pero Nora, al igual que Travis, sentía que la fecha le pertenecía a Einstein más que a ningún otro. Así, pues, le dio el retrato que la ocupara durante todo un mes, y el perdiguero pareció pasmado, halagado y muy satisfecho de que ella hubiese creído importante el inmortalizarle en una pintura. Asimismo le regalaron tres nuevos vídeos de Mickey Mouse, y un par de artísticos cuencos metálicos para comer y beber con su nombre grabado en ambos, un pequeño reloj de pilas que él podría llevar consigo a cualquier habitación de la casa —últimamente había mostrado un interés creciente en el tiempo— y otros diversos obsequios, pero él se mostró más atraído por el retrato, que ellos colocaron contra la pared para permitirle inspeccionarlo de cerca. Más tarde, cuando lo colgaron sobre la chimenea de la sala, Einstein se plantó sobre el hogar y levantó la mirada hacia la pintura, complacido y orgulloso.
A semejanza de un niño, Einstein mostró una satisfacción perversa jugando con las cajas vacías, aplastando las envolturas y desgarrando las cintas, lo cual le divirtió casi tanto como los propios regalos. Y una de sus cosas predilectas fue un regalo chusco: un gorro rojo de Santa Claus con un pompón blanco que se sujetaba a la cabeza mediante una banda elástica. Nora se lo puso para bromear un poco. Cuando se vio en el espejo, le arrebató tanto su apariencia, que se opuso radicalmente cuando, pocos minutos después, ella intentó quitárselo. Y lo llevó puesto todo el día.
Jim Keene y Pooka llegaron a primera hora de la tarde, y Einstein los condujo derechos hacia la sala para que admiraran su retrato sobre la chimenea. Durante una hora, bajo la mirada atenta de Jim y Travis, los dos perros jugaron juntos en el patio trasero. Esta actividad, habiendo estado precedida por la agitación del reparto matinal de regalos, dejó a Einstein muy necesitado de una siesta, así que todos regresaron a la casa, y una vez allí, Jim y Travis ayudaron a Nora en los preparativos de la cena navideña.
Concluida su siesta, Einstein intentó que Pooka se interesara en los dibujos animados de Mickey Mouse, pero Nora vio que sus esfuerzos tenían poco éxito. La atención de Pooka no duró siquiera el tiempo suficiente para que Donald, Goofy o Pluto pudieran complicarle la vida a Mickey Mouse. Por respeto al inferior coeficiente de inteligencia de su compañero, y no aburriéndole al parecer semejante compañía, Einstein apagó el televisor y se embarcó en unas actividades cien por cien caninas: alguna escaramuza ligera en el estudio y mucho rodar por el suelo y muchas posturas enfrentadas nariz contra nariz comunicando en silencio entre sí sobre cuestiones puramente caninas.
Hacia el anochecer, la casa se llenó con aroma de pavo, mazorcas, batatas asadas y otras exquisiteces. Se oyó música navideña. Y a despecho de las contraventanas, cuyos cerrojos habían sido echados al caer la noche invernal, a despecho de las armas presentes por doquier y de la presencia demoníaca del alienígena que acechaba siempre en el fondo de su mente, Nora se sintió feliz como nunca.
Durante la cena charlaron sobre el bebé, y Jim les preguntó si habían pensado ya en un nombre para él. Einstein, que comía en un rincón con Pooka, quedó seducido al instante por la posibilidad de participar en la elección de un nombre para el futuro niño. Así que se paró de inmediato yendo a la alacena para componer su sugerencia.
Nora se levantó de la mesa para ver qué nombre había elegido el perro.
MICKEY.
—¡De ninguna manera! —exclamó ella—. No daremos a mi bebé el nombre de un ratón de dibujos animados.
DONALD.
—Ni de un pato.
PLUTO.
—¿Pluto? Ten un poco de seriedad, cara peluda.
GOOFY.
Nora le impidió seguir accionando los pedales de las letras, recogió las fichas usadas devolviéndolas a su sitio, apagó la luz de la alacena y regresó a la mesa.
—Vosotros creéis que es muy gracioso —les dijo a Travis y Jim que se estaban ahogando de risa—, pero ¡él lo dice en serio!
Después de cenar, se sentaron alrededor del árbol en la sala y hablaron de muchas cosas, entre ellas del propósito de Jim de hacerse con otro perro.
—Pooka necesita la compañía de un semejante —dijo el veterinario—. Ya tiene casi un año y medio, y yo opino que la compañía humana no es suficiente para ellos cuando dejan de ser cachorros. Se sienten solos, como nosotros. Y como pienso proporcionarle un compañero, lo mejor será que busque una hembra pura, de raza labrador y tal vez obtengamos unos bonitos cachorros para vender más tarde. Así que él no tendrá sólo una amiga, sino también una pareja.
Nora no se percató de que a Einstein parecía interesarle esa parte de la conversación más que ninguna otra. Después de que Jim y Pooka se hubieran ido a casa, Travis encontró un mensaje en la alacena, y llamó a Nora para que le echara una ojeada.
COMPAÑERA, AMIGA, FORMAR PAREJA.
Entretanto el perdiguero había estado esperando a que ellos encontraran las fichas cuidadosamente ordenadas.
Entonces apareció por detrás y les miró inquisitivo.
—¿Crees que te gustaría una compañera? —dijo Nora.
Einstein se deslizó entre ambos para entrar en la alacena, desordenó las fichas y formó otra contestación.
VALE LA PENA PENSARLO.
—Pero, escucha, cara peluda —dijo Travis. Tú eres único No hay ningún otro perro como tú ni con tu coeficiente de inteligencia.
El perdiguero consideró la cuestión, pero no se dejó disuadir.
LA VIDA NO ES SÓLO EL INTELECTO.
—Nada más cierto —dijo Travis—. Sin embargo, yo creo que eso requiere mucha reflexión.
LA VIDA ES SENTIMIENTO.
—Está bien —dijo Nora—. Lo pensaremos.
LA VIDA ES PAREJA. COMPARTIR ALGO.
—Te prometemos pensarlo para discutirlo luego contigo —dijo Travis—. Ahora se está haciendo tarde.
Einstein compuso aprisa otro mensaje.
¿BEBÉ MICKEY?
—¡En absoluto! —replicó Nora.
Por la noche y ya en la cama, después de hacer el amor con Travis, Nora dijo:
—Apuesto cualquier cosa a que se siente muy solo.
—¿Jim Keene?
—Bueno, sí, también él. Es un hombre tan simpático… Sería un gran marido. Pero las mujeres son tan selectivas con los hombres en cuestión de apariencia, ¿no crees? Ellas no quieren maridos con cara de perro. Se casan con los guapos, que, en su mayor parte, las tratan como basura. Pero no me refería a Jim. Estaba hablando de Einstein. Se debe sentir solo de vez en cuando.
—Nosotros estamos todo el tiempo con él.
—No. No lo estamos. Yo pinto, y tú haces cosas en las que no incluyes al pobre Einstein. Y si volvieses al campo de la inmobiliaria, Einstein se pasaría mucho tiempo sin compañía.
—Tiene sus libros. Adora sus libros.
—Tal vez los libros no sean suficiente —dijo ella.
Quedaron en silencio tanto rato que Nora le creyó dormido. Entonces Travis dijo de improviso:
—Si Einstein se empareja y tiene descendencia, ¿cómo serán los cachorros?
—¿Quieres decir que si serían inteligentes como él?
—Me lo pregunto. A mi juicio, hay tres posibilidades. Primera, su inteligencia no es transmisible y por tanto sus retoños serán cachorros ordinarios. Segunda, es transmisible pero los genes de su compañera diluirán la inteligencia, de modo que los cachorros serán avispados pero no tanto como su padre, y las generaciones sucesivas serán cada vez menos lúcidas hasta que un día, al cabo de muchos años, los descendientes serán ya perros ordinarios.
—¿Y cuál es la tercera posibilidad?
—La inteligencia, como un rasgo subsistente, podría gozar del dominio genético, de un gran dominio.
—En cuyo caso sus cachorros serían siempre tan inteligentes como él.
—Y se trasmitiría a las consecutivas generaciones hasta que tuvieras un colonia de perdigueros dorados inteligentes, miles de ellos diseminados por el mundo entero.
Quedaron en silencio otra vez.
Por fin ella dijo:
—¡Estupendo!
—Tiene razón —dijo Travis.
—¿Qué?
—Es algo que merece la pena pensarse.
***
Allá por noviembre, Vince Nasco no hubiera pensado jamás que necesitaría todo un mes para echarle el guante a Ramón Velázquez, aquel tipo de Oakland que era una verdadera espina clavada en el costado de Don Mario Tetragna. Hasta que él no eliminara a Velázquez, no tendría las señas de esa gente de San Francisco que falseaba los DNI y que podría ayudarle a hallar el rastro de Travis Cornell, la mujer y el perro. Así que le acuciaba la necesidad de convertir a Velázquez en un montón de carne putrefacta.
Pero el tal Velázquez era una maldita sombra. El hombre no daba un paso sin dos guardaespaldas a sus costados, lo cual debería de haberle atraído la atención general. Sin embargo, él dirigía sus empresas de juego y drogas, atentando contra la concesión de Tetragna en Oakland, con el sigilo de un Howard Flughes. Se escurría y escabullía en sus cometidos, empleando una flota de coches diferentes, sin seguir jamás la misma ruta dos días seguidos, sin celebrar sus reuniones en el mismo lugar, utilizando la calle como una oficina, sin detenerse nunca el tiempo suficiente para que se le marcara y borrara del mapa. Era un paranoico incurable que se creía perseguido por todo el mundo. Vince no podía mantenerle a tiro el tiempo suficiente para compararle con la fotografía que le facilitara Tetragna, pues Ramón Velázquez era volátil como el humo.
