Capítulo I

En su trigésimo sexto cumpleaños, el 18 de mayo, Travis Cornell se levantó a las cinco de la mañana. Se puso sus recias botas de montañero, unos vaqueros y una camisa azul de tartán de manga larga. Desde su casa de Santa Bárbara condujo la furgoneta hasta el rústico Santiago Canyon, en el confín oriental del condado de Orange, al sur de Los Angeles. Tan sólo llevaba consigo un paquete de galletas «Oreo», una cantimplora grande repleta de «Kool-Aid», sabor naranja, y un «Smith & Wesson» calibre 38, «Chief’s Special», con cargador completo.

Durante el recorrido de dos horas y media Cornell no encendió ni una vez la radio. Tampoco tarareó ni silbó ni cantó para sí, como suelen hacer los hombres cuando están solos. A lo largo de un buen trecho, el Pacífico quedó a su derecha. La mar matutina mostraba una faz sombría, oscura hacia el horizonte, tan dura y fría como la pizarra; pero junto a la playa, el resplandor matinal la teñía con los brillantes colores de los centavos y los pétalos de rosa. Travis no dedicó ni una mirada a las lentejuelas que el sol cosía en el agua.

Era un hombre delgado y fibroso, con los ojos hundidos y del mismo color castaño oscuro que su pelo. Tenía un rostro enjuto; de aristocrática nariz y barbilla algo puntiaguda, y un semblante ascético, propio de un monje de cualquier orden sacerdotal que creyera todavía en la flagelación, en la purificación del alma mediante el sufrimiento. Bien sabía Dios que él ya había tenido su ración de sufrimiento. Su sonrisa había cautivado a las mujeres, aunque no en fechas recientes. Hacía mucho tiempo que no sonreía.

Las galletas, la cantimplora y el revólver estaban en una pequeña mochila de nailon verde con tirantes negros también de nailon que se hallaba sobre el asiento contiguo. De vez en cuando, le echaba una mirada, y daba la impresión de que veía a través del tejido el «Chief’s Special» cargado.

Desde la carretera de Santiago Canyon, en el condado de Orange, Cornell tomó una vía bastante más estrecha y luego un camino polvoriento devorador de neumáticos. Pocos minutos después de las ocho y media aparcó la furgoneta roja en un apartadero, bajo las erizadas e inmensas ramas de una pícea cónica.

Allí Cornell se pasó por los hombros los tirantes de la pequeña mochila y emprendió camino hacia las estribaciones de las montañas de Santa Ana. Desde su infancia, conocía cada pendiente y barranco, cada desfiladero y cresta. Su padre había tenido una cabaña de piedra en la más recóndita de todas las vaguadas deshabitadas, y él solía pasarse semanas enteras explorando el agreste territorio en varios kilómetros a la redonda.

Le cautivaban estas vaguadas indomables. Cuando era un muchacho, los osos negros aún merodeaban por los bosques; ahora no quedaba ni uno. Aún se podía encontrar el ciervo mulo, pero no con la frecuencia con que lo viera dos décadas antes. Al menos los hermosos pliegues y salientes de la tierra, los profusos y diversos arbustos, así como los árboles, seguían estando donde siempre: durante un largo trecho caminó bajo un entoldado de sicomoros y robles americanos.

Pasó ante una cabaña solitaria o un puñado de ellas. Unos cuantos moradores de las vaguadas eran supervivientes poco entusiastas que creían próximo el fin de la civilización, pero que no tenían agallas para retirarse a un lugar todavía más escondido. Casi todos ellos eran gentes sencillas que no podían soportar el trasiego de la vida moderna, y prosperaban pese a no tener instalaciones sanitarias ni electricidad.

Aunque las vaguadas pareciesen remotas, muy pronto quedarían ahogadas por los atenazadores suburbios. Dentro de un radio de ciento cincuenta kilómetros vivían casi diez millones de personas en las comunidades entrelazadas de los condados de Orange y Los Ángeles, y ese crecimiento incesante no remitía.

Pero todavía la luz cristalina y reveladora caía sobre la tierra, agreste, casi tan tangible como la lluvia, y todo parecía limpio, silvestre.

En el dorso pelado de un promontorio, donde la hierba baja que creciera durante la estación lluviosa ya se había secado tornándose pardusca, Travis se sentó sobre una peña plana y se desembarazó de la mochila.

Una serpiente de cascabel, que se asoleaba en una peña plana a unos quince metros de distancia, alzó la maligna cabeza, semejante a una cuña, y le analizó.

Cuando era muchacho, había matado veintenas de serpientes en aquellos cerros. Ahora sacó el arma de la mochila y levantándose despacio dio dos o tres pasos hacia la serpiente.

El ofidio se irguió aún más y le miró fijamente.

Travis avanzó otro paso, incluso uno más, y adoptó la postura del tirador empuñando el revólver con ambas manos.

La serpiente de cascabel empezó a enrollarse. Pronto se apercibiría de que no podía golpear a semejante distancia e intentaría replegarse.

Aun cuando Travis tenía la seguridad de que el disparo sería fácil y certero, quedó sorprendido al descubrir que le era imposible apretar el gatillo. Él había visitado estos cerros no sólo para rememorar unos tiempos en que había experimentado el placer de sentirse vivo, sino también para cazar serpientes si encontraba alguna. Últimamente, la soledad y lo infructuoso de su vida le habían hecho sentirse unas veces deprimido y otras angustiado, hasta tal punto que todo su ser estaba tan tenso como el muelle de una ballesta. Necesitaba aligerar esa tensión mediante alguna acción violenta, y la muerte de unas pocas serpientes, cuya pérdida nadie lamentaría, parecía ser la prescripción idónea para aliviar su desazón. No obstante, mientras miraba absorto a aquella serpiente, se dijo que la existencia del animal era menos superflua que la suya, pues la bestia llenaba un hueco ecológico y con toda probabilidad disfrutaría de la vida bastante más de lo que él venía haciéndolo desde hacía mucho tiempo. Travis empezó a temblar, el arma se desvió una vez y otra del blanco y no pudo encontrar el aplomo necesario para disparar. Y como no tenía nada de verdugo, bajó el revólver y regresó a la peña en donde había dejado su mochila.