Vince no le cazaría hasta el día de Navidad, y la caída de su presa sería un lío del demonio. Ramón estaba en su casa con un montón de familiares. Vince llegó a la propiedad de los Velázquez desde la casa posterior, encaramándose a una alta pared de ladrillo entre un enorme solar y el otro. Cuando saltó al otro lado, vio a Velázquez con varias personas ante una barbacoa, en el patio, cerca de la piscina donde estaban asando un inmenso pavo —¿es que la gente asa pavos en algún otro lugar que no sea California?—, y todos le descubrieron al instante, aunque se encontraba a una distancia de ciento y pico de metros. Él vio cómo los guardaespaldas echaban mano a sus armas de sobaquera, y no tuvo más alternativa que disparar a bulto con su «Uzi», regando el patio entero y llevándose por delante a Velázquez, los dos guardaespaldas, una mujer de mediana edad, que sería la esposa de alguien, y una señora anciana, que sería la abuela de alguien.
Sssnap.
Sssnap.
Sssnap.
Sssnap.
Sssnap.
Todo el mundo se desgañitó, mientras se dispersaba en busca de refugio. Vince tuvo que encaramarse otra vez por la pared y saltar al patio de la casa contigua, en donde, gracias a Dios, no había nadie, y cuando remontaba el culo por lo alto de la tapia, un puñado de tipos latinos abrieron fuego contra él desde la casa de Velázquez. Salió del trance por pura casualidad con el cuero intacto.
Un día después de Navidad, cuando se personó en un restaurante de San Francisco, propiedad de Don Tetragna, para encontrarse con Frank Dicenziano, un leal capo de la Familia que también atendía solamente al «don», Vince sentía no poca inquietud. La fratellanza tenía un código sobre asesinatos. ¡Qué diablos!, tenían un código para cada cosa —probablemente también sobre los movimientos intestinales— y tomaban muy en serio sus códigos, pero el código del asesinato tal vez fuera un poco más serio que los otros. La primera regla de tal código rezaba así: no te cargues a un hombre acompañado por su familia, a menos que se esconda bajo tierra y no puedas alcanzarle de ninguna otra forma. Vince se creía bastante seguro a ese respecto. Pero otro precepto decía que no se disparara nunca contra su esposa ni los vástagos ni la abuela de un hombre para llegar hasta él. Cualquier comisionado que hiciera semejante cosa acabaría muerto él mismo, eliminado por la misma gente que le contratara. Vince esperaba convencer a Frank Dicenziano de que Velázquez había constituido un caso especial —ningún otro blanco había conseguido eludir a Vince durante un mes—, y de que lo sucedido en Oakland el día de Navidad había sido deplorable, pero ineludible.
Caso de que Dicenziano, y por extensión el «don», estuviese demasiado furioso para atender a razones, Vince iba preparado con algo más que una mera pistola. Sabía que si ellos le querían muerto, le acorralarían y arrebatarían la pistola antes de que pudiera usarla, apenas entrase en el restaurante y sin dejarle adivinar de qué iba. Así pues, se había sujetado con alambre unos cuantos explosivos plásticos y estaba dispuesto a hacerlos estallar y volar el restaurante entero si alguien se atrevía a tomarle medidas para un ataúd.
Vince no estaba seguro de sobrevivir a la explosión. Él había absorbido ya la energía vital de tantas personas que creía estar cerca de esa inmortalidad que había estado buscando, o incluso se hallaba ya allí, pero no podía saber cuán fuerte era mientras él mismo no se pusiera a prueba. Si la alternativa fuera permanecer en el foco de la explosión o dejar que dos o tres lagartones le largaran cien balazos y le revistieran de cemento para sumergirlo en la bahía, opinaba que lo primero era más atrayente y quizás ofreciera mejores probabilidades marginales de supervivencia.
Cuál no sería su sorpresa cuando Dicenziano, quien semejaba una ardilla con los carrillos llenos de albóndigas, pareció encantado con la forma en que se había resuelto el contrato Velázquez. Ocuparon un reservado de esquina como primeros comensales de la sala. Se les sirvió a él y a Frank un almuerzo especial, compuesto de platos no incluidos en la carta. Bebieron un «Cabernet Sauvignon» de trescientos dólares, obsequio de Mario Tetragna.
Cuando Vince sacó a colación, cautelosamente, el asunto de la esposa y la abuela muertas, Dicenziano dijo:
—Escuche, amigo mío, nosotros sabíamos que ése iba a ser un golpe difícil, un trabajo muy exigente, y que quizá fuera preciso saltarse las reglas. Además, ésos no pertenecían a nuestra clase de gente. Eran una partida de intrusos con el culo mojado. No forman parte de este negocio. Y si intentan abrirse camino en él, no pueden esperar que nos atengamos a las reglas.
Con gran alivio, Vince se levantó a mitad del almuerzo, se encaminó hacia los servicios y allí desconectó el detonador. No quería que el plástico se activara de forma accidental ahora que se había superado la crisis.
Al término del almuerzo, Frank entregó la lista a Vince. Nueve nombres.
—Estas personas, no todas gente de la Familia, efectúan un pago al «don» por el derecho de montar un negocio de DNI en su territorio. Allá por noviembre, previendo el éxito de usted con los Velázquez, hablé a esos nueve, y por lo tanto todos recordarán los deseos del «don», es decir, que cooperen con usted de una forma u otra.
Vince se puso en marcha aquella misma tarde para encontrar a alguien que se acordara de Travis Cornell.
Por lo pronto sufrió una decepción. Dos de las cuatro primeras personas relacionadas en la lista, eran inalcanzables. Habían cerrado la tienda por ausentarse durante las fiestas. A Vince le pareció muy mal que los hampones se tomaran las vacaciones de Navidad y Año Nuevo como si fueran maestros de escuela.
Pero el quinto hombre, Anson van Dyne, se aplicaba a su trabajo en los sótanos situados debajo de su club de topless «Hot Tips», de modo que hacia las cinco y media del 26 de diciembre, Vince encontró lo que buscaba. Van Dyne examinó la fotografía de Travis Cornell que Vince obtuviera en la hemeroteca del periódico de Santa Bárbara.
—Sí, le recuerdo. No es de los que pasan pronto al olvido. No era un forastero que pretendiese convertirse al instante en americano, como la mitad de mis clientes. Tampoco un desgraciado perdedor que necesitase cambiar el nombre y ocultar la cara a toda prisa. No es un tipo grande, ni parece duro ni nada de eso, pero al verle tienes la impresión de que puede zurrar la badana a quienes se interpusiesen en su camino. Mucho aplomo. Muy vigilante. No me habría sido posible olvidarle.
—La que no te es posible olvidar —dijo uno de dos jóvenes y barbudos expertos en ordenadores— es esa estupenda gachí que le acompañaba.
—Ésa le levantaría el pito a un muerto —comentó el otro.
—Sí, incluso a un muerto —añadió el primero—. Bizcocho y pastel.
Vince se sintió confuso y ofendido a un tiempo por sus aportaciones al coloquio, y por tanto hizo caso omiso de ambos. Dirigiéndose a Van Dyne, preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que recuerde usted los nuevos nombres que les dio?
—Seguro. Los tenemos en el archivo —dijo Van Dyne.
Vince no podía creer lo que acababa de oír.
—Pensaba que la gente de su rama no conserva dato alguno. Es más seguro para usted y esencial para sus clientes.
Van Dyne se encogió de hombros.
—¡Qué se jodan los clientes! Puede que cualquier día los federales o la poli local dé con nosotros y nos cierre el negocio. Tal vez me encuentre necesitado de metálico para pagar los honorarios de abogados. Siendo así, no hay nada mejor que conservar una lista relacionando mil o dos mil tipos que viven bajo nombres supuestos, los cuales estarían dispuestos a dejarse exprimir un poco para no tener que rehacer una vez más sus vidas.
—Chantaje —dijo Vince.
—Fea palabra —dijo Van Dyne—. Pero mucho me temo que oportuna. Sea como fuere, a todos nos preocupa nuestra seguridad, y aquí no puede haber ningún archivo que nos comprometa. Nosotros no guardamos los datos en este agujero. Apenas proveemos un nuevo DNI a alguien, transmitimos los antecedentes mediante una línea telefónica segura desde estos ordenadores a otros que guardamos a buen recaudo. Estos ordenadores están programados de tal modo que no se les puede extraer dato alguno; es una carretera de dirección única; de manera que si los demoledores policías asaltaran nuestra madriguera, no podrían extraer nuestros registros de estas máquinas. ¡Qué diablos! ¡Ellos no sabrían siquiera que existen tales registros!
Ese mundo criminal de alta tecnología dejó a Vince un poco tarumba. Incluso el «don», un hombre de astucia criminal infinita, ignoraba que esa gente guardase archivos, y no tenía ni idea de que los ordenadores permitiesen hacerlo con impunidad absoluta. Vince caviló sobre lo que le había dicho Van Dyne y ordenó todo en su cerebro. Por fin dijo:
—Entonces, ¿usted me puede llevar a esa otra computadora para echar un vistazo al nuevo DNI de Cornell?
—Yo haré cualquier cosa por un amigo de Don Tetragna —dijo Van Dyne—, excepto rajarme la garganta. Acompáñeme.
Van Dyne se dirigió con Vince a un atestado restaurante chino en Chinatown. El local tenía espacio para ciento cincuenta plazas y todas las mesas estaban ocupadas, sobre todo por anglosajones, no por asiáticos.
Aunque el recinto fuera enorme y estuviese decorado con farolillos de papel, murales de dragones, biombos hechos con un sucedáneo del palisandro y sartas de campanillas confeccionadas con las formas de ideogramas chinos, todo ello le recordó a Vince la cursi trattoria italiana en donde aplastara a aquella cucaracha llamada Pantangela y a los dos agentes federales el pasado agosto. Todo el arte y los decorados étnicos de chinos e italianos, polacos e irlandeses eran idénticos entre sí cuando se los reducía a su esencia.
El propietario, un chino de treinta y tantos años, fue presentado a Vince simplemente como Yuan. Con unas botellas de «Tsingtao» provistas por Yuan, Van Dyne y Vince fueron a una oficina subterránea en donde había dos ordenadores sobre sendas mesas, una en el área principal de trabajo, la otra arrinconada. Esta última estaba encendida, aunque nadie la manipulaba.
—Aquí tiene mi ordenador —dijo Van Dyne—. Nadie de aquí la maneja. No la tocan siquiera, salvo para abrir la línea telefónica que pone en funcionamiento el módem cada mañana y lo apaga por las noches. Mis ordenadores del «Hot Tips» están conectados con éste.
—¿Se fía usted de Yuan?
—Yo le procuré el préstamo que lanzó este negocio. Él me debe su buena suerte. Y es, con mucho, un préstamo limpio, nada lo relaciona conmigo ni con Don Tetragna, de modo que Yuan sigue siendo un ciudadano respetable en quien los polis no se interesan lo más mínimo. Todo cuanto hace él por mí, a cambio, es dejarme tener aquí este ordenador.
Sentándose ante la terminal, Van Dyne empezó a teclear. Al cabo de dos minutos tenía ya el nuevo nombre de Travis Cornell: Samuel Spencer Hyatt.
—Y aquí tenemos a la mujer que le acompaña —dijo Van Dyne al aparecer, titilantes, unos datos nuevos—. Su verdadero nombre es Nora Louise Devon, de Santa Bárbara. Ahora ella es Nora Jean Aimes.
—Vale —dijo Vince—. Ahora bórrelos de sus registros.
—¿Qué quiere decir?
—Elimínelos. Bórrelos del ordenador. Desde este instante no son ya suyos sino míos. De nadie más. Sólo míos.
Poco después, ambos volvieron al «Hot Tips», un local decadente que le producía náuseas a Vince.
En el sótano, Van Dyne dio los nombres Hyatt y Aimes a los barbudos prodigios que parecían vivir allá abajo las veinticuatro horas del día cual un par de gnomos.
Primero los gnomos irrumpieron en los ordenadores del Departamento de Vehículos de Motor. Intentaron averiguar si desde los tres meses transcurridos desde la adquisición de sus nuevas identidades, Hyatt y Aimes se habían establecido en alguna parte y habían declarado un cambio de domicilio en el Registro Civil del Estado.
—¡Bingo! —exclamó uno de ellos.
En la pantalla aparecieron unas señas y el operario barbudo ordenó una reproducción impresa.
Anson van Dyne arrancó el papel de la impresora y se lo pasó a Vince.
Travis Cornell y Nora Devon, ahora Hyatt y Aimes, se habían establecido en una zona rural sobre la autovía de la costa del Pacífico, al sur de Carmel.
***
El miércoles, 29 de diciembre, Nora fue sola a Carmel para una consulta con el doctor Weingold.
El cielo estaba cubierto y tan oscuro que las gaviotas que surcaban los aires sobre el fondo negruzco de las nubes parecían luces incandescentes. El tiempo se había mantenido así, más o menos tras el día de Navidad, pero la lluvia prometida no tenía visos de llegar jamás.
Hoy, sin embargo, la lluvia era torrencial cuando Nora detenía la furgoneta en un espacio libre del pequeño aparcamiento a espaldas del consultorio del doctor Weingold. Como se había puesto, por si acaso, una chaqueta de nailon con capucha, se colocó la capucha antes de salir disparada del vehículo hacia el edificio de una sola planta.
El doctor Weingold le hizo el habitual reconocimiento exhaustivo y la declaró tan templada como un violín, lo cual habría divertido a Einstein.
—Jamás había visto una mujer en tan buena forma al cumplirse el tercer mes —dijo el doctor.
—Quiero que éste sea un bebé muy saludable, un bebé intachable.
—Y lo será.
El doctor creía que ella se apellidaba Aimes y su marido Hyatt, pero no dejó entrever nunca su desaprobación por ese estado marital. Tal situación le incomodaba a Nora, pero ella suponía que el mundo moderno donde se había lanzado desde el capullo de la casa Devon tenía ideas liberales acerca de estas cosas.
El doctor Weingold le sugirió, como ya hiciera otras veces, que se sometiera a una prueba para determinar el sexo del bebé, y ella, como siempre, rechazó la oferta. Quería recibir una sorpresa. Además, si averiguaban que iban a tener una niña, Einstein iniciaría una campaña para ponerle por nombre Minnie.
Después de convenir aprisa y corriendo con la recepcionista del doctor la hora de su siguiente visita, Nora se puso otra vez la capucha, y salió bajo la lluvia torrencial. Caía con asombrosa fuerza, mordiendo la sección de tejado sin canalones y descendía arrolladora por la acera, formando profundos charcos en el asfalto del aparcamiento. Nora luchó contra un río en miniatura para llegar hasta la furgoneta, y en pocos segundos sus zapatos estaban empapados.
Cuando alcanzaba el vehículo, vio que un hombre se apeaba de un «Honda» rojo aparcado junto a su furgoneta. No se fijó mucho, sólo observó que era un hombre grande en un coche pequeño y que no iba vestido para hacer frente a la lluvia. Llevaba vaqueros y un suéter azul. Nora se dijo: «Ese pobre hombre se va a empapar hasta los huesos».
Ella abrió la puerta del conductor y se dispuso a entrar en la furgoneta. Un instante después sólo pudo decir que el hombre del suéter azul se abalanzó sobre ella, la empujó más allá del asiento y se instaló detrás del volante.
—Si gritas, perra —dijo—, te volaré las tripas.
—Entonces se dio cuenta de que el sujeto le clavaba un revólver en el costado.
De todos modos, casi se echa a reír involuntariamente, y estuvo a punto de deslizarse por el asiento hacia la otra puerta para salir por el lado del pasajero. Pero algo en su voz, brutal y bronca, la hizo vacilar. Sonaba como si fuera capaz de dispararle por la espalda antes que dejarla escapar.
El individuo cerró con violencia la puerta del conductor y los dos se quedaron a solas en la furgoneta, sin la menor esperanza de ayuda, prácticamente ocultos al mundo por la lluvia que inundaba las ventanillas y oscurecía el cristal. Además, importaba poco; el aparcamiento del doctor estaba desierto y no era visible desde la calle, de modo que aunque hubiese podido salir de la furgoneta no habría tenido a quién dirigirse.
Él era un hombre muy grande y musculoso, pero su tamaño no era lo que más la horrorizaba. Su rostro ancho mostraba placidez, parecía inexpresivo; esa serenidad tan inconciliable con las circunstancias, asustó a Nora. Sus ojos eran aún peor. Ojos verdes, de frialdad glacial.
—¿Quién es usted? —inquirió ella procurando disimular su pavor por tener la certeza de que el pánico le excitaría. El hombre parecía estar haciendo equilibrios sobre una cuerda floja.
—¿Qué quiere de mí?
—Quiero el perro.
Ella había pensado: un ladrón…, un violador…, un asesino psicópata. Pero lo que no había pensado ni por asomo era que se tratase de un agente federal. Porque si no, ¿quién más podría buscar a Einstein? Nadie más sabía de la existencia del perro.
—¿De qué me está hablando usted? —dijo ella.
Él le hundió aún más el cañón del revólver en el costado, hasta el punto de hacerle daño. Nora pensó en el bebé que estaba creciendo dentro de su ser.
—Está bien, vale, es evidente que usted lo sabe todo acerca del perro. Así pues, es inútil cualquier disimulo.
—Inútil. —Habló tan quedo que apenas se le oyó con el estruendo de la lluvia martilleando el techo de la cabina y fustigando el parabrisas.
Alargó su mano y le bajó la capucha, luego abrió la cremallera y le deslizó la mano por los pechos y el vientre. Ella se aterró por un momento al pensar que, después de todo, aquello sería un intento de violación.
Pero él dijo en su lugar.
—Ese Weingold es ginecólogo. Así pues, ¿cuál es tu problema? ¿Tienes una enfermedad social o estás preñada? —Casi escupió las palabras al decir «enfermedad social», como si la mera pronunciación de las sílabas le hiciera vomitar.
—Usted no es agente federal. —Ella hablaba por mera intuición.
—Te he hecho una pregunta, perra —dijo él en un susurro. Se inclinó mucho sobre Nora y le hundió otra vez el arma en el costado. Dentro de la furgoneta había un ambiente húmedo. El sonido de la lluvia, que lo envolvía todo, se combinaba con la mala ventilación para crear una atmósfera de claustrofobia que resultaba casi insoportable—. ¿Cuál de las dos cosas es? —dijo él—. ¿Tienes herpes genital, sífilis, blenorragia, o cualquier otra podredumbre de la entrepierna, o estás preñada?
Pensando que su embarazo pudiera eximirla de la violencia que aquel individuo parecía capaz de ejercitar, dijo:
—Voy a tener un bebé. Estoy encinta de tres meses.
Algo ocurrió en sus ojos. Una transmutación. Como el movimiento en una sutil estructura caleidoscópica compuesta por esquirlas de vidrio, todas ellas de la misma tonalidad verdosa.
Nora intuyó que el haber reconocido su embarazo era lo peor que podía haber hecho, pero no sabía explicarse el porqué.
Recordó la pistola del 38 de la guantera. Sin embargo, le sería imposible abrirla, coger el arma y dispararla antes de que él apretara el gatillo de su revólver. No obstante, ella debería estar al acecho de cualquier oportunidad, un instante de descuido que le brindara la ocasión de empuñar el arma.
Súbitamente, el hombre se lanzó sobre ella, y Nora pensó otra vez que iba a violarla a plena luz del día, aprovechando las espesas cortinas de lluvia, pero así y todo con luz diurna. Entonces se dio cuenta de que el hombre intentaba cambiar de sitio con ella, apremiándola a tomar el volante mientras él pasaba al asiento del pasajero, manteniendo la boca del revólver contra su costado.