La actitud del ofidio fue pacífica a todas luces, pues la cabeza descendió sinuosa hasta descansar sobre la piedra y de nuevo quedó inmóvil.

Al cabo de un rato Travis abrió el paquete de «Oreo», las galletas que fueran su bocado favorito cuando era joven. Hacía quince años que no había vuelto a probarlas. Le parecieron casi tan buenas como las recordaba. Luego bebió «Kool-Aid» de la cantimplora, pero el trago no fue tan de su agrado como las galletas. El brebaje resultó demasiado dulce para su paladar de adulto.

«La inocencia y el entusiasmo, los placeres y las voracidades de nuestra juventud —pensó—, pueden ser memorables, pero quizá no puedan ya recuperarse».

Dejando a la serpiente de cascabel en plácida armonía con el sol, se cargó otra vez la mochila y descendió por la pendiente meridional del promontorio hacia la sombra de los árboles que cubrían la entrada de la vaguada en donde los brotes fragantes de las plantas de hoja perenne aromatizaban el aire. Plantado sobre el lecho de la vaguada que corría hacia el oeste, y rodeado de sombras profundas, Travis giró al oeste y tomó una senda de ciervos.

Pocos minutos después, desfilando entre dos enormes sicomoros californianos que se curvaban para formar un arco, llegó a un paraje en donde la luz solar se filtraba por un claro del denso follaje. Al otro extremo del claro, la senda conducía a un sector del bosque en donde predominaban las píceas, los laureles y los sicomoros, creciendo muy juntos. Al frente, el terreno descendía abrupto, como si la vaguada buscara fondo. Cuando Travis se detuvo al borde del círculo luminoso, con las puntas de sus botas en la sombra, y echó un vistazo al escarpado sendero, no pudo ver más allá de quince metros porque una sombra aparente y difusa atravesó la vereda.

Apenas se dispuso Travis a cruzar la mancha de sol y seguir su camino, un perro surgió de los resecos matorrales a su derecha y corrió directamente hacia él, jadeante y alborozado. A juzgar por su estampa, era un perdiguero dorado de pura raza. Macho. Travis calculó que tendría poco más de un año, pues aunque había alcanzado todo su desarrollo, conservaba la viveza de un cachorro. Su espeso pelaje estaba húmedo y enredado, cubierto de pequeñas ramas rotas y hojas. El animal se detuvo ante él, se sentó y, ladeando la cabeza, le miró con expresión amistosa.

A pesar de su suciedad, se le podía calificar de ejemplar espléndido. Travis, se agachó para acariciarle la cabeza y rascarle detrás de las orejas.

Esperaba también que en cualquier momento el amo surgiera de los matorrales, resollando y quizás encolerizado con el fugitivo. Nadie apareció. Cuando se le ocurrió examinar el collar y la licencia, vio que no tenía ni una cosa ni otra.

—Desde luego no eres un perro salvaje, ¿verdad, muchacho? El perdiguero se mostró contento.

—No, demasiado afectuoso para ser salvaje. No te habrás perdido, ¿eh?

El animal le hocicó la mano.

Entonces Travis observó que, además de la capa enmarañada y sucia, había sangre reseca detrás de la oreja derecha. Asimismo sangre reciente en las patas delanteras, como si el animal hubiese corrido durante tanto tiempo por terreno escabroso que las almohadillas de sus patas hubieran comenzado a agrietarse.

—Parece que has tenido un viaje agitado, muchacho.

El perro lanzó un suave gemido como si le diera la razón.

Travis continuó acariciándole el lomo y rascándole las orejas, pero después de un minuto o dos comprendió que estaba buscando en el perro algo que éste no podía procurarle: el sentido y propósito de la vida, alivio para su desesperación.

—Ahora sigue tu camino.

Y dándole una palmada cariñosa en el flanco se levantó y desperezó.

El perro continuó plantado ante él.

Travis le rodeó y se encaminó hacia el sendero que se hundía en la oscuridad.

El perro a su vez hizo lo mismo y le cerró el paso.

—Lárgate, muchacho.

El perro le enseñó los dientes y emitió un gruñido sordo. Travis frunció el ceño.

—Lárgate. Sé un buen perro.

Cuando intentó esquivarle, el perdiguero gruñó y le mordisqueó las piernas.

Travis dio dos saltos atrás.

—¡Eh! ¿Qué te sucede?

El perro cesó de gruñir y se limitó a jadear.

Travis quiso avanzar de nuevo, pero el animal le acometió con más ferocidad que antes, todavía sin ladrar pero gruñendo enfurecido y lanzándole repetidas dentelladas a las piernas, hasta hacerle retroceder a través del claro. Travis dio ocho o diez traspiés sobre la resbaladiza alfombra de agujas secas y terminó sentado en el suelo.

Entonces el perro se apartó de él, atravesó trotando el claro hasta el comienzo del abrupto sendero y observó la oscuridad del fondo. Sus orejas colgantes se enderezaron todo lo que daban de sí.

—Maldito perro —masculló Travis.

El animal no le hizo caso alguno.

—¿Qué diablos te pasa, chucho?

Plantado a la sombra del bosque, el perro siguió escudriñando el sendero escarpado hasta el fondo tenebroso de la arbolada vaguada. Tenía la cola abatida, casi oculta entre las patas.

Travis cogió cinco o seis piedras pequeñas del suelo y lanzó uno de los guijarros al perdiguero. Al recibir el impacto en un flanco con la fuerza suficiente para hacerle daño, el perro no aulló, sino que giró sobre sí mismo, sorprendido.

«Ahora me la he ganado —pensó Travis—. Se me lanzará a la garganta».

Pero el perro se limitó a mirarle acusador, y siguió bloqueando la entrada al sendero de los ciervos.

Algo en el comportamiento sumiso de la bestia, en los ojos oscuros muy separados entre sí o en el ladeo de la enorme cabezota cuadrada, hizo que Travis se sintiera culpable por haberle apedreado. El maldito y lastimoso perro parecía decepcionado, y él se avergonzó.

—¡Eh, escucha! —exclamó—. ¡Fuiste tú el que empezaste, entérate!

El perro no hizo otra cosa que mirarle con fijeza.

Travis dejó caer las otras piedras.

El animal echó una ojeada a los proyectiles repudiados y levantó la vista al instante. Travis hubiera jurado que percibió una expresión aprobadora en la faz canina.

Veía dos alternativas factibles: o dar media vuelta o buscar otro camino para descender por la vaguada. Sin embargo, le asaltó la determinación irracional de abrirse camino hacia adelante, de ir a donde quería ir, ¡por los clavos de Cristo! Precisamente en un día como aquél no pensaba dejarse disuadir o siquiera entretener por algo tan trivial como un perro.

Así pues, se levantó, encogió un poco los hombros para afirmar la mochila y, aspirando a fondo el aroma de los pinos, atravesó resuelto el claro.

El perdiguero gruñó de nuevo, muy quedo pero amenazador. Arrugó el hocico dejando al descubierto los colmillos.

Percibiendo que su coraje se esfumaba por momentos, Travis optó por una aproximación diferente cuanto estaba ya a pocos metros del perro. Se detuvo y después de sacudir la cabeza habló persuasivo al animal:

—Perro malo. Te estás comportando como un perro muy malo. ¿No lo sabías? ¿Qué pulga te ha picado? ¿Eh? Y el caso es que tienes aspecto de haber nacido bueno. Pareces un perro dócil.

Mientras continuaba embelesando al perdiguero, éste cesó de gruñir. Su peluda cola se meneó una vez, dos, con timidez.

—¡Así me gusta! —exclamó él, zalamero—. Eso está mejor. Tú y yo podemos ser amigos, ¿no?

El perro dejó escapar un gemido conciliador, ese sonido tan familiar y conmovedor que emite todo perro para expresar su deseo natural de que se le quiera.

—¡Vaya, ahora estamos haciendo progresos! —dijo Travis, mientras daba otro paso hacia el perdiguero con la intención de agacharse y acariciarle.

Sin darle tiempo a hacerlo, el perro se lanzó contra él gruñendo y le hizo desandar camino. Luego, apresó entre los dientes una pernera de sus vaqueros y meneó furioso la cabeza. Travis intentó largarle una patada y falló. Ello le hizo perder el equilibrio, lo cual aprovechó el perro para aferrarle la otra pernera y correr en círculo a su alrededor hasta hacerle caer. Se levantó de un salto e intentó desesperadamente ajustar las cuentas a su adversario pero tropezó y dio con sus huesos en tierra por segunda vez.

—¡Mierda! —barbotó, sintiéndose tremendamente ridículo. Gimiendo de nuevo, recobrando su talante amistoso, el perro le lamió las manos.

—Tú estás como una cabra —dijo Travis.

El perro se alejó hasta el otro extremo del claro. Allí se quedó plantado mirando atento el sendero de ciervos que descendía, entre las sombras frías de los árboles. De improviso, bajó la cabeza y se agazapó. Sus músculos dorsales se tensaron como si se aprestara a hacer un movimiento súbito.

—¿Qué estás fisgando? —Travis comprendió de pronto que al perro no le atraía el sendero propiamente dicho, sino algo que quizá se deslizase por él—. ¿Algún león de montaña? —se preguntó mientras se levantaba. Recordaba que en su juventud los leones de montaña, concretamente los pumas, habían merodeado por aquellos bosques y supuso que tal vez quedaran unos cuantos.

El perdiguero gruñó, aunque esta vez no a Travis, sino a lo que había atraído su atención. Fue un sonido sordo, apenas audible, y Travis se dijo que el animal parecía al mismo tiempo furioso y amedrentado.

¿Tal vez coyotes? Muchos de ellos rondaban por las colinas. Una manada de coyotes hambrientos podría alarmar incluso a un animal tan vigoroso como aquel perdiguero dorado.

Inopinadamente, el perro lanzó un aullido de sorpresa y ejecutando una extraña pirueta volvió la grupa al sendero. Luego pasó como una flecha por su lado hacia la sección opuesta del bosque, haciéndole pensar que se perdería de vista entre los árboles. No obstante, se detuvo en el arco formado por los sicomoros que Travis atravesara pocos minutos antes y volvió la cabeza expectante. Con cierto aire de frustración y ansiedad regresó raudo, empezó a trazar círculos disparatados en torno suyo y, finalmente, aferrándole por una pernera tiró hacia atrás intentando arrastrarle consigo.

—Espera, espera, vale —dijo él—. ¡Vale!

El perdiguero soltó su presa y dejó escapar una especie de bufido, exhalación enérgica más bien que ladrido.

Era obvio, lo cual no dejaba de ser sorprendente, que el perro se había propuesto impedirle que prosiguiera por el sombrío trecho del sendero de ciervos porque había algo allá abajo. Algo peligroso. Ahora el animal quería inducirle a huir porque esa criatura peligrosa se estaba aproximando.

Sí, algo se acercaba. Pero ¿qué?

Travis no sentía inquietud, sólo curiosidad. Cualquier cosa que se aproximara podría amedrentar a un can, pero en estos bosques ningún animal, ni siquiera un coyote o un puma, atacaría a una persona adulta.

Entre gemidos de impaciencia, el perdiguero intentó apresar otra vez una pernera de Travis.

Su comportamiento era extraordinario. Si estaba tan asustado, ¿por qué no huía y se olvidaba de él? No era su amo; el animal no tenía nada que agradecerle, ni afecto ni protección. Los perros extraviados no poseen ningún sentido del deber para con los extraños, no tienen perspectiva moral ni conciencia. En cualquier caso, ¿qué se creía este animal? ¿Un Lassie por libre?

—Conforme, conforme —dijo Travis al perdiguero, haciéndole soltar su presa y acompañándole hasta el arco de sicomoros.

El perro salió disparado a lo largo del sendero ascendente que conducía hacia el borde de la vaguada entre árboles más espaciados y bajo una luz más clara.

Travis se detuvo en los sicomoros. Frunciendo el ceño, miró más allá del claro saturado de sol el oscuro boquete en el bosque donde comenzaba el trecho descendente del sendero. ¿Qué se avecinaría?

Los cantos estridentes de las cigarras se interrumpieron repentinamente, como si se hubiese levantado la aguja fonográfica de un disco. En el bosque se hizo un silencio sobrenatural.