—Conduce —dijo.
—¿Adónde?
—De vuelta a tu casa.
—Pero…
—Cierra la boca y conduce.
Ahora, Nora ocupaba el lado opuesto de la guantera. Para alcanzarla tenía que hacerlo por delante de él. Y el sujeto no se descuidaría hasta ese punto.
Resuelta a mantener tensas las riendas de su pánico galopante, se encontró ahora con que debería sujetar también las riendas de su desesperación.
Puso en marcha la furgoneta, salió del aparcamiento y, ya en plena calle, torció hacia la derecha.
Las escobillas del parabrisas sonaban casi con tanta fuerza como su corazón. No sabía a ciencia cierta si lo que oía era el ruido opresivo de la lluvia fustigante o el rugido de su propia sangre en los oídos.
Ante su vista desfilaban las manzanas y en cada una Nora buscó con la mirada un policía, aunque no tuviera ni idea de lo que haría si viese alguno. Ni tuvo ocasión de planearlo porque no aparecieron policías por ninguna parte.
Cuando estuvieron fuera de Carmel, en la autopista del Pacífico, el impetuoso viento no sólo proyectaba lluvia contra el parabrisas, sino también agujas de ciprés y pino de los inmensos y viejos árboles que flanqueaban las calles. Cuando se distanciaron hacia el sur a lo largo de la costa y se dirigieron hacia zonas cada vez menos pobladas, no se veía ningún árbol bordeando la carretera, pero el viento que venía del océano zarandeaba con ímpetu la furgoneta. Nora lo notaba a cada momento en los tirones del volante. Y la lluvia, azotándoles directamente desde el mar, parecía tener fuerza suficiente como para mellar las partes metálicas de la carrocería.
Tras cinco minutos de silencio, Nora no pudo obedecer por más tiempo la orden de mantener la boca cerrada.
—¿Cómo nos ha encontrado?
—Llevaba más de un día vigilando tu casa —dijo él con esa voz fría, tranquila, que se acomodaba a su plácido rostro—. Cuando saliste esta mañana, te seguí, esperando que me dieras una oportunidad.
—No, quiero decir, ¿cómo averiguó usted en dónde vivíamos?
Él sonrió.
—Van Dyne.
—¡Ese canalla traidor!
—Circunstancias especiales —la aleccionó él—. El hombre importante de San Francisco me debía un favor, así que ejerció presión sobre Van Dyne.
—¿El hombre importante?
—Tetragna.
—¿Quién es?
—Tú no sabes nada de nada, ¿verdad? —dijo él—. Excepto cómo hacer hijos. De eso si entiendes mucho, ¿eh?
La nota tensa en su voz no era sólo una insinuación sexual: era más oscura, más extraña y horripilante que todo eso. Nora se asustó tanto de la tremenda tensión que notaba en él cada vez que abordaba el tema del sexo, que no se atrevió a replicar.
Encendió los faros cuando se encontraron con una ligera niebla. Se mantenía atenta a la carretera, bañada por la lluvia, contrayendo los ojos ante el empañado parabrisas.
—Eres muy bonita —dijo él—. Si pensara alguna vez en ligarme a alguien, tú serías la elegida.
Nora se mordió el labio.
—Pero, aun siendo tan bonita —prosiguió él—, apostaría cualquier cosa a que eres como las demás. Si yo me ligara a ti, todo se pudriría y desmoronaría porque estás tan enferma como las otras, ¿verdad? ¡Claro! Lo estás. Sexo significa muerte. Yo soy uno de los pocos que parecen saberlo, aunque existan pruebas por todas partes. Sexo significa muerte. Pero tú eres muy bonita…
Mientras Nora le escuchaba, sentía un nudo en la garganta, le costaba trabajo hacer una inspiración profunda.
De pronto, la tranquilidad del individuo desapareció. Hablaba deprisa, todavía con voz suave y calma inquietantes, considerando las locuras que decía, pero muy deprisa:
—Yo seré más importante que Tetragna, mucho más. He asimilado veintenas de vidas. He absorbido mucha más energía de la que puedas suponer, he experimentado el Momento, he sentido el Chasquido. Ése es mi don. Cuando Tetragna haya muerto y desaparecido, yo estaré presente. Cuando todo viviente actual haya muerto, yo estaré presente, porque soy inmortal.
Ella no sabía qué decir. Aquel sujeto había surgido de la nada, por una razón u otra conocía lo de Einstein, era un psicópata y no había nada que ella pudiera hacer. Nora estaba furiosa con la injusticia que todo aquello representaba, y se hallaba también muy asustada. Ellos habían hecho minuciosos preparativos para recibir al alienígena, habían tomado medidas muy elaboradas para eludir al Estado, pero ¿cómo podían haber estado preparados para esto? ¡No era justo!
En silencio de nuevo, él la miró fijamente durante un largo minuto, otra eternidad. Ella sentía sobre sí su glacial mirada verdosa con tanta autenticidad como había sentido su mano fría, acariciadora.
—No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? —dijo él.
—No.
El hombre decidió explicarse, quizá porque la encontrara bonita.
—Sólo se lo conté una vez a cierta persona, y él se burló de mí. Se llamaba Danny Slowicz, y trabajaba, como yo, para la Familia Carramma, de Nueva York, la mayor de las cinco Familias mafiosas. Poco trabajo de músculo, sólo matar de vez en cuando a gente que debía estar muerta.
Nora empezaba a sentirse enferma, porque aquel hombre no era sólo un asesino y un loco, sino, además, un asesino loco profesional.
Sin apercibirse de su reacción, volviendo la mirada desde la carretera, bañada en lluvia, al rostro de ella, él continuó así:
—Fíjate, nosotros dos, Danny y yo, estábamos cenando en aquel restaurante, acompañando unas almejas con «Valpolicella», y yo le explicaba que estaba destinado a disfrutar de una larga vida, dada mi capacidad para asimilar la energía vital de la gente que eliminaba. Le dije: «Escucha, Danny, las personas son como baterías, baterías andantes cargadas con esa misteriosa energía que llamamos vida. Cuando me deshago de alguien, su energía se transforma en “mí” energía, y yo adquiero más fuerza. Soy como un toro, Danny». Y añadí: «Mírame, ¿soy un toro o no? Tengo que serlo porque se me ha conferido el don de absorber la energía de cualquier otro tipo». ¿Y sabes qué me contestó Danny?
—¿Qué? —murmuró ella mareada.
—Bueno, a Danny le encantaba comer, de modo que siguió atendiendo a su plato, con la cara sobre la comida para rebañar unas cuantas almejas. Luego levantó la vista, con los labios y la barbilla goteando salsa de almeja, y dijo: «¿Sí? Oye, Vince, ¿dónde aprendiste ese truco? ¿Dónde aprendiste a absorber esa energía vital?». Y yo le dije: «Bueno, ése es mi don». Y él dijo: «¿Quieres decir, recibido de Dios?» Así que hube de meditar sobre eso, y por fin dije: «¿Quién sabe de dónde proviene? Es mi don, como lo es el bateo de Mande o la voz de Sinatra». Y Danny contestó: «Supón que te cargas a un tío que es electricista. Después de absorber su energía, ¿sabrías, repentinamente, como montar la instalación eléctrica de una casa?». Entonces no me di cuenta todavía de que me estaba tomando el pelo. Pensaba que era una pregunta seria y le expliqué que yo absorbo la energía vital, no la personalidad, no todas las materias que el tío conozca, sólo su energía. Y entones Danny va y dice: «Así que si te cepillaras a un bicho raro, ¿no tendrías el deseo repentino de arrancarle la cabeza a los pollos?». Fue entonces cuando comprendí que Danny me estaba tomando por borracho o por loco, así que me comí mis almejas y no dije nada más sobre mi don. Y ésa fue la última vez que se lo he dicho a alguien, hasta ahora que te lo cuento a ti.
Él mismo se había llamado Vince, así que Nora ya sabía su nombre. Pero no podía ver de qué le serviría saberlo.
El hombre había contado su historia, sin darse cuenta, aparentemente, del humor negro y demencial que entrañaba. Era como un individuo de una seriedad letal. A menos que Travis supiera cómo arreglárselas con él, aquel tipo no pensaba dejarles con vida.
—Así pues —dijo Vince—, yo no podía arriesgarme a que Danny fuera por ahí contando a todo el mundo lo que le había dicho, porque él lo exageraría, lo haría parecer cómico y la gente creería que yo estaba chaveta. Los grandes jefes no contratan a locos para sus golpes; ellos quieren tipos fríos, lógicos, equilibrados, que sepan hacer un trabajo limpio, pero Danny les haría pensar de forma muy distinta. Por eso aquella noche le rajé la garganta, lo llevé a aquella fábrica abandonada que yo conocía, lo corté en trozos, lo metí en una cuba y vertí un montón de ácido sulfúrico sobre él. Danny era el sobrino predilecto del «don», y no podía arriesgarme a que alguien encontrara su cuerpo y lo relacionara conmigo. Ahora tengo la energía de Danny dentro de mí junto con la de muchos otros.
La pistola seguía en la guantera.
El saber que aquel arma estaba en el compartimento, suponía una leve esperanza.
Mientras Nora visitaba al doctor Weingold, Travis batió y coció una doble hornada de pastelillos de chocolate con mantequilla de cacahuete. Cuando él vivía solo, había aprendido a cocinar, aunque jamás le agradara. Sin embargo, la presencia de Nora durante los últimos meses había contribuido a mejorar sus habilidades culinarias hasta tal extremo que ahora disfrutaba cocinando, sobre todo cosas al horno.
Einstein, que por lo general presenciaba toda la sesión de cocina esperando recibir un bocado selecto, le abandonó antes de que terminara de amasar la pasta. El perro parecía agitado, moviéndose por toda la casa, yendo de una ventana a otra para mirar con atención la lluvia.