Entonces Travis oyó que algo subía aceleradamente por el tenebroso sendero. Un ruido como de serpenteo. Luego el rodar de piedras desprendidas. El débil susurro de arbustos secos. La cosa parecía encontrarse más próxima de lo que probablemente estaba, pues el sonido se amplificaba al producir ecos en el angosto túnel de follaje. No obstante, la criatura se estaba acercando deprisa. Muy deprisa.

Por primera vez, Travis intuyó que corría grave peligro. Sabía que en los bosques no había nada lo bastante grande o atrevido para atacarle, pero el instinto se sobrepuso a su intelecto. El corazón le latía a mazazos.

Más allá, en lo alto del sendero, el perdiguero, que se había apercibido de su vacilación, ladró apremiante.

Si esto hubiese ocurrido unas décadas antes, Travis habría pensado que un oso negro ascendía furioso la senda de ciervos, tal vez impulsado por alguna herida. Pero los inquilinos de las cabañas y los excursionistas de fin de semana, portadores de la civilización, habían hecho replegarse a los pocos osos restantes hasta los parajes más recónditos de Santa Ana.

A juzgar por el sonido, la bestia desconocida estaba a punto de alcanzar el claro entre los trechos superior e inferior del sendero.

Travis sintió a lo largo de la espina dorsal unos escalofríos semejantes a los regueros que forma la escarcha al derretirse sobre el cristal de una ventana.

Quería averiguar qué era aquello, mas, al mismo tiempo, estaba helado de miedo, sentía un temor puramente instintivo.

En lo alto de la vaguada, el perdiguero dorado lanzó unos ladridos perentorios.

Travis dio media vuelta y echó a correr.

Se notó en excelente forma, ni un kilo de más. En pos del jadeante perdiguero, pegó ambos codos a los costados y trotó sendero arriba, agachándose dos o tres veces para esquivar las ramas bajas. Las suelas claveteadas de sus botas le procuraron una tracción muy aceptable; perdió pie con las piedras sueltas y sobre las capas resbaladizas de agujas secas pero no se cayó. Mientras corría entre sombras y cegadoras pinceladas de luz solar semejante a un incendio, otro incendio empezó a arder en sus pulmones.

La vida de Travis Cornell había estado repleta de peligros y tragedias, pero él no había flaqueado jamás ante nada. En sus peores momentos había afrontado con calma las pérdidas, el dolor y el miedo. Sin embargo, ahora le ocurría algo muy peculiar. Perdió el dominio de sí mismo. Por primera vez en su vida se dejó llevar por el pánico. El temor le atenazó, tocando un nivel hondo y primitivo en donde no le había alcanzado jamás. Mientras corría, le asaltó un sudor frío, no pudo explicarse por qué el perseguidor desconocido le ponía la carne de gallina, le llenaba de un terror absoluto.

No miró hacia atrás. Al principio lo hizo así para no perder de vista el tortuoso sendero y porque temía darse de bruces contra alguna rama baja. No obstante, cuando hubo recorrido ya unos doscientos metros, su pánico aumentó, y si entonces no miró hacia atrás fue por el temor de lo que podría ver.

Comprendía que su reacción era irracional. El hormigueo a lo largo de la nuca y la sensación glacial en las entrañas eran síntomas de un terror puramente supersticioso. Pero el civilizado y culto Travis Cornell había cedido las riendas al niño asustado e indómito que habita en todo ser humano, y no le resultaba nada fácil recobrar el aplomo, aunque fuera consciente de lo absurdo de su comportamiento. Así pues, el instinto bruto prevalecía, y ese instinto le aconsejaba que corriera, que dejara de pensar y se limitara a correr.

En el borde superior de la vaguada, el sendero torcía a la izquierda y seguía un curso sinuoso por la escarpada pared norte del promontorio. Travis dobló un recodo, vio un tronco atravesado en el sendero pero al intentar saltarlo se le enganchó un pie en la madera podrida y cayó de bruces. Quedó atontado, incapaz de recobrar el aliento o de moverse siquiera.

Esperaba que algo se abalanzara sobre él y le desgarrase la garganta. El perdiguero regresó como una flecha, saltó sobre Travis y cayó muy seguro sobre sus cuatro patas al otro lado del sendero. Allí ladró furioso a lo que les perseguía, se mostraba mucho más amenazador que cuando apremiara a Travis en el claro.

Travis rodó sobre sí mismo y se sentó entre jadeos. No vio nada sendero abajo. Entonces observó que el perdiguero no parecía interesado en esa dirección, pues se había colocado a través del sendero para acechar la maleza del bosquecillo al este de ellos. Despidiendo saliva, el animal lanzó unos sonidos tan estridentes y furibundos que cada explosión sonora hería los oídos de Travis. La furia salvaje en su voz era inquietante. Sin duda el perro estaba advirtiendo al enemigo invisible que se mantuviera alejado.

—Calma, muchacho —murmuró, tranquilizador, Travis—. Calma.

El perdiguero enmudeció, pero no miró a Travis. Su mirada estaba fija en la maleza, su áspero belfo negro dejó al descubierto los colmillos mientras que un gruñido sordo surgía desde el fondo de su garganta.

Respirando todavía a duras penas, Travis se levantó y escrutó el bosquecillo situado al este. Píceas, sicomoros y unos cuantos alerces. Sombras que se asemejaban a parches de paño negro se alternaban aquí y allá con alfilerazos dorados y agujas de luz. Maleza, brezos, enredaderas y unas cuantas formaciones rocosas parecidas a dientes. Travis no veía nada anómalo.

Cuando puso una mano sobre la cabeza del perro, éste cesó de gruñir, como si hubiese entendido su propósito. Travis hizo una profunda inspiración, contuvo el aliento y aguzó el oído por si percibía algún movimiento en la maleza.

Las cigarras se mantenían mudas. Ningún ave cantaba en los árboles. El bosque había quedado en silencio, como si el vasto y complejo mecanismo de relojería del Universo se hubiese inmovilizado.

Estaba seguro de que su propia persona no era la causa de aquel silencio abrupto. Al pasar poco antes por la vaguada, no había perturbado a los pájaros ni a las cigarras.

Ahí fuera había algo. Un intruso que no contaba con la aprobación de las criaturas habituales de la selva.