Al cabo de un rato, Travis se puso nervioso con el comportamiento del perro y le preguntó si algo marchaba mal.
Einstein dio una respuesta en la alacena.
ME SIENTO UN POCO RARO.
—¿Enfermo? —inquirió Travis temiendo una recaída. El perdiguero se estaba recuperando a buen ritmo, pero así y todo necesitaba seguir recuperándose. Su sistema inmune no estaba en condiciones de afrontar un nuevo desafío.
ENFERMO NO.
—¿Entonces qué? ¿Sientes…, al alienígena?
NO. NO COMO ANTES.
—Pero ¿sientes algo?
DÍA MALO.
—Tal vez sea la lluvia.
TAL VEZ.
Aliviado, pero todavía nervioso, Travis volvió a la cocina.
La carretera era una cinta plateada bajo la lluvia.
A medida que avanzaban hacia el sur bordeando el litoral, la niebla diurna se iba espesando, así que Nora se vio obligada a marchar a setenta kilómetros por hora y a treinta en algunos trechos.
Se preguntaba si, aprovechando la niebla como una excusa para reducir la velocidad, podría abrir la puerta y lanzarse fuera de la furgoneta. No. Probablemente no. Tendría que aminorar la velocidad hasta ocho kilómetros por hora para no salir lastimada y tampoco su bebé, y la niebla no era lo bastante densa para justificar una reducción semejante de velocidad. Además, Vince la apuntaba con el revólver mientras hablaba, sin duda le dispararía por la espalda apenas se volviese para saltar afuera.
Los faros de la furgoneta y de los escasos vehículos con que se cruzaban se refractaban en la bruma. Halos luminosos y titilantes arcos iris surgían de las cambiantes cortinas de niebla, se dejaban ver por unos instantes y desaparecían.
Nora sopesó la posibilidad de lanzar la furgoneta por uno de los pocos barrancos en donde sabía que el declive era suave y la caída tolerable. Pero temía confundirse de lugar y saltar a uno de los abismos de sesenta metros para estrellarse contra los arrecifes de abajo. Aun cayendo en un lugar conveniente, el topetazo calculado y soportable podría dejarla inconsciente o provocar un aborto, y ella quería, a ser posible, salir viva de aquel trance y conservar la vida del hijito en su interior.
Una vez Vince comenzó a hablar, ya no pudo parar. Durante años y años él había escatimado sus grandes secretos, había ocultado al mundo sus sueños de poder e inmortalidad pero, evidentemente, el ansia de comentar su presunta grandeza no había decrecido jamás desde el fracaso con Danny Slowicz. Parecía como si hubiese almacenado todas las palabras que quisiera decir a la gente, como si las hubiese guardado en carretes y más carretes de cinta grabadora y ahora los estuviera pasando a gran velocidad, vomitando todas sus locuras, unas locuras que hacían enfermar de pavor a Nora.
Le explicó cómo había averiguado lo de Einstein, la matanza de los científicos investigadores encargados de diversos programas bajo la denominación de Proyecto Francis en «Banodyne». Asimismo, sabía lo del alienígena, pero eso no le atemorizaba. Estaba, según dijo, en el umbral de la inmortalidad, y su apropiación del perro era una de las últimas tareas que él tenía encomendadas para coronar la consecución de su destino. Él y el perro estaban predestinados, porque cada cual era único en el mundo, único dentro de su especie. Una vez Vince alcanzara su destino, dijo, nada ni nadie podría detenerle, ni siquiera el alienígena.
La mitad del tiempo Nora no entendió lo que el hombre estaba explicando. Ella suponía que si lo entendiera, estaría tan loca como obviamente lo estaba él.
Pero, aunque Nora no captase todo su significado, sí sabía lo que pensaba hacer con ella y Travis tan pronto como tuviera en su poder al perdiguero. Al principio, temió hablar sobre su suerte, como si al expresarlo con palabras pudiese hacerlo irrevocable. Sin embargo, cuando no les quedaban más de ocho kilómetros hasta el polvoriento camino donde desviaba de la carretera y conducía hacia la casa de madera blanqueada, se atrevió a decir:
—Usted no nos dejará marchar cuando se haga con el perro, ¿verdad?
Él la contempló absorto, acariciándola con la mirada:
—¿Tú qué crees, Nora?
—Creo que nos matará.
—Está claro.
Ella se sorprendió al comprobar que esa confirmación de sus temores no hacía aumentar su terror.
La arrogancia de esa respuesta tan sólo la enfureció, adormeció su temor al acrecentar su resolución de desbaratar esos planes.
Y entonces se apercibió de que era una mujer radicalmente distinta, no la Nora del mayo pasado que ahora habría quedado reducida a una serie de temores incontenibles ante el aplomo y la audacia de aquel hombre.
—Yo podría sacar este vehículo de la carretera y arriesgarme a sufrir las consecuencias de un accidente —dijo.
—Apenas hicieses girar el volante —dijo él—, te dispararía y luego intentaría recuperar el control.
—Quizá no pudiese hacerlo, quizá muriese usted conmigo.
—¿Yo? ¿Morir yo? Bueno, quizá. Pero no en nada parecido a un accidente de tráfico. No, no. Tengo demasiadas vidas dentro de mí para irme con esa facilidad. Además, no creo que lo intentes. En el fondo de tu corazón esperas que ese hombre tuyo se saque algún as de la manga para salvarte, y de paso a sí mismo y al perro. Te equivocas, claro está, pero no cesas de creer en él. No hará nada porque tendrá miedo de que salgas malparada. Yo entraré allí con el arma sobre tu vientre, y eso le paralizará el tiempo suficiente para que me sea posible volarle los sesos. Ésa es la razón de que haya sacado sólo el revólver. Es todo cuanto necesito. Su preocupación por ti, su temor a causarte daño significará su muerte.
Nora pensó que era muy importante no dejar traslucir su furor. Debería parecer horrorizada, débil, totalmente insegura de sí misma. Si él la subestimaba, podría cometer un desliz y procurarle una pequeña ventaja.
Apartando la mirada por un segundo del lluvioso pavimento, descubrió que él no la contemplaba con aire divertido o furor psicopático, como hubiera sido de esperar, ni con su notoria placidez bovina, sino como algo que se asemejaba mucho al afecto o, quizás, a la gratitud.
—Durante muchos años he soñado matar a una mujer preñada —dijo él, como si esa meta no fuese menos codiciable y meritoria que el querer erigir un imperio mercantil o alimentar a los hambrientos o cuidar de los enfermos—. Nunca se me ha presentado una situación donde el riesgo de matar a una mujer preñada fuese lo bastante moderado para tener justificación. Pero en esa casa tuya tan aislada, las condiciones serán idóneas una vez me haya desembarazado de Cornell.
—¡No, por favor! —suplicó ella fingiendo desmadejamiento, aunque no tuviera que disimular el temor nervioso de su voz.
Hablando todavía con gran serenidad, pero dejando entrever una pizca de emoción, él dijo:
—Tendré, por supuesto, tu energía vital, todavía joven y rica, pero, apenas mueras, recibiré también la energía del niño. Y ésa será perfectamente pura, sin usar, una vida no mancillada aún por los muchos contaminantes de este mundo enfermo y degenerado. Eres mi primera mujer preñada, Nora, y siempre te recordaré.
Unas lágrimas relucieron en las comisuras de sus ojos, lo cual no era tampoco una buena representación teatral. Aunque Nora creyera que Travis idearía alguna forma de embaucar a este sujeto, temía que en el lío subsiguiente muriese ella o Einstein. Y no podía imaginarse cómo sobrellevaría Travis el intento frustrado de salvarles.
—No desesperes, Nora —dijo Vince—. Ni tú ni tu bebé dejaréis de existir en una forma absoluta. Los dos formaréis parte de mí, y viviréis en mi interior para siempre.
Travis sacó del horno la primera bandeja de pastelillos y la puso a enfriar en una estantería.
Einstein llegó husmeando y Travis le dijo:
—Están todavía demasiado calientes.
El perro volvió a la sala y continuó mirando la lluvia por la ventana delantera.
Poco antes de que Nora se desviase de la carretera costera, Vince se deslizó hasta quedar por debajo del nivel de la ventanilla. Seguía apretándole el arma contra el costado.
—No cometas el menor error, porque volaré al bebé en tu mismo vientre.
Ella le creyó.
Entrando en el camino polvoriento, ahora fangoso y resbaladizo, Nora ascendió el cerro hacia la casa. Los árboles que lo flanqueaban lo resguardaban contra los primeros embates de la lluvia, pero almacenaban el agua en su follaje y la enviaban a tierra como gruesos goterones o regueros.
Vio a Einstein en la ventana delantera y pensó hacer alguna señal equivalente a «socorro» que el perro entendiera sin dilación. Pero no se le ocurrió nada.
Levantando la vista, Vince dijo:
—No te dirijas hacia el granero. Deténte ante la casa.
Su plan era obvio. La esquina del edificio en donde estaba la escalera del sótano no tenía ventanas. Ni Travis ni Einstein podrían ver al hombre salir de la furgoneta con ella. Vince la arrastraría alrededor de la esquina hacia el porche trasero e irrumpiría en la casa antes de que Travis sospechara de la anomalía.
Tal vez los sentidos caninos de Einstein detectaran el peligro. Pero el perro había estado tan enfermo…
Einstein se paseaba muy agitado por la cocina.
—¿Es la furgoneta de Nora? —preguntó Travis.
SÍ.
El perdiguero corrió hacia la puerta trasera y la impaciencia le hizo danzar, luego se quedó inmóvil y ladeó la cabeza.
El golpe de suerte le llegó a Nora cuando menos se lo esperaba.