Hizo una inspiración honda y contuvo otra vez el aliento, esforzándose por escuchar todos los movimientos del bosque, hasta el más ínfimo. Esta vez detectó los susurros de la maleza, el crujido de una rama rota, el leve chasquido de hojas secas…, y la peculiar e inquietante respiración estentórea de algo muy grande. Aunque ésta sonara a unos doce metros de distancia, él no podía localizar su posición exacta.

A su lado, el perdiguero se puso rígido. Sus orejas colgantes se enderezaron un poco proyectándose ligeramente hacia delante.

La respiración ronca del adversario desconocido era tan espeluznante, bien fuera por el efecto del eco en el bosque y la vaguada o, sencillamente, porque resultaba espeluznante sin más, que Travis se desembarazó aprisa de su mochila, soltó la hebilla y sacó el 38 cargado. El perro miró fijamente el arma. Travis tuvo la extraña impresión de que el animal sabía lo que era el revólver y aprobaba su empleo.

Preguntándose si la cosa en el bosque sería un ser humano, Travis gritó:

—¿Quién está ahí? ¡Sal a donde pueda verte!

Entonces un ronroneo amenazador subrayó la respiración ronca que provenía de la maleza. La estremecedora resonancia gutural electrizó a Travis. El corazón le latió aún más aprisa y los músculos se le pusieron tan rígidos como los del perdiguero a su lado. Durante unos segundos interminables intentó explicarse sin conseguirlo por qué aquel ruido le habría transmitido una corriente de temor tan intensa. Entonces se apercibió de que la ambigüedad del ruido era lo que le horrorizaba: el bestial gruñido era inequívocamente el de un animal…, y, sin embargo, tenía una calidad indefinible que denotaba inteligencia. El tono y la modulación le hacían parecer casi el sonido que emitiría un hombre encolerizado. Cuanto más lo escuchaba, más difícil le resultaba clasificarlo como un sonido estrictamente animal o humano. Pero, no siendo ni una cosa ni otra, ¿qué diablos sería?

Percibió que los arbustos se agitaban. Justo delante de él. ¡Algo se le aproximaba!

—¡Alto! —gritó tajante—. No te acerques más. La aproximación continuó.

Ahora la separación era tan sólo de nueve metros.

Y el movimiento, más pausado. Quizás un poco cauteloso. Pero, pese a todo, acortando distancias.

El perdiguero dorado empezó a gruñir amenazador, previniendo otra vez a la criatura que les acosaba. Sin embargo, el temblor era perceptible en sus flancos, y su cabeza se bamboleaba. Aunque el animal desafiara a la cosa que estaba en la maleza, se le veía temeroso de un enfrentamiento.

El miedo del perro le acobardó. Los perdigueros eran famosos por su audacia y bravura. Se los había criado para ser compañeros fieles del cazador y se los utilizaba con frecuencia en peligrosas operaciones de rescate. ¿Qué amenaza o asaltante suscitaría semejante pavor en un perro tan vigoroso y arrogante como aquél?

La cosa entre los arbustos continuaba avanzando hacia ellos, parecía encontrarse ya a seis metros escasos.

Aunque no había visto todavía nada excepcional, le dominaba un terror supersticioso, una percepción de presencias indefinibles pero misteriosas. Se dijo una y otra vez que se había topado con un puma, sólo un puma, cuyo miedo sería, probablemente, mayor que el suyo. Pero el hormigueo glacial que comenzaba en la base de la espina dorsal y se extendía hasta el cuero cabelludo era cada vez más intenso. Las manos le sudaban de tal modo que temió se le escapara el arma.

Cinco metros.

Travis apuntó el 38 al aire e hizo un disparo de aviso. La explosión retumbó en el bosque y levantó ecos por toda la vaguada.

El perdiguero no respingó siquiera. Sin embargo, la cosa entre los arbustos dio media vuelta al instante y corrió en dirección norte, cuesta arriba, hacia el borde de la vaguada. Travis no podía verla, pero sí seguir su rápida trayectoria por las hierbas y matas altas que se abrían a su paso.

Durante un segundo o dos sintió alivio al creer que la había ahuyentado. No obstante, muy pronto se apercibió de que la cosa no huía, sólo trazaba una curva por el noroeste para salirle al encuentro en la parte superior del sendero. Travis intuyó que la criatura intentaba cortarles el camino y obligarles a abandonar la vaguada por la salida de abajo, en donde se le ofrecerían más oportunidades para atacarles. No se explicaba cómo sabía tal cosa, sólo podía decir que lo sabía. Su instinto de conservación le inducía a actuar sin necesidad de calcular cada uno de los movimientos previsibles; hacía todo lo requerido de una forma maquinal. Desde que entrara en combate, hacía ya casi una década, no había sentido esta intuición animal.

Procurando no perder de vista el movimiento delator de la maleza a su derecha, Travis soltó la mochila y, empuñando el arma, corrió sendero arriba con el perdiguero a sus talones. Sin embargo, a pesar de su celeridad no fue lo bastante rápido para superar al enemigo desconocido. Cuando comprendió que éste alcanzaría la parte superior del sendero antes que él, hizo otro disparo preventivo, pero esta vez no sorprendió ni disuadió al adversario. Entonces hizo dos disparos más contra la propia maleza, hacia donde percibía el movimiento, sin considerar la posibilidad de que allí hubiese un ser humano; y esto surtió efecto. No creía haber tocado al merodeador, pero sí ahuyentarle al fin, haciéndole volver grupas.

Siguió corriendo. Ansiaba alcanzar cuanto antes el borde de la vaguada en donde escaseaban los árboles y la maleza, en donde la luminosidad solar no permitía la ocultación entre sombras.

Cuando llegó a la cresta, dos o tres minutos después, estaba sin respiración y sentía un dolor lacerante en los músculos de los muslos y las pantorrillas. El corazón le latía con tal furia que no le hubiera extrañado oír el eco rebotando en el promontorio opuesto y retornando a través de la vaguada.

Aquél era el lugar en donde se detuviera antes para comer algunas galletas. La serpiente de cascabel que se soleara sobre la piedra ancha y plana había desaparecido.

El perdiguero dorado, que había seguido a Travis, se detuvo jadeante a su lado y observó la pendiente por donde acababan de subir.