Cuando ella aparcó ante la casa, echó el freno de mano y apagó el motor, Vince la aferró y arrastró por su lado de la furgoneta, porque éste era el que quedaba a espaldas de la casa y el más difícil de ver desde las ventanas de la fachada. Al apearse de la furgoneta y arrastrarla consigo de la mano, el hombre miró alrededor para asegurarse de que Travis no estaba en las proximidades; entonces se distrajo un poco y no pudo mantener el revólver tan cerca de Nora como antes. Cuando ella se deslizaba por el asiento y pasaba ante la guantera, la abrió rápidamente y cogió la pistola del 38. Vince debió de haber oído o intuido algo, porque se volvió raudo hacia ella, pero lo hizo demasiado tarde. Ella le hundió la 38 en el vientre y antes de que el hombre pudiera levantar su arma, apretó tres veces seguidas el gatillo.
Con un gesto de consternación, Vince se desplomó contra la casa, que estaba sólo a tres pasos de él.
A ella le dejó estupefacta su propia sangre fría. Insensatamente se dijo que no había nada tan peligroso como una madre protegiendo a sus hijos, aunque uno de ellos todavía no hubiera nacido, y el otro fuera un perro. Le disparó una vez más, a bulto, en el pecho.
Vince se fue de bruces, pesadamente, sobre la tierra mojada.
Nora huyó de él corriendo. En la esquina de la casa, casi se dio de frente con Travis, que, habiendo saltado por la barandilla del porche, cayó agazapado ante ella empuñando la carabina «Uzi».
—¡Lo he matado! —gritó ella, percibiendo el histerismo en su propia voz, pugnando por dominarse—. Le he disparado cuatro veces. Lo he matado, Dios mío.
Travis, se enderezó y la miró atónito. Nora le echó los brazos al cuello y apretó la cara contra su pecho. Mientras la lluvia heladora les azotaba, ella sintió el calor de su cuerpo.
—¿A quién…? —empezó a decir Travis.
Detrás de Nora, Vince lanzó un grito ahogado, estridente y, rodando sobre la espalda, disparó contra ellos. La bala alcanzó a Travis en la parte superior del hombro y le hizo caer hacia atrás. Si su trayectoria se hubiese desviado dos centímetros a la derecha, habría hecho añicos la cabeza de Nora.
Ella casi se cae de cabeza porque estaba agarrada a Travis y había perdido momentáneamente el equilibrio. No obstante, se soltó con la suficiente rapidez para echarse a la izquierda y escapar a la línea de fuego, poniéndose delante del vehículo. Sólo pudo echar una ojeada a Vince, quien estaba empuñando el revólver con una mano y apretándose el estómago con la otra mientras intentaba levantarse.
Con esa visión antes de acurrucarse delante de la camioneta, ella no creyó haber visto el menor rastro de sangre en el hombre. Justamente cuando Nora se ponía a cubierto detrás de la furgoneta, Travis se incorporó hasta quedar sentado en el lodo. Él sí que tenía sangre, se extendía desde el hombro por el pecho, empapando su camisa. Enarbolaba todavía la «Uzi» con la mano derecha, a pesar de la herida del hombro. Cuando Vince hizo un segundo disparo a la desesperada, Travis le envió una ráfaga con la «Uzi». Su posición no era mejor que la de Vince; el reguero de balas se estrelló contra la casa o rebotó en el costado del vehículo; fuego desordenado.
Travis soltó el gatillo.
—Mierda —masculló, mientras pugnaba por ponerse en pie.
—¿Le has dado? —preguntó Nora.
—Se ha escabullido por la esquina —dijo Travis, yendo hacia allí.
Vince se figuraba que se estaba aproximando a la inmortalidad. Se hallaba casi allí, si no había llegado ya. Necesitaba, a lo sumo, unas pocas vidas más, y su única preocupación era que alguien le borrara del mapa cuando estaba tan cerca de su destino. Por lo tanto, había tomado algunas precauciones. Una de ellas era el último modelo y el más costoso de chaleco antibalas «Kevlar». Se lo había puesto debajo del suéter y era lo que había detenido las cuatro balas que esa perra intentara meterle en el cuerpo. Los proyectiles se habían estrellado contra el chaleco sin causar ni gota de sangre, pero ¡Dios, cuánto dolía! El impacto le había proyectado contra la pared de la casa, cortándole el aliento. Ahora se sentía como si le hubiesen colocado sobre un yunque gigantesco y alguien le estuviera sacudiendo martillazos en el vientre.
Doblándose de dolor, marchó renqueante hacia la fachada principal del edificio para alejarse lo más posible de la maldita «Uzi»; estaba seguro de que le dispararían por la espalda de un momento a otro. Pero consiguió doblar la esquina y subir los escalones del porche escondiéndose de la mirada de Cornell.
Vince se regodeó de haber herido a Cornell, aunque supiera que la herida no era mortal. Y habiendo perdido el factor sorpresa, se vio ante una batalla en toda regla. ¡Diablos, la mujer parecía casi tan formidable como el propio Cornell! ¡Una amazona medio loca!
Él hubiera jurado que aquella mujer tímida tenía algo de ratonil, que llevaba el sometimiento en la sangre. Era obvio que se había equivocado al juzgarla, y ello le encorajinaba. Vince Nasco no estaba habituado a cometer semejantes errores; los errores eran para hombres de menor talla, no para el hijo del destino.
Escurriéndose por el porche delantero, seguro de que Cornell le seguía de cerca, Vince decidió pasar adentro en vez de encaminarse hacia el bosque. Ellos esperarían verle correr a refugiarse entre los árboles para reorganizar su estrategia. Sin embargo, él se adentraría en la casa y buscaría una posición desde la que pudiera dominar ambas puertas, la principal y la trasera. Tal vez le fuera posible todavía cogerles por sorpresa.
Cuando desfilaba ante una ventana grande camino de la puerta principal, algo hizo explotar el cristal.
Vince dio un grito de sorpresa y disparó su revólver, pero la bala se perdió en el techo del porche, y el perro ¡Dios, era eso, un perro!, le golpeó con violencia. El arma se le escapó de la mano, y él cayó hacia atrás. El perro se le echó encima, las garras le rasgaron la ropa, los colmillos se hundieron en su hombro. Luego la barandilla del porche cedió, y los dos cayeron rodando en el patio delantero bajo la lluvia.
Dando alaridos, Vince golpeó al perro con ambos puños hasta hacerle chillar y soltar su presa. Pero luego éste se fue derecho a por su garganta, y cuando se disponía a desgarrarle la tráquea, él consiguió asestarle un violento revés que lo dejó fuera de combate.
Aunque el estómago le ardiera. Vince logró encaramarse otra vez al porche para buscar su revólver…, pero en su lugar se encontró a Cornell. Con el hombro sangrando y plantado en el porche, Travis miraba cómo se arrastraba el otro.
Vince tuvo un arrebato de confianza. Entonces supo que había estado en lo cierto todo el tiempo, comprendió que él era invencible, inmortal, porque podía mirar sin pestañear la boca de la «Uzi», sin el menor miedo. Así pues, dijo sonriente a Cornell:
—¡Mírame, mírame bien! Yo soy la peor de tus pesadillas.
—No lo eres ni de cerca siquiera —dijo Cornell. Y abrió fuego.
En la cocina, Travis se sentó en una silla, con Einstein a su lado, para que Nora le vendase la herida. Mientras trabajaba, ella le contó todo cuanto sabía sobre el hombre que se adueñara de la furgoneta.
—¡Un tipo de cuidado, maldita sea! —exclamó Travis—. No hubiéramos podido imaginar de ninguna forma que él estuviera allí. —Espero que él sea el único tipo de cuidado.
La bala le había traspasado dejando un orificio de salida de aspecto muy feo y le causaba un dolor considerable, pero él de momento podía moverse. Más tarde, debería solicitar asistencia médica, quizá de Jim Keene, para evitar las preguntas que se empeñaría en hacerle cualquier otro médico. Por lo pronto, tan sólo le preocupaba que la venda estuviese bien ajustada, para tener libertad de movimientos y poder encargarse del cadáver.
Einstein también estaba maltrecho. Por suerte, no se había cortado al reventar el cristal de la ventana. Tampoco parecía tener huesos rotos, pero había recibido varios golpes muy duros. Decididamente, no estaba en su mejor forma y su apariencia era de lo peor: embarrado, empapado hasta los huesos y dolorido. También él tendría que ver a Jim Keene.
Fuera, la lluvia caía con más fuerza que nunca, martilleando el tejado, corriendo estruendosa por canalones y desagües. Asimismo, entraba sesgada por el porche delantero y a través de la maltrecha ventana, pero ellos no tenían tiempo para ocuparse de inundaciones menores.
—Agradezcamos la lluvia de Dios —dijo Travis—. Con este estrépito, nadie habrá oído el tiroteo.
—¿En dónde sepultaremos el cuerpo? —inquirió Nora.
—Estoy pensando. —Y le resultaba difícil pensar con lucidez porque el palpitar del hombro le alcanzaba hasta la cabeza.
Ella dijo:
—Podríamos enterrarlo aquí, en el bosque…
—No. Así recordaríamos siempre su tumba. Estaríamos siempre preocupados de que los animales silvestres desenterraran el cuerpo, o los excursionistas dieran con él. Mejor será…, bueno, hay lugares a lo largo de la carretera costera en donde podemos detenernos y esperar hasta el momento oportuno para sacarlo de la furgoneta y arrojarlo por el precipicio. Si elegimos un sitio donde el mar cubra la base del despeñadero, la resaca se encargará de arrastrarlo antes de que alguien se aperciba de su presencia allí abajo.
Cuando Nora terminaba el vendaje, Einstein se levantó de repente y lanzó un gemido. Olfateó el aire. Luego fue a la puerta y estuvo allí plantado durante un momento mirando afuera, y por fin se perdió en la sala.
—Mucho me temo que esté más dañado de lo que parece —dijo Nora, mientras aplicaba una tira final de esparadrapo.