Algo aturdido, deseando sentarse y descansar pero comprendiendo que le acechaba todavía un peligro de origen desconocido, Travis escudriñó también el sendero de ciervos y la maleza en su campo de visión. Si el merodeador seguía persiguiéndoles, era evidente que ahora se mostraba más sigiloso, pues ascendía la pendiente sin agitar hierbas ni matas.

El perdiguero gimoteó y apresó una vez más la pernera de Travis. Se deslizó por la estrecha arista de la cresta hacia una pendiente que les facilitaría el descenso a la vaguada contigua. Sin duda el animal intuía que no estaban aún fuera de peligro y por tanto no les convenía detenerse.

Travis compartía esa convicción. Su miedo atávico, que le inducía a dejarse llevar por el instinto, le hizo partir presuroso detrás del perro hacia el extremo más alejado de la cresta para descender a otra vaguada llena de árboles.

***

Vince Nasco había estado esperando durante horas en el oscuro garaje. No daba la impresión de hacerlo con paciencia. Era enorme, dos metros diez centímetros y más de cien kilos de músculos, parecía siempre rebosante de energía, como si pudiera estallar en cualquier momento. Tenía un rostro ancho, plácido, por lo general tan inexpresivo como la cara de una vaca. Sin embargo, sus ojos verdes irradiaban vitalidad y un desvelo nervioso, además de una avidez extraña, que era como si uno esperase verla en los ojos de un animal salvaje —cualquier felino de la selva— pero jamás en los de un hombre. A semejanza de un gato, era también paciente, a pesar de su tremenda energía. Podía estar agazapado durante horas, silencioso e inmóvil, aguardando a su presa.

El martes, a las nueve cuarenta, mucho más tarde de lo que Nasco esperara, la cerradura con pestillo automático de la puerta entre el garaje y la casa dejó oír un golpe seco. La puerta se abrió y el doctor Davis Weatherby encendió las luces del garaje, luego alargó la mano para pulsar el botón que haría levantarse la gran puerta metálica.

—Alto ahí —dijo Nasco, levantándose y surgiendo por la parte delantera del «Cadillac» gris perla del doctor.

Weatherby le miró parpadeante, estupefacto.

—¿Qué diablos es…?

Nasco alzó la «Walther P-38», provista con silenciador, e hizo un solo disparo a quemarropa contra la cara del doctor.

¡Sssnap!

Sorprendido a mitad de palabra, Weatherby cayó hacia atrás en el alegre lavadero amarillo y blanco. Al caer, dio de cabeza contra la secadora de ropa y proyectó un carrito metálico contra la pared.

A Vince Nasco no le preocupó el estrépito, porque Weatherby era soltero y vivía solo. Se agachó sobre el cadáver, que había quedado como una cuña en la puerta abierta, y tocó con delicadeza la cara del doctor.

La bala se había hundido en la frente de Weatherby, a dos centímetros y medio escasos del puente de la nariz. Había poca sangre porque la muerte había sido instantánea y el proyectil no había tenido la fuerza suficiente para perforar por detrás el cráneo de la víctima. Los ojos castaños de Weatherby estaban muy abiertos y expresaban estupor.

Vince rozó con los dedos la mejilla izquierda de Weatherby, todavía caliente, y la parte correspondiente del cuello. Cerró el ojo izquierdo, ciego, luego el derecho, a sabiendas de que las reacciones musculares post mortem se los abriría otra vez dentro de dos o tres minutos.

—Gracias. Muchas gracias, doctor —dijo Vince con voz trémula, evidenciando un profundo agradecimiento. Besó los ojos cerrados del muerto—. Gracias.

Conteniendo un grato estremecimiento, Vince recogió las llaves del lugar en donde el muerto las dejara caer, se adentró en el garaje y abrió el portaequipajes del «Cadillac» evitando tocar toda superficie para no dejar una clara huella dactilar. Estaba vacío. Sacó el cadáver del pequeño lavadero, lo metió en el portaequipajes y lo cerró echando la llave.

Se le había dicho a Vince que se las arreglara para que el cuerpo del doctor no fuera descubierto hasta el día siguiente. Él ignoraba por qué importaría tanto esa coordinación horaria, pero le enorgullecía hacer trabajos intachables. Por consiguiente, volvió al lavadero, colocó el carrito metálico en su lugar y miró alrededor buscando alguna otra señal de violencia. Una vez quedó satisfecho, cerró la cámara, amarilla y blanca con las llaves de Weatherby.

Acto seguido, apagó las luces, atravesó el oscuro espacio del garaje y se escurrió por la puerta lateral que él mismo forzara durante la noche mediante el sencillo sistema de introducir una tarjeta de crédito en la deleznable cerradura. Utilizando las llaves del doctor, volvió a cerrar la puerta y se alejó de la casa.

Davis Weatherby vivía en Corona del Mar, a orillas del océano Pacífico. Vince había dejado su furgoneta «Ford», comprada dos años antes, a tres manzanas de la casa del doctor. El viaje de vuelta hasta la furgoneta fue placentero, muy estimulante. Aquél era un barrio distinguido que se vanagloriaba de sus varios estilos arquitectónicos; costosas mansiones españolas junto a moradas de corte «Cape Cod» bellamente diseñadas, cuya armonía era preciso verla para creerla. La zona ajardinada era exuberante y estaba muy bien cuidada. Palmeras, ficus y olivos daban sombra a las aceras. Buganvillas rojas y coralinas, amarillas y anaranjadas iluminaban el paisaje junto con otras miles de flores. Las ravenalas estaban floreciendo. Las ramas de jacaranda caían lánguidas por el peso de los abundantes capullos purpúreos. La celinda perfumaba el aire.

Vince Nasco se sentía a las mil maravillas. ¡Tan fuerte, tan poderoso, tan lleno de vida!

***

A ratos el perro tomaba la delantera, otras veces era Travis quien lo hacía. Ambos cubrieron un largo recorrido antes de que Travis descubriera que le habían abandonado la desesperación y la soledad exasperante que le impulsaran desde un principio hasta las estribaciones de la cordillera de Santa Ana.

El enorme y derrengado can le acompañó hasta su furgoneta, que estaba aparcada en el polvoriento camino, bajo las ramas tendidas de una inmensa pícea. Al detenerse ante el vehículo, el perdiguero miró hacia atrás, al camino por donde habían venido. Detrás de ellos, unos pájaros negros surcaron el cielo raso como si efectuaran un reconocimiento por encargo de algún hechicero montañés. Una oscura muralla de árboles se alzaba cual las defensas de un siniestro castillo.

Aunque el bosque fuese tenebroso, el camino polvoriento adonde salió Travis estaba plenamente expuesto al sol, tostado hasta adquirir un tono castaño claro, cubierto con un manto de polvo fino, suave, que formaba penachos alrededor de sus botas con cada pisada. Le sorprendía que un día tan radiante le deparase de súbito esa sensación de malevolencia, abrumadora y tangible.

Al escrutar el bosque de donde había salido, el perro ladró por primera vez desde hacía media hora.

—Todavía nos sigue, ¿verdad? —dijo Travis.

El animal le miró y gimió acobardado.

—Sí —continuó él—. También lo noto yo. Disparatado…, y sin embargo, ¡vaya si lo noto! Pero ¿qué diablos habrá ahí fuera, muchacho? ¿Eh? ¿Qué diablos será?

El perro se estremecía ostensiblemente.

Travis observó que su propio miedo aumentaba cada vez que se manifestaba el pavor del perro.

Entonces bajó la portezuela trasera de la camioneta y dijo:

—Vamos, sube. Te ayudaré a salir de este lugar.

El perro se encaramó a la plataforma de carga.

Travis cerró de golpe la portezuela y se encaminó hacia el costado de la camioneta. Al abrir la puerta del conductor, creyó percibir movimiento en los matorrales cercanos. No al fondo del bosque, sino allá donde el polvoriento camino se perdía de vista. En aquel lugar, un estrecho bancal estaba cubierto hasta la asfixia de hierba alta, pardusca, tan crujiente como el heno, unos cuantos arbustos de mezquite y algunas adelfas desparramadas con raíces lo bastante profundas para mantenerlas verdes. Cuando escrutó el bancal, no vio nada del movimiento que creyera haber captado con el rabillo del ojo, pero sospechaba que no era fruto de su imaginación.

Con una renovada sensación de apremio, Travis subió a la camioneta y colocó el revólver en el asiento contiguo. Se alejó de allí tan aprisa como se lo permitió el abrupto camino y con todo miramiento por el pasajero de cuatro patas de la plataforma de carga.

Cuando se detuvo veinte minutos después en la carretera de Santiago Canyon, de vuelta al mundo de la civilización y del asfalto, se sentía todavía desmadejado y tembloroso. No obstante, el miedo persistente era distinto del que experimentara en el bosque. El corazón no le latía ya como un tambor. El sudor frío se había secado en manos y frente, el singular hormigueo de la nuca y del cuero cabelludo había desaparecido, y todo recuerdo de aquello se le antojó irreal. Lo que le amedrentaba ahora no era una extraña criatura invisible, sino lo anómalo de su propio comportamiento. Encontrándose a salvo fuera del bosque, no le era posible rememorar el grado de terror que le había dominado; por consiguiente, sus acciones le parecían irracionales.

Tiró de la palanca del freno y paró el motor. Eran las once, y el bullicio de la circulación mañanera había remitido; sólo pasaba algún coche que otro por la asfaltada calzada rural de dos carriles. Permaneció sentado durante un minuto, intentando convencerse a sí mismo de que se había dejado guiar por un instinto certero y fiable.

Siempre le habían enorgullecido su inquebrantable ecuanimidad y obstinado pragmatismo…, a falta de otras virtudes. Podía permanecer impasible en medio de una hoguera, y tomar decisiones contundentes a despecho de toda presión, y aceptando las consecuencias.

Por lo tanto, cada vez le parecía más difícil creer que algo extraño le había acechado allá afuera. Se preguntaba si no habría interpretado mal la conducta del perro, si no habría imaginado aquel movimiento en la maleza como un simple recurso para desviar su pensamiento de las lamentaciones sobre su propio destino.

Se apeó de la camioneta y dando unos pasos a lo largo de esa carrocería se encontró cara a cara con el perdiguero, plantado sobre la plataforma de carga. El animal alargó la maciza cabeza y le lamió el cuello y la barbilla. Aunque hubiese gruñido y ladrado poco antes, parecía un can afectuoso, y por primera vez su aspecto deslucido tenía algo de cómico. Travis intentó rechazarle, pero el perro se resistió y casi saltó de la caja en su afán por lamerle la cara. Él se rió y le revolvió el ya enmarañado pelo.

Las zalamerías del perro y la agitación frenética de su cola surtieron un efecto inesperado en Travis. Durante largo tiempo su mente había sido un lugar lóbrego, repleto de pensamientos sobre la muerte, que culminaron con el viaje de aquella jornada. Pero el gozo de vivir exteriorizado sin adulteraciones por el animal fue como un proyecto que iluminó el sombrío interior de Travis y le recordó que la vida tenía también un lado alegre, que venía rechazando desde hacía mucho tiempo.

—¿Qué habrá sido lo que ha ocurrido allí? —se preguntó en voz alta.

El perro cesó de lamerle y su enredada cola se inmovilizó. Casi se diría que le miraba con solemnidad, y Travis quedó paralizado momentáneamente por aquella mirada afectuosa de ojos castaños. Hubo en ellos algo desusado, cautivador. Travis permaneció casi en estado hipnótico, y el animal parecía no menos magnetizado. Una leve brisa primaveral empezó a soplar desde el sur. Travis escudriñó los ojos del animal buscando la clave de su atracción, pero no vio nada excepcional, salvo… Bueno, parecían algo más expresivos de lo que suelen serlo los ojos de un perro, también más inteligentes y perceptivos. Considerando cuán fugaz es la atención de un perro, aquella mirada fija del perdiguero resultaba endiabladamente insólita. A medida que transcurrieron los segundos sin que ni él ni el perro pareciesen dispuestos a romper el hechizo, Travis sintió una inquietud creciente. Le sacudió un estremecimiento ocasionado no por el temor, sino por el presentimiento de que estaba ocurriendo algo misterioso, de que se hallaba en el umbral de una revelación portentosa.

Entonces el perro sacudió la cabeza y le lamió la mano. El hechizo quedó roto.

—¿De dónde vienes, muchacho?

El perro ladeó la cabeza hacia la izquierda.