—Quizá —dijo Travis—. Pero tal vez no. Se ha comportado de forma muy peculiar durante todo el día, especialmente desde que te marchaste esta mañana. Me dijo que barruntaba un día malo.
—Y acertó —dijo ella.
Einstein regresó a todo correr de la sala y se fue derecho hacia la alacena, en donde encendió las luces y golpeó los pedales para soltar las fichas.
—Tal vez se le haya ocurrido algo para desembarazarse del cuerpo —observó Nora.
Mientras Nora recogía el yodo sobrante, alcohol, gasas y esparadrapo, Travis se puso a duras penas la camisa y marchó hacia la alacena para ver lo que quería decir Einstein.
EL ALIENÍGENA ESTÁ AQUÍ.
Travis introdujo un cargador nuevo en la culata de la carabina «Uzi», se echó otro al bolsillo y dio a Nora una de las pistolas «Uzi» que guardaba en la alacena.
A juzgar por el apremio aparente de Einstein, no tenían tiempo de revisar la casa para cerrar herméticamente las contraventanas.
El ingenioso esquema para gasear al alienígena dentro del granero se había concebido en función de una hipótesis: a saber, que el intruso se aproximara y explorara el terreno de noche. Ahora, que había llegado de día y reconocido los alrededores mientras ellos estaban ocupados con Vince, el plan previsto resultaba inútil.
Ambos permanecieron inmóviles, en la cocina, aguzando el oído, pero no oyeron nada salvo el incesante rugido de la lluvia.
Einstein no pudo darles datos más precisos para la localización de su adversario. Su sexto sentido no trabajaba todavía al nivel de los demás. Podían darse por satisfechos de que al menos hubiera percibido la presencia de la bestia. Era obvio que la ansiedad demostrada por el animal durante toda la mañana, no había estado relacionada con ningún presentimiento sobre el hombre que llegaba a casa con Nora, sino que había sido causada por la aproximación del alienígena.
—Vamos arriba —dijo Travis—. Deprisa.
Allí abajo, la criatura podría entrar por puertas y ventanas, pero en el segundo piso ellos tendrían que preocuparse sólo de las ventanas. Y tal vez tuviesen tiempo de cerrar a macha martillo algunas contraventanas.
Nora subió las escaleras con Einstein. Travis cerró la marcha andando hacia atrás, manteniendo la «Uzi» apuntada hacia el piso de abajo. El ascenso le mareó. Se dio perfecta cuenta de que el dolor y la debilidad en el hombro herido se estaban extendiendo a todo el cuerpo como una mancha de tinta en un secante.
Llegados al segundo piso, él se plantó sobre el último escalón y dijo:
—Sí le oímos llegar, podremos retroceder y ocultarnos hasta que él empiece a subir hacia nosotros, entonces nos dejaremos ver y lo abatiremos por sorpresa.
Ella asintió.
Desde ese instante, tuvieron que guardar silencio, darle la oportunidad de entrar en el piso bajo, concederle tiempo para preguntarse si sus presuntas víctimas estarían en la segunda planta, dejarle que se confiara y abordase las escaleras con una sensación de seguridad.
El centelleo de un relámpago, el primero de aquella tormenta, encendió la ventana al fondo del vestíbulo y acto seguido resonó el trueno. Aquel estallido parecía haber desgarrado el firmamento, porque toda la lluvia almacenada en los cielos se desplomó sobre la tierra.
Al final del pasillo, uno de los lienzos de Nora salió disparado del estudio para estrellarse contra la pared.
Nora dejó escapar un grito de sorpresa, y durante unos instantes los tres contemplaron con mirada estúpida la pintura, caída en el suelo del pasillo, pensando casi que su vuelo espectral había estado relacionado con el gran estallido del trueno y el relámpago.
Una segunda pintura salió disparada del estudio y golpeó, igualmente, la pared. Travis vio que ésta estaba hecha jirones. El alienígena estaba ya dentro de la casa.
Ellos se encontraban en un extremo del corto pasillo. El dormitorio principal y el futuro cuarto del niño quedaban a su izquierda, el baño y el estudio de Nora a su derecha. Así pues, la cosa estaba dos puertas más allá, en el estudio de Nora, haciendo añicos sus cuadros.
Otro lienzo salió volando al pasillo.
Empapado de lluvia y enfangado, molido y todavía debilitado de su lucha con el moquillo, Einstein lanzó algunos ladridos malévolos para advertir al alienígena.
Empuñando la «Uzi». Travis avanzó un paso por el vestíbulo. Nora le sujetó el brazo.
—No lo hagamos. Vámonos fuera.
—No. Hemos de afrontarlo.
—Sí, pero imponiendo nuestras condiciones —dijo ella.
—Estas condiciones son las mejores que tendremos.
Otras dos pinturas salieron disparadas del estudio y cayeron sobre la pila creciente de lienzos deshechos.
Einstein pasó de los ladridos a los gruñidos desde lo más profundo de su garganta.
Juntos, avanzaron por el pasillo hacia la puerta abierta del estudio. La experiencia y el adiestramiento le decían a Travis que deberían disgregarse en vez de permanecer agrupados ofreciendo un solo blanco. Pero esto no era la Fuerza Delta, y su enemigo no era un simple terrorista. Si se separaban, perderían parte del coraje que les animaba a enfrentarse con la cosa. Justamente, ese apiñamiento les infundía valor.
Cuando estaban a mitad de camino del estudio, el alienígena soltó un alarido. Fue un sonido glacial que pareció traspasar a Travis y helarle hasta la médula. Él y Nora se detuvieron, pero Einstein dio dos pasos más antes de detenerse.
El perro temblaba violentamente.
Travis se dio cuenta de que él también se estremecía, y que los temblores acentuaban el dolor en el hombro.
Haciendo de tripas corazón, se abalanzó hacia la puerta abierta y regó de balas el estudio mientras pisoteaba lienzos destrozados. El retroceso del arma, aun siendo mínimo, fue cual un escoplo clavándose en su herida.
No hizo ningún blanco ni vio el menor rastro del enemigo ni oyó grito alguno.
El suelo estaba cubierto con una docena de pinturas destrozadas y cristales de la ventana rota por la que había entrado la bestia después de encaramarse al techo del porche.
Travis se mantuvo a la expectativa, con las piernas abiertas y empuñando el arma con ambas manos. El sudor le hizo parpadear. Intentó hacer caso omiso del dolor lacerante del hombro derecho. Había que esperar.
El alienígena estaría a la izquierda de la puerta o detrás de ella, agazapado, dispuesto a saltar. Si él le diese el suficiente tiempo, tal vez se cansara de esperar y le atacase. Entonces, él podría abatirlo en el umbral.
«No, éste es tan inteligente como Einstein —se dijo—. ¿Acaso el perro sería tan estúpido como para atacarme en una puerta estrecha? No, no. Él hará algo más inteligente e inesperado».
El cielo explotó con otro trueno tan poderoso que hizo vibrar las ventanas y sacudió la casa. Los relámpagos en cadena asaetearon el cielo.
¡Vamos, bastardo, déjate ver!
Travis miró a Nora y a Einstein, que estaban unos pasos más atrás, con el dormitorio principal a un lado, el cuarto de baño al otro y las escaleras a la espalda.
Echó otra mirada por la puerta a los cristales de la ventana que estaban entre los escombros del suelo. Repentinamente, tuvo la certeza de que el alienígena no estaba ya en el estudio, de que se había escapado por la ventana, saltando al techo del porche delantero y de que venía a por ellos desde otra parte de la casa, por otro lado, quizá saliendo de algún dormitorio o del baño…, o tal vez apareciera gritando ante ellos desde lo alto de la escalera.
Hizo una seña a Nora pidiéndole que acudiera a su lado.
—Cúbreme.
Antes de que ella pudiera objetar, se coló por la puerta en el estudio y avanzó agazapado. Casi cayó entre los desperdicios, pero mantuvo el equilibrio y giró sobre sí mismo dispuesto a abrir fuego si la cosa se cerniera sobre él.
Se había ido.
La puerta del armario estaba abierta. No había nada allí dentro.
Se acercó a la ventana rota y atisbó cauteloso el techo del porche bañado de lluvia. Nada.
El viento silbaba entre los peligrosos fragmentos de cristal que quedaban todavía en la ventana rota.
Travis retrocedió hacia las escaleras del vestíbulo. Vio a Nora allí, mirándole asustada pero aferrando con coraje su «Uzi». Detrás de ella se abrió la puerta de la habitación destinada al niño y allí apareció la bestia, con relucientes ojos amarillos. Sus monstruosas quijadas crujieron al abrirse, repletas de dientes más afilados que los temibles vidrios del marco de la ventana.
Ella se apercibió y empezó a girar, pero la aparición la golpeó sin darle tiempo a hacer uso del arma. Le arrancó la «Uzi» de la mano.
Sin embargo, no pudo emplear sus garras con filo de navaja para destriparla, pues justamente cuando le arrebataba la pistola, Einstein cargó contra la bestia gruñendo y con los colmillos al aire. Con agilidad felina, el alienígena trasladó su atención de Nora al perro. Manoteó sobre éste, con brazos largos y ondulantes como si tuvieran más de un codo, y por fin logró apresar a Einstein entre sus dos horrendas manos.
Al cruzar el estudio hacia la puerta del pasillo, Travis no pudo disparar contra el alienígena porque Nora estaba entre él y aquella cosa aborrecible. Cuando alcanzó la puerta, le gritó para que se echara al suelo y le dejara el campo libre, y ella lo hizo de inmediato, pero ya era demasiado tarde. El alienígena se metió con Einstein en la futura habitación del niño y cerró de un portazo, como si aquello fuese una caja de sorpresas en la que apareciera y desapareciera un maligno polichinela con su presa.
Einstein aulló y Nora se precipitó contra la puerta del cuarto.
—¡No! —gritó Travis apartándola a un lado.
Acto seguido apuntó la carabina automática a la puerta cerrada y vació el resto del cargador contra ella, haciendo por lo menos treinta agujeros en la madera y gritando entre dientes porque el dolor del hombro era inaguantable. Corría el riesgo de alcanzar a Einstein, pero el perdiguero afrontaría un peligro mucho mayor si él no disparaba. Cuando el arma cesó de escupir balas, Travis extrajo rápido el cargador vacío, se sacó el lleno del bolsillo y lo introdujo en la carabina. Luego abrió la puerta de una patada y entró en el cuarto.
La ventana estaba abierta y el viento hacía volar las cortinas. El alienígena había desaparecido.
Einstein estaba en el suelo, contra la pared, cubierto de sangre e inmóvil.
Travis descubrió en la ventana goterones de sangre que seguían por el techo del porche. La lluvia borró aprisa el sangriento rastro.
Con el rabillo del ojo atisbó un movimiento que le hizo mirar hacia el granero. Y, efectivamente, el alienígena, se escurrió por la enorme puerta.
Agachándose sobre el perro, Nora exclamó:
—¡Dios mío, Travis, Dios mío! ¡Morir así después de todo lo que ha soportado!
—Voy a por ese bastardo hijo de perra —gruñó con ferocidad Travis—. Está en el granero.
Nora se dirigió también hacia la puerta, pero él le dijo:
—¡No! Telefonea a Jim Keene y quédate con Einstein. ¡Quédate con Einstein!
—Pero tú eres quien me necesita. No puedes conseguirlo solo.
—Einstein te necesita más.
—Einstein está muerto —murmuró ella entre lágrimas.
—¡No digas eso! —le gritó Travis. Comprendía que estaba comportándose de una forma irracional, como si Einstein no pudiera estar muerto mientras ellos no lo dijesen así, pero no podían dominarse—. No digas que está muerto. Quédate con él, maldita sea. Yo he conseguido herir a ese jodido fugitivo de pesadilla, creo que está malherido, y puedo rematarlo sin ayuda. Tú telefonea a Jim Keene y quédate con Einstein.
También temía que con tanta actividad Nora provocara el aborto si es que no lo había hecho ya, y entonces no sólo habrían perdido a Einstein, sino también al bebé.
Dicho esto abandonó a la carrera el aposento.
«No estás en condiciones de ir a ese granero —se dijo—. ¿Por qué decir a Nora que solicite la ayuda del veterinario para un perro muerto, y por qué decirle que se quede con él cuando en realidad le habría venido muy bien a su lado…? Es mala cosa dejar que te dominen la furia y la sed de venganza. Mala cosa».
Pero no podía detenerse. A lo largo de su vida había perdido a todas las personas que quería y, exceptuando sus años en la Fuerza Delta, no había tenido nunca a quién golpear porque uno no puede vengarse del destino. Incluso en la Delta, el enemigo —esa masa anónima de maníacos y fanáticos que constituían el «terrorismo internacional»— había sido tan poco conocido que la venganza aportaba escasas satisfacciones. Pero aquí había un enemigo de malignidad sin igual, un enemigo merecedor de tal nombre, y él le haría pagar por lo que le había hecho a Einstein.
Travis corrió por el pasillo, bajó las escaleras de tres en tres; le acometió una oleada de vértigo y náuseas y casi cayó. Se asió a la barandilla para recobrar el equilibrio, pero al hacerlo con el brazo dañado, sintió un dolor lacerante en el hombro herido. Sin reflexionar soltó la barandilla, perdió el equilibrio y rodó por el último tramo golpeando con fuerza el suelo.
Estaba peor de lo que había pensado.
Aferrando la «Uzi» se puso de pie, marchó tambaleante por la puerta trasera del porche y, escalones abajo, hasta el patio. La lluvia fría le despejó la abotargada cabeza y, por un momento, se quedó plantado sobre el césped, dejando que la tormenta acabara de quitarle el mareo.
Por su mente pasó fugaz la imagen de Einstein, un cuerpo roto, ensangrentado. Evocó los divertidos mensajes que no aparecerían nunca más sobre el suelo de la alacena, y pensó que las Navidades por venir serían sin un Einstein recorriendo la casa con su gorro de Santa Claus, y pensó en el amor que jamás volvería a ser dado y recibido, y pensó en los portentosos cachorros que jamás nacerían…, y el peso de tanta evocación fue tan oneroso que casi le aplastó contra el suelo.
Aprovechó esa pesadumbre para agudizar su irritación, afiló su furor para darle un filo de navaja.
Luego marchó hacia el granero.
El recinto era un hervidero de sombras. Se mantuvo inmóvil ante la puerta abierta, dejando que la lluvia le fustigara cabeza y espalda, escrutando el interior del granero, las sucesivas capas penumbrosas, esperando detectar los ojos amarillos.
Nada.
El furor le hizo temerario, cruzó la puerta y se movió de lado hasta el interruptor de la pared norte. Pero ni con las luces encendidas pudo descubrir al alienígena.
Apretando los dientes para sobreponerse al vértigo, atravesó el espacio vacío en donde debería estar la furgoneta, y caminó muy despacio por el costado del «Toyota».
¡El pajar!
Si diera dos o tres pasos más, se quedaría justamente debajo del pajar. Y si la cosa estuviera allá arriba, podría saltar sobre él…
Tal especulación resultó ser errónea, porque el alienígena apareció al fondo del granero, acurrucado en el suelo de cemento, más allá del «Toyota», gimiendo y abrazándose con sus poderosos e interminables brazos. A su alrededor, el suelo estaba teñido en sangre.
Travis se mantuvo quieto junto al coche durante casi un minuto, a unos cinco metros de la criatura, examinándola con repugnancia y miedo, horror y extraña fascinación. Creía estar contemplando la estructura física de un mono, quizá un babuino…, en cualquier caso un espécimen de la familia de los simios. Sin embargo, ni pertenecía a una especie concreta ni representaba una combinación de diversas partes de muchos animales distintos. Era único en su género. Con su desmesurada cabeza, hecha a bultos, sus inmensos ojos amarillos y quijada de pala mecánica, con sus largos dientes corvos, dorso corcovado y brazos desmedidamente largos, constituía una individualidad horripilante.
Y le miró como si esperase algo.
Travis avanzó dos pasos y enarboló el arma.
La cosa alzó su enorme cabeza, movió laboriosamente las quijadas y emitió un sonido ronco, una palabra borrosa, pero así y todo inteligible, que él pudo entender a pesar de la estrepitosa tormenta:
—¡Daño!
El horror de Travis superó su sorpresa. Aquella criatura no había sido concebida para hablar y, no obstante, su inteligencia le había permitido aprender el lenguaje y satisfacer así su deseo de comunicación. Sin duda, durante los meses en que persiguiera a Einstein ese deseo se había acrecentado hasta el punto de inducirle a superar, en cierta medida, sus limitaciones físicas. La criatura había estudiado el lenguaje, hallando algún procedimiento para articular a duras penas algunas palabras desfiguradas con su fibrosa cavidad oral y su boca deforme. A Travis no le horrorizó la visión de un demonio parlante, sino el pensar con cuánta desesperación habría deseado aquella cosa poderse comunicar con alguien, quienquiera que fuese. Él no quería apiadarse, no se atrevía a hacerlo porque no deseaba tener remordimientos cuando le borrase de la faz de la Tierra.
—Llegué lejos. Ahora acabado. —La criatura habló con tremendo esfuerzo, como si arrancase cada sílaba de su garganta.
Aquellos ojos eran demasiado insólitos para inspirar solidaridad, y cada miembro era, sin confusión posible, una herramienta del asesinato.
Desplegando un largo brazo, la criatura cogió algo que había en el suelo, junto a ella, pero que Travis no había advertido hasta entonces: era una cinta de Mickey Mouse, una de las que Einstein había recibido como regalo navideño.
El famoso ratón aparecía en el estuche con su equipo de siempre, esbozando la familiar sonrisa, agitando la mano.
—Mickey —dijo el alienígena. Y su voz, por muy espantoso e incomprensible que pareciera, dejó entrever un sentimiento terrible de rendición y soledad—. Mickey.
Luego dejó caer la cinta para abrazarse de nuevo y balancearse con gesto de agonía.
Travis dio otro paso adelante.
El rostro aborrecible del monstruo se le antojó tan repulsivo que casi tenía algo de exquisito. En su fealdad única, ejercía una atracción esotérica, extraña.
Cuando el trueno restalló esta vez, las luces del granero se velaron y parecieron querer extinguirse.
Alzando otra vez la cabeza, el engendro habló con la misma voz rasposa, pero matizada ahora de contento demencial:
—Matar perro, matar perro, matar perro. —Remató sus palabras con un sonido que podría haber sido una carcajada.
Travis estuvo a punto de acribillarle, pero antes de que apretara el gatillo, la risa del alienígena dio paso a lo que semejó un sollozo.
Él contemplaba hipnotizado.
Clavando sus ojos de linterna en Travis, la bestia dijo de nuevo.
—Matar perro, matar perro, matar perro. —Pero esta vez parecía transida de dolor, como si hubiese captado la magnitud del crimen que su constitución genética le impulsara a cometer.
A continuación, miró el estuche en donde estaba representado Mickey Mouse.
Por último, dijo suplicante:
—Matar a mí.
Travis no sabría decir si fue el furor o la compasión lo que le indujo a apretar el gatillo y vaciar todo el cargador de la «Uzi» en el alienígena. Lo que el hombre empezara, el hombre lo finalizó.
Cuando hubo terminado, se sintió vacío.
Dejó caer la carabina y caminó fuera. Le fue imposible acumular la energía necesaria para volver a casa. Se sentó en el césped bañado por la lluvia, y lloró.
Estaba llorando todavía cuando Jim Keene apareció por el embarrado camino, procedente de la carretera costera.