—¿Quién es tu amo?

El perro ladeó la cabeza hacia la derecha.

—¿Qué puedo hacer contigo?

Como si quisiera responder, el perro saltó de la parte trasera de la camioneta, pasó raudo ante él hacia la puerta del conductor y se coló en la cabina.

Cuando Travis miró allí, el perdiguero ocupaba el asiento del pasajero y tenía la vista fija en el parabrisas. Entonces se volvió hacia él y dejó oír un gruñido suave, como si le impacientara su parsimonia.

Travis se colocó detrás del volante y guardó el revólver debajo de su asiento.

—No creas que puedo cuidar de ti. Demasiada responsabilidad, muchacho. Eso no encaja en mis planes. Lo siento.

El perro le miró implorante.

—Pareces hambriento, chico. Otro gruñido suave.

—Vale. Quizá me sea posible ayudarte a ese respecto. Creo que hay una tableta de «Hershey’s» en la guantera, y no lejos de aquí encontraremos un «McDonald’s» en donde habrán probablemente dos o tres hamburguesas que llevan tu nombre. Pero después de eso…, bueno, tendré que dejarte suelto otra vez o llevarte a la perrera. Mientras Travis hablaba, el perro levantó una pata delantera y golpeó con la zarpa el botón que abría el susodicho compartimento. La tapadera cayó por su peso.

—¿Qué diablos…?

El animal alargó el cuello, metió el hocico en la guantera y apresó la tableta entre los dientes, sosteniéndola con tanta delicadeza que no pareció dejar huella en la envoltura.

Travis parpadeó de sorpresa.

El perdiguero le presentó la tableta de «Hershey’s» como pidiéndole que desenvolviera el exquisito bocado.

Atónito, él la cogió y le quitó el papel de plata.

El perdiguero le observó mientras se relamía.

Después de partir en trozos la tableta, Travis le fue ofreciendo el chocolate. El perro lo tomó agradecido y se lo comió casi con pulcritud. Él contempló aquella escena confusa, sin saber a ciencia cierta si lo ocurrido era una rareza genuina o tenía una explicación razonable. ¿Le habría entendido de verdad el perro cuando dijo que había chocolate en la guantera? ¿No sería que el animal había olfateado el dulce? Sin duda se trataría de esto último.

Dirigiéndose al perro, dijo:

—Pero ¿cómo supiste apretar el botón para soltar la tapadera?

El perdiguero le miró atento, se lamió las fauces y aceptó otro trozo de dulce.

—Vale, vale —murmuró él—. Tal vez sea un truco que alguien te haya enseñado. Si bien no parece el tipo de monadas que se enseña por lo general a los perros, ¿verdad? Rodar por el suelo, hacerse el muerto, pedir la comida a ladridos, incluso andar un corto trecho sobre las patas traseras…, sí, éstas son las cosas que se enseña a los perros…, pero no a abrir cerraduras o pestillos.

El perdiguero observó ansioso el último trozo de chocolate, pero Travis lo retuvo un buen rato.

¡La coordinación de ideas había sido prodigiosa, por los clavos de Cristo! Dos segundos después de que él mencionara el chocolate, el perro había ido a por la golosina.

—¿Es que has entendido lo que he dicho? —inquirió Travis sintiéndose muy ridículo por sospechar que un perro poseyera el don del habla. No obstante, insistió—: ¿Es así? ¿Me has entendido?

A pesar suyo, el perdiguero apartó la vista del último trozo de dulce. Sus miradas se cruzaron. Una vez más, Travis tuvo la impresión de que estaba ocurriendo algo pasmoso; se estremeció como antes y ello no le desagradó.

Titubeó, se aclaró la garganta.

—Ejem… ¿Te importaría que fuese yo quien se tomase el último trozo de chocolate?

El perro volvió los ojos hacia los dos pequeños cuadrados de «Hershey’s» que Travis sostenía en la mano. Resopló una vez, como si lo lamentara, y luego miró por el parabrisas.

—¡Que me aspen! —masculló Travis.

El perro bostezó.

Teniendo buen cuidado de no mover la mano ni mostrar el chocolate, de llamar la atención sobre él únicamente mediante palabras, se dirigió otra vez al desmelenado perro:

—Bueno, tal vez tú lo necesites más que yo, muchacho. Si quieres este último trozo, puedes considerarlo tuyo. El perro le miró.

Todavía sin mover la mano, pero manteniéndola junto al cuerpo para hacer ver que retenía el chocolate, dijo:

—Si lo quieres, tómalo. De lo contrario, lo tiraré afuera. El perdiguero se adelantó sobre el asiento, se acercó todo lo posible a él, y con suma delicadeza le arrebató el chocolate.

—¡Que me aspen por partida doble!

Entonces el perro se plantó sobre sus cuatro patas y se alzó en el asiento, lo que casi le hizo tocar el techo con la cabeza. Luego miró por la ventanilla trasera de la cabina y lanzó un suave gruñido.

Travis miró por el retrovisor y también por el espejo lateral, pero no vio nada inquietante detrás de ellos. Sólo la calzada asfaltada de dos carriles, el estrecho bancal y la colina cubierta de maleza a su derecha.

—Crees que deberíamos ponernos en marcha. ¿No es eso?

El perro le miró, volvió a observar por la ventanilla trasera, por fin dio media vuelta y se sentó extendiendo los remos traseros y mirando otra vez hacia delante.

Travis puso en marcha el motor, metió la primera, y tomando la carretera de Santiago Canyon condujo la camioneta hacia el norte. Echando una ojeada a su compañero, dijo:

—¿Eres más de lo que pareces ser…, o es que estoy perdiendo el seso? Y si eres más de lo que pareces…, ¿quién demonios eres?

En el extremo casi campestre de la avenida Chapman, Travis giró al oeste para dirigirse hacia el «McDonald’s» del que había hablado.

Por fin murmuró:

—Ahora ya no me es posible dejarte suelto o llevarte a una perrera. Un minuto después, agregó:

—Si no me quedara contigo, me moriría de curiosidad preguntándome quién puedes ser.

Después de recorrer tres kilómetros y medio más o menos, Travis entró en el aparcamiento del «McDonald’s» y dijo:

—Ahora eres mi perro, supongo.

El perdiguero no dijo nada.